Mal bicho - Antología de Pelos de Punta

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mal bicho


¿Hay algo que no se pague en la vida? Luciana Baca, Narciso Rossi y Ruben Risso, jóvenes escritores y fanáticos de las historias de terror, decidieron llevar adelante la colección PelosdePunta. Comenzaron con la idea de publicar trece antologías. Dentro de cada una, trece relatos escritos por encargo. ¿Qué hizo que impulsaran esta notable colección? Muy poco se sabe, aunque podríamos especular algunas cosas. Los libros se agotan al poco tiempo de salir. La mayoría de las escritoras y escritores que convocan son desconocidos. Ellos dicen no recordar bien cómo llegaron a esos nombres, o quién los recomendó. En este tomo, el anteúltimo, se presentan relatos, en apariencia, suaves. A medida que salgamos del libro y se empiecen a asomar los sonidos, colores y asperezas de lo que nos rodea, las marcas de esas historias se harán más perturbadoras.


En «Siete de mayo, dos mil quince», de Yamila Bêgné, “Hay una chica que duerme. Está tapada con una manta azul, en diagonal sobre la cama de la habitación. A sus pies, duerme también un perro. Respiran como si fueran un solo organismo”. Las frases cortas y precisas de Yamila Bêgné van creando una escena trivial, un mismo organismo con el lector. ¿Hay una chica que duerme, cerca de nosotros, mientras estamos leyendo? ¿Qué va a pasar si esta chica se despierta? ¿Y qué pasaría si una mañana, al levantarnos, estuviéramos en un país gobernando por un presidente con la costumbre de comer a sus familiares muertos? En «Civilizados hasta la muerte», Juan Manuel Candal nos mete en la cabeza de un candidato presidencial, antes de los debates públicos que lo llevarán al poder. “Por eso ahora no me preocupa demasiado la paridad en las encuestas. Un presidente en actividad tiene alcance nacional: cada uno de mis actos y decisiones es publicidad gratuita”. ¿Puede el terror encarnar en días y noches surcadas por palomas? “Los muchachos de la sección Sociedad me habían contado de la epidemia de palomas. Creo que fue Tito el que salió con lo de la cetrería: proyectaban entrenar halcones para controlar a la población de palomas. Pleno siglo XXI, y no se les ocurría otra cosa que recurrir a una técnica medieval. Según Tito, el problema era que la ley prohibía matar palomas”. Miguel Sardegna en «Jardín de invierno» relata los días de un hombre a partir de que la mujer lo deja, y, por primera vez, nota la existencia de la vecina de arriba. Suaves como palomas, también, se deslizan las cartas de un destino a otro. Laura Ponce en «Querida tía», nos permite leer una de las tantas cartas que Isabel escribe


a su tía, sin recibir respuesta, en la que le envía noticias de una peste. “Podrán decirme lo que quieran, pero estoy segura de que esa peste que se llevó a los perros, los gatos y los gorriones fue cosa del Diablo. Por llevárselos en medio de tanto sufrimiento, pobres bichos –la pus, las hemorragias... ¿qué necesidad? –, pero aparte por todo lo que vino con eso”. Eso que vino –sobre el final de la carta nos enteramos– va a provocar que no sea la tía la única que no le responde a Isabel. ¿Es humana la incomunicación? En «Mascotas», de Marcelo Rubio, está Pyros, la mascota imaginaria que un chico solitario decide tener ante la apatía que lo rodea. “Mi madre mantenía el lugar a oscuras, en silencio, las paredes estaban desnudas de adornos o fotos”. “Cenábamos con la televisión como telón sonoro, apenas intercambiando entre nosotros un “Pasame la sal” o “Soda, por favor”. Al finalizar la comida me enviaban a dormir”. ¿Es posible detener la furiosa imaginación de un chico al que no le dan lo que quiere? Una frase en «Un día cualquiera», de Verónica Martinez, dice “Un día cualquiera, te das cuenta que todo encaja como en un perfecto rompecabezas”. Andrés dejó a Julia confesándole su doble vida. Con la idea de iniciar un nuevo camino espiritual, Julia viaja a Nueva Delhi. Algo en su personalidad hace que se resista a las cosas claras, y atraiga los enigmas, las alegorías, la oscuridad. “Puedo estar preparándome algo de comer y de fondo oigo una conversación normal. La chica de abajo le habla a su hijita, cocinan juntas; el cuchillo golpea la tabla mientras cantan una canción infantil o el hit romántico de moda. Se ríen”. Como si fuera el comienzo de una serie de suspenso, la escena hogareña será partida por un repentino


grito demencial. En «Visión nocturna», de C. Castagna, quedamos atrapados de entrada por ese grito. ¿Qué pide y a quién se dirige? Hay un mundo visible que parece formado por la cortesía entre los vecinos, madre e hija, superpuesto con el mundo no visible de las formas del horror. «Tarantella», de Alan Souto, transcurre en el monte La Piedad. Gracias a la charla de un grupo de peones que se juntan en el almacén de Ruso, nos enteramos de la muerte de Romualdo, y de doña Minerva, una vieja que tiene tratos con mandinga. “La cosa es que apenas salió la Vieja supo todo sin que nadie dijera ni ‘buenos días’. Largó un silbido como de pava recalentada y lo miró con unos ojos que aunque están más blancos que ataúd de virgen ven… algo ven. «¡Ahhh, éste seguro vio azul hasta la sangre!», graznó «Déjenlo ahí, debajo de aquel sauce que aura lo atiendo yo», y ahí nomás se lanzó una carcajada que parecía gallina clueca y moribunda, y a mí se me pusieron los pelos como alambres, Ruso, te juro que si no es por el Gringo yo me las tomaba”. No parece casual el nombre que Alan Souto elije para ese monte, La Piedad, piedad y terror son dos caras de lo que puede pasar en este pueblo. En «Redención», de Héctor Prahim, una caravana de hormigas va y viene. Se pierde debajo de una cama matrimonial. Ella se va a despertar con algo que le camina por la cara. Él va a estar afuera, sobre un árbol que parece haber sido volteado por la tormenta. ¿De dónde salen las hormigas? Esta pregunta, los sueños de ella con una muerta, lo que el árbol representa para él, y para Pamela, la nena que duerme en otro de los cuartos, crean un ambiente


acusador para el personaje que lleva adelante la acción. ¿Quién será el encargado de ejecutar la condena? Dicen que toda ficción tiene algo de verdad. “Ella habló de una película de terror, un pueblo de provincia y parejas jóvenes que son, una a una, descuartizadas. Le dije que esa película era yanqui, igual a mil películas yanquis, y que si quería, podíamos filmarla en una noche”, uno de los primeros párrafos de «Pueblo Liebig», de Sebastián Chilano, nos invita a acompañar a un grupo de personajes que quieren producir una obra, y eligen a Pueblo Leibig, “próspero en un pasado de faenas”, para hacerla. Durante el lapso que leamos «La mascota de Jorge», de Matías Pailos, vamos a estar cerca del miedo que puede inspirar la compañía de algunos personajes. “Anko refregó el muñón contra su pera. Después bostezó, se agachó hasta la mesa, apresó con los labios el cigarrillo que esperaba tirado de cualquier manera frente a él, se incorporó, lo acomodó con la lengua y volvió a agachar la cabeza. Con la punta del cigarrillo y el otro muñón abrió la caja de fósforos, la volcó sobre la mesa y empujó uno contra el borde, hasta que quedó a medio colgar en el vacío”. ¿Quiénes son los personajes de este relato? Vamos a avanzar con ellos como siluetas huecas, rodeados por la selva, sin saber mucho más. Los pensamientos obsesivos del personaje de «Los gérmenes», de Joaquín Correa, van a ser como cargar de leña nuestra cabeza. “Entonces, jabón, agua y jabón de nuevo, lavarse bien, con tiempo, y secarse con la toalla de mano y no con el toallón, porque si me seco con el toallón los gérmenes de la caca quedan en el toallón que después voy a usar para secar mi cuerpo y entonces me pego todos los gérmenes de la caca a mi cuerpo y, de nuevo, estoy en


