En bajada y sin frenos - Juan Sicard

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En bajada y sin frenos

Tomás Ramírez Sáenz

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(monólogo de un resignado) El resignado, asaltado por las vicisitudes de la vida y sus sufrimientos ya normalizados, alcanza la tranquilidad en el momento que se resigna frente a la existencia. Por la constatación de un padecer inexorable que escapa al control de su carácter, acepta su ser en el mundo como irrisorio y se resigna frente a la vida o al devenir: se ha librado de las pesadas cadenas del pasado como se deja llevar indiferente hacia el futuro. Solo se puede decir del resignado que vive por inercia en el presente y alcanza así un estado de apacible tranquilidad. Es por esta razón que el infeliz se sabe más tranquilo que el dichoso dado que el primero ha experimentado la realidad y el segundo es un pobre ingenuo. El placer para el resignado, aunque atractivo, se ha vuelto intrascendente. No es más que un paliativo que raya en lo perecedero.

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Este es un pensamiento que ha rondado mi cabeza hace ya tiempo


y solo hasta este momento ha dejado de ser una mera cavilación para convertirse en lo que se podría llamar mi diario vivir. Tengo que decir, sin embargo, que no lo llevo a sus últimas consecuencias porque eso sería equivalente a pegarme un tiro.

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Sí se podría decir que soy, igualmente, ese resignado, ese amargado jovial que vive inercialmente. ¿Por qué no he llevado a cabo ese último acto liberador de resignación? Porque todavía guardo preocupaciones, todavía me dejo afectar por esa naturaleza humana que reclama su presencia en el mundo.


Esa consternada parte de mí, hablando del tema, fue por la que terminé en este estado de importaculismo existencial: por inmiscuirme demasiado en las vicisitudes que esconde la gruesa bruma idílica de las relaciones amorosas. Si lo pudiera describir de alguna forma, diría que me quedé sin frenos en una bajada vertiginosa o, para ser sincero con ustedes y conmigo mismo, yo mismo quité el freno de mano antes de arrojarme irreflexivamente por aquella ladera siniestra. El estrellón era solo una consecuencia obvia.

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Me enfrenté temerario al devenir en el momento que halé esa palanca para liberar los frenos, lo sigo haciendo, la diferencia es que ya no espero nada de él, es decir, espero tranquilo ese estrellón definitivo al final de la cuesta. Con respecto a la vida, o al devenir, se podría decir que me siento a verla pasar mientras que me fumo un cigarrillo y me tomo un café oscuro en la insoportable comodidad de mi casa. Hay veces la saludo y me paro para acompañarla un momento, reírme un rato, estrellarme levemente y sacudirme un poco la cotidianidad de encima. Con respecto a ese estrellón inicial, el que me hizo quitar los frenos indefinidamente, además de que yo lo causé, no puedo decir que me arrepiento. No sé si lo volvería a hacer pero me enseñó una realidad, una realidad que tal vez sea obvia para algunos como yo que ya han


dejado de ser tan ingenuos: no hay tal cosa como frenos en esa bajada porque uno o bien se bota voluntariamente por el precipicio y se encomienda a la virgen y todos los santos, o bien no se bota y sigue derecho. Después del estrellón llegué a la conclusión de que la virgen y todos los santos son unos malparidos o están sordos o no existen y por eso terminé así. Ustedes sacarán sus propias conclusiones con sus propias experiencias. Primera parte: La tranquilidad de la resignación Este importaculismo existencial no ha sido una constante en mi vida, por lo menos, no en dicho y obra. Mucho antes de ser así ya rondaba en mi cabeza la fatal realización de que el resignado es aquel que vive tranquilo mas yo no vivía de ese modo, no me había resignado. Guardaba, eso sí, el deseo de esa calma impasible. Es una tranquilidad agria esta que les hablo, no les diré lo contrario pero es tranquilidad

