CARLOTA, LA AVENTURA DE CRECER (patyvalenzuela.com)

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CARLOTA

LA AVENTURA DE CRECER

Patricia Valenzuela


CARLOTA, LA AVENTURA DE CRECER Autora: Patricia Valenzuela Editorial Forja Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago de Chile. Fono: 4153230 www.editorialforja.cl info@editorialforja.cl www.elatico.cl Foto Portada: Samuel Bronstein, samuel_bronstein@hotmail.com Dibujo Interior: Héctor Valenzuela hvalenzuela26@gmail.com Fotografía autor: Richard Rebolledo Naschelski creativo91@hotmail.com Primera Edición: septiembre, 2011. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual N°: 208.386 ISBN: 978.956.338.054-5 Editado en Chile / Impreso en Chile.


A todos aquellos que creen en un futuro mejor, en la fuerza de la inspiración y en la luz del amor que renace cada día…



Gracias a mis Padres, mis hermanos y a los tesoros que he encontrado en mi camino, Tali, Sami y Abraham. Lovya4evr



CAPÍTULO I La primera mañana de Carlota Carlota está empezando una nueva etapa: cumplió 12 años y acaba de llegar a una nueva casa, una nueva vida, y a esa edad, conocerá algo muy significativo e idealizado: “Un nuevo colegio”. Un dibujo literario diría que ella es una niña silenciosa, tranquila y soñadora. Uno de sus pasatiempos favoritos es imaginar cómo será su vida adulta, la que supone similar a la de los personajes que percibe en sus películas favoritas: los musicales románticos. Entonces ella disfruta de una vida de pantalla donde no existen complicaciones, todo es lindo, armonioso, de colores brillantes y siempre el amor se convierte en alguna canción. A la hora de ir a acostarse, se lleva a escondidas una radio donde escucha música hasta quedarse dormida y así logra extender la fantasía hasta sus sueños. Su rostro es armonioso; su cuerpo, delgado y de baja estatura para su edad. Le gusta la categoría de niña o infante, porque no quiere enfrentarse a las dificultades de la adolescencia. Tiene 12 años pero parece de 10, situación que le acomoda bastante. Se podría decir que Carlota es una fiel representante del síndrome de Peter Pan. Centrándonos en el área positiva, acotemos que es una idealista que siempre quiere ser una niña. La noche anterior Carlota pasó largo rato mi-


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rando su uniforme nuevo, oliéndolo, guardando en su memoria cada detalle del color, lo impecablemente planchado que lucía, como si fuera ropa de cartón y, más que nada, el reflejo de la luz en los zapatos negros de colegio, que guardaba en una caja blanca bajo su cama. ¡Qué bien olía lo nuevo! Algo que nunca había visto la luz del sol, cobraría vida a la mañana siguiente y, como amigos inseparables, la acompañarían todo el año. Mientras miraba, olía, pensaba y sonreía…, repetía “buenas noches uniforme…”. Estaba aún oscuro azulino, con muchos toques de bostezos relajados y sábanas tibias de sueños tranquilos… como solo duermen los niños, cuando sonó el despertador, era la hora de levantarse: 6:30 de la mañana, todo listo y preparado para el gran día. No tenía amigos todavía, y su aceptada timidez le hacía pensar que le costaría un poco más que al resto, pero Carlota, desde muy pequeña, sintió fuerzas para reponerse de sus temores y fracasos, así es que con un fuerte respiro, infló su pecho y caminó a paso firme hacia adelante, como siempre. El viento frío de la mañana de marzo le refrescaba los pensamientos. Había mucho desorden, niños y niñas de todos los tamaños y colores corriendo a su lado; algunos, los más pequeños, llorando por el primer día de clases; ella, en silencio, al lado de su madre. Su madre era alta, esbelta, muy bonita e inteligente, pero tenía un defecto, común en muchas madres: era sobreprotectora. Esa actitud le regalaba a Carlota una cuota de nervios por lo desconocido, que se traducía en silencio o timidez. La madre de Carlota rápidamente eligió a otra


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niña, tan pequeña como ella, para endosarle una gran responsabilidad. ‒Niña, ¿puedes cuidarla? ‒dijo señalándola a ella como si fuera una bicicleta. La niña asintió, como lo hacen los niños al mandato de un adulto, y se quedó muy quieta a su lado. ¿Que me cuide? ¿De qué, o de quién? ‒pensó Carlota‒. ¡Tal vez algo me pasará si me quedo sola!… Rápidamente olvidó el cuestionamiento. No importa ‒se dijo‒, lo dejaré pasar. Así es mi mamá, ella solo quiere ayudarme, no quiere que me avergüence, no importa… la entiendo. El “adiós mamá” pareció llegar muy pronto y Carlota miró con una sonrisa de amor a su esbelta madre, quien se alejaba dando largas zancadas con sus largas piernas, enfundadas en pantalones. Cuando al fin se sintió sola, Carlota investigó a su alrededor con mirada curiosa; lentamente de izquierda a derecha sus ojos escaneaban el recinto para acostumbrarse al nuevo paisaje escolar. A su lado estaba su “pequeña cuidadora” de primer día de clases, con ojos amistosos pero tímidos. Carlota, en tanto, sentía que la inquietud no le permitiría esperar a ver quién daría el primer paso, así es que inmediatamente le preguntó: ‒¿Cómo te llamas? La niña respondió, con voz apenas audible: ‒Mi nombre es María Paz, pero me dicen Paly, por lo delgada que soy, y por las piernas flacas que tengo. Es simpática, aunque algo tímida ‒pensó Carlota, pero no le importó, porque parecía tierna… –Hola, Paly, mi nombre es Carlota. Las niñas se estrecharon las manos, acompañadas de una sonrisa.


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Todos los alumnos estaban formados en filas esperando para entrar a las salas, pero algo raro pasaba, algo anormal ocurría a los 200 alumnos en ese peladero, en especial a Carlota, la recién llegada. –¡No hay colegio! –gritó una niña grande y gorda, que parecía otra mamá con uniforme azul–. ¡¡No hay colegio, no hay colegio!! –vociferaba la niña mientras corría entre pedruscos y pasto seco, como un caballito salvaje levantando polvareda. –¡Calma, calma! –pidió una voz por unos parlantes que chicharreaban. En medio del patio, sobre una silla de madera, estaba una señora con evidente aspecto de profesora. Paly dijo: –Ella es la señorita Teresa, es la directora del colegio y también enseña botánica, o bueno, enseña cómo plantar papas y tomatitos. Ella dice que adora la naturaleza, pero es un poco contradictoria porque fuma todo el día como maestro zapatero. Muchos le han preguntado por qué le gusta tanto fumar si produce tan mal olor, y ella dice que lo aprendió de su padre, que en paz descanse, y que el cigarro, como a él, la llevará a la tumba. Carlota levantó ambas cejas, sorprendida, estaba impactada con la rapidez y facilidad con que salían las palabras, una detrás de otra, de la boca de Paly… Uf, apenas si respiraba. La directora Teresa tenía la voz muy raspada y casi con tono de hombre; su tos era espesa y daba miedo, porque parecía que se le escapaban los pulmones por la garganta. –¡Silencio!, ¡silencio, alumnos!, –dijo la directora, haciendo equilibrio sobre una silla que, tambaleante, parecía que iba a romperse en cualquier momento.


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Continuó con su discurso… –Este año habrá un cambio en nuestro sistema educacional. Las autoridades nos han prometido terminar nuestro colegio para el próximo semestre… o mejor dicho… ¡comenzar su construcción! Confiamos en Dios y en nuestro Presidente que así será. Un largo silencio apagó el patio, o cancha, o peladero; podría haber sido cualquiera de las tres alternativas o, como dicen los profesores: “Todas las anteriores”. Los niños se miraban boquiabiertos, conteniendo la real alegría de no tener clases en todo un semestre, “según el presidente”. El ambiente se fue relajando, las filas se desarmaron, los niños alzaban su voz con vítores de triunfo, mientras decían: ‒¡Viva! ¡No hay clases nunca más! Cuando estaban a punto de lanzar los cuadernos y colaciones por el aire ‒en cámara lenta, cual película hollywoodense‒ la profesora agregó aquella palabra que marcaría el fin de la alegría y el comienzo de la aventura: ‒Pero… ‒¿Pero?… ¿Pero qué? En ese momento, todos miraron a la antigua y huesuda profesora, con traje de dos piezas color verde, y un pañuelo amarillo al cuello que volaba con el viento matutino y el sol, que inclemente le pegaba en los lentes de marco negro hasta enceguecerla de luz. Levantaba insistentemente la mano. Nadie entendía sus señas, que más bien parecían brazadas de ahogado, pero ella seguía señalando hacia el fondo del patio. Entre la luz del sol, las profesoras, inmóviles y de todos colores, parecían extraídas de un cuadro de Picasso.


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‒¡Qué mañana! Carlota otra vez levantaba sus cejas, preguntándose: ¿Hasta dónde se puede llegar con este estilo tan extravagante? Guiados por las incesantes señas, los niños lentamente comenzaron a girar sus cabezas. En silencio los doscientos alumnos caminaron, estilo zombi, hacia el fondo del patio, hasta topar con los árboles, que hacían de rejas naturales, o cerco de castillo, según como cada uno quisiera verlo. Cuatro gigantes, descoloridos y oxidados, buses de transporte público se encontraban uno al lado del otro. La profesora Teresa dijo: ‒Queridos educandos, estas serán las aulas escolares que cobijarán la perenne carrera del aprendizaje… este año… Tratando de descifrar el florido lenguaje, Carlota rápidamente asumió que los buses estaban convertidos en improvisadas salas de clases. Aunque la improvisación no era tal, puesto que cada bus llevaba un gran letrero con el nombre de la sala. Una letra mayúscula de color amarillo agrupaba a los niños de diferentes cursos. Se leía de la siguiente manera: A, de Primero a Tercero básicos; B, de Cuarto a Sexto básicos y C, Séptimo y Octavo básicos que, por ser los cursos más grandes, era importante darles mayor espacio. Además, con los grandes nunca se sabe. Podría haber algún niño desadaptado que no encuentre nada más entretenido que hacer bullying. Carlota pensó que a los peleadores, abusivos y grandotes, había que darles más espacio para que


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fueran mejorando la conducta. Estaba de acuerdo con la distribución. El cuarto bus era la Sala de Profesores. No tenía letra identificadora, pero, tenía una moderna máquina de café… Y ahí estaban, los buses contra niños…, los niños contra buses y los niños sin saber qué hacer, ni qué decir. El instante de silencio se hizo eterno, hasta que se escuchó el molesto acople del micrófono y la voz rasposa de la directora: ‒¡Bienvenidos a su nuevo colegio!…‒dijo antes de toser. Enseguida continuó‒: Sabemos que esta es una situación incómoda, pero momentánea, por lo cual les pedimos la mayor cooperación. Los rostros de los niños se veían entusiastas. De alguna manera, esta desafortunada “situación” era la mejor forma de empezar el año, porque los gigantescos buses, más que un típico y aburrido colegio, les recordaban a un entretenido y misterioso parque de diversiones. Todos los niños corrieron hacia sus nuevas salas. Carlota, luego de un reprimido impulso por devolverse a su casa, sintió la curiosidad y la energía necesarias para hacer frente a lo desconocido. Pensó que todo eso era parte de la entretención de ser niña y, de un salto, se unió al grupo que corría, mientras Paly la miraba indecisa. –¡Vamos, Paly, lleguemos antes que los demás para escoger nuestros puestos! –le gritó con fuerza Carlota. Ella sabía que el asiento en la sala de clases era de suma importancia, porque era pequeña y le costa-


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ba ver al pizarrón. Paly era del mismo tamaño, así es que entendió las coordenadas inmediatamente. De frente al bus tipo elefante africano, pero con olor a gasolina, se encontraron las dos niñas, con la firme decisión de ser las primeras en subir a ese misterioso lugar. A la cuenta de tres y con el pie derecho pisaron la escalinata de metal de tres peldaños, como la de los trenes. Con mucha ansiedad, subieron, pensando encontrar los típicos asientos de color naranja al lado de las ventanas y los pasamanos de metal brillante al centro, pero no fue así. Había treinta sillitas con mesa, una al lado de la otra que formaban tres filas. ¿Cómo cupieron en ese espacio? gran incógnita, pero la verdad es, que se acomodaban perfectamente. Frente a ellas, en el puesto del chofer, estaba la mesa del profesor, tan pequeña como la de los alumnos, pero pintada de reluciente blanco, con la pintura aún fresca, porque se podía ver un montón de bichitos voladores pegados a la cubierta. En el sector del parabrisas, cerca del techo, colgaba una pizarra verde oscuro, de esas donde se escribe con tiza blanca. Carlota, que era muy imaginativa, inmediatamente pensó que era la oportunidad perfecta para vivir una aventura. –Seré una gran decoradora de interiores y todos se sentirán a gusto estudiando entre estos fierros… –le confidenciaba a Paly, mirando los detalles arquitectónicos de los buses que, a esa hora de la mañana, le parecían las mejores salas escolares del mundo.


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Paly tenía espíritu de secretaría ejecutiva y lo hacía perfecto. Anotaba cada idea de Carlota, sin cuestionarla y muy segura de que juntas desarrollarían ese proyecto. –¡Acá!... –dijo indicando al lado de la pizarra negra‒ pondremos un mapamundi. En la ventana del fondo; un paisaje de la selva, eso sí que con jirafas, para que dé un aspecto pacífico. En la ventana de los niños traviesos, esa del fondo, bien al fondo, pondremos el afiche de su grupo de rock favorito y en el lado de las niñas habrá plantas de cartón, pero plantas al fin y al cabo –decía entusiasmada Carlota. Paly levantó la mano, como era su costumbre cuando quería decir algo. –¡Yo puedo traer algo de mi casa!, un macetero con una planta real, pero pequeña. Cada dos meses florece y la flor, de color blanco, dura como una semana en buen estado, luego se cae y sus pétalos se pueden usar como semillas para plantar en la tierra fuera de los buses, pero debemos regarla todas las mañanas, porque quedará en las noches encerrada aquí sola. –¡Buena idea! –dijo Carlota, luego de levantar las cejas. Carlota miraba aquel viejo montón de fierros y sonreía porque, apretando los ojos para ver borroso, ya comenzaba a vislumbrar aquel oxidado bus, como un salón universitario donde todos los del curso aprenderían muchas cosas y harían cuanto se propusieran. La imaginación para Carlota era fundamental, ella podía transformar lo feo a bonito, lo frío en cálido, lo amargo en dulce, era una especie de opción de vida que, sin proponérselo, había decidido hacer suya.


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Carlota siempre se cuestionaba todo, la vida, la riqueza, la pobreza, los buenos, los malos, lo lindo, lo feo, y al final llegaba a una conclusión, que, a su edad, la dejaba con el corazón en paz, razón por que compartió con Paly su frase secreta: –Todo el mundo quiere ser bueno y quiero disfrutar del mundo, este será el lema de mi vida, Paly –le confió a su nueva amiga. Al ver los ojos de la chica, continuó entusiasmada: –La respuesta está en lo que me haga feliz, sin culpas, sin sobresaltos. Creo en la gente… espero que ellos crean en mí. Carlota se acercaba a la adolescencia, y al ver a los “grandes” tan complicados con todo, no le hacía ilusión crecer. Se vestía como una niña, se peinaba como una niña, jugaba como una niña, y cada vez que alguien le preguntaba por algún novio, Carlota se hacía la sorda, sintiendo que ese adulto era muy maleducado al pretender hurgar en sus cosas personales.


CAPÍTULO II Un gran problema Carlota nunca pensó que el primer día de clases sería tan azaroso, como diría don Quijote de la Mancha, pero así fue. Una constante lucha por ver la vida color de rosa, cuando en verdad lo estaban pasando color de hormiga, la convertía en la heroína de su película que, hasta el momento, avanzaba de sorpresa en sorpresa. Sentada en un tronco del patio con un grupo de niñas, entre ellas Paly, sintió una repentina inquietud… –Chicas…, ¿dónde está el baño? Todas se miraron sin dar ninguna respuesta. Paly levantó la mano. –¡Sí, dinos! ‒dijo Carlota expectante… Paly tomó aire… –Cuando venía llegando, bajé del auto de mi papá y al entrar al colegio me fijé que las únicas estructuras firmes son estos cuatro buses y no tenemos más remedio que hacer una fila como de ocho metros… –¿Fila? –indagó Carlota y la miró sin entender–. ¿De qué hablas? Paly indicó hacia el costado derecho. Desde la reja, hasta el medio del patio, se extendían dos filas, una de niños y la otra de niñas. Carlota no entendía la ecuación: Se preguntaba adónde llevarían las dos puertitas al centro… una fila para allá, otra para acá…


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Sentía curiosidad por saber de qué se trataba. Por un momento pensó que era una caseta donde vendían tickets para el cine…pero, como esta idea le pareció imposible, decidió indagar Carlota respiro inflando su pecho y caminó con la frente erguida, como siempre. Sin dejar de creer en la humanidad y con un grado total de tolerancia se acercó a un niño y le preguntó: –¿Para qué es esta fila? El niño la miró con sarcasmo y le dijo: –Es para comprar entradas al cine… –¡Lo sabía! –dijo Carlota Todos los niños la miraron y reventaron en una risa muy burlona. El niño continuó: –¡No, tontita!… Es para hacer “pipí” como dicen ustedes las niñitas, o lo que más te apremie, es a elección –aseguró el chico y todos rieron. –¡¿Pero tú qué haces aquí?! ¡Eres una niña y vas del otro lado! Si quieres “hacer pipí” ponte en la fila ¡pero de las mujeres! ¡Ah! y debes traer ¡¡tu propio papel higiénico!! Y algo de música, mira que estos baños son muy sonoros. El niño se rio a carcajadas junto a sus amigos. Carlota estaba sin habla, tiesa, sorda, y no podía pestañar de la vergüenza. En la cabeza le resonaba: “Tu propio papel higiénico, hacer pipí, fila de ocho metros” …De pronto escuchó la voz del niño, que arremetía como un toro salvaje en esas corridas horrendas donde los maltratan. –¡Bueno y qué esperas!, ¡sal de acá!, en esta fila no podemos hacerte pasar, a no ser que tengas un… tú ya sabes, –dijo el niño toro, en tanto los demás chicos reían estrepitosamente.


