Almogaren 22, 1998

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JOSE ANDRESGALLEGO

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donde criticaba las medidas anticlericales del Gobierno de Méjico y afirmaba que esas leyes no merecían tal nombre. Cuando la liga de inspiración católica formada al efecto tomó el camino de la acción, dando lugar a la primera guerra de los criterios (1927-29) al grito de viva Cristo rey -que se repetiría en España durante toda la contienda de 1936-1939-, el pontífice se declaró contrario a la violencia. Pero en 1932, cuando los ataques anticlericales rebrotaron, Pío XI cambió de orientación y publicó otra encíclica, Acerbi animo, y aún en marzo de 1937 la Firmissimam constantiam, donde, ante la inutilidad de los medios pacíficos, consideraba lícita la resistencia armada. El representante de Franco en el Vaticano se lamentaría después de que el papa no hubiera dedicado un texto análogo a la justificación de la Guerra de España.

EL ODIO Y LA CRUZADA Este estallido de odio no nació de la nada. De antiguo, las dos actitudes militantes (la católica y la anticatólica) se definían por su irreconciabilidad y eso hacía más peligroso su avance. Las dos -en España como en el resto de Occidente- se presentaban no sólo como la panacea, sino como una solución fundada en la negación de la otra. Insistamos en que las dos. La abrumadora mayoría católica, allí donde existía, daba alas también para que la seguridad doctrinal se tradujera en intransigencia cotidiana, incluso física. Sólo así se comprende el silencio de quienes pudieron impedir las matanzas de la guerra de 1936-1939y las de la primera posguerra. Silencio que no deja lugar a dudas. Es cierto que los textos que reclamaban el respeto a la vida del enemigo fueron, en las dos Españas en guerra, más abundantes de lo que se ha creído durante mucho tiempo. Aparecen por doquier cuando se va a las fuentes. No es difícil encontrar autoridades de la zona nacional y de la zona republicana que, además de clamar contra la represión, se enfrentaban realmente a los represores. Pero no guardan proporción con la magnitud de la matanza. En un juicio histórico fácil, esto podría interpretarse como prueba de la crueldad de unos y de otros. Pero hay detalles que obligan a pensar que muchos españoles de 1936 no veían la violencia, ni siquiera la represión, como un mal moral. Si acaso como un mal necesario. Entre los obispos, lo que llama la atención no son las razones que aducían para justificar el enfrentamiento (que no fueron ni más ni menos que las de la doctrina tradicional escolástica sobre la guerra justa), sino el silencio que guardaron muchos sobre la represión. Hubo, sí, peticiones de clemencia a favor de personas concretas y también exhortaciones públicas al perdón. Pero queda el sabor de que los prelados consideraban que, una vez constituidos los tribunales especiales, como cauce legítimo, en


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