Un Libro Diario N° 10. CÉSAR VALLEJO, SELECCIÓN DE NARRATIVA Y POESÍA

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Año 2- Nº 10 - Segunda época - Abril de 2021 Año del homenaje al Premio Nobel de Medicina Dr. César Milstein

Debido a la pandemia que afecta a gran parte del mundo, estos números de Un Libro Diario se presentan únicamente en formato digital, hasta tanto se solucione la crisis sanitaria y volvamos al papel.

César Vallejo Selección de narrativa y poesía

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“Viejo amor flamante siempre aquel, vibrando día tras día”

2 César Vallejo, “un alma ávida de infinito”

Vallejo revolucionó la poesía latinoamericana de su tiempo: su visión del mundo, su reinvención, sus motivos, la escritura poética, las rupturas formales. Cuando Vallejo comienza a escribir, la poesía peruana estaba dominada por el modernismo y se aprecia en la primera de las etapas en que podemos dividir su escritura, que es la de la publicación de su poemario Los heraldos negros (1918); en esta etapa Vallejo conserva las líneas del modernismo, en la adjetivación colorida, en la suntuosidad de algunas imágenes, en la musicalidad y las formas, en las estructuras convencionales, en el ritmo. En estos primeros poemas ya puede vislumbrarse la preocupación metafísica por el destino del hombre. También se distinguen algunas rupturas en los versos. Podemos citar como ejemplo el “Yo no sé” del poema que da título al libro, ya que se trata de una expresión coloquial que rompe con la estética modernista. Pero ese “yo no sé” es, además de un enunciado coloquial, la manifestación del desamparo del ser ante los golpes, ante la creencia en un Dios que no alcanza para explicar ese desamparo. También está presente un cierto tono pesimista y de desesperanza, y esto puede relacionarse con la impronta indígena en Vallejo, que no tiene que ver con los temas ni con la sintaxis sino con ese pesimismo visceral, la tristeza, el dolor existencial como marca, como señal. Se trata de poemas atravesados por el desamparo, el abandono, la pérdida, un desarraigo existencial. La segunda etapa se corresponde con la publicación de Trilce (1922). Aquí hubo un cambio radical y Vallejo rompe las reglas de un lenguaje “literario”, se niega a aceptar las formas, los procedimientos de versificación. Estas rupturas de los signos producen cierta incomodidad y un desasosiego, pero a pesar de que muchas veces no hay un significado claro o totalmente transparente sí hay algo, oblicuo, incierto, pero del orden del sentido. Ya no hay descripciones sino un lenguaje muchas veces dislocado, en ocasiones delirante. Todo el resto de sus obras son publicadas post mortem.

Poemas en Prosa y Poemas Humanos constituyen en su conjunto un total de 95 poemas (110 si se añaden las 15 composiciones de España aparta de mí este cáliz) escritos de 1923 a 1937, con una interrupción entre 1929 y 1932. En esta tercera etapa, si bien la lengua se ha hecho más transparente, seguimos encontrando neologismos y alteraciones de la ortografía. Por ejemplo, en el poema “La rueda del hambriento”, encontramos el verso “váca mi estómago, váca mi yeyuno”. En primer lugar, la tilde rompe las reglas de acentuación, como si acentuara de más; en segundo lugar, “váca” es usado aquí como un verbo y pareciera indicar vacío, vacante, vacuo. Para finalizar, citaremos al escritor, periodista y ensayista José Carlos Mariátegui, quien en su libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Lima, 1928), se refiere a Vallejo de la siguiente manera: “Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito,

sedienta de verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino”. Marcela Minakowski Profesora Universitaria en Letras UNSAM