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Carlota estaba colmada de vergüenza y fue ese el comentario que le desató el fuego en su cara y en su corazón. Como no podía dejar su mochila en la sala, por temor a los robos, la levantó y le dio con toda ella en la cabeza del niño toro. Las amigas la miraron horrorizadas…: ‒¡Para que aprendas a tratar a una niña! –dijo Carlota y caminó a tomar un lugar en la fila que le correspondía. El niño la miraba desde lejos y, mostrándole el puño, le hacía señas de violencia, pero ella sin temor, le devolvía la mirada de perro rabioso y la señal de golpiza a la salida. Paly levantó la mano. –Dime, Paly –dijo Carlota, a punto de desmayarse, a juzgar por los latidos de su corazón tras la experiencia vivida. –Bueno, primero que… ¡te felicito, eres muy valiente!... Lo que pasa es, que ese niño se llama Esteban y es uno de los más temidos de este colegio; te enfrentaste a él como nadie lo ha hecho, ni siquiera los profesores. Y segundo, contarte que el año pasado él mismísimo Esteban iba en séptimo grado, pero es repitente y ahora es nuestro compañero. –¡Genial!, ¡grandioso!, –exclamó Carlota, con los ojos redondos de huevo frito–. O sea que me lo voy a encontrar en la sala… –Sí, ¡todos los días!, es nuestro compañero y te está mirando mucho, mejor vas preparada –le dijo, entregándole una hoja de cuaderno arrugada que escondía una piedra. –¿Y esto? –preguntó Carlota… –Es para que la uses en caso de emergencia, uno nunca sabe… Conozco unas historias de ese


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Esteban que son ¡para parar los pelos! De tanto hablar de terror, Carlota sintió un frío que acrecentó su necesidad biológica de ir al baño. Miró hacia adelante y aún quedaban unos seis metros que avanzar. De pronto sonó la campana y la directora Teresa pasó caminando por las filas diciendo: –¡Niños, quedan 5 minutos! ¡Uf!, espero que esta fila avance más rápido. ¡Por favor!… pensó Carlota. Pero la fila no avanzaba… no avanzaba y no pensaba avanzar… Carlota sentía que su vejiga iba a explotar. Paly le dijo: –¡Te espero en la sala! Carlota con la frente sudando, y sin ganas de pronunciar palabra, solo la miró y asintió. La fila avanzaba tan lentamente que Carlota alcanzó a repasar toda su vida ante sus ojos. Ya quedaban como tres niñas cuando se acordó de que no traía papel higiénico. ¡No importa!, voy a ocupar el pañuelo de tela con mis iniciales que me regaló la abuela, o en caso de emergencia, el delantal, total solo es pipí –pensó. Al decir la palabra “pipí”, se le apareció en su cabeza la imagen de Las Cataratas del Niágara con toda la fuerza melódica de esa tremenda cantidad de agua que, imparable, le obligaba a evacuar el área. En un fallido intento por retener aquel océano, ya no tuvo más fuerzas, y como un tsunami, que deja pasar la energía rompiendo todo límite de resistencia, corrió el agua, por sus piernas, mojando falda, calcetas y zapatos, dejando la zona de desastre con una elevada cuota de vergüenza. Carlota suspiraba mirando en el suelo, ese


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charco de humedad culpable… Lo único grandioso del momento fue que ya era la primera en la fila. Con resignación y pensando cómo arreglar aquel desorden, por fin entró a la caseta… Esa fue otra función, de circo de fenómenos que no se esperaba. Cuando ingresó a la caseta, se encontró frente a frente con algo que nunca había siquiera imaginado…: era, sin ponerle ni quitarle, un “hoyo” oscuro y maloliente. Con terror, se atrevió a mirar hacia el fondo y lo que observó fue mucho peor: era la viva imagen de las llamas del infierno, que mostraban restos de una civilización perdida en un abismo indefinible. Un condominio de moscas y bichos raros dominaba el lugar. Tapado con un cuadrado de madera al que, por inspiración divina del arquitecto del proyecto, se le agregó una tapa de W.C., también de madera, que guardaba intactos todos los elementos biológicos a los que había sido expuesta hasta ese momento. Menos mal que las tablas que hacían de muro estaban algo separadas, pues por ahí entraba un poco de oxígeno, que renovaba apenas el ambiente. Carlota aguantó la náusea y continuó, casi sin respirar, llevando a cabo la faena que precisaba para disimular el desastre. Se quitó los zapatos y las calcetas, se puso la camiseta como ropa interior, miró con temor el marco cuadrado que mostraba el fondo del infierno, el hoyo, y lanzó el delantal mojado hasta el fondo del caldero del diablo. Se amarró el chaleco azul a la cintura y salió al patio, adoptando el gesto protagónico de niña tranquila a la cual todo le resultaba bien. Corrió a pie descalzo hasta su sala. Respiró profundo, subió los peldaños y a modo de anuncio de su


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ingreso a la sala de clases, dijo: –Permiso profesora… –¡Alto ahí!, –le respondió la profesora de matemáticas, mirándola de arriba a abajo. Carlota, con los zapatos en la mano y el corazón en la boca pensó que la descubrirían… La profesora continuó: –¿Dónde está su insignia? Carlota recordó que estaba pegada en el delantal que recién había lanzado al mismísimo “hoyo de la muerte”. –Aún no la he comprado profesora –dijo salvando el momento. La profesora, en silencio, siguió la inspección. –Y ¿por qué trae sus zapatos en la mano? –Porque… porque… Para rematar el día, Carlota miró al fondo de la sala y ahí estaba él… Esteban, su promesa de golpizas y burlas. No podía ser peor… Carlota se desplomó en una silla casi sin aliento. –¡Yo sé por qué!, –se escuchó decir desde el fondo del bus, pero aun así retumbó en toda la sala. Carlota no quiso mirar hacia atrás y escondió su cabeza entre los brazos que apoyaba en la pequeña mesa. Se escucharon pasos firmes y largos en el silencio, de respeto obligado, del curso entero. Carlota vio pasar por su lado unos delgados pantalones plomos y escuchó una voz que ya conocía…: era Esteban. –¡Yo sé por qué…! –repetía. –Muy bien, estamos esperando que nos cuente qué pasó –dijo la profesora. Esteban la miró en forma desafiante y le dijo: –¡Porque yo lancé sus zapatos al desagüe!…


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¿Algún problema? –¿Cómo que algún problema? ¡Niño insolente! –exclamó horrorizada la maestra. –¡Venga acá y me firma el libro de anotaciones! Tendrá dos puntos menos en la próxima prueba y se irá suspendido dos días por faltar el respeto al profesor a cargo. Carlota levantó la cabeza y ahí estaba él… Esteban, con su cara de pocos amigos, dándole una mirada desafiante, que Carlota supo sostener, mientras pensaba en lo raro que era que alguien que la había puesto en ridículo frente a todo el colegio ahora le salvara la vida… Esteban le pareció muy, muy extraño. Se miraron fijamente, con cara de boxeadores en el ring, hasta que ambos desviaron la mirada. Carlota sintió alivio al saber que Esteban se iría suspendido por dos días… Al mismo tiempo le quería dar las gracias por salvarla, pero no lo hizo, por miedo y vergüenza.



CAPÍTULO III Presidenta de Curso. Pasaron los días de esa semana tan difícil. El ánimo de Carlota había sufrido un quiebre, ya no se sentía tan optimista y animada como antes, menos para ser la decoradora de interiores que había concebido como su primer proyecto. Sabía que ese tipo de molestias emocionales le duraban un par de días y luego eran eliminadas de su sistema, recuperando las ganas de vivir. A pesar del drama “shakesperiano” que se vive a esa edad, ella esperaba tranquila, sin apurarse y sabiendo que pronto se sentiría mejor. Por el momento, no tenía ganas de hacer nada. El último día, el viernes, se realizó un inesperado consejo de curso. Carlota, que se sentaba al lado de la ventana, dejaba volar su imaginación recorriendo otros lugares en su mente. Ni matemáticas, ni historia, ni lenguaje, ramos que ella disfrutaba mucho, pudieron sacarla de su viaje irreal, excepto un incidente: Comían la colación, sentadas en unos neumáticos que hacían de bancas de parque, cuando Paly se acordó de que pronto se elegiría la directiva del curso. Levantó la mano. –¿Qué pasa, Paly?… –dijo desganada Carlota. Paly tomó aire antes de decir: –Hoy se elige la directiva del curso y recordé


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que, desde cuarto básico, se me elige como secretaria, por mi rapidez para escribir y mis buenas ideas para organizar el paseo o baile de fin de año. Tengo todo anotado y este año espero ser reelecta, pues es una labor que disfruto mucho y, además siento que la realizo muy bien… ¿No lo crees? Carlota con las cejas arriba y la boca abierta por tanta pasión le dijo: –Seguro…, pero recuerda que soy nueva en este colegio. –¡Ay!, ¡sí, lo había olvidado! ¡Ser elegida sería el mejor premio de la semana! –Y, ¿a qué hora hacen eso? ‒preguntó Carlota. –¡Hoy! ¡A la última hora! Sonó la campana para volver a las salas. Paly apuró el paso, Carlota la siguió desganada. En la sala se veía todo listo y dispuesto para el consejo de curso. En la pizarra estaban escritos algunos de los puntos a tratar: *Elección de: –Tesorero –Secretaria –Presidente. –Cuota de curso –Paseo de curso –Baile de fin de año. Carlota, que pasaba por un cuadro medio depresivo, leyó el acta y pensó: “Aún no tenemos ni los cuadernos y ya están pensando en la fiesta de fin de año”. Ella sabía que era una actividad obligada, así es que se sentó en su puesto a esperar que pasaran los sesenta minutos. Fijaba su mirada en todo lo que


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ocurría fuera de la sala, a través de la ventana, cada vez más desinteresada en las elecciones. La profesora estaba en su mesa, en silencio, pues no podía participar en la vida política infantil y era algo así como un dirigente invisible. Carlota escuchaba y miraba a ratos. En la pizarra había unos nombres y unos palitos para contar los puntos. Carlos González era candidato a tesorero, pero estaba empatando con Juan Figueroa. Había que ponerlos a prueba. Carlos González era un poquito competitivo, así es que para ganar puntos ofreció un show con canciones mexicanas. “Ese lunar que tienes cielito lindo…”, cantó y con eso arrolló, y fue elegido tesorero. Carlota se sorprendió, por el ángel televisivo que tenía Carlos González, pero Paly le comentó al oído que Carlos cantaba a cada rato, en todos los actos. Como una forma de confirmarlo en el cargo, le hicieron entrega oficial de una caja de cartón y la ranurita para meter las monedas. Bien, ya queda menos… –pensaba Carlota, a medida que pasaba la hora. Para Secretario nadie se hizo problema y solo, por protocolo, le preguntaron a Paly si deseaba conservar el puesto. Paly gritó: “¡Sí, acepto!” como si fuera el día de su matrimonio y, como símbolo de anillo, sacó un documento tamaño oficio, en donde todo el curso debía poner al día sus datos: nombre, dirección, teléfono, celular, e-mail…, en fin, todo. La reelecta secretaria estaba feliz, y Carlota, que miraba a ratos el evento, también esbozó una sonrisa por la alegría de su amiga.


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Llegó la hora de la elección del presidente de curso. Había tres cupos y faltaba un nombre para iniciar la votación. Era la una de la tarde, y todos se sentían hambrientos y cansados. Carlota miraba por la ventana, pensando en el almuerzo que le esperaba en casa, pan crujiente con mantequilla, comida casera, calientita preparada por su madre. Sentía tan vivo el perfume de tal ambrosía, que añoraba su casa, con sus reconocibles y queridos aromas y colores. Se le escapó un suspiro visionario, cuando, de pronto, sintió unas voces apagadas, murmullos y risas detrás de ella… Se dio vuelta y a su lado estaba él, Esteban, tan cerca que casi le roba un beso. Carlota, con cero experiencia cerca de algún niño, quedó paralizada. Todos se rieron mucho, hasta la profesora. –¡¿Carlota?! –dijo la profesora–, hace mucho rato que te estamos preguntando si quieres ser candidata a la presidencia del curso. –¿Yo? –preguntó Carlota –Pero ¿por qué? ¿A quién se le ocurrió? –¡A mí! –exclamó Esteban, escandalizando a todo el curso, volviendo a su puesto en el fondo de la sala. Esteban la miraba con una cara que ella no fue capaz de codificar, pero quiso hacer frente al desafío de aquel molestoso niño, y aceptó. Comenzó la cuenta. Los alumnos iban sumando puntos y más puntos, divididos entre los tres nombres que aparecían en la pizarra. ¡Primera vuelta empate entre Cristian Gálvez y Carlota! La profesora habló:


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–Alumnos, debido al empate entre Cristian y Carlota, comenzaremos una nueva ronda de votaciones. Carlota pensó: “Bueno, unos minutos más y ya me puedo ir a casa, ¡por fin!”. Se escuchó una voz “Carlota”, otra “Carlota”, otra “Carlota”… y así continuó sucesivamente todo el curso sumando y sumando votos a “Carlota”. Intrigada, la candidata miró hacia atrás, y ahí estaba él… Esteban, poniéndole cara de pirata malo a todos y cada uno de los alumnos, obligándolos a decir “Carlota” ¡Sorpresa! Ganó Carlota. Presidenta del curso, la recién llegada Carlota. Paly repartía sonrisas y saludos. ¡Felicidades, felicidades!, se le oía decir. En tanto, todos esperaban el discurso de su nueva líder. Carlota, que era un poco tímida, sentía un nudo en el estómago, pero se repuso, respiró profundo, infló su pecho y caminó al frente como siempre. Sin alternativa viable, comenzó su discurso: –Gracias por sus votos, los representaré lo mejor que pueda y delegaré funciones a cada uno de ustedes, para hacer de este bus una bonita sala de estudio. La profesora la miró complacida. Carlota continuó: –Lo único que quisiera saber es por qué me eligieron a mí. Todo el curso quedó en silencio, como si estuvieran castigados. Nadie habló, al contrario, miraban por las ventanas o empezaban a guardar sus cuadernos, sin responder. Carlota al frente del curso, no sabía qué pensar. Desde el fondo del bus, donde estaba un poco oscuro, alguien se levantó y tomó con brusquedad


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sus cuadernos, se abrió un ruidoso paso entre las pequeñas sillas hasta llegar al frente donde estaba Carlota. Era aquel niño bravucón. Sin mirarla y antes de bajar del bus dijo… –Porque eres bonita… ¿Algún problema?, –dijo y todos los niños rieron… “Porque eres bonita”… ¿Será un elogio o una ofensa… ?, se dijo Carlota y se quedó pensativa, mirando la delgada silueta de Esteban salir del colegio.


CAPÍTULO IV Lunes… 07: 30 de la mañana, Carlota iba caminando hacia el colegio, muy concentrada en sus pensamientos, recorriendo con su mente lo bien que lo había pasado el fin de semana, jugando en la cancha de básquet o con sus amigas en las carreras de patines. Pasaban y pasaban las calles. Carlota apuró el paso para sentir algo de calor, porque la mañana estaba un poco fría. Ella disfrutaba mucho caminar, así es que su ánimo estaba inmejorable. El montón de niños de azul le indicaba que estaba muy cerca del colegio. ¡Oh, oh!…, qué dolor de estómago, se dijo cuando pensó en la elección de presidente. ¡Ay, no…! , pensó para sí, pues había olvidado ese estúpido puesto de presidenta de curso, que tontamente aceptó por obligación. ¿Qué se supone que tengo que hacer?, se preguntaba. ¡Nada! ¿Por qué tendría que hacer algo? ‒se respondió‒. ¡Soy una estudiante!, debo preocuparme de los estudios antes que nada…, así es que mejor lo olvido y hago de cuentas que esto nunca ocurrió. ¡¡Eso!! –¡Señorita presidenta!, buenos días. ¿Qué tiene preparado para hoy? –se escuchó la voz de la directora Teresa que, a esa hora de la mañana, ya venía fumando–. Me contaron que fue elegida, ¡en forma unánime!, presidenta de curso, ¡felicidades! Carlota sonreía muda.


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–Después del primer recreo, pasaré por la sala para ver su desempeño ¡Prepárese! –¡Gracias! –expresó Carlota, viendo alejarse a la profesora, envuelta en la nube ploma de su cigarrillo y oliendo a mezcla de cenicero con pasta de dientes. Definitivamente, no es la forma de empezar el día lunes, un día de tan mala reputación… y ahora me doy cuenta porqué, pensó. Dio la vuelta y se encaminó hacia su sala… perdón, hacia su bus. Los niños debían hacer una fila para entrar en orden al salón. Era una fila de niñas y otra de niños. Las niñas entraban primero y se ubicaban en sus puestos, luego lo hacían los niños, que eran más desordenados. Carlota miró atentamente a cada uno, pero Esteban no apareció. Carlota experimentó alivio y pensó que tal vez lo habían suspendido esta semana también, pero enseguida intentó cambiar de pensamiento porque se sintió un poco culpable por aquel deseo. Comenzó la clase pero algo faltaba, algo que le daba cierta motivación a estar sentada en ese lugar. Su tormento, su miedo, sus nervios y su ansiedad…, era él, Esteban. Paly arremetió: –¿Qué te pasa, Carlotita?, estás en otro mundo. Carlota la miró y se repuso, pues su amiga tenía razón: –¡Nada!, no alcancé a tomar desayuno, eso debe ser, tengo hambre. –Toma aquí tienes, yo siempre vengo preparada para casos de emergencia. Paly le regaló una barrita de cereal. Carlota la aceptó con la esperanza de que esta calmara su dolor de estómago.


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La campana marcó la salida al recreo con normalidad. El problema era que había una deuda pendiente para la vuelta del recreo. Carlota recordó la anunciada visita de la directora para ver su desempeño como presidenta de curso, así es que se quedó en la sala y, sacando lápiz y papel, hizo una lista de temas importantes, hasta que apareció uno que llamó su atención, por la utilidad que prestaría en su sala y, desde su punto de vista…, su necesidad en el mundo. La campana tocó el llamado de vuelta. Mientras los niños entraban a tomar su lugar, Carlota se sobresaltó por el futuro encuentro, se imaginaba frente a muchos micrófonos, en una rueda de prensa, en donde el secretario de gobierno, en este caso Paly, presentaría a la ‘nueva adquisición’ del curso. Sonreía al pensar que en algunos minutos el colegio se conectaría a cadena nacional. Desde el umbral del bus, un grupo de niñas, de las más grandes, se acercaron y con tono agresivo se abalanzaron sobre ella. Eran cuatro súper desarrolladas niñas, que formaban una especie de banda juvenil. No se destacaban por sus calificaciones, ni comportamiento, pero sí lo hacían por su desempeño en atletismo. Eran muy bonitas, especialmente Evelyn, la jefa del grupo, que tenía el pelo claro, la piel tostada y los ojos verdes. Pero, al mismo tiempo, estas niñas eran tan peleadoras que su mala energía opacaba esa belleza natural. El curso les tenía respeto, o mejor dicho, ¡miedo! –¡Para qué te preocupas!, si ya tienes la mitad ganada, recuerda que te eligieron por “bonita”, no por tus dotes de dirigente, menos por inteligencia y ¡ni hablemos de personalidad! –dijo Evelyn. Carlota no supo qué contestar, porque les encontró cierta razón, y se quedó en silencio mirando


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cómo las niñas grandes se alejaban entre risas malintencionadas. “Voy a demostrar lo contrario”, pensó, mientras tomaba un vaso de cartón y sacaba agua de la botella de diez litros que estaba al lado de la mesa del profesor. El curso se veía aún más desordenado. “¿Cómo voy a hacer para que me escuchen, si ni siquiera están mirando hacia el frente? ¿Será verdad que no soy capaz?”, dudaba con un poco de angustia. En ese momento el desorden era extremo, los papeles volaban por el aire, los niños gritaban y reían como si fuera una fiesta. Carlota miraba a la profesora a cargo, y la comunicación telepática era muy clara y precisa. “Debes solucionarlo tú sola”. Tocaron a la puerta, Carlota fue a abrir. La directora entró confiada: –¡Buenos días ni…! No terminó su frase de entrada, cuando recibió un papel en la cabeza que dejó a todos en la sala sin habla, mientras la profesora a cargo se tapaba la boca de asombro. La directora se puso medio colorada y tiritona. Abrió su cartera en busca de su mal habido auxilio. Intentó sacar un cigarrillo de su cigarrera, pero se dio cuenta de que sería lo menos adecuado para ese momento, pésimo ejemplo de descontrol total… Lo pensó mejor y arrepintiéndose, guardó la cigarrera plateada en su cartera. Todo el curso estaba sentado, esperando el justo regaño que merecían. Nadie le daba la cara a la señorita Teresa, y ocultando la vergüenza, aprovechaban de mirar el gran desorden que habían dejado en el suelo.