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al fin y al cabo. Como el café o el cigarrillo, igual que todos los gustos adquiridos que poco a poco se vuelven sublimes, esta tranquilidad de la resignación se le va cogiendo gusto, quién sabe por qué. Tal vez por cierto carácter poético que esconde, tal vez por la atractiva decadencia a la que le abre la puerta. Quién sabe… Tal vez sea un pobre nihilista trasnochado el que les habla. Lo importante es que la adopción de esta postura no es una cuestión de voluntad, uno no decide que le dejen de importar las cosas. Uno se encuentra a sí mismo, sin saber exactamente desde cuándo, sin mayor interés por cualquier cosa. Se podría definir como un paulatino desencanto por el mundo. Ese desencanto, sin embargo, no es del todo gratuito. Tuvo que pasar algo para que se desencadenara esa indiferencia generalizada. En mi caso fue ese primer estrellón del que todavía no me recupero del todo. Fue limpio, seco y súbito, de esos que lo dejan a uno aturdido y desorientado hasta el grado de no poder creer lo que acaba de pasar: ¿de verdad me acabo de estrellar? Mucho imbécil... Pues sí, eso parece. Ahora me toca salir del carro para evaluar los daños, tranzar


con mi homólogo y seguir mi camino. Así fue como me di cuenta que la mujer a la que yo había amado sin frenos ya no me correspondía, tuve que estar sentado en el interior de mi carro un rato para hacerme a la idea de su desamor. Ahora que lo pienso, ese fue mi error más grande: dudar de la realidad, dudar esperanzadamente, dudar esperando que no hubiera pasado lo que acababa de pasar. Me demoré demasiado tiempo sentado en el asiento del conductor. Al fin y al cabo, dicen que la primera etapa del duelo es la negación y para mí se acababa de morir mi creencia más preciada. Vida perra... Es raro como la esperanza te da una mano para levantarte pero te apuñala con la otra cuando te paras. El puñal sigue entre tu carne pero tú, ahí donde estás, aguantas el dolor por la falsa promesa de una felicidad redentora. Ahora lo entiendo, ya no me dejo estafar por la esperanza, ya sé que no hay promesa que redima el dolor, ya sé que lo único que había era eso: dolor. Lo único que resta es tomar las cosas con cabeza fría y aceptarlas como son, en otras palabras, adoptar una postura racional frente al asunto. La razón es fría, ve las cosas como son y no como el corazón las pinta. Lo que nunca me imaginé, sin embargo, fue que al aceptar la realidad renunciaría un poco a la vida. Esperanza y vitalidad son cosas que se presuponen. En el momento que se acaba la guachafita y uno se ve forzado a aceptar lo que ya no se puede negar, se renuncia a la esperanza y por lo tanto también a una cierta vitalidad. Llegué entonces a

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resignarme frente a lo que tenía ante mis ojos y alcancé así una agria tranquilidad, pero tranquilidad al fin y al cabo… Me encontré a mí mismo en un insospechado importaculismo. Segunda parte: Los paliativos La vida del resignado es simple y tranquila. Me levanto todos los días a eso de las ocho o nueve de la mañana sin mucha parafernalia. Voy a la cocina y me hago un chocolate con tostadas. Ya sé que es una bebida para niños pero qué les puedo decir: no he madurado mucho en ese aspecto. El chocolate es uno de esos paliativos que me permito. Después hago café en prensa francesa. Me gusta hacerlo fuerte, muy cargado “¿De qué sirve un café que no sabe a café? Si no gusta tan fuerte pues se le hecha agua y se acabó el asunto”, me dijo alguna vez una señora del servicio que hacía el tinto donde trabajo. Sabia señora. Uso un café colombiano de combate: Águila Roja. El pueblo colombiano, definitivamente, ha perfeccionado el arte de hacer artículos de combate que nada tiene que envidiarles a los artículos premium. Es una cuestión de supervivencia y competitividad. El Águila Roja, a diferencia de la gran mayoría de cafés baratos que pululan en el mercado, está tostado y no quemado, exactamente como un café debería ser. Terminado mi meticuloso proceso de hacer café, regreso triunfal a mi cuarto para abrir la gran ventana de que dispongo, me siento en mi silla y enciendo un cigarrillo. Como el café, me gustan los cigarrillos fuertes, los más fuertes que el mercado colombiano puede ofrecer: PIELROJA. Tira flechas, les llaman en ciertos círculos. Son cigarros, como el Águila Roja, de combate: detrás de su bajo precio esconden una calidad sublime. Además, son