peligro”. Entrenados en esta forma del pensamiento, podemos dejar el cuento, pero tal vez, algo nos contagie. También está «Nido», de Francisco Cascallares. ¿Nunca se arrepintieron del lugar que eligieron para ir de vacaciones? Julia, su papá y Vera, se deciden por un bosque de pinos, araucarias y alerces donde los bichos y las cenizas, “una textura blanda a través de las suelas”, no tardan en aparecer. “El lugar parecía un cementerio en ruinas, tenía esa atmósfera muerta y calladísima, eso que hace que uno apriete la boca y se meta para adentro”. Aquello que puede provocar el incendio de un bosque cobra una existencia amenazadora desde el momento en que estos personajes comienzan a habitar una cabaña de madera, a varios kilómetros del pueblo más cercano. Los trece relatos, que fueron encargados a autores emergentes, compilados, publicados con cuidado y belleza, dados a leer a esta servidora, operan en la realidad. Están creando algo. El terror engendra terror. En el caso de PelosdePunta, terror argentino.



por Alan Souto

I - Doña Minerva EL MONTE DE LA PIEDAD está infestado de cosas innombrables que inflaman las meninges de aquellos que desobedecen la ley de la siesta, o que les plantan el mal de San Vito en las manos y piernas. Pero la Vieja sabía tratarlos y casi ningún chico se le había muerto, salvo, como decía ella, que se le hubiera terminado el cordel antes de que pudiera ovillarlo. Yuyos, humo rancio de toscanos o cigarros de chala, murmuraciones y el chico abría los ojitos colorados y pedía matecocido con leche. También curaba el “mal de las arañas”, que era el que más víctimas jóvenes se cobraba; pero para eso no había yuyo ni pócima: la Vieja los agarraba de los hombros y los zamarreaba hasta que empezaban a bailar en el patiecito de tierra. Ella misma se les unía después, sacudiendo las piernas flacas debajo de la enagua y el batón floreado que le ocultaba los pies. «Las pezuñas» rezongaban las otras mujeres mientras se santiguaban. Porque si bien la Vieja les había salvado a los hijos y a los maridos, todos sabían que no había sido por gracia de Dios.

—Nada de crucifijos ni rezos —graznaba la Vieja cuando agarraba a los chicos envueltos en mantas empapadas—. Y me esperan afuera que acá no hay lugar para tanto santo, ya somos muchos. —Y ahí nomás lanzaba una carcajada como de gallina estrangulada que ponía los pelos de punta.


—¡Salvemeló, Minerva! —decían las madres entonces y se iban, aguantando las lágrimas. Había que confiar en sus gualichos… Y en Mandinga porque ella no negaba que todo lo que sabía de yerbas y curaciones lo había aprendido en la Gruta. —Para colmo te lo decía con un orgullo —refunfuñó, una tarde lluviosa, doña Encarnación Ordóñez mientras revolvía la yerba—, con una soberbia que te revolvía las tripas escucharla. —Bueno, Encarna —respondió Carmela poniendo otro punto en el tejido—, pensá en cómo te salvó al Luisito cuando le dieron los temblores. —Sí… es verdad —reconoció doña Encarnación—. Pero igual era un mal bicho. ¿O te olvidás lo que me cobró esa desgraciada? —¡Qué esperanza! —Carmela dejó el tejido y se santiguó mientras la lluvia se transformaba en una feroz tormenta que sacudía las tejas—. Como para olvidarse de esas cosas. Era una vieja ladina pero ¿a quién le íbamos a pedir ayuda? —Hasta que pasó lo de Romualdo. —Un trueno desgarró el cielo y doña Encarnación suspiró y sorbió con fuerza el mate. —Por la señal de la Santa Cruz, líbranos, Señor, de nuestros enemigos —exclamó Carmela persignándose. II - Romualdo En La Piedad estaban acostumbrados ya a los horrores y las tragedias. Con el monte al alcance de la


mano, y la Gruta bostezando su boca desdentada a pleno día, no eran escasos los sucesos extraños. Además su pueblo vecino era La Cruz, de fama siniestra tras el incendio de la antigua capilla y los rumores acerca de un extraño culto que había surgido recientemente. Sin embargo, la inexplicable muerte de Romualdo había sacudido a toda la población y si no lincharon a doña Minerva fue porque también había muerto. Romualdo Cáceres había sido capataz de “La Speranza” y amante oficial de Carmela desde mucho antes de que ésta se casara con el doctorcito Ordóñez. Pero Carmela no era la única que sentía que se le empapaba la ropa interior cuando, en los días de fuego, Romualdo cruzaba el pueblo en su alazán con la camisa desabrochada y el chambergo torcido sobre las cejas oscuras y los ojos celestes de gringo. «Romualdo es el monte y el monte es Romualdo» solía decir la viuda de Cáceres, su madre. Romualdo, hijo del carnaval, había sido adiestrado por el gringo Montalbo en los trabajos de monte y, con el tiempo, el viejo lo nombró capataz y le regaló un par de hectáreas para que trabaje y un ranchito al que pronto se trajo a la Casilda, una cruceña tan mulata como él pero de ojos oscuros como el café amargo. Siete chicos le dio, seis varones y una nena que vino a salvarlos de la maldición. Romualdo se jactaba siempre de haber sobrevivido a cuanta víbora hubiera y también de haber aguantado que le cayese un rayo mientras se beneficiaba a un peoncito recién llegado. Pero la suerte se le acabó una tarde de verano mientras estaba ocupado desmalezando una porción de monte que estaba ganando terreno sobre la estancia del Gringo. Antes de caer al suelo y empezar a


temblar y transpirar como cerdo ante el cuchillo, sintió una mordedura feroz en la mano y el mundo se le puso azul cobalto. Entre tres peones lo agarraron en volandas y lo arrastraron hasta el ranchito de la Vieja donde, con terror supersticioso, golpearon la puerta desconchada tras la que cantaba una Singer. La Vieja apareció con su pelo, gris y blanco sucio, alborotado como un nido caído; los labios flojos contra las encías casi desiertas, los ojos apenas se distinguían en el mar de arrugas del rostro con orejas enormes; el batón, casi transparente por el uso, estaba mal abotonado y dejaba entrever parte de la enagua roñosa y los pechos caídos hasta el vientre abultado y fofo; de sus mangas nacían dos brazos raquíticos en los que flameaban colgajos de piel y grasa como repugnantes aletas de algún tipo de pez blasfemo. III - El precio Esa noche los peones se juntaron en el almacén del Ruso a comentar lo ocurrido. —Le zalía como olor a biejo pero má fuerte —relató uno—, como a ensierro. —Sabrá Dio’ cuánto ase que no se vania la bieja roniosa esa —acotó un segundo con varias copas encima ya. —Ese jedor no e’ sano, compadre —el más viejo del grupo apenas había probado el vaso de caña con ruda y parecía más impresionado que el resto—. Era un olor como… bueno, como a muerto. A ropa podrida y meada y algo como a agua estancada. —¿Pero lo curó o qué pasó, Quiroga? —preguntó el Ruso mientras arrastraba una silla y se sentaba.