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La directora los miró por unos minutos y les habló: –Niños… he venido para observar el desempeño de la nueva presidenta del curso –dijo, con voz baja y calmada–. Espero que esta primera impresión haya sido un error, y no se vuelva a repetir. Carlota pensó que la directora era muy empática y condescendiente. Le agradeció su reacción con una sonrisa, que la directora no contestó. Siendo la primera vez de discursos para Carlota, e inmersa en esa situación tan incómoda, era muy difícil saber por dónde comenzar. Carlota tomó una tiza blanca y escribió en el pizarrón: “Convivencia”. Todos miraban atentos. Ella pensó que los momentos pasan una vez en el tiempo, así es que aprovechó cada segundo de ese instante. –He elegido este tema, porque creo que somos capaces de llevarnos bien, no importa que seamos de diferentes edades, diferentes tamaños, colores, credos o gustos. No podemos ser todos grandes amigos, pero es importante ser buenos compañeros –afirmaba Carlota–. Mi tema a tratar es este, “Convivencia”, para seguir en forma amistosa el resto del año. ¿Qué les parece? –preguntó más segura y entusiasta. Todos los niños, incluso los grandes desordenados y las niñas pesadas, tenían buena cara, al parecer hubo buena acogida. La directora Teresa miraba agradada y la profesora a cargo escribía en su libro de clases anotaciones positivas. El ambiente estaba extrañamente amable, al punto de hacer vibrar la desconfianza. La directora señaló que la convivencia era un tema muy importante y los felicitaba por tomarlo en cuenta… los niños miraban con cara de ángeles.


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–Bueno, niños, los dejo en buenas manos, me voy tranquila… ‒dijo la directora–. ¡Hasta luego, niños! –Hasta luego, señorita –se despidieron a coro, dando pestañazos de muñeca antigua que más que semejar “niños buenos”, los hacían ver como “Chucki, el muñeco diabólico”. La profesora a cargo tomó su libro y caminó junto a la directora hasta salir de la sala. La puerta se cerró de un portazo, porque el marco metálico estaba un poco oxidado. Carlota quedó frente al curso en soledad, sin resguardo ni protección. Miró a los niños y se dio vuelta hacia el pizarrón para seguir escribiendo y continuar con su tarea de presidenta. En silencio, tomó la tiza, y al empezar a escribir sintió un fuerte golpe en su espalda. Las carcajadas de los niños acompañaron el dolor y, al darse vuelta, sintió otro fuerte y vergonzoso golpe en el pecho, que le rozó la cara dejándola manchada de blanco. Eran dos almohadillazos para borrar el pizarrón, que alguien lanzó contra ella y dejaron su uniforme azul manchado con polvo, aún flotante. Desde el fondo de la sala, se encontró con la cara de él… Esteban, riendo junto a las niñas pesadas. Esteban, quien aparecía y desaparecía de su vida, como un fantasma torturador, ¡estaba ahí!, ¡en la sala! presenciando la humillación. Carlota tragó su impotencia, limpió su uniforme y siguió escribiendo. El curso, poco a poco bajó la intensidad del ruido, hasta que se escuchó la tiza de Carlota, como rasgando el pizarrón, donde escribía: ‒Convivencia en la cancha: próximo viernes ‒Traer comida y bebidas para compartir.


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Sonó la campana para salir al segundo recreo y el curso desapareció rápido. Mientras ella estaba al frente del pizarrón, se acercó una de las niñas grandes y con la mano borró lo escrito. Carlota la miró agotada emocionalmente, pero firme, y le dijo: –Creo que alcanzaron a leer el mensaje, eso es lo que importa. La niña grande quedó con la mano entizada. Carlota caminaba hacia el patio y se preguntaba, si valía la pena todo el esfuerzo, o si estaría poniendo todo su esfuerzo. Tal vez no, tal vez algo faltaba para sentir que sus ideas podrían ser un aporte. También se dio cuenta de que las ideas le duraban más de dos segundos en su cabeza… ¿Estaría creciendo o madurando como una fruta al sol? No lo sabía, pero una extraña inquietud le hacía continuar y continuar. Creo que debe ser lo que llaman “motivación”, se dijo. El sol era cada mañana un poco más débil, el verano se había ido y estaban frente al año escolar que comenzaba en otoño y de una manera muy inusual. –¿Por qué harían eso?, ¿Por qué se portan así? ¡Yo no les pedí ser elegida! –¡Todo por culpa de ese Esteban! –le decía Paly–. Quizás deberías renunciar a tu cargo… –Tal vez –dijo Carlota–, pero siento que es demasiado pronto para claudicar, y demasiado cobarde arrancar al primer problema. –Por lo menos te queda un consuelo, Carlota… –¿Cuál? –preguntó con esperanza. –¡El hecho de ser elegida por bonita!… eso es una gran cosa… A Carlota le pareció un comentario tan inma-


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duro que, más que un consuelo, era definitivamente una tontería. ¿Es que acaso me estaré volviendo seria y amargada como adulta?, se preguntaba Carlota. Respiró profundo inflando sus pulmones, liberó la energía acumulada de un soplido y sintió que algo debía hacer para demostrar que ella sí era capaz. –Adiós, Paly, nos vemos mañana –dijo a la salida del colegio. Caminó en soledad, hasta la reja, y cuando levantó la mirada ahí estaba él… Esteban, junto a su fans club de las cuatro grandes y desarrolladas niñas. Carlota tenía que pasar entre el grupo, así es que afirmó el paso y caminó segura frente a ellos. –Hasta mañana, presidenta –dijo Esteban, pero Carlota no contestó. Las niñas pesadas rieron y la rodearon. –¡Espera!, tenemos algo para ti… –dijo la más grande, mirándola como cincuenta centímetros más arriba de su mirada. –Toda presidenta necesita una condecoración –dijo Evelyn, mientras le pegaba un papel adhesivo en su chaleco, que tenía escrito “Marciana”. Todas rieron, muy burlonas y desagradables. –¡Eres tan baja y extraña que pareces marciana! ¡Pase su majestad, “la presidenta marciana”! –decían las otras tres niñas, queriendo agradar a su líder. Carlota caminó y miró hacia atrás, con lágrimas de impotencia reprimida pero, con dignidad, las guardó al borde de las pestañas. Lo extraño fue, que él… Esteban, no sonreía desfachatado, como las otras, él estaba serio. –¡Lo odio!, lo odio… –se repetía Carlota, mientras caminaba rumbo a su casa, repasando cada instante vivido en este colegio que, hasta el momento, no era nada agradable.


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Al llegar a casa, recordó que su mamá no estaba, pues había salido de compras. Buscó las llaves en su mochila y entró. La casa estaba fría y silenciosa, caminó arrastrando la mochila con un aire de derrota, como futbolista sudado que baja a segunda división. Al levantar la mirada hasta la mesa del comedor, encontró un mensaje con la letra de su madre. “Carlota, en el refrigerador hay comida, no olvides comer primero la ensalada”. Lo leyó en voz alta, tratando de imitar la melodiosa voz de su mamá. Sonrió y guardó esa cartita que le pareció muy cariñosa, al lado de lo que había vivido en aquel colegio. ¡Qué apetitoso!, ensalada y algo más… pero, no tengo hambre, pensó Carlota. Fue obediente y sacó la ensalada. Como estaba sola, quiso comer en su pieza. Puso en la radio su música favorita y subió al segundo piso, con el plato en una bandeja. Cuando estaba en el baño, lavándose las manos, se miró al espejo… allí estaba la condecoración, un papel arrugado que decía “Marciana”. Se tomó el pecho y sintió que ese trozo de papel le estaba diciendo algo… “Marciana… Marciana…”. Se miró a los ojos frente al espejo y se imaginó verde y con antenas, pero aun así, se encontraba bonita. ¿Qué tiene de malo ser marciana?, se preguntó…, y la respuesta fue…: ¡Absolutamente nada! Es más, ¡me encantaría conocer alguna vez a un marciano!, o mejor dicho, a un extraterrestre, no me importa de cuál planeta venga. ¡Hacernos amigos!, viajar por toda la galaxia y poder hablar en forma telepática, ¡conocer mundos inexplorados!, ir de vacaciones ¡a la Luna!


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Hablaba en voz alta y recorría el segundo piso, bailando con un entusiasmo renovador. Carlota se sentía fuerte, se sentía su mejor amiga, y aprobaba sus pensamientos. Quitó el papel de su chaleco y lo guardó entre las páginas de Mi amigo Ami, su novela favorita. Recordó que siempre le ha gustado ese libro, lo ha leído varias veces. Su hermano, en cambio, es fanático de los cómics alienígenos a lo mejor, esa es la razón de que ella sea un poco diferente… Tal vez, las niñas pesadas tengan razón. ¡Sí! Me gustan los marcianos y quiero que todo el mundo lo sepa… ¿Qué puedo hacer…¿Qué puedo hacer? De pronto tuvo una idea brillante. ¡Ya la tengo! Propondré hacer una fiesta de disfraces, con esa temática: “los marcianos”, y todos deberán vestirse de… marcianos, pensó Carlota, mientras se echaba a la boca una gran hoja verde de espinaca. Y todos serán verdes, verdes… ¡como en las películas! ¡Y como esta espinaca!, se decía y reía, mientras se le escapaban gotitas de limón por los labios. Carlota se sentía bien… estaba contenta, al punto de reír a carcajadas y en soledad, porque de un estado depresivo y malhumorado, supo dar un vuelco de ciento ochenta grados y concebir una idea completamente positiva y genial. Este será mi proyecto de la semana –dijo en voz alta Carlota. Para eso soy “La presidenta”. Y se echó a reír sobre su cama, donde aún llegaba el calor del otoño. Carlota se quedó dormida, en la tibieza, con su cara brillando por los rayos de sol que entraban por la ventana.


CAPÍTULO V La fiesta Marciana Era martes en la mañana y Carlota entraba al colegio, con un alto de revistas. Dejó la carga en el suelo y sacó su celular. –Atenta, Paly, voy a entrar por la puerta del cuidador para guardar el cargamento. –Entendido, fuerte y claro, presidenta, aquí estoy esperándola, al lado de la casita del perro. –¡Pero en ese lugar van a quedar malolientes! –dijo Carlota. –¡No se preocupe!, señora presidenta, el perro murió hace como tres años; está vacía… –¡Muy bien, allá nos vemos!… ¡¡Paly, escucha!! –¡Sí, señora presidenta!, dígame. –¿Podrías tutearme por favor? ¡Recuerda que tenemos solo doce años! –¡Ah…, claro…, era para ponerle el dramatismo necesario a la situación…, no se preocupe! Carlota levanto las cejas y sonrió. –¡Ok!…, ¡cambio y fuera! Manteniendo su papel de “misión imposible”, Carlota se puso unos lentes oscuros, tomó el cargamento y partió a la entrada del guardia, en busca de la casita del perro muerto. –¡Alto ahí! –se escuchó. Carlota frenó su sospechosa caminata y giró para ver quién la detenía. Era la inspectora.


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Una mezcla de alemán con falda y señora con bigotes. Era muy alta y usaba trenzas rubias, una jardinera color café, camisa blanca con flores bordadas en el cuello, calcetas blancas hasta las rodillas y un par de bototos negros con cordones. Aun así, eso no era su mayor característica, la inspectora poseía algo que la identificaba a gran distancia. Era un mostachito a cada lado de su boca. Le decían Sincera, no por su forma de ser, sino porque no se depilaba “con cera”, entonces era “sin cera”. Era un apodo que Carlota ya manejaba con fluidez. La inspectora se llamaba Henrietta y hablaba con acento europeo y cuando la sílaba de su palabra era algo ruda, como la “T” o la “P”, ella simplemente escupía a su interlocutor, sin proponérselo claro está. –Señorita Carlota, ¿qué hace a esta hora de la mañana con lentes oscuros, dentro del colegio? Carlota no podía explicarle sus planes. –Y, además, con ese montón de revistas y diarios –continuó Sincera. Carlota pensó rápidamente una respuesta muy conveniente. –Como usted ya debe saber, fui elegida presidenta de curso. Por lo tanto, debo ser responsable con mi deber y no solo ofrecer la famosa demagogia política, sino que hechos concretos. Para ello, estoy organizando una actividad que beneficiará al colegio entero. –¡Qué bien! –dijo Sincera. ¿Podría contarme de qué se trata? Carlota arremetió con seguridad: –Por supuesto, eh… eeeestamos organizando la fiesta de inicio de clases, en donde se elegirá al mejor grupo de cada bus –afirmó Carlota con su cabeza. La inspectora la miraba con curiosidad.


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–¡Continúe…! Rápidamente Carlota sintió que sus ideas se iluminaban y comenzó una detallada descripción de la actividad. Las palabras fluían de su boca, como si hubiese estado programada para responder lo que fuera. –El próximo viernes tendremos una fiesta, aquí, en la cancha del colegio, con el propósito de conocernos mejor, y compartir un sano momento de entretención. Traeremos comida y bebidas. Comienza a las 20:00 hrs. y termina a las 23:00 hrs –dijo–. Tendremos todo el año para desarrollar una actividad muy importante: “recolectar diarios y revistas para llevarlas al reciclaje”. El curso que junte más kilos de diarios y revistas, será el ganador y podrá coronar a su Bus como “El mejor bus del año” –agregó–. Me falta un detalle… la fiesta del viernes es de disfraces, se llama “La Fiesta Marciana” y están todos cordialmente invitados, incluidos profesores e inspectores. Y el anuncio del concurso de reciclaje estará bajo su cargo señorita Since…, digo..., Inspectora. La inspectora Sincera casi quedó en estado de shock. –Muy bien, pase adelante… –le dijo, mientras acomodaba tanta información entre sus trenzas. Carlota siguió a paso firme hacia su destino, mientras sonreía, pensando en la buena idea que había concebido, y analizaba lo rápido que actúa el cerebro, en las situaciones de emergencia. Paly la esperaba preocupada. –¿¡Qué pasó!? ¿Por qué se demoró tanto, señora presidenta? Carlota la miró con paciencia y le dijo: –Paly, primer cambio en el gabinete: te designo Senadora… Este es un importante cargo, y la relación


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queda a nivel casi paralelo, en nuestro caso “súper paralelo”, lo que significa, que me puedes tratar de tú a tú cuando quieras, nunca más el término “usted” o “señora presidenta”. Paly saltó de felicidad, porque le encantaban los cargos públicos. –¡Sí…! –¡Shiiiiit, silencio! –dijo Carlota, mientras metía a la fuerza el paquete de revistas en la casa del perro muerto. –Aquí están los modelos, estos trajes los podemos copiar para ser marcianas entretenidas. Las revistas, con todas estas ideas, se las saqué a mi hermano, que lee cómics de alienígenas –dijo Carlota. De su mochila apareció tela verde, plásticos, cintas plateadas adhesivas y un sinfín de elementos de trabajo manual, que les servirían para armar su disfraz. –Paly, todos los recreos que queden, desde hoy hasta el día de la fiesta, serán el momento del trabajo –dijo Carlota, y ambas cruzaron los dedos meñiques, en señal de “trato hecho”. Sonó la campana. Estaban en clases de Geometría, midiendo, sumando y restando ángulos. Carlota terminó su trabajo rápidamente, para ocupar su energía en una labor que la urgía más. –Ahora, ¡manos a la obra!, que tengo una gran idea –señaló–: debo diseñar el volante para repartir por los buses, y así todos se enterarán de la fiesta y sus requerimientos. Ocupó una hoja de block de dibujo, y diseñó la invitación con lujo de detalles. Al salir al recreo fue interceptada por las niñas grandes, quienes amenazadoras le hablaron.


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–¡¡Hola, marciana!! Carlota estaba tan ocupada, pensando en cosas importantes que, sin darles mayor valor, les respondió con un amistoso “¡Hola!”. Las niñas grandes quedaron molestas, viendo a Carlota entrar al bus de los profesores. El bus de los profesores era otro mundo. Cortinas, no muy bonitas, pero que entibiaban el ambiente, una mesa de centro con las tazas de café listas para ser usadas, varios termos con agua caliente y otro con leche, un canastito con galletas y una estufa… era un paraíso. Carlota y Paly suspiraban al ver tal espacio de relajación, pero continuaron firmes sin perder el objetivo de su meta. –Paly, ¡este es el volante, aquí dice todo, revísalo! Paly leyó en voz alta: –“Gran Fiesta Marciana”. Te esperamos este viernes a las 20:00 horas, para compartir en el colegio una entretenida convivencia bailable, el requisito es venir disfrazado de Marciano. No olvides tu cooperación en comida y bebidas. Habrá un anuncio sorpresa a cargo de la inspectora Henrietta. ¡No faltes! –¡Está buenísimo!, claro, preciso y, además, muy bonito –decía Paly muy entusiasmada. El volante estaba bien colorido, con dibujos de marcianos y platillos voladores por todos lados. Carlota había cortado las letras plateadas de los anuncios de las revistas de su hermano. Se sentían orgullosas del trabajo que estaban realizando. Carlota miraba la maquinaria donde los pro-


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fesores copiaban sus pruebas, y analizaba los botones para saber por dónde comenzar. Había un computador, una impresora y una máquina de fotocopias, también suficiente papel, como para hacer unos 200 volantes. Ya decididas a empezar, pusieron el diseño en la máquina y empezaron a copiar volantes… Unas tras otras caían las hojas con el dibujo y las letras que anunciaban que el proyecto ya estaba en marcha. Eran niñas organizadas, una ponía la hoja para la impresión, mientras la otra recibía las copias para cortar la hoja en cuatro. En ese trabajo, juntaron un alto de volantes, que iban dejando sobre la mesa del profesor. Carlota y Paly estaban tan preocupadas de terminar rápido, que no se dieron cuenta de que las niñas pesadas estaban mirando por la ventana, quienes vieron la oportunidad perfecta para acusar a Carlota, por estar profanando el santuario del café. Sonó la campana para vuelta a clases, Paly y Carlota corrieron hasta la puerta del bus del profesorado. A punto de bajar, se dieron cuenta de que venía la directora, el profesor de historia y la inspectora Henrietta, junto a las niñas pesadas, caminando directamente hacia ellas. –¡Rápido!, por la puerta de atrás. –dijo Carlota. Alcanzaron a bajar, justo en el momento en que el grupo inquisidor iba subiendo al bus. Era como un paradero de locomoción colectiva en días de lluvia. Apenas bajaron, pusieron el pie en el acelerador y corrieron hasta su sala. Cuando el grupo de profesores entró al bus no halló nada anormal. –Bueno, ¿qué cosa era lo malo que estaba pasando en la sala de profesores? –preguntaba la directora a la jefa del grupo de niñas pesadas.


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Las cuatro niñas no supieron qué contestar. Evelyn dijo: –Discúlpenos, señorita Teresa, debió ser un gato el que entró a este bus. Nos confundimos. En cuanto dijo eso, clavó su mirada en el alto de volantes que estaba sobre la mesa, al lado de la impresora, parecía un fajo de billetes de casino, que, al igual que una lotería, le prometían el premio mayor: la venganza. Evelyn hizo una contraseña de pandillero y las chicas salieron en silencio, como gatos, casi flotando de ahí. Los profesores no se dieron cuenta, y se sintieron tentados de tomar el café número catorce, antes del mediodía. Camino al bus para su próxima clase, “la jefa” ya tenía otros planes.



