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Paradojas Rachel Thompson
Paradojas
Rachel Thompson, US Faculty
–¡Ay, las malditas gitanas! No puedes ir a ningún lado sin que te molesten. ¿Por qué tienen que estar aquí en el paseo marítimo? Cada vez que quiero pasar por aquí no puedo porque siempre tengo que esquivarlas. –En serio, no seas así. ¿Por qué te importa lo que hacen ellas? –Bueno, no es que me preocupe tanto su oficio. Es más bien que me molesta que tengas que evitarlas para que no hagas contacto visual con ellas, porque si sus ojos alcanzan a ver los tuyos entonces te van a robar. –Ya te escucho, pero… ¿cómo sabes que eso no es lo que te has convencido a creer y, en realidad, es solamente tu manera de justificar el miedo que tienes de ellas? Porque, por mi parte, me fascinan las gitanas de acá. Es más, muchas veces he deseado ser gitana hasta creer que lo soy. ¿No te parece genial como construyen sus propias comunidades donde quieran y lo hacen con los desechos de los demás? Me encanta cómo crean sus propios espacios íntimos dentro de la ciudad. Cuando veo sus hogares escondidos entre los árboles a lo largo de las carreteras o en la playa, protegidos por unas rocas grandes que hacen de muralla, siento un deseo extraño de quedarme allí. Además, prácticamente todos los días cuando cruzo el puente de Lusitania para llegar a casa me paro a un lado y miro hacia abajo a las pequeñas viviendas en el fondo del río seco y quiero tanto escapar de este mundo para vivir en el suyo. –Ya, pero, ¿por qué querrías vivir en un mundo cuyos habitantes son ladrones? Tú tienes una conciencia que no te permite robar ni un caramelito del supermercado. Unas semanas después, Catalina, muerta de cansancio y sed, llega al parque grande en el centro de la ciudad buscando refugio. Había decidido ir a la capital para el fin de semana. De modo que ayer por la tarde llegó y por la noche salió para conocer su vida nocturna. Luego, hoy, antes de llegar al parque, estuvo caminando durante varias horas por los dos cerros históricos de la capital. Así pues, ya en el parque, Catalina se acerca a un kiosco con la intención de comprar algo para eliminar su sed inmensa. Tiene muchas ganas de tomar agua. Sin embargo, una vez que está allí decide pedir coca-cola por razones estéticas y nostálgicas. La coca-cola en aquel kiosco viene en botellas de vidrio de un tamaño más pequeño que lo normal. La mujer del kiosco le abre el refresco con el destapador y le dice: “Tení que tomarlo aquí en el parque, cachai, para luego me lo devolví, poh” . Catalina asiente con la cabeza, entonces busca un banco en un sitio
tranquilo y sombreado. Se sienta apartada de las muchedumbre y admira la coca-cola en su mano. –Son preciosas estas botellitas, ¿no? Es que me encantan. Me dan la sensación de estar levemente separada del mundo. Me siento que estoy en un siglo ya pasado o en el ambiente de un libro que leí recién, aunque no me acuerdo de cuál. –Después de haber tomado bastante vino anoche y caminar durante horas hoy, deberías haberte comprado agua en vez de ésta –dice Catalina. Catalina estira su cuello dejando caer hacia atrás la cabeza, y, en ese momento, ve los ojos de la mujer que viene caminando hacia ella: –Creo que viene una gitana. ¡Qué bien!, sólo quería estar sin molestias para descansar un rato. Pues, no le hagas caso, ya sabes, no la mires. –No estoy totalmente segura, ya que la he visto por un instante nada más, pero, creo que es bellísima. –Ay, Cata, por favor. Y si lo es, da igual, una ladrona guapa sigue siendo ladrona. –Otra vez con este discurso. ¿Tienes razón?, o simplemente miedo de enfrentarte a algún sentimiento. De repente, Catalina coge un escalofrío y siente por todo su cuerpo una sensación placentera provocada por las manos de la gitana enredadas en su cabello largo. Cuando la gitana vio a Catalina con su melena dorada no podía resistirse, la tenía que acariciar, pero, ahora al tocarla, nota de inmediato el calor y confianza de la chica y así sigue hasta pararse delante de ella mientras que sus manos permanecen en su cabello. Catalina se da cuenta de la sensualidad que emite su cuerpo, ve la belleza hipnotizadora de la mujer que la toca y ahora le habla. La gitana tiene la piel trigueña y perforantes ojos cristalinos. Lleva un vestido liviano verde oliva cuyo tirante izquierdo cae sobre su hombro ligeramente musculoso. La tela fina del vestido apenas cubre su pecho y permite que se vea la forma de sus pezones. Con los ojos fijos en ella, Catalina va descubriendo cómo cada detalle de esta mujer es un estimulante que despierta todos sus sentidos. Siente que tiene confianza con la gitana y quiere acercarse lo más posible a ella. La desea. También la gitana tiene un deseo ardiente de conocer todo elemento de la chica. –¡Qué bella eres; qué guapa estás; qué hermosura! –le dice. Pero Catalina no le responde, ni siquiera la oye; ha entrado en trance. Entonces la gitana se sienta a su lado, muy junto de ella y le toma sus manos. Le cuenta de su vida y de su destino, según las palmas de sus manos, aunque nunca deja de mirarle a los ojos. Catalina empieza a sentirse liviana. De repente sabe que ya no puede acallar más el deseo de intimarse más con esa bella cara delante de la
suya, la de la gitana que le está tocando las manos y los brazos cariñosamente. Entonces agarra las muñecas de la gitana y se tapa la cara con las manos de ella, cierra los ojos mientras respira su olor y saborea su piel. Cuando abre los ojos se encuentra sola, muy relajada y a gusto. –Me parece que este viaje fue lo que me hacía falta porque no me acuerdo de la última vez en que he estado tan bien como ahora, por fin no siento esa opresión y angustia. Catalina traga las últimas gotas de la coca-cola, todavía tiene mucha sed, por lo tanto decide entrar en el WC y rellenar la botellita con agua del grifo. Bebe el agua hasta saciar la sed y entonces vuelve al kiosco para entregar la botellita a la vendedora. Cuando llega al kiosco la mujer está haciendo un gesto de negación con el dedo índice a una mujer gitana que quiere comprar algo, pero sus dinero no le alcanza. Mientras Catalina entrega la botella vacía a la señora, mira los ojos de la gitana. –No sé porque siempre tenía que esconderse de las gitanas antes –le dice la gitana. Luego, de una manera muy humilde, a Catalina le pide unos centavos para poder comprar su refresco. –Sí, claro … a ver qué es lo que tengo de monedas –dice Catalina mientras empieza a abrir el bolsillo de su bolso donde guarda el dinero. Pero en su bolso no hay ni un sólo centavo.