Desde la oscuridad del sol,
desde la inmensa pequeñez de mi alma, desde el odio maligno con que te amé, desde la lejana cercanía de tu piel y mis versos, desde esa viva muerte que me diste tanto, como la pitonisa te llamo y te conjuro, embisto tu altivez con la cabeza llena de cuernos ibéricos, atropello tu majestad desnuda por las mesetas, interrumpo tu voz, y arrebatadamente me llevo hacia lo alto tu amada permanencia. Luego, en la soledad incipiente de los días, ante las negras rocas donde alguna pisada presurosa se hizo dura eternidad, grito y grito como un loco desde las orillas con la misma voz ronca de los últimos parientes angustiados, y frente a las cordilleras que nada saben todavía de tu cólera, grito como lo hiciera ante esos humildes árboles del país que nunca consentirán el frío indeleble de las navajas, grito y grito sobre los ríos sucios de confidencias, grito como le grito a Dios, al trueno o al diluvio, como le increpo a la misma insufrible existencia de bárbaros gestos y ceremonias. Grito de salido amor como para que enmudezcan para siempre todos los náufragos, en esa tempestad raíz de mi más íntima y aniquiladora melancolía. 58