~ el autor ~ CÉSAR VALLEJO

César Vallejo nació en Santiago de Chuco, Perú, en 1892. Es uno de los mayores poetas del siglo XX. Junto con Sor Juana Inés de la Cruz, José Martí, Rubén Darío y Pablo Neruda ocupa un lugar selecto en la poesía latinoamericana. Publicó en Lima sus dos primeros poemarios: “Los heraldos negros” (1918), y “Trilce” (1922). Éstos, junto con “España, aparta de mí este cáliz” (1937) y “Poemas humanos” (1939), entre otros, son algunos títulos que dan cuenta de un discurso que progresivamente procesa distintas estéticas –desde el modernismo hasta la revulsiva poética vanguardista– y que registra una experiencia del mundo con una rúbrica particular. En 1923 dio a la prensa su primera obra narrativa: “Escalas”, colección de estampas y relatos, algunos ya vanguardistas. Ese mismo año partió hacia Europa y nunca más volvió a Perú. Allí vivió del periodismo, complementado con trabajos de tra-

ducción y docencia. En la última etapa de su vida sacó libros en prosa, como la novela proletaria o indigenista “El tungsteno” (1931), el libro de crónicas “Rusia en 1931” (1931) y, en ese entonces, escribió uno de sus cuentos más famosos, “Paco Yunque”, que saldría a luz años después de su muerte (en París, 1938). Su faceta menos conocida tiene que ver con las crónicas y artículos que escribió desde Europa para diarios y revistas de su país. “Una experiencia del mundo” (Editorial Excursiones), presenta una antología de esos textos, con selección y prólogo de Carlos Battilana.

*Biografía extraída de http://revistaanfibia.com/autor/cesar-vallejo/


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Narrativa El unigénito (de Escalas melografiadas, 1923) Sí. Conocí al hombre a quien luego aconteció mucho acontecimiento. Tanto tuvo, pues, haberme ido en lo sucedido a aquel sujeto, en verdad, siempre digno de curiosidad y holgadas meditaciones, a causa del aire de espantadiza irregularidad de su modo de ser... La ciudad le tenía por loco, idiota o poco menos. A ser franco, diré que yo nunca le tuve en igual concepto. Yerro. Sí le tuve como anormal, pero solo en virtud de poseer un talento grandeocéano y una auténtica sensibilidad de poeta. Cierta vez hasta almorzamos juntos en el hotel. Otra vez comimos. Y tomamos desayuno otro día. Y así durante cuatro o cinco meses seguidos, que vivió solo, por ausencia de los suyos del lugar. Lato humor el de nuestra mesa. Hasta las finas lozas pálidas y los cristales, sonríen con brillo inteligente en su límpida dentadura de turno. Un charlador endemoniado el señor Marcos Lorenz. Yo estaba lindo. A poco le llegué a tener cariño y a extrañarle harto, cuando faltaba al restorán. El señor Lorenz era soltero y no tenía hijo alguno. A la sazón contaba diez años, como enamorado de una aristocrática dama de la ciudad. Diez años. No sonriáis. Sí. El señor Lorenz amaba a su amada hacía una década. El mismo habíamelo declarado, así como también que ella, a pesar de no haber estado juntos jamás, lo sabía todo, y quizá, a su vez, le amaba un tanto, pues el señor Lorenz la escribía su cariño a menudo. Viejo amor flamante siempre aquel, vibrando día tras día, desde el mismo traste, desde el mismo sostenido en sí bemol, hasta haberse evado en todos los oídos del distrito, donde nadie ignoraba semejante historia neoplatónica, a la que, desde la primera a la última página, exornaba un texto igual, con sólo ligeras variaciones tipográficas y, posiblemente, hasta gramaticales. ¡Viejo amor flamante siempre aquel!