El viejo peón caviló un momento mientras daba vueltas a su vaso antes de tomarlo de un trago. —Fue bastante horrible, Salzman, pero mirá, era algo que uno ya se esperaba ¿no? Todos sabemos que esa mujer es lechiguana y anda en tratos con Mandinga pero bueno, nunca esperé ver esas cosas con mis ojos. —¿Qué cosas? —Salzman se inclinó sobre la mesa y apuntó al viejo Quiroga su oído bueno. —Salamanca. —La palabra resonó en el almacén como un disparo de fusil. —¿Salamanca? —El Ruso tragó saliva varias veces con los ojos desencajados— ¿Seguro, Quiroga? —Que te digan éstos si miento, Ruso —El peón señaló a sus compañeros con la cabeza. —Fue cosa ‘el diavlo eso, don Salman, le juro por la lú que me alumbra. —dijo el primer peón. —Mire que yo no soi de asustarme por nada ni naides pero eso… Pobre Romualdo. —el segundo peón se hizo la señal de la cruz—. Mal isimo en dejarlo con esa vruja. —¿Y qué querías hacer, Pereira? ¿Dejarlo morir en el monte? —Ésa era su lei, Quiroga, a lo mejor convinía má. —Hay cosas peores que la muerte —murmuró Salzman—. Usted lo sabe, Edgardo. —Yo sé que a Romualdo había que salvarlo o el Gringo nos mandaba a fusilar a todos. —Quiroga se levantó, agarró la botella de caña del mostrador y se sirvió otro trago—. Si la Salamanca era el precio para que viva,


bueno, ya lo pagamos. —El viejo peón escupió las palabras con amargura. —Pero… ¿seguro que fue eso lo que vio? —insistió Salzman. —Demasiado seguro, Ruso, demasiado. —Quiroga apuró el trago y comenzó su relato—. Fue mientras hacíamos el desmonte que escuchamos un grito que helaba la sangre. El grito de hombre que le vio la cara a la Parca. —¿Romualdo? —¿Y quién va ser, Salzman? Sí, Romualdo, cuando llegué con estos dos, ya estaba en el piso, agarrándose la cabeza con las dos manos. «Está azul, el barro está azul», decía y gemía como yegua en mal parto. A rastras lo llevamos a casa de la condenada. —Yo dige que’ra mala idea pero este biejo no escucha rasones —interrumpió Pereira con voz pastosa. Quiroga le clavó una mirada más filosa que su facón y el peón se encogió sobre su vaso vacío. —Siga, Edgardo —pidió el Ruso, conciliador. —La cosa es que apenas salió la Vieja supo todo sin que nadie dijera ni “buenos días”. Largó un silbido como de pava recalentada y lo miró con unos ojos que aunque están más blancos que ataúd de virgen ven… algo ven. «¡Ahhh, éste seguro vio azul hasta la sangre!», graznó «Déjenlo ahí, debajo de aquel sauce que aura lo atiendo yo», y ahí nomás se lanzó una carcajada que parecía gallina clueca y moribunda, y a mí se me pusieron los pelos como alambres, Ruso, te juro que si no es por el Gringo yo me las tomaba.


—¿Y qué pasó? Quiroga volvió a servirse caña y a bajarla de un trago, la camisa azul se le había ennegrecido en los sobacos y la espalda, y gruesos gotones de sudor le corrían por la cara cuarteada por el sol. IV - Salamanca —Nos fuimos abajo del sauce —dijo— que estaba seco y retorcido como cuero de bicha pero con la copa cuajada de flores blancas. Abajo había una montaña de hojas muertas y ahí lo acostamos al pobre Romualdo que seguía retorciéndose y llorando que daba pena. La Vieja tardaba y yo me puse a fumar un poco para calmarme, estos dos querían salir corriendo y después de un rato yo también estuve tentado de rajar de ahí… —¿Por qué? —Por los bichos, Salzman… Esos animales… Son familiares de la Vieja. —No lo entiendo, Quiroga —confesó el Ruso—. ¿Cómo que familiares? —¡Familiares, Ruso! —Se impacientó Quiroga incómodo por tener que repetir la palabra—. ¿No sabés lo que les pasa a los que hacen tratos con Mandinga? —¡No, no sé, Quiroga! Nosotros somos gente honrada de donde vengo. ¡Qué sé yo de su Mandinga y esas cosas! —Mirá, Ruso… —Quiroga respiró hondo para calmarse—. Yo soy tan honrado como vos, pero esto no es Polaquia…


—Polonia —lo corrigió Salzman. —Polonia —concedió Quiroga—. Esto es La Piedad y La Piedad es monte y gruta, arroyo y cañada, pumas y zorros, arañas y víboras. Acá hubo pozos envenenados hasta no hace tanto y acá resistimos la fiebre amarilla. —Cada palabra de Quiroga sonaba como una nota grave y siniestra—. Acá le rezamos al Cristo Crucificado y a la Virgen de las Angustias y acá las madres paren muertos a sus hijos, Salzman. Acá conocemos a Mandinga y de noche escuchamos los bailes de la Salamanca, el silbido del yaciyateré y la risa trastornada del urutaú. En la Piedad sabemos que el Diablo camina por estas mismas calles pero preferimos que ande tranquilo y no moleste mucho. ¡Que viva en la Gruta y juegue a la taba con Minerva! ¡A nosotros qué! —El tono de Quiroga era cada vez más excitado y febril—. Yo sé muy bien lo que es jugar con él y perder, Salzman. Esta tierra y este monte lloran sangre, por eso es roja la tierra del arroyo y por eso esto se llama La Piedad y al lado tenemos a La Cruz pero en el medio está la Boca del Diablo y los guitarristas aprenden a tocar en El Cruce. ¿Te pensás que nos gusta esto, Gaspar? Esto nos tocó… porque así lo dispuso Su Voluntad. Quiroga se hizo la señal de la cruz por primera vez en veintitrés años y se bebió el cuarto vaso de caña. Salzman lo miró con los ojos enrojecidos de compasión. Del otro lado, Pereira y Rimales fingían dormir el sueño de los borrachos para ocultar las lágrimas. Tras un momento de silencio, el viejo peón suspiró y continuó el relato como si no hubiera habido interrupciones.


