Relatos épicos

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RELATOS ÉPICOS


RELATOS ÉPICOS E. Gómez Carillo


E

l oficial que nos acompaña hace detenerse los automóviles al pie de una colina, y, señalándonos la cima, exclama: –Allí fue donde nuestros cazadores de los Alpes renovaron la hazaña legendaria de Sidi-Brahim..., ya ustedes saben... Todavía se notan las huellas de la lucha... Es una tierra terrible... En la suavidad tibia de esta mañana de Alsacia, a la luz del sol de otoño, más que terrible la región parece nos encantadora. El valle se extiende, entre las colinas, ondulando armoniosamente. Los pinos, siempre verdes, dan al paisaje una riqueza de color en la cual se destacan, cual pinceladas de oro, las copas de los nogales y de los robles. En los vergeles, los manzanos cargados de frutas púrpuras, se recortan como juguetes sobre el terciopelo del césped. A cada paso aparecen granjas con sus casitas blancas y extrañas, con sus balconcillos floridos, con sus parras que dan sombra a los bancos de piedra de la entrada. Los rebaños trepan por las laderas al son de las flautas silvestres, y los niños corren, cantando, por los senderos. No es la tragedia lo que aquí palpita; es la égloga. Como Luis XIV, todos nos sentimos tentados de gritar: «¡Qué 2


bello jardín!» Y es necesario que nuestro guía, poco sensible a la hermosura del cuadro rústico, nos recuerde que nos hallamos en uno de los campos de batalla más rudos de la guerra alsaciana, para que nos demos cuenta de que no es un paseo artístico el que hacemos, sino una romería histórica. –Todas estas alturas que tenemos ante la vista y que nos separan de Metzeral –nos dice nuestro capitán– habían sido convertidas por los alemanes en verdaderas fortalezas, y una de ellas era tan formidable, que sus defensores la consideraban inexpugnable. Un oficial prisionero a quien le pedimos, cuando preparábamos nuestro ataque, algunos detalles sobre las trincheras de Brannkopf y de Winterhagel, nos contestó con la mayor insolencia: «Cuatro viejas con cuatro escopetas bastarían para defender esas crestas.» En todo caso, el Estado Mayor germánico no se había contentado con poner ahí guarniciones insignificantes, sino que tenía toda la comarca llena de tropas escogidas. Según lo hemos sabido después, el Káiser deseaba que nuestra marcha invasora se detuviese en esta llanura, ante estas montañas. Pero nosotros, por nuestra parte, habíamos jurado apoderarnos de Metzeral. Durante largas semanas preparamos el ataque con la mayor paciencia. Había que hacer carreteras, y las hicimos. Había que crear plazas de armas para reunir las municiones, y las creamos. Había que traer hasta aquí gran número de cañones, y los trajimos, a pesar del fuego 3


del adversario. Al fin, el 17 de junio, cuando no quedaba ya ningún detalle imprevisto, el general reunió a todos los comandantes y les dijo: «Señores, vamos a poner nuestros relojes a la misma hora, sin equivocarnos de un minuto... Son las siete de la mañana...; ¿ya estamos?... Bueno: pues a las diez en punto todas nuestras tropas deben lanzarse al asalto de las crestas cercanas... Adiós, señores; hasta mañana.» Cada jefe se marchó a su campamento a dar sus últimas órdenes con sigilo, para evitar que el enemigo notase los preparativos del ataque. A las nueve y media, el teléfono comunicó un último «alerta» convenido de antemano. A las diez, al son de las músicas, los regimientos emprendieron la marcha. ¡Ah, si hubieran ustedes visto a los cazadores alpinos!... Los ojos de nuestro guía lucen como dos carbones encendidos, al evocar el combate en el cual ganó la cruz de bronce que lleva al pecho. –«¡Ah –repite—, si hubieran visto ustedes!» Y en la insistencia con que contempla las ásperas rutas que trepan por las laderas, se nota que ve de nuevo el espectáculo magnífico de hace cuatro meses y que se embriaga con el recuerdo vivo, palpitante y rojo de las jornadas de lucha. —Durante tres días—exclama—no dejamos de pelear un solo minuto... Los asaltos sucedían a los asaltos... En algunos lugares, el ímpetu de nuestras tropas fue tan terrible, que ni siquiera tuvieron los alemanes tiempo para preparar la defensa. Sin embargo, en las posiciones 4