–¡Acaso me ama un poco! –repetíase en la mesa el señor Lorenz, ovalando un mordisco episcopal sobre el sabroso choclo de mayo, que deshacíase y lactaba, de puro tierno, entre los cuatro dígitos del tenedor argénteo. Porque, en verdad, mi excelente contertulio no parecía estar muy seguro de lo que sentiría por él la dama de su corazón. Tanto, que muchas veces, su tranquilidad ante esta incertidumbre, y la longevidad de semejantes relaciones estadizas, tornábanme descreído, y hacíanme pensar que todo no podía pasar acaso de un reverendísimo boato de vanidad inofensiva, de parte del señor Lorenz, ya que él era apenas un ciudadano más o menos herbolario, y ella un divino anélido de miel, hecho para volverle agua la boca al más ahíto de los salomones de la tierra. Mas vino prueba en contrario, una mañana en que ingresó el señor Lorenz al restorán. ¿Qué le pasaba al señor Lorenz? ¿Qué cara traía, tan a crespas facciones trabajada? –¿Algún borrón en la tela, amigo mío? –Nada –respondióme en un mugido–. Sólo que acaba de pasar ella, acompañada de un bribón, de quien ya me han noticiado como novio suyo.... –¿Cómo? –aducíle sarcásticamente– ¿Y usted? ¿Y sus diez años de amor? El señor Lorenz salióme entonces al encuentro, pidiendo un antipasto de jamón del país y sardinas. Servido este, añadió regocijado: –Parece estar mejor que el de ayer. Y, como si se vendase una ligera picazón de insecto, voceó: –¡Mozo! ¡Whisky! No obstante lo cual, notificado quedaba yo, con roja cédula de celos, que, verdaderamente, lo que el señor Lorenz sentía por aquella dama, era una pasión a todo cuadrante. No cabía duda. ¡Viejo amor flamante siempre el suyo! Una tarde leí, poco después, en uno de los diarios locales: Enlace concertado. Ha quedado concertado el enlace del señor Walter Wolcot, con la señorita Nérida del Mar.

En este número de Un Libro Diario compartimos los avisos correspondientes a la vacunación y a las normas de prevención del COVID. Estos avisos son publicados de manera voluntaria por nosotros, ya que apostamos fuertemente esta campaña. No hemos percibido arancel alguno por su publicación.

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“alzó ella sus ardientes ojos de ámbar oscuro, inundados en febril humedad”

¡Pesia! ¡Pobre señor Lorenz! Qué amargas calabazas le florecían. Calabazas decenarias. Aquel divino anélido de miel iba a subjuntivar su áureo nombre aqueo, al rápido de trusts del bribón de quien ya habían noticiado al señor Lorena, como prometido de Nérida. Terrible pesar sobrevino a mi amigo, como podrá suponerse, ante el anuncio de aquel matrimonio. Acabáronse las sobremesas plácidas; y las aguas de oro y los espumosos benedictines de antes, quizás solo lloraban ahora, estancados en las pupilas de este nuevo José Matías, que, desde entonces, parecía estar siempre pronto a verter lágrimas de desesperación. Acabóse el buen humor que arcenara, en jocunda guardilla tornasol, la fraternal efusión de los almuerzos soleados y las florecidas cenas retardadas: pues, aun cuando el apetito por las buenas viandas arreciaba con fuerza mayor en el señor Lorenz, a raíz de su sétima caída romántica, quijarudo Pierrot punteaba ahora en su alma herida, ahora que los días y las noches le aporreaban con ocasos moscardados de recuerdos, y lunas amarillas de saudad. No volvió el señor Lorenz a decir palabra alguna sobre Nérida. Caviloso, callado, solo de vez en tarde, enventanaba la taciturnidad del yantar, para estornudar algún versículo del Eclesiastés, entre cuyas cenizas aventaba, con aire confinado de orfandad, su desventura. Ante este, que podría llamarse trágico palimpsesto de amor, tenté, en más de una ocasión, escarbar el secreto de sus pensares, a fin de ver si en algo podría yo aliviarle. Pero nada. Siempre que resolvíame a interrogarle, sentía al hombre trancarse a piedra y lacre, pecho adentro, para toda pregunta o confidencia. Luego, dos mil ciento sesentidós horas. Y un domingo al mediodía, la orquesta lanza una torreada marcha nupcial, entre las pilastras de rancias molduras provinciales, y bajo los domos iluminados del templo, cuyo altar mayor resplandece enguirnaldado de albos azahares goteantes de campo y de rocío. Veíase, por la pompa del cortejo, que eran Nérida y el señor Walter Wolcot, quienes, en tales instantes, recibían la bendición del Todopoderoso, en matrimonio; y que, a un tiempo mismo, el destino del muy amado señor Lorenz, calados el lúgubre clac de unto y los guantes negros, asistía al sepelio de diez sarcófagos ingrávidos, en cuyos labrados campos de azabache, abrían, decorados a la usanza etrusca, verdes ramas de miosotys florecido portadas por piérides mútilas y suplicantes; boscajes de rumorosas uvas vivas, bajo el cielo de puras anilinas anacreónticas; vientos encontrados desnudando árboles de otoño; y montañas de hielos eternos. Dentro de los diez sarcófagos, irían diez relojes difuntos... Y todo era así, en verdad. Los novios eran Nérida y el caballero de la cuádruple V: él, calvete prematuro,