—Enfrente del sauce había un corral chico con seis chivos negros y de ojos rojos que miraban fijo a Romualdo. Sí, Salzman, así como te digo, lo miraban fijo al pobre hombre que seguía delirando de dolor. Yo me entretuve un rato mirando una bolsa vieja y como de cuero que andaba ahí tirada hasta que al rato volvió a salir la Vieja, traía una cajita debajo del brazo y la seguían tres gatos negros horribles: todos ciegos y con el pescuezo como roto, atrás venían cuatro chanchos negros y siete gallinas también negras. Cuando llegaron hasta nosotros una paloma salió del sauce chillando como un demonio. ¡Te juro, Salzman, que casi me ensucio cuando la vi! Si hasta parecía un cuervo. »La Vieja volvió a reírse con ese cloqueo que tiene. «Se le está terminando el ovillo a éste. Sí, jaja, ya le queda poco hilo, voy a tener que ovillar rápido», dijo… pero no a nosotros, les hablaba a los bichos, Ruso, a sus familiares. —¿A los bichos? Pero ¿usted piensa que ellos le entendían? —Sí, estoy seguro. —¿Por? —¡Porque le respondieron, Ruso! ¡Te juro por mi hijo que le respondieron! —¡¿Cómo?! —Ahora Salzman transpiraba tanto como Quiroga y se le salían los ojos de las órbitas. —Empezaron a chillar todos juntos —Quiroga se desanudó el pañuelo del cuello y se secó la cara con él—. Era un ruido de mil demonios, nunca escuché algo así, Ruso. Bueno, la cosa es que la Vieja hizo un gesto y


los bichos se callaron, entonces nos miró a nosotros y nos dijo que nos fuéramos. «Acá vamos a tener que usar rápido la rueca de mi compadre, así que ustedes tres se me piantan bien lejitos. El hilado es cosa de viejas… aunque por ahí a mis comadres les gusten ustedes ¿eh?» y volvió a carcajear. —¿Qué les quiso decir con eso? ¿Su compadre, las comadres? ¿De qué hablaba, Quiroga? —Vaya a saber, Ruso —repuso el peón—. Desvaríos de vieja o algo peor. Pero no nos quedamos a averiguar. Nos miramos entre nosotros y supimos que era mejor volvernos al monte y trabajar para no saber nada más. —Pero entonces… ¿vio la Salamanca o no? Quiroga se revolvió molesto en su silla, el recuerdo de lo vivido esa mañana lo había perturbado terriblemente, incluso a él, curtido hombre de monte que más de una vez había pasado frente a la Gruta que llamaban Boca del Diablo, incluso una vez se atrevió a meterse en ella. Lo que vio nunca quiso decirlo pero salió con el pelo blanco, ralo y quebradizo; sin embargo su templanza lo salvó de una locura peor y sus manos se endurecieron aún más manejando el machete con serena fiereza. Haciendo acopio de ella volvió a hablar. —La vi, Ruso —dijo—, la vi. Fue cuando nos íbamos. Pereira y el Rimales iban adelante y yo los seguía despacio, los años me están pesando y estaba cansado. Entonces escuché la música, como dicen las viejas que primero se oye la batifonda y recién después se ve la Salamanca. Era una música rara, atolondrada, después me dijo el Gringo que sería una tarantela. Allá, en la


tierra de sus abuelos, me contó, hubo muchas epidemias traídas por unas arañas que parece que venían del diablo. Y la única forma de curarse era bailando esta danza que había compuesto el brujo del pueblo. El Ruso lo miró serio, como pensando y al final murmuró: —¿Usted piensa que acá pasó lo mismo? —No sé, Ruso —respondió Quiroga con un nudo—. Mirá, vos esto puede que no me lo creas pero te juro que es verdad. ¡Por la luz que me alumbra! —Yo le creo, Edgardo, le creo —afirmó Salzman poniéndole una mano en el hombro—. Usted es un mentsh con todas las letras. Cuente, cuente que yo lo escucho. —Bueno, la cosa fue así. —Quiroga tomó aire—. Cuando empezamos a sentir la música, estos dos borrachos salieron corriendo como alma que se lleva el diablo, pero yo no me pude contener. Al Romualdo lo conozco desde que era un chico y tenía que ver qué pasaba, así que me di vuelta y miré. ¡Vos no sabés, Ruso, lo que era eso! Me quedé como de piedra. —Como Edith —bromeó el Ruso. —¿Quién es ésa? Nunca la sentí nombrar. —Nada, nada; una historia vieja. Pero siga, Quiroga. —Te decía —retomó Quiroga— que cuando me di vuelta me quedé de piedra. La Vieja había sacado de la cajita un acordeón chico y lo tocaba con un ritmo que parecía salir del mismísimo infierno y así sería porque el


pobre Romualdo, no sé cómo, se había levantado y zapateaba como en un malambo. ¡Y vieras, Salzman, cómo revoleaba las patas la Vieja! Y atrás los bichos dale que dale, saltando y berreando como poseídos. —Quiroga se mojó los labios y siguió—. Entonces vi algo, cerca de los pies de la Vieja que antes había pensado que era un saco de cuero… —¿Y qué era? —Arañas. No me preguntés cuántas, todas amontonadas, una encima de la de otra, las patas enredadas y sacudiendo las pinzas. Un amasijo espantoso de cuerpos y ojos por todos lados que no se distinguía dónde empezaba una y terminaba la otra. Todas bailando bien alegres. Ahí fue que saqué fuerzas de no sé dónde y salí a la gran carrera. V - El pago Esa noche el viejo Quiroga se volvió tarde a su rancho y, pese a sus dichos de la tarde, lloró amargamente haber dejado a Romualdo con doña Minerva. No le faltó razón a su llanto porque Romualdo nunca más volvió al monte ni a La Speranza. La Vieja se lo quedó en su casa, obligándolo a trabajar para ella y llevándoselo de noche para que le calentara la cama. No hubo ruego, ni de Casilda ni de los siete hijos, que lo liberara. El viejo Montalbo y la viuda de Cáceres fueron a increparla y a ambos se les rio en la cara. —Poco carretel les queda a ustedes, condenados —carcajeó Minerva—. Y usté, viuda, ¿ya sabe quién le cosió a Romualdo en el vientre? Ahora él me descose un poco a mí que buena falta me hace. —Con una nueva


carcajada a bruja se metió adentro cerrándoles la puerta en las narices. Luego de oír la confesión de la viuda, don Miguel se deslizó como una sombra por el pueblo y los campos. Era viernes por la tarde y se sabía que la Vieja se iba a la Gruta apenas aparecían las estrellas. Durante un rato el cura se escondió debajo de la ventana escuchando los bufidos y rebuznos de Minerva y el trajín de la cama de resortes. Al rato ella salió haciendo resonar sus pasos por el campo en dirección al monte y la Gruta. Don Miguel aprovechó y se escurrió en el rancho donde Romualdo yacía desnudo, una sustancia pringosa le empapaba el miembro flácido y parte de los muslos y el abdomen plano. El sacerdote lo miró con odio y sacó de la sotana un frasco de agua bendita que le vació encima, sin consideraciones, mientras murmuraba la oración de San Benito. Después le puso una medalla de este santo sobre los labios y una estampita de Nuestra Señora Knotenlöserin sobre los genitales. —Lo que tejió Mandinga, Dios lo ha de destejer —gruñó antes de salir—. Y así va a aprender la zorra esa a no echarme más de su cama. Cuando sonaron las tres campanadas, un grito agónico y terrible despertó a todo el pueblo. En el monte, un insomne Quiroga escuchó el llanto del urutaú como un presagio y el alma se le escapó del cuerpo. Mientras, el resto de los vecinos se reunieron en torno al rancho de la Vieja porque no había dudas que de ahí venía el grito, y menos cuando el padre Miguel confesó su acto, según él, piadoso. Al abrir la puerta, un torrente de arañas enmarañadas escapó hacia el monte oscureciendo la tierra a lo largo de varios metros. Den-


tro, Romualdo permanecía en la cama pero ahora la piel apergaminada se le adhería a los huesos como a una momia de varios siglos. En el suelo, en medio de un charco espantoso de sangre y una sustancia blanca y verdosa, yacía doña Minerva; la cabeza estaba ladeada hacia la calle de tal modo que los hombres pudieron ver claramente sus ojos lechosos y ciegos apuntando hacia ellos; tenía los brazos abiertos en cruz y las piernas extendidas casi hasta dislocarlas. Si es que esas patas largas, delgadas, cubiertas de pelos rígidos y afilados eran realmente sus piernas. El batón roñoso y la enagua estaban desgarrados a la altura del vientre y mostraban los pechos laxos caídos a los costados del cuerpo y cubiertos de sangre y el extraño líquido pringoso. El abdomen se notaba blando y tumefacto, de un color lívido y repugnante, de él brotaban dos pares de patas terminadas en afiladas garras, idénticas a las que usaba la Vieja para caminar.