CAPÍTULO VI La Venganza Las niñas pesadas caminaban hacia la sala y Evelyn les dijo: –En el próximo recreo, el de las 12:00, nos pararemos en la puerta del bus de los profesores, y no dejaremos que esas marcianas entren a sacar sus papelitos. Quiero saber cuál es el gran secreto que se traen esas dos. Además, nos vengaremos por dejarnos en ridículo frente a la directora. Las otras tres niñas reían conspiradoras. Entraron a la sala y mirando fijamente a Carlota, sonrieron en forma malévola… –¿Te diste cuenta cómo nos miraron? –dijo Paly susurrando. –Sí… en cuanto suene la campana del recreo de las doce, corremos a la sala de profesores a sacar los volantes. –Trato hecho. ¡Cambio y fuera! Carlota levantó sus cejas, al darse cuenta de que Paly tenía, también, espíritu de agente secreto. Durante toda la clase de matemáticas, las niñas pesadas ejercieron una presión psicológica muy fuerte en Carlota, quien ya sentía algo de una chifladura asustadiza, pues miraba hacia atrás a cada minuto. Las niñas pesadas se reían como cómplices de Al Capone. La campana señaló el momento del recreo, y


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Carlota, seguida de Paly salió del bus corriendo, en dirección a la máquina impresora a rescatar sus 200 volantes. Cuando iban llegando, se encontraron con las cuatro niñas, sentadas junto a la puerta de la sala de profesores. –¿Qué te pasa, marciana? ¿Buscabas algo? ¿Por qué no agarras tu platillo volador y te echas a volar junto a tu mascota? ¿Ah? Estaban desarmadas, no tenían nada que hacer ante esas cuatro niñas grandes, tampoco podían acudir a la directora, o a la inspectora, porque eran ellas las transgresoras de las leyes del colegio. Quedaron atónitas por un momento, y declarándose derrotadas, se devolvieron a la sala. –¿Qué vamos a hacer, Carlota? El montón de volantes quedó dentro de la sala de profesores. ¡Y las niñas no nos dejarán entrar! –Tengo un plan… –dijo Carlota, con mirada visionaria, y caminando de un lado hacia otro, con los brazos cruzados en la espalda, como abuelito cuenta cuentos–. Después de la última clase, que es botánica, dictada por la directora… nos metemos debajo del bus de los profesores, a esperar que todo el colegio se retire. Cuando esté todo en silencio y casi a oscuras, aprovechamos de entrar por una de las ventanas del bus y ¡rescatamos los volantes para repartirlos mañana! ¡¿Qué tal?! Paly agrandó los ojos, asustada por la idea y disposición de su amiga. Se sentía como protagonista de una película de policías y ladrones. –¡No! No creo que sea una buena idea, Carlota, pensemos algo menos arriesgado. –¡Tienes razón! –dijo Carlota–. ¡¿Qué me pasa?! ¡Estoy perdiendo el control!


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–Presidenta, como Senadora me dirijo a usted, perdón a ti, para apoyarte en la derrota. Debemos aceptarlo, esta vez hemos fallado. Carlota pensaba y repensaba la manera de sacar esos folletos de la sala. Quería fervientemente realizar esa fiesta, pero Paly tenía razón: aceptar la derrota era la salida más heroica a su fallido plan, para conseguir publicidad marketera. –Vamos, presidenta –dijo, tomándola por los hombros–, traje galletas y jugo de colación; comámoslas ahora, para apaciguarnos este mal paso. Carlota la miró y sonrió por su adulta forma de ocultar los fracasos… “comiendo”. ¿Habría que cuidarla? ¡Seguro que sí!, Paly se veía como una sería candidata a la obesidad cuando fuera grande… Carlota había escuchado que los adultos eran seres muy amargados y decepcionados, por sus continuas derrotas. Paly habló: –Mi mami dice que debemos cuidarnos desde chiquitas, así es que me envió jugo recién exprimido y galletas de avena… son muy ricas. Carlota sintió una dualidad: alivio, pues ¡su amiga no sería gorda cuando grande!, y desagrado. ¡¿Galletas de avena?! En clase de botánica, se dedicaron a comer los tomatitos recién cosechados, y a jugar entre el barro y las plantas del invernadero artesanal que la directora había inventado. Carlota olvidó por un momento el fracaso de su proyecto y, sin darse cuenta, se dedicó a ser feliz, reír y jugar. Disfrutar al aire libre, preocupándose solo de ser una niña; esto le hizo sentir alegría y pudo dejar de lado


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el problema, que ya parecía de menor importancia. Quienes no compartían ese estado de paz, eran las niñas pesadas, que habían ideado una estrategia para poner en la palestra de acusados a Carlota, la marciana enemiga. Su líder, Evelyn, les indicaba el plan. –Cuando todos los alumnos y profesores se hayan ido y esté todo en silencio, a punto de oscurecer… nosotras ingresaremos por una de las ventanas del bus de los profesores a sacar esos folletos. ¡Ya sabrán que conmigo, nadie se mete! Las amigas se frotaban las manos en espera de tan delicioso momento de desquite. Una de ellas, era un poco temerosa, tan grande y fuerte como las demás, pero con alma de niña, pues apenas tenía once años. Ella preguntó: –Pero, ¿dónde nos ocultaremos? –En el baño. ¡¿Dónde más?! –¿En el baño? ¡¡No!! –gritaron a coro las integrantes de la banda. –¡Sí, en el baño!, solo será por unos minutos, no sean cobardes. ¡Todo!, por saber qué se trae entre manos esta enanita marciana. Las cómplices pusieron cara de resignación, pero apoyaron el plan. Sonó la campana del fin de la jornada, los niños tomaron sus mochilas y salieron tranquilos. Carlota miró hacia el bus de los profesores con entereza y suspiros. Su mejor amiga se dio cuenta y quiso darle el ánimo final para olvidar el problema, así es que salió corriendo y le dijo: “Pinta”. Carlota entendió la buena intención y agradecida sonrió, y soltando el problema de sus pensamientos la siguió en el juego.


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Mientras todo el colegio salía del territorio escolar, las niñas pesadas iban en dirección contraria: hacia el baño que, como era un pozo séptico, no podía tener buenas condiciones de higiene. Para peor, este era un pozo en ¡terribles condiciones! Apelotonadas dentro del cubículo, con miedo a resbalar hacia dentro del “pozo voluptuoso”, cubrían sus bocas y nariz con pañuelos perfumados con alcohol gel para no sentir el hedor. Hacer antesala en esas condiciones era indigno, pero era la única opción que ellas tenían para cumplir con sus planes. Cuando estuvo todo en silencio Evelyn habló: –Muy bien –dijo–, ¡salimos de aquí corriendo hasta la sala de profesores, entre todas, me levantan para poder entrar por una de las ventanas y listo, una vez dentro del bus cojo los papeles. ¡La marciana y su mascota sabrán lo que es bueno! Las otras tres consintieron apuradas, esperando salir de su encierro lo antes posible. El colegio quedó por fin vacío y en silencio. Cuando no se oía ni el caminar de un gato, las niñas pesadas salieron del baño, ahogadas y con una tonalidad verde en sus rostros, porque a una de ellas se le había ocurrido marearse y vomitar. En silencio tuvieron que aguantar el festival de arcadas. Una vez repuestas, corrieron hasta el bus de los profesores. Al parecer el ambiente del pozo séptico tenía serias consecuencias secundarias y las cuatro niñas se portaban como drogadas; estaban con ataques de risas realizando la tarea. –¡Tiren, tiren! –gritaba Evelyn, al no poder pasar por la ventana. Una de ellas lo pensó mejor y dijo:


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–¡Empujen, empujen! –y así lo hicieron, hasta que resultó. Evelyn cayó como un saco de papas dentro del salón. Se levantó rápidamente y se dirigió hasta la impresora y allí estaban, como el gran botín, los 200 ejemplares del trabajo hecho por su enemiga “la marciana Carlota”, quien había captado la atención de su eterno amor: “Esteban, el matón del colegio”. Había estado enamorada de él desde el kinder; jugaban fútbol juntos, veían lucha libre, jugaban al gallito, pues eran del mismo tamaño, y aunque él solo la veía como camarada o aliada en sus maldades, ella sentía que eran tal para cual, estilo “Bonnie and Clyde” y por eso no iba a permitir que una recién llegada se lo arrebatara de su lado. Bueno, después de este flash back romántico, Evelyn procedió: buscó un ventilador, lo puso en la mesa frente a la ventana, tomó el montón de volantes y los puso al frente. Estaba todo listo y dispuesto para lograr su cometido, solo faltaba la escapatoria de la escena del crimen. Evelyn, como ya sabemos, era grande y desarrollada, así es que puso mucho esfuerzo para pasar por la ventana, sin la ayuda de sus amigas empujando. Al estar, casi totalmente afuera, decidió lanzarse al vacío, pero, su vestido escolar quedo enganchado en un pestillo de la ventana y este imprevisto accidente la dejó colgando como un racimo de nísperos maduros. Sus colegas explotaron en carcajadas que les quitaban las fuerzas que precisaban para descolgar a su amiga, que gritaba de rabia, mientras colgaba como una piñata, dejando ver su calzoncito rosado, pintado con pequeñas flores blancas.


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–¡Bájenme rápido! ¡¡Tontas!! Dejen de reír, o me las van a pagar ustedes también. Evelyn gritaba tan alto y las niñas reían tan escandalosamente, que el colegio dejó de ser el lugar seguro que las resguardaba en su plan. Con los gritos y el alboroto, comenzaron a aullar los perros y eso dejó a las cuatro niñas mudas, pues veían desde lejos, que se acercaba la linterna del cuidador, portero, encargado de lavar autos y maestro chasquilla, “don Pedro”. Decían que don Pedro era muy rudo, porque, según cuenta la leyenda… una vez concursó en “Sábados Gigantes”, en una sección que se llamaba “Muéstrenos su gracia”. Esa tarde, obligadamente, todo el colegio había visto a don Pedro aparecer en sus televisores como el participante número tres, mostrando una gracia increíble: Don Pedro, podía levantar cualquier cosa, de cualquier tamaño y peso ¡con los dientes!: un saco de cemento, un balón de gas, una bola de boliche, dentro de una bolsita claro, una silla, todo, absolutamente todo, solamente con la fuerza de sus dientes. Desde ese día, quedó bautizado por toda la comunidad escolar, como “El Súper Diente” y, aunque no ganó, todo el colegio sabría siempre de su talento. Bueno, y este Súper Diente venía raudo, caminando con su linterna en mano, a investigar qué es lo que estaba pasando, cuál era el motivo de tamaño griterío dentro del colegio. Caminaba a marcha firme, alumbrando como Darth Vader de “La guerra de las galaxias”, con su espada láser: una linterna amarilla, que usaba cuatro pilas gruesas, y que había obtenido por compras de TV en las increíbles ofertas del “Llame ya”. Así es que, estaba seguro de que esa noche nada fallaría, y el podría cumplir con su labor.


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Como era una linterna, justamente del “Llame ya”, por tanto, de dudosa reputación, así de la nada, se le acabó la batería. Don Pedro, después de largar un “rosario” de garabatos, debió volver a su puesto de comando a recargar el preciado dispositivo de seguridad. En ese momento, las niñas pesadas aprovecharon de continuar el rescate de su jefa, y a la cuenta de tres tiraron con fuerza para rescatarla, pero, con la violencia y desesperación del momento, el tirón fue muy enérgico y le rasgó el vestido a Evelyn, dejando un trozo de tela pegado en la ventana, y los calzones con flores a la vista del público. –¡Miren lo que hicieron! ¡Tontas!, –gritaba Evelyn, mientras se escuchaba la voz de Súper Diente… –¿¡Quien anda ahí!? El imaginar ser descubiertas por el portero de dentadura inclasificable, les pareció una imagen pavorosa, así es que horrorizadas salieron corriendo, como si estuvieran en una maratón, arrancando de aquella leyenda viviente o fantasma con premolares de acero que las podía descubrir. Al otro día, el miércoles, en la puerta del colegio, Carlota y Paly se encontraron frente a frente con las niñas pesadas. Era como un duelo, de película de vaqueros. De pronto escucharon: –¡Ya puesh niñash!… ¡Entren de una wuena vesh!…, wuenosh díash… Era la voz del Súper Diente, que les sonreía muy amable, dejando ver que tenía en su boca una especie de bombardeo letal, que dejó una mezcla rara de diente por medio, reflejo de un pasado glorioso, que ahora solo eran ruinas de museo.


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Por una vez en el año, Carlota, Paly y las cuatro niñas pesadas se unieron en un pensamiento: había que recordar lavarse los dientes después de almuerzo. Una de las niñas, se tocaba los frenillos y pensaba “Oh, muchas gracias, brackets”. Entraron en silencio al colegio, cada una de ellas, con su secreto. Les tocaba educación física las dos primeras horas y, hasta ese instante, todo iba con normalidad. Precalentamiento, abdominales, gimnasia rítmica y lo último era, el Test de Cooper, momento en que todo el colegio, incluido el profesor de gimnasia, corría y corría, dando vueltas como un carrusel loco, sin parar en ningún momento. En cada vuelta, que tenía como eje el pozo séptico, estaban todos más y más agotados. En una de las vueltas, Carlota fue literalmente succionada detrás de los matorrales por Paly y otras dos niñas, que ya no daban más con el fastidioso test: se quedarían escondidas, hasta que terminara. Muy calladas y casi sin aliento, esperaron el pitazo final. Por fin sonó, y todos los estudiosos del físico, especialmente las niñas pesadas, aplaudían su labor, con las caras rojas, el pelo despeinado y el traje blanco de gimnasia pegado por todas partes, estilo pan de molde con manjar blanco. El profesor de gimnasia dijo: –¡Buen trabajo!, ¡felicitaciones! ¡Vamos, vamos que se puede! Carlota y sus amigas oían desde los arbustos. –Alumnos… vayan a tomar agua, y continuaremos con la segunda parte del test. Yo, voy a la sala de profesores a refrescarme un minuto –continuó. El profesor de gimnasia se llamaba Ignacio, y era


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como el prototipo de personaje de teleserie sensiblera: alto, cabellera rubia, pero medio pelado, y con un bigotón, estilo bandido mexicano, que le tapaba toda la boca. Algunas de las profesoras le ponían buena cara cuando pasaba con su buzo ajustado y su silbato. Tenía un tic o amuleto conquistador, que lo repetía, muy seguro de sí mismo: se pasaba la mano por el pelo rubio, lentamente desde adelante hacia atrás. Todas suspiraban, aunque en cada pasada de su mano, se le caía un pelo más, por eso estaba medio pelado. Al parecer la táctica le daba resultado, porque decían que se había casado tres veces y que cuando joven había sido modelo de pasarela. Cuando entró a la sala de profesores, había solo mujeres. Ellas lo miraron enamoradas y, sin hacer caso a la taquicardia que tal varón les causaba, las profesoras corrieron a atenderlo. Una le sirvió agua helada de la botella, otra le paso una toalla para el sudor, y a otra no se le ocurrió nada mejor, que prender el ventilador para que se refrescara… Recordemos que la noche anterior, había quedado el ventilador apuntado al montón de volantes que había impreso Carlota. –¡Oh, gracias…! –dijo el profesor Ignacio–. ¡Qué refrescante! –exclamó en tanto se pasaba la mano por su cabellera. En ese momento, un volante se le apegó a la frente sudada y le cubrió hasta la mitad de la cabeza. Con el ventilador prendido, comenzó la lluvia de papeles por todo el patio. Se escuchó un grito generalizado y se vio a todos los niños corriendo, para alcanzar aquellos papeles. Carlota y sus amigas aún seguían detrás de los ar-


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bustos cuando sintieron curiosidad por tanta algarabía. Quedaron con la boca abierta. En el aire, como cayendo desde el cielo, se veían todos sus volantes, anunciando la fiesta y llegando a cada rincón de colegio. Todos los alumnos tenían un papel en la mano y leían entusiastas el aviso de “Fiesta en la cancha”, mientras, seguían y seguían cayendo los papeles, como confeti de recital salsero. Se podía ver a todas las pedagogas rodeando al profesor Ignacio, quien las tenía abrazadas para protegerlas del peligro, incluso una de ellas explotó en un llanto sonoro que a Carlota no le pareció de pánico, sino de frescura, pues no cesaba de llorar, mientras el profesor la consolaba y las demás maestras la miraban con envidia. Ese fue un momento inolvidable para Carlota, porque consiguió su objetivo, justo cuando ya empezaba a olvidar todo el esfuerzo que había puesto para lograrlo. Desde este momento, se dijo Carlota, ocuparé este plan de vida. Cada objetivo tiene un proceso de realización, y debo confiar en que así será. No debo estresarme… solo relajarme… que lo que tú quieres, vendrá a ti… se repitió. Era un regalo doblemente valioso, que le devolvía las fuerzas para continuar con su proyecto. Las niñas pesadas apuntaban desde lejos a Carlota, mientras la inspectora Sincera, anotaba en su libreta de acusaciones unas letras estilo garabatos europeos, pero a ella no le importó, solo disfrutaba del primer momento agradable que pasaba en ese inquieto colegio.



CAPÍTULO VII La lección de baile Carlota y Paly ocupaban el recreo, y todas sus horas libres para confeccionar el traje que usarían en la fiesta del día viernes. ¡La fiesta de disfraces! Cantaban ilusionadas a cada momento. Habían reunido telas, esponja para rellenar cada traje, unos ojos de cartón muy grandes y unas antenas que hicieron con bombillas de plástico. Los trajes estaban muy buenos y divertidos, que era la idea central. –¡Vamos a ser unas marcianas chistosas!… –decía Carlota. –¡Y que sea un diseño innovador y diferente!, súper fashion alienígena… –decía Paly. Ambas amigas disfrutaban mucho de la confección y de analizar los planes que tenían para su primera fiesta del colegio. –¡Yo sé bailar, rock and roll, me enseñó mi mamá!, también chachachá y tango, que me enseñó mi abuelo… –decía entusiasmada Paly. –La verdad, no creo que toquen esa música. La directora dijo que hará el papel de DJ, y que a ella le gusta la onda disco, de la época de John Travolta. –Yo no sé como se baila eso, dijo Paly. Carlota la miró con entusiasmo y se levantó para enseñarle. –¡Te puedo enseñar!, pero yo debo ser el hom-


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bre, porque así me enseñó mi mamá. Yo solo se guiar –dijo Carlota. –¡No importa! Enséñame por favor –dijo Paly–. Yo pongo la música desde mi celular. –Mira, es como un rock and roll, pero más movido –decía Carlota, mientras repasaba los pasos. Comenzaron a girar de la mano, en un baile de pareja, en donde Carlota era la líder. Reían mucho al darse cuenta que se les hacía fácil seguir el ritmo. Estaban en pleno ensayo de baile onda disco, cuando alguien interrumpió. –¡Bravo!, ¡Increíble! Se escuchaba, acompañado de aplausos solitarios. ¡Oh, oh!, No, otra vez no, por favor…, qué humillación –pensó Carlota. –¡Bravo, bravísimo! Era él…, el mismísimo Esteban, que hacía su aparición para arruinarles el día. –Me dijo mi amiga Evelyn que tú eras la culpable…, la responsable de la fiesta del viernes… ¿Es verdad? –dijo Esteban. –¡Sí! ¡Es verdad! ¿Algún problema? –preguntó Carlota, ocupando el mismo sistema agresivo de Esteban. La diferencia, es que Carlota empezaba con su taquicardia nerviosa y el silabeante anuncio de tartamudez. –¡Sí! ¡Hay un problema que tú provocaste y ahora tú me vas a solucionar! –arremetió Esteban apuntándola con el dedo. Carlota respiró profundo, infló su pecho y enfrentó la situación. –¡Mira, Esteban! o como te llames… –Carlota se detuvo, porque se dio cuenta que no debía caer tan bajo–. Perdón…, Esteban…, yo no tengo nada en tu contra, lo único que te pido es que me dejes tranquila.