sanguinoso tipo congestionado de clubman empedernido que duerme hasta las tres de la tarde; grandes ojos engallados verdebotella, crónico gesto placentero, como si siempre estuviese celebrando algo; flamante traje de una cuasi mortuoria corrección británica. Ella... visiblemente pálida. ¿Y el otro?... ¡Oh espectáculo de impiedad y de heroísmo! El señor Marcos Lorenz también estaba allí. Le hallé alarmantemente demudado. Él, a su vez, me vio, pero no pareció verme. Le saludé con una venia, y no me hizo caso. Muy cerca de la pareja, erguíase aquel hombre, rígido, petrificado en dantesca laceria. Monseñor, revestido de finísima pelliza de gran tono, mayaba, con voz enronquecida, el sagrado latín del sacramento. En los incensarios de plata antigua y cadenillas de oro, ardían los granos de resinas místicas. La orquesta por segunda vez doblaba la llave del sol de la partitura; y, sudoroso, el acólito, murmuraba como en sueños, de capítulo en capítulo sus sílabas rituales. De súbito, la triste desposanda hizo una extraña cosa. En el preciso momento en que el tonsurado le hacía la pregunta de promesa, alzó ella sus ardientes ojos de ámbar oscuro, inundados en febril humedad, y derecho fue a clavarlos en el otro, en el señor Lorenz. Tal, distraída por entero, no contesta. Algunos del cortejo, notan el inesperado silencio, y, siguiendo la dirección de la mirada de Nérida, la encontraron posada en el pobre José Matías. Y luego, todo como en la duración del relámpago, el señor Lorenz recibió aquella mirada, quebró bruscamente su rigidez tormentosa, de un solo tranco lanzóse hacia Nérida, arrollando a cuantos tropezó a su paso, y, con increíble destreza de ave rapaz, cogióle el rostro estupefacto, y le dio un beso furioso en toda su boca virgen, que entreabrióse como un surco... Luego, el señor Lorenz cayó pesadamente a tierra. Un revuelo de voces y una repentina parálisis en todos. Y quienes, en son de airada indignación, acercáronse al yacente besador, al inicuo intruso, oreja en pecho oyeron a la Muerte fatigada y sudorosa sentarse a descansar en el corazón ya helado de aquel hombre. ¡Pobre señor Lorenz! Solo de esta manera, y en solo este beso fugaz, frotado y encendido por el total de su vida, en la muerte, logró unir su carne a la carne de su amada, que ¡ay! acaso no le había amado nunca en este mundo. El desposorio quedó frustrado. Ciega polvareda interpúsose, a gran espesor, entre los que hubieran sido esposos. Nérida también había sufrido en tal instante, seria conmoción nerviosa, y, llevada al lecho de dolor, agravándose fue de segundo en segundo, para morir una hora después de la instantánea muerte del pobre José Matías... Y hoy, corridos ya algunos años, desde que abandonaran el mundo aquellas dos almas, en esta dorada mañana