ME LEVANTÉ A LAS SEIS.

No, a las seis me desperté. Porque era de noche, todavía era de noche. Me desperté y fui al baño. Me bañé. No, no: no fue así. Así: me levanté a las seis. No, de nuevo. Entonces, me desperté a las seis. Era de noche. Me quedé unos tres o cuatro minutos en la cama, busqué al gato, jugué con el gato. Ahí me levanté, sí, ahí me levanté y fui al baño. Cagué. ¿Cagué primero o me bañé, antes que nada? ¿Me lavé las manos? ¿Fue así o no? No, me desperté a las seis, todavía era de noche, me quedé tres o cuatro minutos haciendo fiaca en la cama, sí, eso, busqué al gato, jugué con el gato y me levanté. Ah, no, ahí, antes de ir al baño y cagar –¿o me bañé primero y cagué después?, eso es importante, muy–, bueno, antes de ir al baño y cagar o bañarme, me hice la cama, sí, me hice la cama antes de entrar al baño y abrí la ventana, sí, también abrí la ventana y vi que era de noche, que todavía era de noche. Sí, fue así. Entonces ahí sí, entré al baño. Recuerdo haberme olido los dedos, solo eso. Esa es mi única certeza, mi único recuerdo, mi espacio quieto. Porque eso significa (o significaría) que cagué antes de bañarme, claro. No, en realidad no, eso no significa nada. Pero es importante saberlo, recordarlo. Siempre es importante. Siempre es importante haberse lavado las manos después de cagar. Siempre debería lavarme las manos después de cagar. Y con jabón, no solo con agua. Con jabón y con tiempo, bien, no así a las apuradas, porque eso no sirve de nada, salir así, rápido, secándome en el pantalón del pijama, no, eso es lo peor de lo peor, porque así desparramo los gérmenes y después los gérmenes entran a la cama y a la noche cuando voy a dormir se pueden apropiar de mi cuerpo, con seguridad y sin titubear, porque tienen un montón de tiempo, y ahí sí, estoy perdido. Entonces,


jabón, agua y jabón de nuevo, lavarse bien, con tiempo, y secarse con la toalla de mano y no con el toallón, porque si me seco con el toallón los gérmenes de la caca quedan en el toallón que después voy a usar para secar mi cuerpo y entonces me pego todos los gérmenes de la caca a mi cuerpo y, de nuevo, estoy en peligro. La toalla de mano, por cierto, y esto tengo que recordarlo bien y tenerlo siempre presente y en cuenta, debo lavarla cada tanto, cada dos o tres días, ponele, sí, cada dos o tres días. Entonces, entonces era así: me levanté a las seis. No, no: a las seis me desperté, me levanté después, porque uno primero debe despertarse para poder levantarse de la cama, el orden de los factores, esta vez, altera el producto, no hay intercambiabilidad en el proceso de las acciones, y, entonces, pues, claro, me quedé haciendo fiaca unos tres o cuatro minutos, ¿o habrán sido cinco o seis?, y busqué al gato, lo acaricié un par de veces y también jugué con él, pero: ¿cuánto tiempo?, ¿cuánto?, me hice, después, la cama y fui al baño. Ahora, esto es importante, tengo que recordarlo bien para saberlo, para saberlo bien y estar seguro: ¿cagué primero y me lavé o no las manos y después me bañé, lavándome ahí las manos, en efecto, o no, o eso puede no contar como lavada de manos, oh Pilatos, desparramando inmediatamente los gérmenes sobre todo mi cuerpo, y esto inmediata y definitivamente, o me bañé primero, ni bien entré al baño, sin tocar nada ni mucho menos haber cagado, y cagué solo después, y ahí sí me lavé las manos? O no, no me lavé las manos. Esto es lo que tengo concretamente que saber: si me lavé o no las manos, porque eso es lo fundamental: haberme o no lavado las manos y lo que es, tal vez y quizás, más importante, el modo, si me lavé


bien y de forma adecuada y prudente las manos. Ahí está el problema. Porque estoy flaco, muy flaco, con un bulto de lado, acá, en la barriga, barriga distorsionada de cerveza o un delay anticipado de cirrosis, y como, y sigo flaco, y como, y nada, nada. Debo estar infestado (¿infestado o infectado?) de gérmenes, de muchas y variadas clases, tipos y especies de gérmenes, lo que es peor, porque la lucha se dividiría en varios frentes, exhausta rápidamente, la derrota inevitable, mi cuerpo derruido. Pero eso aún no es lo peor: debo tener la lombriz solitaria adentro. Sí, porque estoy seguro: ayer no me lavé las manos después de cagar, entonces me metí los gérmenes, no sé, de alguna manera, al cuerpo, y ahí, después, cuando me preparé el desayuno, puse la pava, corté el pan y, más tarde, cuando me comí las tostaditas, todo eso fue tocado por mis manos, mis manos llenas de pequeñas partículas de caca, porque ahorrar en el papel higiénico y no comprar el de doble hoja ni el de los perritos para niños implica colocar en riesgo la propia salud, claro, porque es como dice el dicho: “lo barato sale caro”, y ahora, para empeorar la situación, este papel de estación de servicio, papel onda lija o reciclado, no ayuda para detener la avanzada de los gérmenes, absorberlos, detenerlos, aminorar su carga y así los gérmenes serán aún más mortales, mortíferos, y la lombriz solitaria entrará o se formará así, como entró o se formó de hecho, ya no lo dudo ni lo puedo dudar, por los gérmenes que hay en la caca. ¿Y cómo voy a agarrarme esos gérmenes si yo no me como mi propia caca, y aunque hay personas que lo hacen, yo no lo hago, yo no me como mi propia caca, cómo, cómo entonces voy a agarrarme esos gérmenes? Bueno, más allá de la calidad del papel higiénico, pongamos ese pun-


to en suspenso para seguir el raciocinio, bueno, no lavándome las manos, evidentemente, por más trabajo que me cueste aceptarlo, claro, no lavándome las manos. Y ahí, entonces, se quedan en las manos, en la derecha, que es con la que me paso el papel por el culo y después, con esa misma derecha, porque yo soy derecho y no zurdo, como mi hermana, como mi hermana que es zurda, aunque la forzaron a que fuera derecha, ella no, no señor, siempre zurda, como mi hermana, no, como mi hermana no, con esa misma derecha, entonces, agarré la tostada y me la metí en la boca, mastiqué el pan con dulce y ahí, ahí, ese es el momento clave, la llave de la historia, del fin, del apocalipsis, ahí, ahí mismo me trago, me tragué, debo pensar en pasado, en pasado ya realizado, los gérmenes. Los gérmenes que son el estado embrionario de la lombriz solitaria que, pese a la pena que se intuye en su nombre, puede llegar a medir nueve poderosos metros, signo de autonomía y autodeterminación, y que yo debo tener desde ayer porque no me lavé, y ni siquiera correctamente, no me lavé, decía, las manos después de cagar, y para peor, acto seguido me manduqué una serie lo suficientemente peligrosa de tostaditas con dulce de frutos patagónicos que de seguro estaban habitadas por los restos de la caca, colonia de gérmenes, origen de la dichosa lombriz. Que ahora debo tener adentro, adentro mío, alimentándose de mi cuerpo, de mi sangre, de mis proteínas, de mis células eucariotas y procariotas, de cada átomo de mi cuerpo, alimentándose y creciendo y creciendo y tomando pose de mi cuerpo, destruyendo todo aquello que no sea propicio para su vida. Se apropiará, sin piedad, de mi cuerpo y me va a acabar matando. Va a vivir de mí hasta chuparme todo y ahí voy a morir, sí, no tengo dudas, ya me siento mal, ya me estoy