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–¡No quiero!… –dijo Esteban, desfachatadamente. Carlota y Paly se asustaron ante tal declaración. Carlota dio un paso al frente, dejando a su amiga en resguardo, tras su mesa de costura. –¿¡Por qué no quieres!? ¿Qué te he hecho yo? ¿Quieres pelear? Bueno, ¡no te tengo miedo!, yo también sé dar unos golpes que te sorprenderían, mi papá estudia karate y me enseñó hartas maniobras, así es que, si yo fuera tú…, lo pensaría mejor. –¡¿Ah sí?! ¿Y desde cuándo que te enseñó karate tu papito? –dijo el chico y rio con burla. –¡Desde los tres años…! –contestó Carlota, comenzando una danza de box a su alrededor. –Bueno. Todos los papás enseñan de alguna forma, a mí el mío también me enseñó a los tres años y me dejó un ojo morado, sí, conozco esa forma de enseñar de los padres… la conozco muy bien. Carlota lo miró queriendo no entender lo que había escuchado. ¿El papá de Esteban lo golpeaba? No pudo más que bajar la guardia y sentir compasión por él, pero Esteban continuaba en su plano de matón. –¡Para que sepas, yo aprendí a pelear en la calle, en peleas de verdad! ¡Sé pelear kárate, lucha libre, box!…, lo que me pidan. –Bueno…, te felicito… ¡Podrías matarme entonces! –dijo Carlota. –Exactamente… –dijo Esteban, acercándose a ella, como león a punto de cazar a su cebra–. No necesito más peleas de práctica… necesito que… ¡tú!, como responsable de meter al colegio entero en este lío del baile, me ayudes en algo a… ¡mí! Carlota estaba perpleja; Esteban, el matón, pi-


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diendo ayuda. Era muy extraño… –Y te guste o no la idea, ¡lo harás! –dijo Esteban. –En eso estás equivocado, Esteban…, así nunca llegaremos a ser amigos –decía Carlota, mientras Paly miraba incrédula, casi oculta entre la tela verde. –¡¿Y quién dijo que quiero ser tu amigo?! No me hagas reír. ¡No me interesa ser tu amigo, ni de nadie! –dijo Esteban. –A mí menos… –respondió Carlota–, pero debes pedir las cosas como corresponde y, si en algo puedo ayudarte, lo haré. Paly miraba con admiración a su presidenta, que se estaba sacrificando por todo el colegio, cual elegida para ser lanzada por el volcán indígena en ritual pidiendo lluvia. Esteban la miraba con desconfianza; al parecer nadie era amable con él, entonces, no sabía como responder a esta nueva experiencia. –¿¡Quién te crees que eres ¡? –dijo Esteban, echando humo por la nariz. –Yo…, soy Carlota. Diciendo esto, le extendió la mano en señal de saludo de adultos responsables, como los de la oficina de su papá. Esteban miró la mano por lo menos treinta segundos y, en forma muy brusca, le extendió la suya. –Yo… soy Esteban –dijo el chico, moviendo tan fuerte la mano, que dejó a Carlota con dolor de hombros. –¡Esteban!, ¿qué necesitas?, ¡dímelo! –dijo Carlota. –Yo…, y te juro, que si lo comentas te va a pesar…Yo… no sé bailar. Quiero que me enseñes a bailar, así como le enseñabas a tu amiga. Paly miraba a Carlota, como si fuera un milagro inesperado. Se produjo un silencio, no breve,


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nadie sabía por dónde empezar. Ellos parados, uno frente al otro. Paly levantó la mano para hablar. –Dinos, Paly, pidió Carlota. –En mi celular tengo música; podemos iniciar la primera clase ahora mismo. Comenzó a sonar una canción lenta. Esteban y Carlota estaban muy nerviosos, pero ambos, sin despegarse los ojos de encima, asintieron con la cabeza. A Carlota se le ocurrió otra de sus brillantes ideas. –¡Esteban! –dijo Carlota–, en tus peleas… ¿cómo das el primer golpe? –¡Así! –dijo Esteban, pasando un puño casi rozando la mejilla de Carlota quien, luego de tragar saliva del susto, le pidió que repitiera la maniobra, pero lentamente. Esteban lo hizo, y cuando tenía el puño cerca de su cara, Carlota lo tomó, le abrió la mano y llevó las dos manos del chico hasta su cintura. Ella, puso ambas manos en los hombros de él, tomando cierta distancia. –Así empieza cualquier clase de baile. Yo he acompañado a mi mamá a sus clases de todo lo que se le ocurre, y cuando ha sido de baile, siempre empieza así. Esteban la miraba con el rostro de un niño pequeñito, que comienza a caminar. Carlota no podía creer que este era su primer baile con el sexo opuesto. –Sigue mis pies, pero no mires el suelo 1, 2, 3… 1, 2, 3… 1, 2, 3… esos son los pasos básicos, debes practicarlos antes de continuar con la segunda lección. Desde lejos se escuchó la voz de algunos estudiantes que se acercaban… Esteban soltó a Carlota, de un empujón, y salió corriendo del lugar. La chica se desplomó en el suelo, asustada y conmovida con lo que había sucedido.


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–Carlota, ¡eres muy buena profesora!, si no fuera así, este niño jamás te habría pedido que le enseñaras… ¡Nadie creería esta anécdota! ¡Sigamos con los trajes, nos queda solo un día! Para Carlota había sido algo más que una anécdota y quería hacer algunas meditaciones antes de volver a la rutina con su amiga. ¿Cómo las situaciones pueden tener tan distintos colores de un momento a otro?, se preguntaba Carlota. Era algo que ella estaba aprendiendo, porque veía una luz de cambio que le mostraba un nuevo compañero de curso… a un nuevo Esteban. Carlota sintió una fuerte necesidad de comenzar una especie de bitácora de vuelo con los proyectos: fracasos, amigos, enemigos, triunfos y derrotas de su nueva vida, pero, lo que más la motivaba, era la sensación de optimismo que dejó en ella la comunicación, casi en campo minado, que había tenido con ese niño, tan diferente a ella. ¿Por que las personas, somos tan diferentes, unas de otras?, se preguntaba constantemente, cuando recordaba a los personajes de aquel colegio. Todo era lo mismo, y al mismo tiempo… nada lo era... Ella vivía en una nueva casa, asistía a un nuevo colegio, su hermanito ya no era un bebé, sus padres, ya no estaban siempre, ya tomaba decisiones, como por ejemplo, qué alimentos comer al almuerzo, a quiénes escoger como sus amigos, qué ropa usar... Y ya tomaba riesgos, como la locura de hacer esos panfletos, o la valentía de enfrentar a Esteban. ¿Qué hace cambiar a las personas, si todos los recién nacidos se ven iguales?, se preguntaba. ¿Las cosas buenas que te ocurren?, ¿las cosas malas, que


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no quieres que te ocurran?, ¿las personas que aparecen y desaparecen de tu vida?, ¿las caídas, las levantadas, el miedo, el disfrute, el amor o el desamor?, se decía con frecuencia, aunque en realidad se siente aún muy niña para hablar de amor, de ese amor de las películas. Lo más cercano al amor, en ese momento era Esteban. Vivamos su contexto para tratar de entenderla: La familia de Carlota es muy bonita. Su mamá, una exbailarina de ballet, muy alta y bella de largos brazos y piernas es, además, muy gentil. Tiene el cabello oscuro y largo, le gusta la gimnasia y andar en bicicleta. Tiene muchos admiradores, por su belleza, puesto que la de ella no corresponde a la belleza típica de una mamá. Gloria, así se llama, es una gran mujer, pues aunque pasa gran parte del año en soledad, dedicada a sus hijos y sus clases de todo lo aeróbico que se le ponga por delante, sabe organizar armoniosamente su hogar con sus intereses personales y maternales. Su padre, un exmúsico rockero, a quien le gusta mucho viajar, por eso siempre consigue trabajos donde lo mandan a recorrer el mundo, es muy feliz y realizado, a pesar de que no ve mucho a sus hijos. Al parecer, esto no afecta su apego por el hogar, porque su gran amor es Gloria y, estar en comunicación con ella, lo mantiene cerca de la familia, aunque se encuentre al otro lado del mundo. Cada seis meses, se escucha la voz de Gloria diciendo su nombre: “¡Tito!”, cuando llega de sus viajes, y entra a la casa cargado de regalos para todos: juguetes, perfumes, chocolates, revistas de cómics para el hermanito y alguna revista de adolescentes para


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Carlota. Todos los tesoros bien guardados y presentados en las típicas bolsitas amarillas de “Duty Free”. A veces, Carlota se mira al espejo, y se encuentra tan parecida a su padre que se peina como él por un ratito: el cabello hacia el lado, un copete estilo Elvis Presley, y se pinta unas patillas… “igualita”, piensa, pero al final, se encuentra más bonita con su cola de caballo y su cara de niña. Falta el hermano de Carlota. Es menor que ella. Carlota siempre recuerda, que cuando fue a conocerlo a la clínica, se asombró mucho, porque era el primer recién nacido que veía de cerca. Era tan pequeñito, que su mano no lograba tomarle el dedo meñique. Era un pedacito de cielo, algodón de azúcar, helado de vainilla…, en fin, todo lo que ella relaciona con lo suave y dulce. Ahora, su hermano Daniel estaba más grande, ya tenía diez años, y se creía muy malo, pero en el

fondo, bien al fondo… ahí estaba todavía ese pedazo de nube celeste, que vino a completar esta familia. Bueno, bitácora familiar completa, tickeó Car-

lota en su libreta de anotaciones, que desde ese día bautizo como “Mi bitácora”. –¿Qué tanto escribes? –dijo Paly sentándose a su lado. –Descubrí que me gusta escribir, sobre las cosas, el mundo, las personas, el pasado, el futu… ¿Paly? ¿¡Paly!? En ese momento de discursos, se encontró con la cara de Paly y sus inmensos ojos abiertos como platos de sopa. –¿Qué pasa? –le dijo, mientras Paly levantaba la mano con el dedo índice apuntando algo que, al parecer, no era nada bueno.


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Carlota siguió la mira del dedo, y se encontró con Evelyn y su banda, con unos bates de béisbol en las manos. ¡Dolor de estómago, frío y calor, miedo, terror!, todo pasaba por sus emociones, agotamiento también, por esta especie de ”Roller Coster”, de la que quería bajar de una vez. –¿Así es que ahora eres profesora de baile? ¡Marciana, enana! El clan reía amenazante, mientras se acercaban y las rodeaban como tiburones a su presa. –¿Con cual empezamos?, da lo mismo, son iguales… fáciles de aplastar, como gusanos… –¡Gusanos marcianos! –dijo una y todas rieron por varios segundos. Carlota y Paly tenían el corazón en la boca. De pronto sonó un celular; todas se miraron extrañadas por el ruido fuera de contexto que venía del bolsillo del delantal de Evelyn. Evelyn contestó. –¿Aló?… sí, mamá… no, mamá… como tú quieras… no importa, yo vuelvo caminando…, ¿llegas mañana? Ah… bueno, yo veré dónde me puedo quedar… sí…, tengo dinero, no te preocupes… Adiós. Cortó. Las niñas habían escuchado la conversación, y todas se dieron cuenta, que fue algo que afectó el rostro de Evelyn. Las amigas de Evelyn habían bajado los bates de béisbol, ya no tenían fuerzas para pelear. –¿Qué les pasa? ¿Acaso vieron un fantasma? ¿Qué les pasa? ¡Tontas sentimentales! ¿Ya se acobardaron? ¿Por qué siempre todo lo tengo que hacer yo misma? Evelyn se acercó a las marcianas, con cara de búfalo del infierno, tomó todo el impulso y lanzó con fuerza un golpe. Carlota apretó los ojos para no ver,


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pero sintió el ruido del golpe, no el dolor, sí, el ruido del golpe…, pensó que ya había muerto, y que tenía el poder de los ángeles, de no sentir dolor. Abrió lentamente los ojos, esperando encontrarse en el cielo, pero no, ahí estaba aún, en el colegio, ¡qué alivio, no he muerto!, qué bueno por mi mamá… –pensó Carlota– … pero, ¿qué pasó? Una polvareda levantó el golpe que había dado Evelyn en el suelo, con tanta fuerza, que dejó una huella. Entre la nube de tierra sintió al lado de su oreja la voz de Evelyn. –¡Aléjate de él, o el próximo golpe será en tu cabeza! ¿Entendido? –dijo la jefa, haciendo una retirada, como tractor cargado con espinas de cactus. Lentamente, se alejó sin darle la espalda, hasta desaparecer. Carlota y Paly respiraban con dificultad; ambas rompieron en un llanto angustioso. Esa noche, Carlota no podía dormir, no llevó, como de costumbre, su radio a escondidas para escuchar música y relajarse; esta vez tenía la necesidad de pensar, meditar sobre lo ocurrido y así, hallar alguna solución. Resonaba en su cabeza una y otra vez, la conversación que Evelyn tuvo con su mamá por celular… “No importa, yo vuelvo caminando… ¿llegas mañana? Ah, bueno, yo veré dónde me puedo quedar… sí…, tengo dinero”. Al parecer, Evelyn andaba a esa hora de la noche, en la casa de alguien que la hubiera querido recibir, y con ese carácter, no debe ser tarea fácil encontrar alguien que te quiera…, pensaba Carlota con preocupación.


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Su mamá no está para cuidarla, por eso ella es así, ¿debo temerle o debo sentir pena? No lo sé, se decía. Sus ojos comenzaban a cerrarse de cansancio, pero su cabeza seguía repitiendo el episodio “Aléjate de él… aléjate de él…”. Carlota saltó en la cama de miedo, y no pudo seguir acostada. Se fue a la pieza del computador, y empezó a navegar en busca de información, que le ayudara a calmar sus preocupaciones. Entró a la página del colegio, y encontró el anuario escolar del año anterior, buscó la foto de Evelyn y sus amigas hasta que las encontró: allí estaban, tan grandes y rubias como siempre, solo que un poco menores. Evelyn Aguirre: hija menor de una familia de cinco hermanos. No era una gran información, pero en su mente de guionista, Carlota descifró, a su manera, la situación. Evelyn, es la hija menor de una familia de cinco hermanos, sus padres, deben estar aburridos con tanto hijo, o tal vez, no tienen tiempo para ella, trabajan mucho, o están separados… ¡Ahí se detuvo!… eso era… su intuición se lo decía: sus padres estaban separados, y su madre reconquistó la irresponsabilidad de la soltería, pensó Carlota. Y ella, Evelyn, al ser la menor, ha tenido menos protección, y sus papás ya no están para regalonearla con tiempo de calidad, como dice mi mamá ‒reflexionó Carlota. Pero, ¿¡qué culpa tengo yo!?, pensó sin empatía. Esteban… Esteban… ¡ese es el problema que ella ve en mí! No quiere perderlo y piensa que yo soy un obstáculo… pero ¿yo? ¿Por qué? Ah…, sí, porque Esteban dijo que yo era bonita… aunque fue por molestar, creo, aun así… fue el primer piropo de mi vida… bueno, pero estamos en otra cosa, discurría Carlota.


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Un bostezo, y la sombra de su mamá en pijamas, le hicieron parar de inmediato la investigación. –¡¡Qué haces a esta hora en el computador, Carlota!! –dijo su mamá enojada. Carlota la miró y se sintió tan agradecida que corrió a abrazarla… –¡Nada, mamá!, discúlpame, me acuesto ahora mismo… ¡Te amo…, gracias! ¡Estás cada día más joven! Ya no sabía qué decir para agradarla, su mamá se rio y le dio un beso en la cabeza despeinada… –Duérmete rápido, hija, para que duermas más… –era un dicho familiar que en ese minuto sonaba tan tierno como la sonrisa de su madre. Carlota se quedó dormida, pensando en la fortuna de algunos y la tristeza de otros… ¿Será cíclico?... ¿A todos nos tocará la tristeza en algún momento? ¡No importa!, hoy disfruto mi fortuna… ¡Gracias! …y buenas noches.


CAPÍTULO VIII La vie en rose Después de un exquisito sueño reparador de casi nueve horas, como solo los niños saben dormir, Carlota despertó muy contenta y con ganas de demostrarle al mundo su felicidad. Empezó por la ducha tibia que la energizó, luego, cuando percibió el aroma de las ricas tostadas de su mamá, que anunciaba el incomparable té con leche, que, humeante, la esperaba en la mesa de la cocina, sintió que en su vida todo era perfecto. Su mamá estaba linda, tenía una clase de reiki y había preparado el desayuno cantando; su hermano, “el malo” de la casa, estaba fragante y sonriente, pues tenía una invitación a un cumpleaños desayuno, anómalo, pero moderno, y ella, Carlota, sentía que podía sostener el peso del mundo en sus hombros, a sus doce años. –¡Qué linda es tu sonrisa, Carlota! se diría que dormiste con los angelitos –dijo su madre. –Sí, lo sé, dormí increíble y hoy me siento de maravillas. Tengo tantos proyectos, mamá, y la energía para llevarlos a cabo, que es lo más necesario – dijo Carlota con alegría. –¡Es que Carlota está pololeando! –dijo su hermanito riendo. –Ni siquiera tus bromas pesadas podrán dañar mi ánimo, ¡oíste, hermanito! Hoy, soy la superhéroe del ánimo.


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–¡Ay, las endorfinas! –acotaba la mamá, mientras cantaba y bailaba con la bandeja de tostadas. Los hijos la miraron y se rieron mucho, contagiados por todo ese buen humor y sentimiento, que la hacía cantar en francés, una canción bonita, pero chistosa, donde las palabras parecían hechas de gárgaras de miel con limón, de esas que dan las abuelitas cuando los nietos tienen flema. –Ay, las endorfinas ponen la vie en rose… y más ggggggrrrr!!! –decía la mamá. –¡Ay, las adolfinas! –decía el hermanito. –¡No! las edelfinas –decía Carlota, mientras su mamá sonreía por las equivocaciones. –No, hijitos, escuchen bien, dije las ¡endorfinas!, que son unas neuronas de nuestro cerebro que se liberan cuando hacemos ejercicio, comemos bien, dormimos bien y somos felices…estas endorfinas nos hacen aun más felices, así es que hoy, en que todos nos sentimos bien, ¡vamos a extender la buena racha

el resto del día!, ¿ok?

–Tú, al colegio, tú, a tu desayuno cumpleaños y yo, al gimnasio, para continuar con el buen ánimo. Los tres subieron al auto, la mamá siguió cantando esa canción muy antigua, de la época de su abuelita, La vie en rose, en francés. –Mamá ¿Por qué cantas esa canción? –preguntaron los niños. –Por la letra –dijo la mamá y continuó informando–: habla de los momentos bonitos de la vida, que te hacen ver el mundo color de rosa, momentos de amor. Canta una señora muy antigua, francesa, su nombre es Edith Piaf. –Piaff! Piaf!! –replicó el hermanito–. Piaf!! Piaf!! – decía y todos reían y, sentían que el ánimo era soñado.


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–Estas canciones son de amor –acotó la mamá. –¡Pero, mamá!, ¿qué sabemos nosotros de amor? –dijo Carlota. –¡Tú sí sabes!, estás pololeando –dijo el hermanito. Carlota lo miró sin darle importancia. –Segunda vez que tu hermano dice que estás pololeando… ¿Es verdad, hija? –No, mamá, es solamente un compañero que me molesta, eso es todo, ¡no es amor! –Hijos…, la amistad también es amor… Por ejemplo tú… Tú no te enojaste con tu hermanito, ¿te das cuenta? –¿De qué me tendría que dar cuenta, mami? –¡Del amor! ¡Vive l’amour!… Hijos escuchen esto…: el amor está en todos lados, en tu despertar tan lindo, en estar con ánimo para empezar el día, en que no estás peleando con tu hermanito… eso es amor. Carlota pensó que su mamá era una loca idealista, pero tenía razón, esa sensación de paz, era tan agradable, que nunca quería salir de ahí. Ella amaba su casa, su desayuno, a su mamá, y se dio cuenta de que también amaba a su hermanito. Lo miró y le dio un abrazo. –¡Ven para acá, niñito cochinito…, te quiero! –dijo y le dio un beso en su mejilla, con un apretón. El hermano menor se la sacaba de encima, como si se tratara de una araña gigante, y, dando gritos, reía entre las cosquillas de Carlota, secándose los besos con la manga del chaleco, una reacción que hizo reír a carcajadas a los tres en ese auto. –¡Adiós, que tengan lindo día! –decía Carlota, mientras veía alejarse el auto de la mamá. Dio la vuelta y entró tarareando la canción La vie en rose decidida a estirar su felicidad al máximo.