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de enero, un niño fino y bello acaba de detenerse en la esquina de Belén, un niño extrañamente hermoso y melancólico. Pasa un ómnibus del cual bajan varios pasajeros. A uno de ellos, señorón de amplio aire mundano, se le cae el bastón. El niño, tan bello y, sobre todo, tan melancólico, gana a recoger la caída caña, enjoyada de oro rojo casi sangre, y se la entrega al dueño que no es otro sino el propio señor Walter Wolcot. Este advierte el rostro del pequeño, y sin saber por qué, sufre fuerte sobresalto. Vacila. Tartamudo agradece, por fin, la gentileza anónima, y, con desesperada vehemencia que lagrimea de misteriosa inquietud, pregunta al niño: –¿Cómo te llamas? El infante no responde. –¿Dónde vives? El infante no responde. –¿Cuántos años tienes? El infante no responde nada. –¿Tus padres?... El niño se pone a llorar.... Una mosca negra y fatigada viene y trata de posarse en la frente del señor Walter Wolcot, a punto en que este se aleja del niño. Muy distante ya, se la espanta varias veces. De Escalas: coro de vientos ~~~ Los dos soras Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras,arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú. En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres,que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado,calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A

medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles,entre cruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza. No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aún con los transeúntes. –¿Qué cosa? – exclamaban las gentes–. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales. Analquer no les hacía caso. No se daba cuenta de nada. Estaba completamente fuera de sí. Al llegar a una esquina, seguía de frente siempre, sin detenerse a escoger la dirección más conveniente. A menudo, se paraba ante una puerta abierta, a mirar una tienda de comercio o lo que pasaba en el patio de una casa. Juncio lo llamaba y lo sacudía por el brazo, haciéndole volver de su confusión y aturdimiento. Las gentes, llamadas a sorpresa, se reunían en grupos a verlos: –¿Quiénes son? –Son salvajes del Amazonas. –Son dos criminales, escapados de una cárcel. –Son curanderos del mal del sueño. –Son dos brujos. – Son descendientes de los Incas.Los niños empezaron a seguirles. –Mamá –referían los pequeños con asombro–, tienen unos brazos muy fuertes y están siempre alegres y riéndose. Al cruzar por la plaza, Juncio y Analquer penetraron a la iglesia, donde tenían lugar unos oficios religiosos. El templo aparecía profundamente iluminado y gran número de fieles llenaban la nave. Los soras y los niños que les seguían,avanzaron descubiertos, por el lado de la pila de agua bendita,deteniéndose junto a una hornacina de yeso. Tratábase de un servicio de difuntos. El altar mayor se hallaba cubierto de paños y crespones salpicados de letreros, cruces y dolorosas alegorías en plata. En el centro de la nave aparecía el sacerdote, revestido de casulla de plata y negro, mostrando una gran cabeza calva, cubierta en su vigésima parte por el solideo.Lo rodeaban varios acólitos, ante un improvisado altar, donde leía con mística unción los responsos, en un facistol de hojalata. Desde un coro invisible, le respondía un maestro cantor, con voz de bajo profundo, monótona y llorosa. Apenas sonó el canto sagrado, poblando de confusas resonancias el templo, Juncio se echó a reír, poseído de un júbilo irresistible. Los niños, que no apartaban un instante los ojos de los soras, pusieron una cara de asombro. Una aversión repentina sintieron por ellos, aunque Analquer, en verdad, no se había reído y, antes bien, se mostraba estupefacto ante aquel espectáculo que,en su alma de salvaje, tocaba los límites de lo maravilloso. Mas Juncio seguía riendo. El canto sagrado, las luces en los altares, el recogimiento profundo de los fieles, la claridad del sol penetrando por los ventanales a dejar chispas, halos


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“Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.”

y colores en los vidrios y en el metal de las molduras y de las efigies, todo había cobrado ante sus sentidos una gracia adorable, un encanto tan fresco y hechizador, que le colmaba de bienestar, elevándolo y haciéndolo ligero, ingrávido y alado, sacudiéndole, haciéndole cosquillas y despertando una vibración incontenible en sus nervios. Los niños, contagiados, por fin, de la alegría candorosa y radiante de Juncio, acabaron también por reír, sin saber por qué. Vino el sacristán y, persiguiéndoles con un carrizo, los arrojó del templo. Un individuo del pueblo, indignado por las risas de los niños y los soras, se acercó enfurecido. –Imbéciles. ¿De qué se ríen? Blasfemos. Oye –le dijo a uno de los pequeños–, ¿de qué te ríes, animal? El niño no supo qué responder. El hombre le cogió por un brazo y se lo oprimió brutalmente, rechinando los dientes de rabia, hasta hacerle crujir los huesos. A la puerta de la iglesia se formó un tumulto popular contra Juncio y Analquer. –Se han reído –exclamaba iracundo el pueblo–. Se han reído en el templo. Eso es insoportable. Una blasfemia sin nombre… Y entonces vino un gendarme y se llevó a la cárcel a los dos soras.

Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! A mi hermano Miguel In memoriam

Selección del libro Los heraldos negros (1918)

¡Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa, donde nos haces una falta sin fondo! Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá nos acariciaba : «Pero hijos…» Ahora yo me escondo, como antes, todas estas oraciones vespertinas, y espero que tú no des conmigo. Por la sala, el zaguán, los corredores. Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo. Me acuerdo que nos hacíamos llorar, hermano, en aquel juego. Miguel, tú te escondiste una noche de Agosto, al alborear; pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste… Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya cae sombra en el alma. Oye, hermano, no tardes en salir, ¿Bueno? Puede inquietarse mamá.

Los heraldos negros

El tálamo eterno

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Sólo al dejar de ser, Amor es fuerte! Y la tumba será una gran pupila, en cuyo fondo supervive y llora la angustia del amor, como en un cáliz de dulce eternidad y negra aurora. Y los labios se encrespan para el beso, como algo lleno que desborda y muere; y, en conjunción crispante, cada boca renuncia para la otra una vida de vida agonizante. Y cuando pienso así, dulce es la tumba donde todos al fin se compenetran en un mismo fragor; dulce es la sombra, donde todos se unen en una cita universal de amor.

De Revista Amaru, 1967 ~~~ Poesía

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.


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Los dados eternos

II

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; me pesa haber tomádote tu pan; pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: ¡tú no tienes Marías que se van! Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios; pero tú, que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación. Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él! Hoy que en mis ojos brujos hay candelas, como en un condenado, Dios mío, prenderás todas tus velas, y jugaremos con el viejo dado… Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte del universo todo, surgirán las ojeras de la Muerte, como dos ases fúnebres de lodo. Dios mío, y esta noche sorda, oscura, ya no podrás jugar, porque la Tierra es un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura, que no puede parar sino en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura. ~~~ Selección de Trilce (1922) I Quién hace tanta bulla, y ni deja testar las islas que van quedando. Un poco más de consideración en cuanto será tarde, temprano, y se aquilatará mejor el guano, la simple calabrina tesórea que brinda sin querer, en el insular corazón, salobre alcatraz, a cada hialoidea grupada. Un poco más de consideración, y el mantillo líquido, seis de la tarde DE LOS MÁS SOBERBIOS BEMOLES Y la península párase por la espalda, abozaleada, impertérrita en la línea mortal del equilibrio.

Tiempo Tiempo.

Mediodía estancado entre relentes. Bomba aburrida del cuartel achica tiempo tiempo tiempo tiempo. Era Era. Gallos cancionan escarbando en vano. Boca del claro día que conjuga era era era era. Mañana Mañana. El reposo caliente aun de ser. Piensa el presente guárdame para mañana mañana mañana mañana. Nombre Nombre. ¿Qué se llama cuanto heriza nos? Se llama Lomismo que padece nombre nombre nombre nombrE. V Grupo dicotiledón. Oberturan desde él petreles, propensiones de trinidad, finales que comienzan, ohs de ayes creyérase avaloriados de heterogeneidad. ¡Grupo de los dos cotiledones! A ver. Aquello sea sin ser más. A ver. No trascienda hacia afuera, y piense en són de no ser escuchado, y crome y no sea visto. Y no glise en el gran colapso. La creada voz rebélase y no quiere ser malla, ni amor. Los novios sean novios en eternidad. Pues no deis 1, que resonará al infinito. Y no deis O, que callará tánto, hasta despertar y poner de pie al 1. Ah grupo bicardiaco. ~~~


“Sé que hay una persona compuesta de mis partes”