sintiendo mal, sin fuerzas, algo descompensado, me siento mal y pesado, como cargando un peso enorme, demasiado denso para mis fuerzas, ahora escasas, y todo porque la lombriz vive dentro mío, porque yo le di lugar para que viviera dentro mío, como si la hubiera invitado a pasar una temporada en la casa del ser, en mi cuerpo, me habitara y de mí viviera, tranquila, como si mi cuerpo fuera acaso una casa a okupar, y la desgraciada, así y todo, con o sin mi consentimiento, me va a matar y yo me voy a morir. Estoy seguro de eso: va a ser tan grande, va a lograr tanta vida, que va a asomar su cabeza acéfala y su cuerpo hermafrodita por mi boca, como si mi cuerpo fuera tan solo un envase, y va a salir de ahí, un monstruo gigante, desagradable, oliendo a caca y a muerto. Y yo voy a estar ahí, ahora un mero envase, muerto, bien muerto, pero por suerte no seré testigo de los estragos que ese gusano enorme, Frankenstein interior, propiciará en la ciudad, en la provincia, en el país. Será la noche oscura de nuestras almas profetizada por los místicos. “Soy el monstruo, soy el monstruo, la reunión de tus gérmenes, el sabor de tu caca, el alimento de tus residuos”, podrá gritar, si fuese capaz del entendimiento que brinda el lenguaje. Lo siento venir, es cierto, sí, es cierto, no tengo dudas, no hay lugar para la duda. Tengo arcadas, ganas de vomitar. Es ella, la muy forra, es ella. Los gérmenes se unieron en un solo cuerpo, deforme pero un solo cuerpo a fin de cuentas. El de la lombriz solitaria, el cuerpo de la lombriz solitaria. Y cuando ese gusano se decida a salir de mi cuerpo se unirá, del mismo modo, con los demás gusanos, generando algo horrible, despiadado y lleno del odio del poder. No habrá tiempo ni para zombis, idiotas, nosotros, que nos consolábamos en la


creencia de esa vida después de la vida, sea o no digna. El ser humano será solo el despojo de miles y millones y millones de lombrices aparentemente acéfalas. Será el fin. No habrá terror porque todo será repentino y saldrá de nuestras entrañas. En el fin, solo seremos un vómito. Un vómito sólido, desacompasado, soberbio. Un vómito que marcará el inicio, ubicuo y anacrónico, de la llegada al mundo y la realidad del monstruo intestino. No habrá piedad. No habrá redención. Solo mierda, mierda y destrucción. Decenas y decenas de años de consumo indiscriminado de agrotóxicos posibilitaron este apocalipsis. Eso y el consumo desprejuiciado de papel higiénico de calidad dudosa. Eso y la escasa educación en la salud, la alimentación y las formas adecuadas o amables de deposición de los restos. Los gérmenes, antes parte del aire y ahora parte nuestro, padres nuestros, generaron, ellos mismos, a nuestros hijos y, pronto, a los hijos de nuestros hijos y así, así. No somos nosotros, pobres seres humanos, quienes hemos estado actuando y reaccionando. Han sido ellos, colectivo homogéneo, generosos con una causa, cuidadores de un destino, quienes han conducido esta historia del fin. Y está bien que así sea: han tenido la suficiente fuerza de voluntad como para tolerar vivir dentro nuestro y sobrevivir y sobrevivirnos. De los gérmenes es y será el mundo. Ni aun lavándonos las manos y todo el cuerpo con Ayudín lograríamos siquiera detener su avance o marcarles un apenas perceptible retroceso en el eclipse del mundo. ¿Cuándo será el fin? Eso ya no importa. Cayó la noche sobre nosotros y lo único que sobrevivirá de nuestras vidas son las cucarachas que ayer no conseguimos matar y que el gato dejó medio muertas al lado de tu cama.


CREO QUE TODO COMENZÓ –O terminó de gestarse– la tarde en que descubrí la caja. Ella había tenido uno. Se la veía feliz junto a él. ¿Por qué yo no? ¿Qué debía hacer? Me portaba mejor de lo que me habría gustado, era obediente, tenía buenos modales, buenas notas; nunca un capricho, una escena que pudiera incomodar a nadie. Pero ella, sola como yo, había tenido uno. ¿Se lo habría merecido? Tal vez. Mi familia había vivido en una casa con jardín que albergaba una modesta pileta de cemento y un patio bajo un parral de uvas negras. Pero yo no lo recuerdo. Luego de lo sucedido con mi hermana Lara –solo recuerdo su nombre– nos mudamos a un departamento más cercano al centro, frente a una avenida de dudoso gusto comercial. Cuando le preguntaba a mi madre por los motivos de la mudanza, ella respondía: —Porque es mejor así. —Ese era todo su argumento.


Mi madre mantenía el lugar a oscuras, en silencio, las paredes estaban desnudas de adornos o fotos; con suerte un día a la semana levantaba alguna persiana para que pudiera entrar algo de sol. Yo no veía en el departamento un sitio alegre, plagado de felicidad, lo entendía como una suerte de tumba, el espacio que cada sábado y domingo abandonábamos para ir a casa de mi abuela, rara vez a la de los amigos de la familia. Mi padre era un fantasma que aparecía tarde por las noches, luego del trabajo, con el traje arrugado y el nudo de la corbata flojo. Llegaba sin decir mucho, en algunas ocasiones me acariciaba la cabeza, ese era su máximo gesto de cariño. Cenábamos con la televisión como telón sonoro, apenas intercambiando entre nosotros un “Pasame la sal” o “Soda, por favor”. Al finalizar la comida me enviaban a dormir. Abril era el peor de todos los meses para vivir en ese departamento. Mamá lloraba día y noche, mi padre aparecía más tarde que nunca y ni me acariciaba. Comíamos entre las lágrimas de mamá, la voz del noticiero y la mirada de mi papá fija en el plato. La única persona con quien me sentía acompañado era mi abuela. Ella sí me mimaba, me hacía los postres que más me gustaban, no rezongaba cuando le pedía que jugáramos al ajedrez, jamás decía que no tenía tiempo. Siempre me trataba como a un nieto más, no hacía diferencias. Tenía muy pocos amigos, todos del colegio; no recuerdo que hubiera chicos viviendo en ese edificio. Los veranos perdía contacto con ellos, me sumergía en esa vidas de adultos tristes que parecían forzados a la expiación y que solo aguardaban que un día todo terminara. Ninguno de mis amigos venía a mi cumpleaños, a pesar