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–¿¡Dónde crees que vas, marcianita!? Sonó en su cabeza la voz de Evelyn, volviendo el color rosado, al frío y realista color azul, de las ocho de la mañana. Carlota la miró con seriedad, pero, al mismo tiempo recordó su trabajo de investigación, donde, con sus dotes de psicoanalista, había llegado a la conclusión de que Evelyn era una niña a quien no había que temer, sino comprender. –¿¡Qué pasa!?, ¿te comió la lengua algún Alien? –No, Evelyn… nada de eso, solo es… que no tengo ganas de discutir contigo, ni con nadie… hoy es un día color de rosa… –dijo Carlota, mientras metía la mano en el bolsillo de su delantal–. Toma, te regalo un dulce para el recreo. Evelyn lo tomó, lo miró y lo lanzó fuerte contra el suelo, rompiendo el caramelo en mil pedazos. Carlota metió su mano al bolsillo, sacó otro y se lo ofreció: –Toma, ¡pruébalo!, es de manzana… si no lo quieres, dáselo a una de tus amigas. ¡Adiós!, –dijo Carlota, mientras se alejaba tranquilamente hacia la sala. Las amigas de Evelyn se lanzaron por el dulce, pero esta levantó el brazo, para que no lo alcanzaran, mientras en su interior sentía cómo se desarmaba su berrinche. Con el minuto que perdió con la jefa de la mafia, Carlota llegó atrasada a la sala, pero, como estaba pasando un trance pacífico, no le importó, y entró cantando, casi flotando, sin darse cuenta que la profesora la esperaba. –Buenos días, señorita Carlota, la estábamos esperando para comenzar la clase. –¡Oh qué amables, muchas gracias!, –dijo inocente Carlota. Los niños rieron, esperando el reto o la anota-


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ción de la profesora, pero no sucedió así, la energía que emanaba de la niña era tan fuerte, que a su paso dejaba un halo de paz, que contagiaba al resto. Las risas callaron, la profesora tomó una tiza y empezó su trabajo de la mañana. Carlota miraba por la ventana, y se complacía al notar que los colores del día estaban más intensos, los pajaritos cantaban más fuerte, los suspiros se le escapaban; era amor, puro amor por la vida. Estaba tan tranquila, que se paró y caminó hacia el fondo del bus con una firme intención: hablar con Esteban. Todos seguían su paso, incluso la profesora. Carlota se detuvo al lado del asiento de Esteban y le dijo: –Esteban, te espero hoy, después de la clase de lenguaje, en el primer recreo. Y guiñándole el ojo a modo de complicidad, volvió a su puesto. Esteban miraba a sus compañeros que estaban con una expresión diferente, se podría decir que casi desilusionados del proceder del matón del colegio, quien por primera vez, no se sintió con la fuerza para reprimirlos y, molesto, bajó la mirada. Llegó el momento. Ahí estaban Carlota y Paly, en el recreo de las diez, esperando a Esteban. Paly buscaba la música en el celular, mientras Carlota repasaba su primera lección de baile. Apareció Esteban furioso, como caballo de carreras, le salía humo por la nariz, agitado y muy rojo. –¿¡Por qué tuviste que acercarte a mí!? ¡Yo sabía que no podía confiar en ustedes! Carlota lo miró y le tomó las manos. –Tranquilo… para bailar debes estar relajado y en calma… Repite después de mí…


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–¡Pero!, ¿¡acaso no me escuchas!? ¡Me dejaste en ridículo! Carlota no soltó las manos de Esteban. –¿Recuerdas la primera lección? 1, 2, 3… 1, 2, 3… –¡Escúchame! –¡No!, escúchame tú, el baile es mañana, si no te preparo con un curso intensivo, no podrás bailar. Concéntrate en lo que quieres hacer, en tus metas, no en lo que piensen los demás –dijo Carlota convencida. –1, 2, 3… 1, 2, 3… Es tu opción, yo me comprometí a ayudarte, y eso haré, –dijo Carlota–. Ahora solo falta, que te comprometas tú… 1, 2, 3… 1, 2, 3… Como después de un pase mágico, Esteban se rindió, pues se dio cuenta de que Carlota tenía razón, era una ayuda desinteresada, que él no iba a desaprovechar. Le tomó firme la mano y empezó la lección numero 2 y 3 y 4, porque ese día, Esteban aprendió a bailar, se relajó y rio sanamente junto a las dos niñas y, aunque escondidos del resto del colegio, se sentían libres y muy contentos. Ya no había miedos ni presión, ya no había promesas de golpes ni miradas amenazantes. No, en ese momento solo existió la paz suficiente para comenzar a ser amigos. –¡Gracias, niña tonta! –dijo Esteban, y ambos rieron. Paly levantó la mano. –Dinos, Paly, qué sucede, –preguntó Carlota. –Ahora solo falta encontrar la compañera de baile para Esteban. Carlota y Esteban se miraron y abrieron los ojos, redondos y grandes como dos lunas llenas. –¡Tengo una gran idea! –dijo Carlota–. ¡Tú solo espera!, pues ya tengo todo solucionado. Sonó la campana que señalaba el fin del último


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recreo y la entrada a los buses. Los tres corrieron antes de ser descubiertos en su escondite. En clase de música, la profesora hacía un anuncio: –Niños, les tengo una gran sorpresa. La próxima semana, los llevaré a disfrutar de un concierto de piano, fuera de la ciudad, en un lugar paradisíaco, llamado “La Escuela del Futuro”. Ahí conocerán las bondades de la práctica musical, y tendrán el privilegio de escuchar a un niño prodigio que hará su concierto para colegios como este, con niños como ustedes que, lamentablemente, están bastante alejados de las artes. Lo dicho por la profesora dejó a los niños con una sensación amarga. La gran noticia no había sido tal, porque con esa clase de comentarios, ella había puesto al curso entero en predisposición negativa ante el concierto, ante el colegio ejemplar, y, más aún, ante un niño considerado prodigio. Debe ser un estirado, debe ser un aburrido, debe ser un niño que no querría ser nuestro amigo… –comentaban molestos los niños entre sí. Muchos prejuicios causó el comentario irresponsable e insensible de la profesora que, en ese momento, había mostrado toda su frustración, pues le dolía no haber llegado a ser considerada buena cantante lírica, razón por la que no había sido integrada al coro del Teatro Municipal. Nunca se conformó con ser profesora de un colegio municipal. –Bueno… veo que no les entusiasmó mucho la sorpresa…, me lo esperaba. Pero, les advierto que esto corresponde a una actividad curricular, por lo tanto, como tendrán una prueba con nota a fin de semestre, les aconsejo que no falten. Será por su propio beneficio. La profesora tomó una carpeta y aparecieron


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unas cuantas fotos, tipo póster, las que afirmó con grapas en la pizarra. Tomó sus cosas y, despidiéndose en forma breve, salió del bus. Los niños se acercaron para ver la foto. Para pesadumbre de los hombres, y beneficio de las mujeres, la foto reflejaba a un niño de quince años, sentado al piano. Era alto y tenía el pelo largo, no como les obligaban a llevarlo en el colegio de buses. Tenía puesto un terno moderno, y su rostro era limpio y delicado, sus manos muy cuidadas y su cabello brillaba… Un suspiro salió del corazón de las niñas, mientras que los niños lo miraron con desprecio y comenzaron a burlarse del supuesto afeminado pianista. ¡Seguro que tiene una limusina con chofer!… ¡Y almuerza caviar!… ¡Y jamás jugaría futbol!… ¡Ay, no!, se estropearía la manicure, comentaban los muchachos con franco y descalificador antagonismo. Rieron por mucho rato. Mientras los chicos se divertían mostrando su inseguridad, Carlota tomó la foto del pianista, y, al verla, encontró que sería un sueño inalcanzable alguna vez conocer y ver de cerca a un niño tan bello por fuera. Pero, ¿será lindo por dentro?, se preguntó al instante. No pudo evitar, darse cuenta de que sus compañeras tenían razón: quizá era un niño presuntuoso. Reservadamente, Carlota guardó la foto para analizarla después, con calma, ya que había descubierto la razón de su desinterés en el sexo opuesto y ahora se veía destinada a la soledad, porque había elegido el amor de un príncipe, como el de los cuentos, y que, además, era pianista de un colegio de otro mundo. Simplemente ese chico no era para ella. Camino a casa, pensaba en cómo sería un futuro sin amor. De pronto escuchó a alguien correr para


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alcanzarla. Era Esteban que, como un niño renacido, se acercaba a ella con entusiasmo. –¿Por qué vas tan triste, Carlota? –¿Triste? Para nada… solo voy pensativa, es uno de mis pasatiempos. –¿Cuál? –preguntó Esteban sin entender. –¡Pensar! –respondió Carlota, mirando a la cara a su nuevo amigo, quien demostraba que no entendía una palabra, nada; tal parecía que le estaban hablando en arameo. –No importa –dijo Carlota–, concentrémonos en tu problema, ¡que sería el problema número dos que te ayudo a solucionar! –ambos rieron. –¿Por qué tengo que ir con pareja al baile? –preguntó Esteban. –No lo sé, siempre es así en las películas. Debe ser una formalidad, o algún trámite que trae la adolescencia; siempre están pensando en las parejas. –¿Y tú?..., ¿no piensas en eso? –preguntó Esteban. –¡No! en realidad… no –confesó Carlota, mientras pensaba en aquel mítico pianista adolescente. –¿Has pensado en la alternativa de ser una marciana de verdad? –le preguntó Esteban riendo. –¿La verdad?… ¡Sí!… Evelyn tiene algo de razón… Soy un poco diferente. Al nombrar a Evelyn, cambió el ambiente; todo se volvió silencio y tensión. Carlota se dio cuenta, y miraba a su amigo con curiosidad. Esteban apagó la risa y se puso muy serio y pensativo. Caminaron así por un par de minutos. –¡Ya lo descubrí! –dijo Carlota riendo. –¿¡Qué cosa descubriste!? –preguntó Esteban intrigado. –¡Estás enamorado! –dijo, y reía por el descubrimiento–. ¡No lo puedes negar!


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Esteban paró de caminar y miró a Carlota disfrutar del descubrimiento, como si fuera una dulce venganza de los malos ratos que él le hizo pasar. –¡Ya! ¡Para!, no es divertido. –¡Sí, sí lo es! –continuaba Carlota. Pero, al mirar a su amigo, sintió que lo estaba hiriendo, y decidió proteger a este nuevo ser que comenzaba a mirarla con desilusión. Carlota reaccionó. –Pero, ¡espera Esteban! Lo divertido no eres tú, sino que debo decirte que Evelyn también ¡está enamorada de ti! –No te burles, ¿cómo podrías saber eso tú? – preguntó Esteban, esperanzado. –Porque ella me odia; yo no lo entendía, hasta que me di cuenta de que ella estaba asustada pensando que yo le quitaría tu exclusividad –dijo Carlota. Esteban volvió a poner cara de pregunta. –¡Esteban, créeme! Evelyn será tu compañera de baile mañana, ¡confía en mí! Una vez más sellaban un compromiso de amistad con un apretón de manos, como los adultos. En la esquina, cada uno tomó su rumbo, caminando en ese atardecer sin mirar atrás. Al otro día, empezando la clase, Carlota se aseguró de ser la primera en subir a su sala y, apurando el paso, llegó hasta el fondo del bus. Enseguida puso un papel en el puesto de Esteban y otro en el asiento de Evelyn. –¿Qué haces? –dijo intrigada Paly. –¡Aplico mis técnicas de superhéroe, y doy solución a tres problemas con una sola estrategia –refirió Carlota. –¿Cuál estrategia? –preguntó Paly, mientras veía la sonrisa de picardía en el rostro de Carlota, quien contestó:


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–“El amor”. Poco a poco, el bus-sala comenzó a llenarse de niños. Cada uno ocupó su lugar de siempre, incluso Esteban y Evelyn. Pasaba y pasaba el rato y no había señales de la lectura de los papelitos. La actitud de ambos chicos llegó al punto de poner ansiosa a Carlota, pues ella no veía ninguna reacción de los implicados en el complot romántico. Las dos horas de la primera jornada pasaron y nada, Carlota no advertía ningún atisbo de haber concretado su plan. En el instante en que ella y Paly salían al recreo, pasó Evelyn por su lado, procurándole el empujón diario, que casi la bota. Era más que claro: su plan no se había concretado, algo había fallado. Carlota miró al fondo del bus, y ahí estaba Esteban, quien le hacía señas, a lo mimo de parque con cara blanca, preguntándole: ¿cuál había sido su proyecto de ayuda? Otra revelación: ¡ninguno de los dos había encontrado el papel! Cuando el bus estuvo vacío, Carlota se lanzó al suelo, mirando debajo de los asientos, hasta que encontró el papel de Esteban. –¡Toma, esto es para ti!… léelo ahora mismo –le dijo apenas estuvo otra vez junto a él. Mientras Esteban leía su cartita, Carlota divisó a Evelyn, que caminaba con sus amigas por el patio del colegio con el papel de hoja de cuaderno o con la misiva de amor, pensó ella, pegado a la falda. Carlota partió rápidamente ante la mirada atónita de Paly, quien la veía correr a las fauces del monstruo. –¡No, Carlota, no vayas! Espera… –gritó Paly, sin ser escuchada.


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Carlota corría a enfrentar a su enemiga y pensaba en la forma como diría a Evelyn lo de la carta. Paró en seco, como frenada de motocicleta cuando levantan polvo, y al analizar la situación, se le ocurrió otra gran idea, de la que no tenía claridad sobre sus consecuencias. Pero, entre hacer algo o quedarse con las manos cruzadas, prefirió correr el riesgo. Del bolsillo, sacó un montón de hojas de cuaderno y las arrugó formando una pelota. Con decisión, tomó la bola y la lanzó con fuerza, directo a la cabeza de Evelyn y, para su sorpresa, ¡dio en el blanco! Se pudo escuchar a kilómetros el “UUUH” del colegio entero, y, después, el silencio de los alumnos que seguían esta secuencia, tipo drama de reality show. Pronto los alumnos se entusiasmaron y comenzaron a apoyar la pelea… ¡Pelea, pelea, pelea! gritaban, esperando ver el final de esta historia, con un damnificado al menos, no importaba cuál. Lo cruel de los niños, era que no les importaban los daños, mientras hubiera pelea y un perdedor a quien abuchear, cual Circo Romano sin sentimientos, ética ni moral alguna. Evelyn miró desde lejos a Carlota, que, en solitario, se paraba a desafiarla como una vaca loca, de esas que atacan con los ojos abiertos, porque las vacas no cierran los ojos para embestir, son inteligentes y eligen mirar a su punto de cornada. Evelyn corrió a unos sesenta kilómetros por hora para agredir a Carlota. Cuando estuvo cerca, la tomó del pecho levantándola en el aire, arrasando con chaleco y delantal a cuadritos hasta hacerla chocar contra la muralla. Carlota aguantó valiente el golpe que la dejó


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sin aire, porque ella tenía un objetivo que le daba fuerzas, para llegar con todo esto a buen final. Con voz ahogada por el apretón, Carlota pronunció algunas palabras: –Mira en tu falda…, busca atrás de tu falda. Evelyn la miraba como volviendo en sí, en tanto, Carlota insistía haciendo señas. Con voz ahogada le repetía: –Busca detrás de tu falda… Evelyn soltó a Carlota, quien cayó al suelo, medio ahogada pero preocupada de cumplir su cometido. Evelyn se tocó la falda y ahí estaba la cartita. Torpemente la abrió y leyó: “Evelyn, sé que somos amigos desde hace años, pero sería un gran honor que aceptaras ser… mi pareja de baile. Si tu respuesta es sí, te espero al lado de la casa del perro. Esteban” Mientras Evelyn leía y releía la carta sin poder creerlo, Carlota se paraba del suelo, afirmada en la muralla que le ayudaba a sostenerse. Evelyn esbozó una tímida sonrisa y, conteniendo la emoción, le dijo… –Pero, ¿por qué tú?, te prometo que si esto es una broma ¡me las vas a pag…! –¡No es una broma! Es verdad –se escuchó decir a Esteban. Esteban se acercó a las dos niñas y extendió su mano derecha a Carlota. Ella la tomó y, por tercera vez, estrecharon los lazos formales de una relación de amigos. –Gracias, Carlota –dijo Esteban–. Ahora podemos continuar solos. Evelyn y Esteban se sonrieron mutuamente y,


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juntos, caminaron en silencio, cruzando el patio y resistiendo todas las miradas de alumnos y profesores, quienes sentían que la era del caos y el miedo había terminado, y nada menos que combatiéndola con lo que nunca habían utilizado ni imaginaron: el amor. Cuando cruzaron el patio entero hasta perderse rumbo a la casa del perro, todo el colegio saltó de alegría, mezclando gritos de felicidad con un poco de inmadurez, ante la inesperada sensación de “nuevos novios” en el curso. Paly corrió hasta su amiga. –¡Carlota, me asustaste! ¿¡Por qué no me contaste lo que tenías planeado!? –¡No lo sé!, tal vez, porque ni yo sabía que resultaría –respondió Carlota sonriendo. Ambas se abrazaron felices, ya no tendrían la sombra del niño molestoso sobre ellas y tampoco la de la niña de las golpizas; ahora se sentían libres de transitar por el patio sin esconderse de nada. Se miraron y recordaron que ya se les venía casi encima ¡la fiesta marciana! Esa tarde todos los alumnos se entretuvieron mucho decorando el patio; algunos hicieron unos platillos voladores de cartón, que colgaban de los árboles; otros ponían las guirnaldas del árbol de pascua en las fachadas de los buses, para que parecieran naves intergalácticas; los más grandes pintaban las caritas de los de primero, segundo y tercero básico – los del bus A–, para que parecieran mini alienígenas;, mientras que otros ya estaban con su disfraz listo, esperando que se diera comienzo a la fiesta. En tanto, Esteban y Evelyn ensayaban el 1, 2, 3… 1, 2, 3… –¡Listo, Carlota!, estos trajes quedaron geniales, ¿cómo me veo? –dijo Paly.


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Carlota, con la cara entera verde, se dio vuelta y la vio, con unas antenas pegadas entre su pelo. –¡Te ves genial, Paly!, solo falta tu cara verde. –¡Oh, no!… yo seré una marciana rosada, para variar; además el verde ¡no me favorece! Las amigas rieron mucho al verse vestidas de marcianas, era muy bonito haber ocupado un sobrenombre, para buscar un motivo de entretención colectiva. Todos felices empezaron a escuchar la música. La directora que hacía de DJ, decía por micrófono: –Y esta es la canción del momento: Staying alive de la película Fiebre de Sábado por la noche. Paly preguntó: –¿¡Cuál canción!? Carlota se rio y le dijo: –No importa, mientras tenga ritmo. Eso es lo que vale, ¡poder bailar! –¡Sí! ¡Me gusta, me gusta!... –dijo Paly, y comenzó a bailar sola, muy divertida. La directora DJ insistía en la animación del evento: –Y está la cancha lista y dispuesta, para los primeros valientes de la noche, ¡quienes serán, quienes serán…! Se veía una fila de sillas a cada lado de la cancha, como límite fronterizo. En una estaban sentados los hombres, y en otra estaban las mujeres. Ambos grupos permanecían en sus puestos sin dar los primeros pasos, y todos se veían muy tímidos, casi sin habla. Los más grandes, y los más gorditos, aprovechaban para llenar sus platos con todas las golosinas que habían sido traídas por ellos mismos, con el esfuerzo y la cooperación de sus mamás. Todos miraban la decoración con orgullo, y co-


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mían la colación compartida, que estaba repartida en mini platitos de cartón en una mesa larga, con mantel de plástico que volaba con el aire tibio de esa noche de otoño. De pronto, se escucho un “OOOH”. Carlota miró, no lo podía creer… era Esteban que llevaba a Evelyn de la mano hacia el centro de la pista. Las ampolletas del pasillo se convirtieron en un foco seguidor de teatro, las luces de guirnaldas se convirtieron en estrellas, y los marcianos chicos eran ángeles que cantaban una romántica canción para la bella pareja, que bailaba sobre una nube celeste… –¡Despierta, Carlota!, ¿¡dónde estás!? –dijo Paly–. ¡Mira lo que está pasando! Todo el colegio disfrutaba el baile de la primera pareja al centro de la cancha: era la inspectora Sincera y el portero Súper Diente, que en forma impecable, demostraban su talento como bailarines onda disco, porque era de su época de juventud, entonces, no tenía secretos para ellos. Todo el colegio aplaudía y gritaba entusiasmado. Poco a poco, los demás empezaron a salir a bailar, hasta que la cancha estuvo repleta, y todos los niños de diferentes tamaños, colores, credos y edades, compartieron una noche inolvidable, la primera fiesta en los buses. Cerca de las once de la noche, cuando se acercaba el término de la celebración, los niños aún seguían disfrutando como si recién hubiese comenzado. La directora, los profesores y la inspectora Sincera acordaron alargar la jornada hasta la medianoche, pues veían que los papás que estaban ahí, para recoger a sus hijos, también podrían disfrutar un momento de diversión.