más fuertes, nos estrellamos contra un sistema de fortificaciones verdaderamente ciclópeas. En Eichwaldle, una vez las primeras trincheras conquistadas, un muro enorme de granito nos cerró el paso. En otros lugares, los alambrados formaban, entre los troncos de los árboles, una maleza inextricable. No importa... Al son de La Marsellesa nuestros bravos alpinos hacían prodigios de heroísmo y de inteligencia. En todas las colinas que nos rodean, desde el Langenfeldkopf hasta Anlass, la pelea era épica... Pero lo más hermoso, lo más sublime, fue el episodio de Hilsenfirst, que ustedes conocen. –Es cierto –contestan mis compañeros. Sólo yo, que no recuerdo la acción a que se refiere nuestro guía, le ruego que me la refiera. –El primer día del gran ataque –me dice–, una compañía del séptimo de cazadores se lanzó al asalto de la colina que sus jefes le habían indicado de antemano. Con un ardor endiablado, llegó, sin detenerse, hasta la primera línea enemiga, cuyos defensores huyeron hacia la espesura. Satisfechos de su triunfo, nuestros soldados se instalaron en las trincheras abandonadas. De pronto, una patrulla que había ido a reconocer el bosque, regresó precipitadamente y declaró que no había medio de pasar por ninguna parte, pues en todos los senderos había tropas alemanas. El capitán corrió personalmente a examinar el terreno, y se dio cuenta de que, en efecto, se hallaba aislado y rodeado por fuerzas muy superiores a las suyas. En 5


aquel momento la compañía se componía de cinco oficiales y ciento treinta y siete hombres. «Si Dios nos ayuda –exclamó el jefe, dirigiéndose a sus soldados–, saldremos de aquí con vida. Si no, moriremos aquí todos, antes que rendirnos.» La noche llegó sin que los alemanes atacaran a los cazadores. Al día siguiente, apenas salió el sol, una columna de bávaros se precipitó contra la trinchera ocupada por la compañía. La lucha fue ruda. Los bávaros eran más de quinientos y tenían varias ametralladoras; pero los alpinos se defendían con tal energía, que al cabo de algunas horas de asalto el adversario se retiró, dejando más de cincuenta muertos en el terreno. El resto del día transcurrió sin que el enemigo renovara su tentativa. Por la noche, temiendo una sorpresa, el capitán ordenó que nadie se dejara ganar por el sueño. A la mañana siguiente, una patrulla sorprendió a unos cuantos soldados bávaros y los capturó. «El día comienza bien», exclamaron los oficiales, tratando de reír. Pero la verdad es que la preocupación de los víveres comenzaba a ser seria. Por la tarde, los cazadores oyeron los clarines de su regimiento que sonaban a lo lejos. Una esperanza de socorro animó a los sitiados. Mas el tiempo pasaba sin que la situación se mejorase. El 17, de madrugada, es decir, al cabo de tres días de aislamiento, el capitán logró ponerse en contacto con las tropas francesas, por medio de señales convenidas. «Mañana –le dijeron– trataremos de socorrerlos; para esto necesitamos bombardear la colina: traten de 6