de que yo asistía a los de ellos. Mi día de nacimiento, 25 de diciembre, cuando los mayores se sacudían la resaca y nadie estaba listo para visitarme. Pasábamos la noche del 24 en casa de mi abuela materna, junto a tías y tíos. Detestaba ese saludo de las doce “Feliz navidad y feliz cumpleaños”, sonaba a un compromiso más que a un deseo; yo quería un abrazo y el festejo correspondiente que nunca llegó, y quería un perro. No un hámster ni una tortuga, no, esos son imposibles de considerar mascota, son criaturas con las que uno no puede jugar. El regalo navideño estaba unificado con el de cumpleaños, quizá por eso a los tres años me explicaron la farsa de Noel. Nunca aquellos obsequios cumplieron con lo que yo esperaba. Cuando mi madre me preguntaba por mi deseo de regalo yo era claro, no dejaba lugar a dudas. Recibía peluches a los que podía estrujar y obtener un lánguido sonido, antiparras, patas de rana, libros, camisetas de fútbol, botines, un ejército de soldados de plástico, cantimploras. Pero de perro, ni un collar. Por un tiempo supuse que no podía tener perro por vivir en un departamento. Había oído a los mayores decir que “un departamento no es lugar para un animal. Ellos sufren el encierro. Precisan aire, espacio, un poco de pasto, tierra”. Yo necesitaba lo mismo y solo lo obtenía algún fin de semana y a nadie parecía interesarle. Tal vez odiara a mi padre, a mi madre, a mi hermana, y los culpara de mi desdicha, de mi problema, de todo. Una tarde, en la casa de mi abuela, mientras los adultos dormían una siesta, abrí el cajón del escritorio y allí estaba la caja. Contenía fotos y unas hojas de diario dobladas. Fui viendo cada una de las imágenes: mis padres jóvenes, felices, y una niña sonriente junto a ellos. Era mi hermana, pelo rubio, ojos de lago. En muchas apa-


recía abrazada a un perro. Puse la caja en el piso y me ubiqué junto a ella. Escuché ruidos, guardé todo en su lugar y corrí hasta el living. Mi abuela se asomó y apenas pudo ver cómo me lanzaba sobre el sillón. —Tené cuidado, te vas a lastimar —dijo. No recuerdo qué respondí. Nunca dije algo sobre la caja y los secretos que guardaba. Es posible que ese día comprendiera que la solución estaba en mí, no podía esperar que viniera de afuera. Muchos chicos tenían amigos imaginarios –eso lo supe con los años, cuando la niñez me dejó desnudo y avergonzado–; si jamás iban a regalarme un perro, debía inventarme uno. Así lo hice. Admito que su apariencia física fue mutando, pero su nombre se mantuvo a pesar de mi deseo por cambiarlo: Pyros. Comenzó siendo un perro pequeño, de pelo lacio, hocico corto y ojos casi invisibles. Se hizo mi compañero, no precisábamos más que mirarnos para saber qué necesitábamos. Pronto aumentó su tamaño, le crecieron plumas, le nacieron alas. Pyros podía volar, correr. Su cola se volvió verde, los dientes se hicieron filosos. El cuello se le estiró, le salieron crines. Yo podía cabalgar sobre Pyros, él me cuidaba. Si íbamos a casa de alguien, venía conmigo. Si el visitado tenía alguna mascota –como mi primo Esteban, que tenía un gato–, Pyros se ponía nervioso. Lo abrazaba, le palmeaba el lomo y le decía al oído “Tranquilo, amigo, tranquilo”. Cuando el gato de Esteban apareció muerto en el patio, aunque yo no quise pensar que Pyros había sido el responsable; no puedo asegurarlo, pero supongo que esa no fue su primera víctima. A veces Pyros se volvía de un tamaño pequeño y todos estos cambios complicaban la alimentación. Por las


noches dejaba en un rincón del balcón dos platos, uno con agua y otro con galletas. Mamá protestaba, decía que eso juntaba hormigas. Pyros podía ser cualquier cosa menos un insecto. En algunas ocasiones guardaba restos de cena para mi perro. Los ponía bajo la cama o sobre la mesa de luz. Él nunca comía. Al día siguiente tiraba los desperdicios antes de que mis padres se despertaran. Mamá y papá solían retarme cuando me veían rodar por el piso y reír, ellos no advertían que yo jugaba con Pyros. Eso nos enfurecía a ambos. Pyros mostraba sus dientes amenazante; en los primeros retos yo procuraba serenarlo, pero luego dejé que su furia se sumara a la mía. Una noche desperté asustado, Pyros solía dormir a los pies de la cama. En la oscuridad vi su silueta, una vez más era distinta, respiraba con fuerza. Lo llamé, abrió los ojos, brillaban, relampagueaban en un verde fluorescente. Los dientes le habían crecido de forma anormal. Sentí miedo y orgullo al mismo tiempo, Pyros parecía convertirse de a poco en un monstruo que era feliz solo conmigo y odiaba al resto. Aquella madrugada de los ojos relampagueantes lo vi incorporarse y salir. Escuché sus pisadas en el parquet. Algo no me agradaba, decidí seguirlo. Lo observé remolonear en el living con cierto fastidio, husmeaba bajo los sillones, luego dio un respingo y se encaminó al cuarto de mis padres. Ellos dormían. En la penumbra Pyros abrió la boca tan grande como nunca lo había hecho, estaba dispuesto a lanzarse sobre mamá. Lo alenté con la mirada para que lo hiciera y juro que me pareció verlo sonreír. No recuerdo el motivo, pero me arrepentí. “Con ella no”, murmuré. Me arrojé sobre él evitando el ataque. Entonces Pyros saltó sobre mi padre. Le rodeó el cuello con las garras y lo asfixió. Mi papá apenas se movió, no sé si


porque no podía o porque estaba dormido. Hizo un sonido extraño, como suspiro ahogado, a esto le siguió un silbido agudo. Pyros lo soltó y salió de la habitación. Mamá encendió la luz justo en ese momento, tal vez alertada por los ruidos que hicimos cuando luchábamos, tal vez por el silbido de mi papá. Yo ahí, en el piso, con el piyama desaliñado, no pude explicar nada de lo sucedido. Los médicos dijeron que fue un infarto, yo sabía que no. Días después del velorio nos preparamos para ir a casa de la abuela. Antes de salir busqué a Pyros, pero no pude hallarlo. Desde la noche de la muerte de mi padre no había estado con Pyros, yo no tenía ganas de jugar, un gusto agridulce me recorría las tripas. Mi mamá lloraba más que de costumbre, mi papá ya no estaba y no lo extrañaba; mi hermana nunca había estado, y sin embargo, era la más presente. Todo el viaje lo pasé sin decir una palabra, soportando el llanto silencioso de mi madre. Estaba harto. Fantaseé con que los papeles se invertían y yo era la creación de Pyros. Una criatura amorfa sueña a un dueño que la cuide y la alimente, que no la contradiga y que la deje crecer como el asco, como la bronca. La imagen de mi hermana llorando aparecía en la ventanilla. Yo cerraba los ojos y olvidaba. Ella había tenido uno. —¿Qué te pasa? —preguntó varias veces al abuela, pero no respondí. —Está raro, pero es lógico. No puedo pedirle más, con lo de él y encima lo sucedido con el padre… —lloriqueó mi madre. Volvimos al atardecer, un insoportable viaje en el colectivo al calor de una ciudad jamás pensada para el verano. Fui hasta mi cuarto; allí, sobre la cama, hecho un ovillo, estaba Pyros, su forma ahora era pequeña. Corrí a abrazarlo, debíamos comenzar de cero, abandonar algunos