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La inspectora dijo: –Aprovecho la ocasión para felicitar a todo el profesorado y alumnos por esta fantástica idea y por su colaboración. Mientras la inspectora hablaba, todos aplaudían. –Antes de retirarnos un último aviso –continuó diciendo la inspectora–: Desde el próximo lunes, comenzaremos una recolección de diarios y revistas, para ser llevadas a reciclaje… pero, eso no es todo. El bus que junte más diarios y revistas a fin de año, será merecedor de coronar a su bus-aula como el “Rey del colegio”. Todos los niños se alegraron mucho, y los varones desordenados elegían diferentes excusas para faltar a clases, en favor del reciclaje. Esteban, en cambio, ya había hecho su elección y no pensaba faltar a clases, pues quería estar con Evelyn, su amiga de siempre, con quien tomaba helados de chocolate. Se les veía sentados como dos tórtolos, conversando felices y tranquilos. Carlota los miró desde lejos. Esteban se dio cuenta y sin que Evelyn se inquietara, le lanzó un beso por el aire. Un guiño de ojos, entre los dos, selló esa amistad para siempre en el recuerdo de Carlota. En su memoria quedarían una noche de otoño, un puñado de niños, un grupo de adultos reunidos en el extraño colegio, donde los marcianos eran los invitados de honor y el motivo de unión en esta mini galaxia.



CAPÍTULO IX El concierto de piano Llegó la clase de música, dirigida por la profesora Clara Silva, quien era una aficionada a la música clásica y quería que su curso también lo fuera. –Bueno, niños, tomen sus mochilas que ya debemos partir –anunció la profesora entusiasmada–. Un bus nos espera a la salida del colegio, para llevarnos a esa hermosa comunidad educativa, llamada “La Escuela del Futuro”. No podrán creer la realidad de ese establecimiento, su construcción, la calidad de los alumnos que a ella asisten, y, por supuesto, al final del recorrido, disfrutaremos de un concierto de Debussy, a cargo del niño prodigio Alan Braunshtefein. Los niños no entendieron el nombre. ¿Alan? ¿Broshtivai?… ¿Prushmedin?… ¿Frankenstein?… –decían y reían con ganas. –¡Ay!, cómo se nota la diferencia de clase… –insistía en decir la profesora, quien, al parecer no se daba cuenta de que todos sus comentarios eran una pésima influencia para la autoestima de los niños del colegio, el cual, por ser un colegio de buses, no tenía nombre y ni siquiera un número. Al salir del colegio, todos montados en el bus, pasaron por su barrio. Las casas, los almacenes, los kioscos de frutas y verduras o los que venden el diario: todo les era muy familiar.


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Mientras el bus avanzaba, el paisaje comenzaba a cambiar: eran otras casas, ya no había puestos de verduras, los colores eran más claros y todo se veía limpio. Siguió avanzando el paisaje, y los niños se adentraban a un mundo nuevo: grandes rascacielos, puentes metálicos, autos último modelo, la gente, los niños, las mascotas, el aroma. Todo era diferente, en cierta forma más bonito, pero también frío y distante; percibían una energía distinta que los llegaba a incomodar. Cerraron las cortinas y se pusieron a jugar cartas en el suelo, al medio del bus. Carlota iba anotando todo en su bitácora de viaje. A la llegada, los recibió un inspector muy amable que les abrió las puertas del colegio. Estas eran tan altas y gruesas como las puertas del Jurasic Park, pero de metal. Cuando los niños lentamente ingresaron, se encontraron con un terreno enorme. Pasto de un color verde muy verde, que jamás habían visto, una fuente de agua al centro, que incluso tenía peces rojos, bancas de parque con fierro forjado, donde los niños leían, estudiaban o conversaban, en sus impecables uniformes. Al fondo había una inmensa jaula para canarios amarillos y catas celestes y rosadas, que daban el marco musical a aquella visión de cielo. Los niños de la escuela de buses iban apiñados y con la boca abierta, mirando todo aquel paraíso que nunca imaginaron antes, ni en fotografías. –¡Bienvenidos a la Escuela del Futuro!, estamos muy contentos de verlos y atenderlos. Pueden pasear por el prado, jugar en el gimnasio con todas las máquinas de ejercicio. Espero que hayan traído


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traje de baño, para que disfruten de la piscina temperada y luego, alrededor del medio día, los estaremos esperando en nuestro casino escolar numero tres, en el tercer piso del ala oriente. Allí les ofreceremos un rico almuerzo, que consta de tres platos, más postre. Espero que lo disfruten. Fue el entusiasta saludo de bienvenida, que les daba el director del colegio, y que auguraba una mañana feliz, quizás la más feliz de sus vidas… hasta ese momento. Mientras los niños de la “Escuela del Futuro” estaban en clases, los niños del “colegio de los buses” se sintieron libres, para correr, disfrutar y admirar todo el lugar con esas grandes estructuras, donde había estatuas, columnas, ventanales con mariposas traídas desde África. Era realmente mejor que un parque de diversiones. Carlota tomaba notas en su bitácora, para más adelante ver cómo haría para decorar los buses en ese estilo. Paly corría por el pasto verde, olvidada de sus deberes de secretaria. Lamentablemente, nadie les avisó que llevaran traje de baño, así es que no pudieron probar la relajación de la piscina temperada. Por otro lado, había tanto que ver, que no les importó; ellos disfrutaban el momento, como lo hace la gente simple, como tiene que ser. Se escuchó un timbre muy delicado y una voz que a la profesora Clara Silva le gustó mucho, pues parecía como de azafata de aeropuerto. –Niños, es la hora del almuerzo, la “Escuela del Futuro” se enorgullece en ofrecer una rica degustación de sabores, aromas y colores, traídos desde los más recónditos lugares de nuestro país, con el único objetivo de agasajarlos a ustedes, nuestros invitados.


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Los niños se frotaban las manos de ansiedad, porque algunos ya tenían hambre, pues habían salido de casa sin desayunar. Continuó la voz de locutora: –Primer plato: machas al ajillo, con crema o salsa mil islas. Segundo plato: medallón de filete, con champiñones rústicos, salteados en mantequilla, cubierto de flequillos de pimentón rojo, verde y amarillo. Tercer plato: un calzone relleno con espinaca, bañado en pesto, con camarones sobre tierna cama de rúcula fresca. Los niños estaban un poco extrañados, pues ellos esperaban comer algo rico y apetitoso, como hamburguesas con papas fritas o un hot dog o un churrasco por último, pero no, esos platos tan raros, que hasta calzones tenían para comer. La profesora de música los miraba avergonzada. Los niños trataban de disimular su decepción. Se volvió a escuchar la voz de la secretaria del almuerzo. –Y de postre… –los niños ahí pusieron cara feliz–, y como postre –continuó anunciando la voz–, tenemos, castañas en almíbar, o papayas cocidas con canela, tres estaciones. –¡¿Qué?! ¿¡Ni siquiera un postre rico!? Así no vale, ¡¡estafa!! –reclamaban los más osados. La profesora de música, no aguantó más la vergüenza y les dijo: –¡Bueno, bueno, ya está bien de malos modales!, dirijámonos al recinto del casino y ahí todos callados se comen los platos que, por primera y última vez, verán ante ustedes, ¡oyeron! –Bueno… –dijeron desganados los niños–, por lo menos nos comeremos el pan.


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Cuando entraron al casino, se encontraron con cuatro mesas cubiertas con un mantel rojo y una carpetita blanca encima; había un candelabro al centro de cada una de las mesas, y unos cubiertos que parecían de plata. Era todo tan bello que a los niños se les olvidó el berrinche de la comida extraña y se sentaron a disfrutar de la atención. Había cuatro garzones vestidos de negro, camisa blanca con humita y un paño blanco en el brazo; ellos repartían el pan, y lo tuvieron que hacer varias veces. Los niños estaban felices con su pan con mantequilla. Carlota recorría con su mirada todo el casino, tomando nota de los adornos que ahí había. De pronto, se abrió la puerta del lujoso casino y entró un adolescente alto, de pelo largo y brillante, vistiendo un terno moderno, que debía ser de una marca muy costosa. Caminaba con tanta elegancia que flotaba cuando cruzó el casino, casi en cámara lenta, cada tanto recogía el pelo color miel que caía en sus ojos, con sus blancas manos y dedos largos de pianista. –¡¡El pianista, el pianista!! –dijo Paly–. ¡¡¡El pianista!!! Todas las niñas dieron un suspiro muy sonoro. Carlota se quedó inmóvil… era el pianista, el niño prodigio, pero tan alto que ya parecía un hombre… no, ¡parecía un príncipe!, mucho más bello que en las fotos. Carlota estaba muda, lo único que podía hacer era seguir con la mirada a aquel inalcanzable muchacho que le hacía latir el corazón, aun cuando él estaba a muchos metros de distancia de ella. Alan, ese era el nombre del pianista, se acercó a un mesón y pidió un trozo de pastel y un jugo de naranja. Su voz era elegante, suave y varonil al mismo tiempo.


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–¡Perdóname, linda, pero este chico no tiene quince años, parece de dieciocho ! –dijo Paly. –¿Perdóname, linda? ¿A qué se debe esa forma de hablar? –preguntó Carlota. –Estoy jugando a que somos niñas elegantes también…, el estar aquí pone elegante hasta a niños como nosotros –dijo Paly sonriendo. –¡Oiga, mozo! ¡Tráiganos más pan con mantequilla, no nos gustó esta cuestión!, –dijo uno de sus compañeros, mientras jugaban a lanzarse migas de pan entre las mesas, y otros hacían peleas de espadachines con el pan grissini. Alan, el pianista, miró hacia el sector de las mesas de los inusuales invitados, atraído por el bullicio que de ahí venía. Carlota abrió los ojos de terror, y se metió rápidamente debajo de la mesa. Al bajar con descuido, arrastró el mantel y un par de platos cayeron al suelo. Carlota no podía creer que algo así le estuviera pasando. Debajo de la mesa, se sentía tonta y avergonzada, se tapaba la cara con ambas manos, dándose cuenta de la situación tan embarazosa en la que se encontraba y preguntándose por qué razón no podía enfrentar los hechos en forma más inteligente. No entendía por qué no podía mirar de frente su realidad. Carlota escuchaba las risas de sus compañeros, y los gritos de la profesora de música que aprovechaba de mostrar sus dotes líricas: –“¡Sileeeeeencio!” –les decía, en un “do” sobre agudo, tono de soprano, estilo “Carmen de Sevilla”. De pronto, el mantel rojo se empezó a levantar frente a ella… y ocurrió lo más inesperado en la vida de Carlota:


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Lentamente, apareció la cara del pianista, que la miraba justo a ella, porque no había nadie más debajo de la mesa, era a ella. Carlota no sabía si era un sueño o una pesadilla. –¿En qué te puedo ayudar? –preguntó Carlota. –Me parece que… esto es tuyo… rodó hasta mis pies –dijo Alan, entregándole el lápiz de la bitácora de apuntes de decoración. –Gracias… sí, es mío. Alan sonrió en forma leve, y se alejó del mantel rojo, hasta dejarla otra vez en soledad. Carlota metió su cabeza entre las rodillas, pensando en lo increíble de la situación y en la vergüenza que estaba pasando. Cuando Carlota salió de debajo de la mesa, lo buscó por todos lados, pero Alan ya no estaba. Miraba a sus compañeros, incluso a Paly, y los sentía tan ajenos a lo que ella pensaba, tan distantes a lo que ella estaba sintiendo que aumentó su sensación de soledad. Eran niños, disfrutando un paseo escolar… justamente lo que ella quería ser: ¡una niña disfrutando un paseo escolar!, sin ningún pianista que le hiciera latir el corazón… ¡no!… no quería, pero era inevitable lo que estaba sintiendo, una mezcla de incomodidad y curiosidad que la hacía sonrojar. Carlota volvió a su puesto y guardó la bitácora de decoración, pues ya no tenía ganas de seguir escribiendo. Los delicados platos quedaron servidos, pues a los niños no les pareció el mejor menú; lo único que disfrutaron fue el pan que decían que era pan francés, mientras se lo guardaban en bolsillos y mochilas y hacían planes para comerlo viendo el show. –Muy bien niños, ahora conocerán un auditórium de música clásica, espero sepan guardar la compostura –decía aterrada la profesora de música.


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Justo como aparecía en la tarjeta de invitación, el concierto empezó puntual a las dos de la tarde. El teatro estaba repleto con niños de enseñanza media y mucha gente adulta, quienes ocupaban los asientos desde la mitad hacia atrás de las butacas. Fue muy especial ver unos letreritos en las primeras cuatro filas del teatro, en los que se leía: “Reservado”. Todos los niños, como invitados de honor o de buena voluntad, tendrían los mejores puestos del espectáculo. Había que dar gracias por la condescendencia con esos humildes niños. –Muy bien –dijo la profesora–, ¡mantendremos las filas de la misma forma en que lo hacemos en nuestro colegio! ¡Formarse, por favor!, ¡tomar distancia! y ahora las más pequeñas adelante –señalando la fila donde estaban Carlota y Paly. Las niñas pasaron felices a la primera fila; Carlota estaba un poco apagada. –¡Nos tocó el mejor puesto, Carlota! –dijo Paly. Carlota asintió con un leve movimiento de cabeza. –¿Qué te pasa? –preguntó Paly. –¿Acaso no viste que el pianista nos vio hacer todo ese ridículo en el casino? –¡No! Yo solo vi que fue muy amable contigo y te devolvió el lápiz –dijo Paly, moviendo la cejas en forma pícara. –¡No seas desagradable, Paly. ¿Cómo se te ocurre que él…? –A mí no se me ocurre nada –interrumpió Paly–, solo digo… que es lindo –agregó y argumentó su punto de vista–: mi mami dice que cuando un adolescente es lindo, significa que cuando mayor será todo un actor de cine y, por supuesto, un rompecorazones que de alguna forma te enamorará, y luego te hará sufrir…


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Carlota miró impresionada a Paly. –¡Shiiiiit! –se escuchó desde atrás. Ambas niñas guardaron silencio. Se apagaron las luces, y el teatro quedó completamente a oscuras. Se encendió una luz que venía desde el techo, como un seguidor, y se pudo ver un piano muy elegante; la profesora dijo que se llamaba piano de cola. Era negro y se veía tan brillante que parecía como si le hubieran sacado lustre hacía solo dos minutos. En ese instante, cuando todo estuvo listo y dispuesto, se produjo un gran silencio. Hasta el frente del escenario, caminó el director de la “Escuela del Futuro” y dijo: –Señoras y señores, con ustedes Alan Braunshtefein. Se escuchó un gran aplauso, casi ovación, para aquel adolescente tan delgado y alto como nunca se había visto en los barrios de la escuela de buses. –¡Bravo! –se oyó, desde atrás, la voz de un adulto…, tal vez su padre, pensó Carlota. Alan caminó hasta el piano, y se sentó en un banquito negro sobre un cojín dorado tan elegante como él. El teatro estaba en completo silencio cuando comenzó a sonar la primera melodía: Claro de luna de Debussy, decía en el programa. Una melodía tan bella y romántica que era imposible abstraerse de ese ambiente, tan perfumado y diferente al que Carlota estaba acostumbrada. Era una mezcla de temor y ansiedad, porque sentía que había descubierto un mundo nuevo, un mundo al que ella no pertenecía, pero que le mostraba tantas posibilidades: crecer, ser mejor, estudiar, vivir tranquila, vivir feliz, sin miedo al futuro…, pero al que ella, en definitiva, no pertenecía.


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La pieza terminó, y el teatro aplaudió con tanto cariño y admiración por aquel adolescente, que aun sus rudos compañeros no tuvieron más remedio que ponerse de pie y ovacionar a aquella delgada figura, que con sus dedos sobre las teclas blancas y negras había tocado sus almas poco acostumbradas a las cosas bonitas. Tanto se emocionaron los chicos que hasta habían aflorado lágrimas en sus ojos. Alan, el pianista, se acercó a la orilla del escenario y agradeció en forma humilde. Al levantar la mirada, se encontró con los ojos de Carlota que estaba en primera fila. Alan se detuvo en ella, por un segundo, y sonrió levemente… Carlota quedó paralizada. Paly miraba la escena con la boca abierta. –Carlota, ¿viste lo que yo vi? –murmuraba Paly –Sí, pero calla, por favor… –rogaba Carlota. Ambas permanecieron hasta el último segundo en que Alan estuvo sobre el escenario y, admiraron la forma elegante como caminó hacia un lado de la cortina roja hasta desaparecer… para siempre. Carlota y Paly se quedaron sentadas en aquellas butacas hasta que en el teatro se prendieron las luces por completo. Las dos sabían, que estaban viviendo una experiencia nueva e irrepetible, en todo sentido. Era claro que el mundo estaba repleto de cosas lindas que llenan la espiritualidad de todas las personas, sin importar su origen. El punto está, se dijo Carlota, en que depende de cada uno alcanzarlas. Carlota y los niños del curso no supieron cómo pasó tan rápido ese día, lleno de actividades y tan entretenido. Se dieron cuenta de que la vida va mucho más allá del tierno cobijo de los cuatro buses. Y como lo sintieron transitorio, quedaron inspirados para


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ser mejores, estudiar más; trabajar más, en el caso de otros, pero, sobre todo, sintieron que deseaban ser todo lo mejor que cada uno podría llegar a ser. El camino de vuelta fue acompañado de música. La profesora Clara Silva, puso un CD de lo que habían escuchado: Claro de luna de Debussy. Luego se sintió inspirada y habló por unos minutos: –Sabían ustedes que este niño, Alan, recorre todo el país en giras, dando recitales en los teatros más importantes. Además, está becado para seguir sus estudios de concertista en piano. Ganó una beca en el extranjero que, de seguro, lo llevará a ser el pianista más reconocido del mundo, ¡y a corta edad!, solo tiene quince años. Es increíble, toca el piano con el estilo romántico y sutil de Claudio Arrau. Viaja por el mundo dando conciertos, pensaba Carlota. ¡Oh!, claro, esta revelación no pudo haber sido más trágica. Y como le era habitual, se preguntó: ¿por qué las personas eran tan diferentes unas de otras, si cuando nacían eran todas iguales? No lo conozco, pero me siento feliz por él, se confesaba Carlota. Creo que cada persona tiene un propósito en esta vida… solo que algunos afortunados lo descubren a temprana edad, se dijo pensativa. Carlota miraba a sus compañeros y los imaginaba en diferentes oficios o profesiones, deseando que lo que hicieran, lo realizaran con el corazón. La música de Debussy era en ese momento una gran inspiración humana, o mejor dicho celestial, pensó. Los niños iban en silencio, repasando cada segundo vivido en aquel paraíso; algunos se quedaron dormidos, otros comentaban lo lindas que eran las niñas de ese colegio, y todas las niñas estaban organizando un fans club de Alan, el pianista adolescente.


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Carlota escuchaba la música de Debussy y recordaba su breve sonrisa y sentía el aroma que envolvía ese recuerdo.