esconderse» Así lo hicieron los alpinos, aprovechando los abrigos de las trincheras. Al día siguiente, en efecto, gracias a la artillería, nuestros bravos soldados fueron salvados. El capitán que me refiere esta aventura agrega: –Es un episodio como existen pocos... ¿No lo cree así usted? –Sí –le contesto. Pero en realidad me parece que hay en la guerra actual muchos episodios más bellos, más trágicos, más heroicos que esta defensa de cuatro días. –¿Usted –pregunto a nuestro guía– estuvo aquí durante los combates del principio de la guerra, cuando la gran cabalgata llegó hasta el Milhusa?... –No –me dice–; yo vine en mayo, en vísperas de la ofensiva que nos abrió las puertas de Metzeral... Con mi compañía hice el camino desde aquí hasta Altenhof en tres días... La batalla comenzó el 14... El 17 ocupamos las fábricas de Steinabruck... El 18 entramos en Altenhof... Los alemanes, sin embargo, continuaban en Metzeral, esperando refuerzos... Al acercarnos a las primeras casas del lugar, fuimos recibidos a tiros... En todos los puntos estratégicos había ametralladoras, muchas ametralladoras... Nuestros cazadores atacaban la aldea, cantando, y conquistaban las calles una tras otra... Cuando se vieron perdidos, los enemigos hicieron lo que hacen siempre: incendiar... Sí... Todo fue quemado... Nosotros entramos 7


entre llamas... Y todavía quedaban algunas ametralladoras... Me acuerdo de una, parapetada detrás de una tapia, en un jardín... En cuanto veía venir alguna patrulla, tac, tac, tac... No había medio de capturarla... Al fin, dos alpinos, arrastrándose, llegaron hasta la tapia sin ser vistos, saltaron... La ametralladora no volvió a molestarnos... Pero los pobres alpinos no salieron del jardín...; ya ellos sabían que iban a morir... –Y ¿no le parece a usted eso más sublime que la defensa de la compañía, que, al fin y al cabo, no podía hacer sino lo que hizo? El oficial me mira con extrañeza, como si no comprendiera. Al fin exclama: –No es lo mismo...; la defensa de la compañía es una operación militar admirable, mientras lo otro..., lo otro... no es nada… Nuestro guía repite: –Nada..., nada... Esas cosas no tienen importancia... La guerra moderna... Luego, reanudando el relato de las operaciones militares alrededor de estas colinas, prosigue así: –Desde que nos apoderamos de Metzeral, los alemanes no han dejado pasar un solo día sin bombardear furiosamente la pobre ciudad, como si quisieran destruirla. Al principio, teniendo sin duda esperanzas de reconquistarla, sólo atacaban sus alrededores. Pero después del asalto desesperado del 30 de junio, que fue para ellos un verda8


dero desastre militar, se vengan de su impotencia manteniéndonos bajo una lluvia de fuego. Nosotros apenas les contestamos. ¿Para qué gastar en balde los proyectiles? Cuando nuestros observadores descubren el sitio en que se encuentra alguna de las baterías que nos atacan, uno de nuestros cañones se encarga de hacerla callar para siempre. Sólo que aquí, en la montaña, no resulta fácil distinguir los antros en que se esconden las piezas de artillería... Al fin y al cabo, lo importante es tener la seguridad de que, por muchos esfuerzos que hagan, jamás lograrán arrebatarnos lo que ahora poseemos... En el fondo, hasta me parece muy dudoso que se decidan a intentar un nuevo asalto, después de la ruda lección del verano... ¡Ah!, porque aquello sí que fue hermoso..., y bien combinado..., y sabiamente ejecutado... Verán ustedes... A las cinco de la tarde, el ataque de artillería dirigido contra nuestras trincheras nos hizo comprender que los alemanes preparaban una embestida como ellos saben hacerlas: en masas profundas, sacrificando las vidas humanas lo mismo que si se tratase de una mercancía despreciable. Dejar a nuestras tropas en su sitio, habría sido condenarlas a muerte. La cordura aconsejaba sacarlas de sus zanjas y llevarlas hacia atrás... Sólo que a veces lo más cuerdo es hacer una locura, y nuestro jefe dio orden de salir, con el mayor sigilo, de los abrigos y de adelantar, a rastras, hasta la línea de las alambradas. Ahí, en donde el adversario no podía suponernos, nos quedamos horas enteras, acosta-