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El buen sentido (de Poemas en prosa) Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama parís. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande. Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar. La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tanto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados. Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡parece hermano menor de su madre! ¡fuere porque yo he viajado mucho! ¡fuere porque yo he vivido más! Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste. —Hijo, ¡cómo estás viejo! Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo: —Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande. La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos. ~~~

Selección de Poemas humanos (1939) Altura y pelos ¿Quién no tiene su vestido azul? ¿Quién no almuerza y no toma el tranvía, con su cigarrillo contratado y su dolor de bolsillo? ¡Yo que tan sólo he nacido! ¡Yo que tan sólo he nacido! ¿Quién no escribe una carta? ¿Quién no habla de un asunto muy importante, muriendo de costumbre y llorando de oído? ¡Yo que solamente he nacido! ¡Yo que solamente he nacido! ¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa? ¿Quién al gato no dice gato gato? ¡Ay, yo que sólo he nacido solamente! ¡Ay! yo que sólo he nacido solamente! Piedra negra sobre una piedra blanca Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París —y no me corro— talvez un jueves, como es hoy, de otoño. Jueves será, porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, con todo mi camino, a verme solo. César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro también con una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos…


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Poema para ser leído y cantado

La rueda del hambriento

Sé que hay una persona que me busca en su mano, día y noche, encontrándome, a cada minuto, en su calzado. ¿Ignora que la noche está enterrada con espuelas detrás de la cocina?

Por entre mis propios dientes salgo humeando, dando voces, pujando, bajándome los pantalones… Váca mi estómago, váca mi yeyuno, la miseria me saca por entre mis propios dientes, cogido con un palito por el puño de la camisa.

Sé que hay una persona compuesta de mis partes, a la que integro cuando va mi talle cabalgando en su exacta piedrecilla. ¿Ignora que a su cofre no volverá moneda que salió con su retrato? Sé el día, pero el sol se me ha escapado; sé el acto universal que hizo en su cama con ajeno valor y esa agua tibia, cuya superficial frecuencia es una mina. ¿Tan pequeña es, acaso, esa persona, que hasta sus propios pies así la pisan? Un gato es el lindero entre ella y yo, al lado mismo de su tasa de agua. La veo en las esquinas, se abre y cierra su veste, antes palmera interrogante… ¿Qué podrá hacer sino cambiar de llanto? Pero me busca y busca. ¡Es una historia! Intensidad y altura Quiero escribir, pero me sale espuma, quiero decir muchísimo y me atollo; no hay cifra hablada que no sea suma, no hay pirámide escrita, sin cogollo. Quiero escribir, pero me siento puma; quiero laurearme, pero me encebollo. No hay toz hablada, que no llegue a bruma, no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo. Vámonos, pues, por eso, a comer yerba, carne de llanto, fruta de gemido, nuestra alma melancólica en conserva. Vámonos! Vámonos! Estoy herido; Vámonos a beber lo ya bebido, vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.

Una piedra en que sentarme ¿no habrá ahora para mí? Aún aquella piedra en que tropieza la mujer que ha dado a luz, la madre del cordero, la causa, la raíz, ¿ésa no habrá ahora para mí? ¡Siquiera aquella otra, que ha pasado agachándose por mi alma! Siquiera la calcárida o la mala (humilde océano) o la que ya no sirve ni para ser tirada contra el hombre ésa dádmela ahora para mí! Siquiera la que hallaren atravesada y sola en un insulto, ésa dádmela ahora para mí! Siquiera la torcida y coronada, en que resuena solamente una vez el andar de las rectas conciencias, o, al menos, esa otra, que arrojada en digna curva, va a caer por sí misma, en profesión de entraña verdadera, ¡ésa dádmela ahora para mí! Un pedazo de pan, tampoco habrá para mí? Ya no más he de ser lo que siempre he de ser, pero dadme una piedra en que sentarme, pero dadme, por favor, un pedazo de pan en que sentarme, pero dadme en español algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse y después me iré… Halló una extraña forma, está muy rota y sucia mi camisa y ya no tengo nada, esto es horrendo.



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