CAPÍTULO X El futuro Nada era lo mismo; todo era mejor. No había guerras, ni sobresaltos, Carlota se había acostumbrado al colegio de los buses, es más, lo quería mucho, tal como era y con todo, aun con ese óxido entre los fierros. Se empeñaba en ser un aporte para su sala, ordenándola, llevando plantas, y fotos, tal como había sido su primer proyecto, su primera impresión… pero, algo había cambiado en ella, era como si de un golpe se hubiera saltado miles de proyectos de infancia, pues de pronto se veía preparada para enfrentar proyectos de toda una adolescente. Su actitud era calmada, como siempre, pero destilaba aroma a mujer, como diría el narrador de la novela El perfume. Una noche como muchas que pasó cerca de su mamá, la observó quitarse el maquillaje y ponerse sus cremas humectantes. Su madre se veía como una modelo frente al espejo, y Carlota, sin darse cuenta, imitaba todos los movimientos en su rostro. –Mamá, ¿crees que algún día me enamore? –se atrevió a preguntar. –Claro, hijita, y de un joven alto y apuesto, como tu príncipe de las películas… Estoy segura. –¿Por qué? ¿Cómo puedes estar segura?, –decía Carlota con curiosidad. –Porque las mamás sabemos lo que va a pasar, y deseamos lo mejor para nuestros hijos, y yo sé que


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lo mejor para ti sería un príncipe que te entienda y te ame por siempre. –En mi colegio no hay príncipes… –dijo Carlota aproblemada. –Tu príncipe está esperando en algún lugar de tu camino... ¡Confía! Sí, lo sé, está en ese colegio, que queda a años luz del mío…, pensó Carlota. –¡Mamá!..., tú quieres al papá? –Por supuesto, hijita, claro que lo quiero. –¿Y…, él te quiere? –¡Claro que sí, Carlotita! –¿Cómo lo sabes, si casi nunca lo ves? –Porque el amor es así, es invisible, es incontable, y lo sientes, aunque la otra persona esté al otro lado del mundo, como tu padre. El amor no tiene barreras, distancia, ni tiempo; el amor se siente aquí, en el corazón, y te hace feliz, aunque tengas que pasar algún tiempo sola. Sé que él llegará uno de estos días, ya verás, y al verlo lo querré igual que siempre. Su mamá mostraba los ojos brillantes y la pera temblorosa, a punto de llorar. Carlota no sabía si la emoción era de alegría o de pena, y la miró preocupada. ¡Qué romántica es mi mami!, pensó Carlota, mejor me voy poniendo bien dura, sin corazón, sin sentimientos, como un robot, porque no quiero vivir esas emociones, que parecen tan complicadas. No sé si el amor es feliz o triste, así es que mejor prefiero no “sentir nada”. ¡Sí, eso haré! Desde hoy, seré un robot, que no tendrá sentimientos, por lo tanto, no tendré nada, ni a nadie por quien sufrir. –¡Buenas noches, madre!, –expresó Carlota y se alejó sin darle su beso de buenas noches.


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La mamá la miró extrañada. –¿Madre?... A la mañana siguiente, Carlota se miró al espejo y encontró que esa sonrisa no tenía nada que ver con la imagen de un robot. Ensayó por unos minutos su nueva cara, sin expresión. Me gusta mi proyecto, no creo que alguien lo entienda, pero es suficiente para mí, pensaba. En el colegio, se sentó alejada de los demás, mientras Paly la miraba preocupada. –¿Qué te pasa, Carlota? ¿Estás enojada? –No soy Carlota, soy un robot –dijo, imitando las voces del computador. Paly la miró y rio. –¡No lo puedo creer! ¿Aún estas afectada por el pianista? –¡¡No!!, ¿de dónde sacas eso? –contestó Carlota, queriendo ocultar lo que sentía. Su amiga la miró y le dijo: –Carlota, desde la vuelta del paseo al concierto, ya no has sido la misma. ¿Dónde está la bitácora de decoración?, ¿dónde están los proyectos de presidenta de curso?, ¿dónde están nuestras salidas en bicicleta o a la cancha de patinaje? –¡No exageres, Paly!, solamente… me he sentido cansada. –Bueno, avísame cuando quieras pasarlo bien otra vez… te voy a estar esperando. –dijo Paly, y mirándola con tristeza se alejó de ella. Carlota vio con pena cómo su mejor amiga se distanciaba de su lado y, corriendo por el patio, se reunía con otras niñas. ¿Tendrá razón?, ¿estaré equivocada en mi pro-


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ceder?, ¿podría volver atrás con solo proponérmelo?, o más bien… ¿avanzar, hacia un nuevo día, igual de entusiasta que antes? Por un momento, olvidó que ella quería ser un robot. Salió al patio, en soledad, y desde lejos vio lo felices que eran Esteban y Evelyn, caminando de la mano. Ambos la saludaron con cariño a la distancia. Ella devolvió el saludo, pero ellos, ya no la estaban mirando. Se estaba quedando sola, como ella quería, sola, como un robot. Ese día, Carlota pensó mucho si su decisión era o no la correcta. En la noche, su mamá le pidió algo inesperado. –Carlota, lo siento hija, pero necesito que mañana me ayudes en un trámite con tu hermanito. –¿Yo? –dijo sorprendida. –¡Sí, tú! Debes llevarlo a la biblioteca, y ayudarlo a sacar unas fotocopias de un material que le pidieron para una carpeta. –Pero, mamá, ¡mañana no puedo, es sábado!, quiero salir, ¡quiero juntarme con mis amigas! –No es lo que he escuchado las dos últimas semanas, ¡robotito! –dijo su mamá–. Mañana tengo que ir a la casa de tu abuelita. Tú acompaña a tu hermano a la biblioteca; no te tomará más de un par de horas. –¿¡Un par de horas!? ¡¡Pero, mamá!! –¡Pero nada!, agradezco tu comprensión y ayuda. En la tarde los espero en la casa de los abuelos para tomar el té con ellos. Su hermano la miraba y se reía de ella, pero, con burlas muy divertidas. Carlota sentía que su familia ya la veía como adulta, responsable, y, peor aún, de esos adultos que


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adoran los trámites en el centro. ¡Qué horror! ¿Qué ropa me pondré? –se preguntaba. –¡Mamá!, ¿puedo ir con jeans o debo ponerme uno de tus trajes? –¡Con jeans, por supuesto! –respondió su madre, mientras reía en silencio. Al otro día, en cuanto despertó fue a la pieza de su hermano. –¿Te bañaste? –Sí. –¿Por qué demoras tanto? –Estoy jugando con el Wii. –¿Ahora? ¿¡Pero, no sabes que tenemos que salir!? –Sí, lo sé… –¡Entonces! ¡Apúrate! –¿Oye? ¡Mi mami no me trata así! ¡Te voy a acusar! –Ay, ¡cállate y apúrate! –Si me prometes algo –No te prometo nada –dijo Carlota –Entonces no me apuro. –Bueno, dime qué quieres, ¡dímelo de una vez! –Después de la biblioteca… ¡quiero ir a tomar helados! –¡Olvídalo! –¡¡Por favor, hermanita linda, preciosa, bella, hermosa, dulce, encantadora, miss universo!! De un segundo a otro todo se volvió divertido, y Carlota sonreía, después de dos semanas de actitud robótica. Era muy agradable sonreír otra vez. Le pareció que ahora incluso sentía algunos de los músculos de su cara, que estaban dormidos por la falta de uso.


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–Te quiero loquito chico y… ¡¡bueno!!, después de la biblioteca, nos vamos a tomar helados –prometió Carlota. Su hermano la abrazó riendo y rápidamente la soltó, antes de que algún vecino viera esas muestras de amor, que le perjudicarían en su reputación de “chico malo”. En la biblioteca, Carlota olvidó su robot interno, y disfrutó de un momento muy entretenido ayudando en las tareas a su hermano, mirando viejos libros y antiguas pinturas de la época de la colonia. Esos trabajos le recordaban las tareas, que ella solía hacer, un par de años atrás, cuando era más chica, pero que en ese momento, era como si hubieran pasado veinte años. Su hermano reunió el material que necesitaba y una vez que hubo guardado todo en su mochila, partieron fuera de la biblioteca, en busca de una rica heladería. Abrazados como dos compinches, iban por la calle jugando a las adivinanzas, a contar los autos de un mismo color, a no tocar la división de los pastelones de la vereda. Esa tarde, Carlota se sintió una niña otra vez, y compartió muchos momentos divertidos con su hermano, que ya estaba de su mismo tamaño. –¡Oye!, ya no crezcas más, espérate a que yo sea la más alta –le decía Carlota, bromeando. Divisaron una heladería muy antigua, que parecía sacada de una revista de los años 50’, o de alguna escena de esas películas de Doris Day y Rock Hudson. –Muy bien, al parecer, esta es la única heladería que existe por este sector, además no nos podemos alejar mucho; no tenemos opción, entraremos aquí y


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compraremos los helados, pero rápido ¿ya? para no atrasarnos con el té de la mamá y los abuelitos –recitó de corrido Carlota. Cuando cruzaron el umbral, encontraron un ambiente diferente: era como un salón de té, con música relajada, como la del ascensor del edificio donde su mamá los llevaba al pediatra. Había muchas mesitas chicas y señoras antiguas comiendo galletitas, acompañadas de sus esposos o sus hijos… Le llamó la atención una mesa, donde había una señora muy linda, rubia, con el pelo corto y con crespitos, muy elegante, con guantes blancos, que se los quitaba para tomar el té con su acompañante, que les daba la espalda. La señora la miró y sonrió. Carlota devolvió la sonrisa, mientras la linda señora le decía a su acompañante que mirara hacia atrás. Carlota sintió familiar la espalda y el pelo del acompañante, pero… ¡no!… Cuando el acompañante se dio la vuelta, Carlota sintió que se desmayaba… Era él, el pianista prodigio de aquel colegio del futuro, que ella pensó que nunca más volvería a ver en su vida y de quien al parecer, se había enamorado. El muchacho la miró con extrañeza, y trató de reconocer a esa niña frente a él. El chico le sonrió y se levantó. Carlota pensó que se le acercaba un gigante, porque a cada paso que él daba, ella se sentía más y más pequeña. –Hola… ¿te acuerdas de mí?, soy Alan, tú fuiste a mi colegio. Su voz, era cálida y acariciaba como el terciopelo; su aroma, de un perfume indescriptible, la transportaba a ese día del concierto.


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–Sí, claro, –dijo Carlota, sin poder mirarlo a los ojos. Se produjo un minuto de silencio que a Carlota le pareció una eternidad. –¡Carlota, cómprame el helado o te acuso! –decía su hermanito. –¿Por qué la vas a acusar? –preguntó Alan. –¡Porque no podemos hablar con extraños! y Carlota está siendo desobediente, solo podemos hablar con nuestros amigos –contestó el chico. Carlota no podía pronunciar palabra, y sentía que su cuerpo se había convertido en una especie de momia congelada, que no podía ni pestañear. –Pero, yo soy un amigo de tu hermana… ¿verdad? –dijo y miró a Carlota. –Sí, claro, –respondió Carlota. –¡Carlota, cómprame el helado o grito!! –¿Carlota? –dijo Alan. –Sí, ese es mi nombre. –Encantado de conocerte otra vez, Carlota. Mi nombre es Alan. –Sí, lo sé, –dijo Carlota–. Quiero decir…, encantada de conocerte otra vez… o de verte…, quiero decir, de verte otra vez… Carlota sentía que su pecho estaba apretado, que las palabras le salían ahogadas y pedía a gritos algún milagro que la rescatara. –¡Alan! –llamó la señora bonita. –¡Voy en seguida, mamá! ¿Me acompañan, luego de comprar sus helados? –preguntó el pianista. –Sí, claro… –dijo Carlota. ¡Oh no!, parezco una tonta, pensó, y esa señora bonita era su mamá, qué atroz, ¿estaré soñando? Se dio un pellizco y no: era la realidad ante sus ojos.


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Los tres caminaron hasta el mostrador de helados y, mientras elegían los sabores, Carlota no podía pronunciar palabra. –¿Te gustó el concierto? –Sí, claro… –¿Es lo único que sabes decir? –comentó Alan, en tanto la miraba sonriendo. Carlota no podía pensar en nada más inteligente, porque en su cabeza daban vueltas millones de ideas. Todos estos días, en los que había estado pensado en él, como algo inalcanzable, parecían haberse borrado en un segundo. La vida está envuelta en un pañuelo, como decía algún abuelo recordando su juventud. Quiso ser un robot para olvidarlo, se distanció de sus amigos, estaba totalmente desadaptada y ahora lo tenía frente a ella. Ahí estaba Alan, como una aparición inesperada, tal como lo dijo su mamá, “él aparecerá en tu camino”. Era verdad… ahí estaba… era real. O tal vez, esta realidad era un sueño. –¡Alan! –llamó la señora rubia–. ¡Ven, preséntame a tus amigos! Los tres se acercaron a la mesa. –Ella es Rosita, mi mamá –dijo Alan–. Y ella es… una amiga –le dijo a su madre. –¡Buenas tardes! –dijo Carlota– este es mi hermanito menor y mi nombre es Carlota. Conocí a su hijo en un concierto de la “Escuela del Futuro”, es un gran pianista. –¡Oh, pero qué bien hablas para ser tan chiquitita! –dijo la mamá de Alan. Se produjo otro silencio incómodo y muy largo. Rosita, la mamá de Alan, rompió el hielo. –Conozco una juguetería muy buena aquí al


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lado, muy cerca, quieres ir conmigo –decía Rosita al hermano menor de Carlota. –¡Sí! Me encantaría. ¿Puedo ir, Carlota? –Sí, claro… quiero decir… sí, tienes permiso, por un ratito. Recuerda que debemos ir a la casa de los abuelos. Rosita y el pequeño niño salieron de la heladería con rumbo a la tienda de juguetes, que estaba bastante cerca. Alan y Carlota salieron también a la calle. –Qué amable es tu mamá, –dijo Carlota. –Sí, es muy tierna y le encantan los niños, debe ser porque yo no tuve hermanos, y ella se quedó con deseos de seguir ocupándose de niños pequeños. –¿Y tu papá? –preguntó Carlota. –Trabaja todo el día… pero el fin de semana nos acompaña a la playa… a veces. –¿Y tus amigos? –continuó Carlota. –No tengo muchos… es que… con las clases de piano, tenis, inglés, francés, más los viajes, no me queda mucho tiempo… Ambos se quedaron pensativos, mientras avanzaban hasta la juguetería, que llegaba veloz hasta ellos. Carlota se dio cuenta de que Alan era un poco solitario, muy ocupado, como un adulto. Cumplía con sus deberes y más incluso: llenaba un espacio de cariño para su madre. Alan era un niño bueno. Caminaron lo suficiente como para conversar de sus vidas y sentirse un poco más relajados. Sin darse cuenta, estaban en la puerta de la juguetería y, por el vidrio de la tienda, se veían las figuras de Rosita y su hermanito que venían acercándose. Era hora de partir.


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Mientras Rosita ayudaba al hermanito a guardar en su mochila un juguete que le había comprado, Carlota y Alan hablaban por última vez. –¿Crees que podamos vernos de nuevo? –preguntó Alan. –No lo sé… yo vivo muy lejos de aquí. Rosita se acercaba a paso firme. –Encantada de conocerte, Carlota, y a tu hermanito también. Espero volver a verte, en alguno de los conciertos de Alan. –Sí, claro, –respondió Carlota, dándose cuenta de que el aire se le acabaría en unos segundos. –Ahora debemos irnos, hijo, ¡tu padre debe de estar por llegar! –decía la señora, mirando fijamente a Alan. –¡Adiós, niños! –dijo y comenzó a caminar. –Alan se acercó a Carlota, y le dio un beso en la mejilla. –Sería genial verte en alguno de mis conciertos –le dijo, muy cerca del oído. –Sí, claro –continúo Carlota–. Quiero decir… en alguno de tus conciertos me apareceré. –Bueno… ¡Adiós!, –dijo Alan, mirándola a los ojos por última vez. –¡Adiós!… –respondió Carlota, mientras miraba cómo se alejaba… sin que ella nada pudiera hacer. Alan y su mamá caminaban hacia el oriente y Carlota y su hermano caminaban hacia el poniente: eran dos mundos distintos, que iban en rumbos opuestos o paralelos. –¿Quién era él, Carlota? –preguntó el hermanito–. Su mamá me compró un juguete de Alien. Era muy simpática. –Un amigo…, en realidad no es un amigo…


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Creo que es… nada. –Bueno, ese “nada” te tenía muy nerviosa, – dijo el pequeño. –¡Oh, ya, cállate! Mira, ahí viene la micro, ¡corre! ¡Aún llegaremos al té con los abuelos! Esa tarde, Carlota sintió que la vida le traería muchas sorpresas, que no debía perder la fe, al contrario, debía permanecer en un estado positivo, esperando encontrar en su camino miles de experiencias que le harían latir el corazón, y que le regalarían momentos inolvidables. Doce años le pareció muy poca edad como para amargarse; al contrario, sintió que era el inicio de una vida, el comienzo de amistades, amores, desamores, ilusiones, romances platónicos…, era una inmensa gama de posibilidades que, si lo pensaba mejor, no iba a poder disfrutar si optaba por tener un corazón de robot. Carlota sonrió y aprendió que, ante todo, ella quería sentir, sentir de todo, sin miedo lanzarse al vacío de la aventura que era esta vida, y mejor aun era “vivirla” llena de alegrías, penas, risas, lágrimas, entusiasmo, ilusión, pero, disfrutando cada segundo, paso a paso, todo a su tiempo, como alguna vez dijo su abuelito Ramón: “Despacito Pilintruca”, que era el apodo que su abuelo le puso. “Un pedal da vueltas una rueda, el otro pedal te hace flotar sobre la bicicleta… despacio”. Después de la deliciosa comida con su mamá y sus abuelos, el hermano menor se quedó dormido. Su mamá lo llevó en brazos hasta el auto y se fueron a casa, donde llegaron cerca de las diez de la noche.


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–¡Buenas noches, hijita!, mañana irás a la cancha de patinaje con Paly, ¡no lo olvides! –¡No, no lo olvidaré nunca más! Ambas se abrazaron y rieron felices. Cuando estaban a punto de acostarse, la familia recibió una sorpresa. De pronto… ¡Ding dong!... Era el timbre. Unas llaves sonaron en la entrada de la casa. Las dos bajaron corriendo, porque ya sabían lo que significaba ese sonido. –¡Tito! ¡Mi amor! –¡Papá… llegaste! Al sonido de los gritos, Daniel, el hermanito menor, despertó y bajó corriendo las escaleras hasta el primer piso. –¡Papá! –gritó Daniel–. ¡Te quiero! –Y se lanzó en un piquero, a sus brazos. –Yo también los quiero y los he extrañado muchísimo. ¡Amores míos!…, –dijo el papá–. Creo que este fue mi último viaje. –¡Ay, Tito!… siempre dices lo mismo… –decía su mamá, mientras lo miraba tan profundamente que repasaba cada detalle de su rostro, como reconociéndolo. La familia se abrazaba con tanto amor, que parecía como si nunca hubiese estado separada. Mientras volaban por el aire, las miles de bolsas amarillas de Duty Free, con todos esos regalos maravillosos que el papá les traía de cada viaje, Carlota había empezado a sentirse diferente. Algo había cambiado ese año, algo movió las piezas de ajedrez que Carlota solía jugar. Ya no le llamaban la atención las bolsas de regalos, se sorprendía más con la emoción del momento. Carlota pensó, que su mamá era muy sabia y recordó sus palabras: “El amor es así, es impalpable, es incontable, es misterioso y lo sientes aunque la otra persona esté al


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otro lado del mundo. El amor no tiene barreras, distancia, ni tiempo. El amor se siente aquí, en el corazón, y te hace feliz. Sé que él llegará uno de estos días“. Carlota corrió a su pieza y, de debajo de la almohada, sacó una foto del pianista prodigio, la miró y pensó: El ayer, pasó y el mañana aún no existe. Creo que la vida dura un día, y hoy, en mi hoy, espero volver a encontrarte en mi camino… Carlota guardó la foto en su libro favorito; esperaba abrirlo algún día en la página correcta. Grabó ese instante para siempre y, llena de esperanza, corrió a unirse a su familia.

FIN






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