dos boca abajo, sin hacer el menor movimiento. A las ocho de la noche habían caído en las trincheras más de seis mil granadas de gran calibre. Entonces, seguro de haberlo destruido todo, el enemigo hizo avanzar dos regimientos, que marchaban en columnas cerradas, precedidas por las músicas militares. Se notaba, en el aire satisfecho de los oficiales, que estaban seguros de encontrarse con un terreno barrido por la metralla y cubierto de cadáveres. La sorpresa fue buena. Ellos, que tanto abusan de los espías, no tuvieron ni siquiera la precaución de mandar unos cuantos hombres para reconocer de antemano el camino. Así, cuando oyeron los primeros disparos, ya estaban a cincuenta metros de nosotros. ¡Cómo caían, santos cielos! En las extremidades de nuestra línea de cazadores habíamos colocado las ametralladoras de tal modo, que los alemanes se encontraron tomados de flanco entre fuegos cruzados. En la penumbra del crepúsculo veíamos aquella masa palpitar, adelantar, romperse, reunirse de nuevo, volver a romperse, ondular en un torbellino formidable, y todo sin retroceder de un paso. Un rumor de himno llegaba a nuestros oídos, a pesar del ruido de las descargas. De pronto, nuestras baterías de campaña comenzaron a tirar, no sobre las columnas, sino detrás de ellas, con objeto de imposibilitar su retirada. Los tres regimientos se hallaron, así, en un cuadro de fuego infranqueable, o, como nos lo dijeron más tarde los oficiales prisioneros, en un cataclismo, del que nadie


creyó poder salir con vida. Y, a fe mía, pocos fueron los que se escaparon de aquella ratonera del diablo. Los nuestros ardían en deseos de lanzarse, bayoneta en ristre, contra la horda enemiga. Los jefes los detenían y los calmaban. «¡No hay que precipitarse, no hay que exaltarse! ¡Calma, calma!» Era la consigna. Y con una calma terrible, con una frialdad metódica, el tiro continuaba, el triple tiro de la artillería, de la fusilería y de las ametralladoras, y la ola palpitaba siempre ante nosotros, disminuyendo, fundiéndose, pero sin romperle. Daba pena tamaña hecatombe... Yo me hallaba en uno de los extremos de nuestra línea, y pude ver, a pocos metros, una escena más extraordinaria. Dos cazadores, encargados de llevar una caja de granadas de mano a una compañía, se encontraron, al salir de la casa en que había un depósito de municiones, frente a un centenar de alemanes. Uno de los dos subió a la tapia y comenzó a bombardear a los que la sitiaban, mientras el otro le pasaba las granadas por pares. Los alemanes ya casi no tenían cartuchos y trataban de acercarse para servirse de sus bayonetas. De pronto el oficial que los mandaba sacó su revólver y apuntó al cazador; pero antes de disparar, una granada, en pleno pecho, lo dividió en veinte pedazos, sin exagerar... Al fin, una patrulla nuestra pudo acercarse para defender el depósito, y los cien alemanes se entregaron prisioneros... Digo, los cien, no... Nuestro granadero solo, había matado ya más de cuarenta, y de seguro hubiera acabado con los


demás... –Y ese hombre –le digo–, ¿no le parece a usted admirable cual un héroe legendario? –Noto –me contesta– que tiene usted tendencias a no ver en las batallas sino los actos individuales, y esto falsea por completo la visión de la guerra moderna... En nuestra época no hay héroes... Todos son héroes... De lo que trata es de que el conjunto anónimo, la masa, el ejército, en fin, maniobre con tal cuidado, obedeciendo las órdenes de los jefes de un modo tan científico, tan mecánico, tan armonioso, que no haya nadie superior ni en bravura, ni en fuerza, ni en habilidad, a los demás... Hoy no hay Bayardos posibles... No... no... El pueblo entero es un Bayardo disciplinado, callado, paciente... ¿No es eso más grande que las hazañas de los mosqueteros?... –Más grande –contesté–, tal vez... Pero no más bello...


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