los únicos que no tienen filtro, eso los hace un anacronismo llamado a desaparecer. Todo fumador de PIELROJA sabe que su preciado tira flechas desaparecerá del mercado más pronto que tarde y el día que se agoten existencias se verán forzados, como yo, a migrar cabizbajos a otra marca. Afortunadamente los cigarrillos no nos juzgan, lo único que quedará será la nostalgia de un fumador de vieja guardia. Café y cigarrillos, esos son los únicos placeres que no son intrascendentes para mí. Se han consolidado en mi vida como verdaderos rituales dignos de respeto. Son rituales paliativos, el resto son solo paliativos. El resto de mi día lo empeño entre perder el tiempo y hacer algo ligeramente productivo. Hay días que, sin haber hecho absolutamente nada por mi vida, me aplasto frente al televisor sin pena ni gloria. Otros días los dedico a lo que yo considero debería ser mi trabajo: leer y escribir lo que me salga. Es cierto, también, que no salgo mucho de mi casa pero soy de esas personas que les gustaría salir a menudo, sin embargo, cuando están a punto de ello, no encuentran ninguna razón de peso que justifique salir, es inútil. También es cierto que después de esos días enteros de vegetación es ineludible un guayabo moral: ¿cómo pude dejar que el día se me escapara así de las manos? Me quiero morir pronto para no ver cómo el mundo se va a la mierda pero no sin haber hecho algo ligeramente relevante, aunque sea, para mí. Consecuentemente, al siguiente día trato de compensar como mejor pueda. Hacer mi trabajo no es que me llene de mucho vigor tampoco. Me gusta leer gente rota: esa filosofía existencial que representaba tan bien Camus en el Mito de Sísifo o las ensoñaciones desoladas por las que lo hace pasar a uno Bolaño. Gente que, en definitiva, son maestros del pensamiento nostálgico, artistas de la desolación. Puede que esto sea otra forma de paliativo, quién sabe. Debo admitir que encuentro algo placentero en el sentimiento de esa cercanía peligrosa con el abismo, en ese coqueteo arriesgado con el

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estrellón definitivo. Eso es lo que leo, lo que escribo lo refleja. Tómese este breve texto como ejemplo. Los demás paliativos presentes en mi existencia son de un orden más banal. Se constituyen como toda la gama de sustancias que inhiben o abren de alguna forma los sentidos y las emociones. Estos son los verdaderos paliativos de la sociedad moderna. Todos esos jóvenes que, en sus verdaderas fiestas dionisiacas, toman cantidades considerables de estas sustancias no buscan otra cosa que poner el mundo verdadero en standby. No parece muy diferente a un paliativo. Al fin y al cabo, un paliativo es algo que pone en standby el malestar o dolor por el que se pasa pero de ninguna forma es la cura para la enfermedad. Por mi parte, el consumo de estas sustancias es muy esporádico, no puedo decir que me la pase en las nubes. Más aún: no me gustaría pasármela en las nubes porque aprecio las reminiscencias de lucidez que tengo, sin embargo, como los jóvenes y sus fiestas, a mí también me gusta poner el mundo real en standby de vez en cuando. Tercera parte: en bajada y sin frenos Hay que ser sinceros: uno no decide botarse o no por una ladera sin frenos como había dicho unas líneas más arriba. Desde un principio se está bajando por esa cuesta siniestra, es ineludible: desde el momento en que se nace hasta el día en que se muere, con ese estrellón definitivo y liberador, se está bajando sin frenos por una ladera cuyo fin no se alcanza a ver en el horizonte. Hay quienes se dan cuenta de esta realidad y manejan con más o menos habilidad su carro para evadir cuantos estrellones pueden. Hay otros, como yo, que se resignan frente a la situación y sueltan tranquilos el volante sentenciando “que sea lo que el hijo de puta de arriba quiera”. Habrá estrellones más gratos que otros, incluso hasta anhelados, pero si hay algo seguro en la cuesta por la que bajamos es que inexorablemente habrá un choque. La certidumbre del estrellón en la cuesta es tan grande como el paso del tiempo. Es inútil entonces tratar de eludirlo, es más fácil aceptar ese destino fatal y dejar que se desenvuelva tan libremente como se presenta ante nosotros. Solo así, con cabeza fría y sana resignación, se verán estos choques, de vez en cuando violentos, como algo que no es necesariamente malo sino, más bien, como algo benigno:


es un dolor que enseĂąa a vivir.

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diseño: Juan Sicard


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