caprichos y permitirnos espacios para cada uno. Por unos segundos sentí que no estaba listo para dejarlo. Volvimos a ser amigos, a rodar por el piso, a reír. Mi madre, por el contrario, fue apagándose como una vela encendida a la intemperie. Pyros tomó por costumbre acompañarme al colegio. Eso me hacía muy feliz, pero a la vez me traía innumerables inconvenientes: malas notas, avisos de mal comportamiento en la libreta de comunicaciones, llamadas a mi madre… Y ella siempre buscando justificativos con la excusa de mi problema. Nunca pisé tanto la dirección como en esa época. Nadie, por supuesto, sabía de Pyros, pero él se sentaba a mi lado, y juntos planeábamos las travesuras y sumábamos a ellas a los compañeros que habíamos elegido. Cualquier chico que hacía algo que nos disgustaba era víctima nuestra. En algunas oportunidades Pyros le rasgaba los pantalones o el guardapolvo; una vez tuve que detenerlo para que no le clavara los dientes en el cuello a un pibe repetidor. La última vez que escuché la voz de mi madre fue la tarde en la que tuve que soportar un reto inolvidable seguido de la habitual catarata de lágrimas. Amenazas de cambiarme de colegio, de prohibirme esto y aquello… Pyros me observó otra vez con los ojos relampagueantes. Esa noche no cené, ella me había mandado a la habitación sin comer. Creo que no sabía qué hacer conmigo. Pyros sí sabía qué hacer con ella. A la mañana siguiente la encontramos colgando del travesaño de la cocina. Había dejado sobre la mesa varias cartas con explicaciones de lo inexplicable. Pensé en mi hermana, ojalá ella hubiera estado también, Pyros se habría encargado de todo. Me mudé a la casa de mi abuela. Allí mi vida cambió diametralmente. Por primera vez alguien se ocupaba


de mí con verdadera dedicación. Y no lloraba. Y la casa siempre estaba con las ventanas abiertas para que entrara el sol. Y había un patio y un parque donde bien se podría disfrutar de una mascota, de un perro, por ejemplo, como el que tuvo mi hermana, porque ella sí había tenido uno. ¿De qué murió? ¿El perro o mi hermana? No lo recordaba y, además, no había sido mi responsabilidad. Pyros y yo jugábamos cada vez menos, yo no quería atemorizar a mi abuela, y mucho menos quería que Pyros se diera cuenta de que la adoraba más que a él. Dos meses después de vivir ahí, ella trajo un perro. De verdad. Fue tanta mi alegría como mi desesperación. Me pasé la tarde buscando a Pyros. Lo encontré, como la vez anterior, sobre la cama. Cuando lo toqué sentí algo húmedo entre los dedos, él apenas gimoteó. Pyros estaba herido, no tenía una dentellada en el cuello ni en las patas, era otro tipo de lastimadura. Me observó con ojos tristes, nunca le había visto esa mirada, lo tomé con cuidado y lo puse en una caja de botas de lluvia. Parecía un trapo viejo. Evité presenciar su último suspiro. Hice algunas promesas como la de enterrarlo en un campo con flores amarillas, cerca de alguna laguna. No cumplí con ninguna de ellas. Lo olvidé allí, la caja fue a parar debajo de la cama. Al poco tiempo el perro se enfermó y murió. El veterinario acusó un mal congénito. Años después, falleció mi abuela. Para ese entonces Pyros estaba nuevamente a mi lado. Nos gusta disfrutar juntos de este parque enorme. Me regocija que algunos puedan ver a Pyros –aunque lo ven distinto, tal vez mute para cada uno de ellos–. Otros dicen que ya no podemos hacer daño. Pero esto último yo no lo recuerdo.


EN ESTE DEPARTAMENTO HAY UNA habitación

y saliendo de la habitación hay un pasillo y, después, un baño, una cocina y un living. Y la puerta para salir. O para entrar. Es de noche. Hay una chica que duerme. Está tapada con una manta azul, en diagonal sobre la cama de la habitación. A sus pies, duerme también un perro. Respiran como si fueran un solo organismo. Uno solo y de la misma especie. Ella no sueña nada. El perro algo sí, porque bufa. Pasan dos horas y sale el sol y entra por la ventana. El perro abre los ojos y se desenrosca de sí mismo. Todavía sobre la cama, estira el lomo y las patas y hasta las orejas. No sueña nada ahora, está despierto, huele algo que puede parecerse al desayuno. Viene de la cocina, llega por el pasillo. En la cama no está la chica. Solo está él con sus cuatro patas ya elongadas. Piensa que qué raro no haberla escuchado. Tiene razón: esto que acaba de pasar no había pasado nunca. Siempre se despierta cuando ella se despierta. Pero hoy no. Y se estira y baja de la cama, las patas coordinadas e instantáneas. El pasillo está vacío y la luz de la cocina está prendida. Eso lo puede ver. A ella, todavía no. Avanza. Mira el piso y se mira las patas, una detrás de la otra. Casi llega ya y la luz le empieza a rebotar en los ojos redondos. Mira


para adentro de la cocina y se sienta sobre las patas de atrás. Ella lo ve de repente. Se agacha a su altura y le acaricia las orejas con movimientos nuevos, como si lo rascara. Le pasa la mano por el lomo y le dice algo que él no había escuchado nunca. El perro le chupa la nariz y le da la pata y empiezan el día aunque el día hace varias horas que ya empezó en el resto del mundo. La leche en el potecito está tibia. Eso el perro lo siente en la lengua y después en la garganta y al final también en el estómago, que se suma a la temperatura. Al perro no le importa que la leche no se pueda masticar o que casi no tenga gusto. La leche es leche, piensa. Mira para arriba, para el lado de la mesa del living. Ella está sentada, inmóvil. Se preparó un café con leche y dos tostadas pero no se mueve. Mira la mesa y mira para arriba y ni la taza ni el queso crema ni la mermelada son suficiente estímulo para que ella se mueva. Comé, por qué no comés, piensa el perro y se acerca a la chica y con el hocico le toca un tobillo. Ella lo mira y sonríe en un ángulo muy cerrado de los labios y le dice que qué pasa. Por qué hoy no desayunás, piensa el perro, y se estira en el piso, al lado de ella, la trompa entre las patas de adelante. La chica se queda un rato sentada, quieta. Mira de nuevo para arriba y mira la mesa y se sostiene la cara con las manos. Otros días son distintos. Ellos se despiertan al mismo tiempo, desayunan cada uno lo suyo pero también a la vez, después pasean y después hacen lo que tienen que hacer. Ella trabaja en el departamento o afuera y el perro se queda, duerme o juega con algo, con una pelota o mejor con una media. Pasan algunas horas y se reencuentran. Salen a caminar de nuevo y empieza la última parte del día. Comen, otra vez al mismo tiempo. Y después llega el


momento en que se duermen y pasan más horas y todo vuelve a empezar a la mañana siguiente, desde la almohada de ella y desde los pies de la cama donde el perro se enrosca todas las noches. Pero eso pasa los otros días. Hoy no está pasando eso, piensa el perro. Y se incorpora y de nuevo le toca el tobillo a la chica con el hocico. Ella sigue sentada y lo mira; le hace una sonrisa diagonal y mira hacia arriba. Ahora no le dice nada. Ella toca la taza de café con leche. El líquido tiene una película más clara en la superficie; ya está frío. El pote de mermelada está marcado con gotas condensadas y el del queso lo mismo. Las tostadas se fueron hacia adentro de sí mismas y ahora parece que son de goma y que amortiguaron algo muy pesado que cayó desde arriba. ¿Por qué hoy no te movés?, piensa el perro. Y ella parece que algo quizás entiende porque se para y levanta la taza y los potes. El perro se levanta con ella y van juntos a la cocina. La ve dejar las cosas en la mesada. La chica vuelve a la cama. El perro se queda sentado un minuto en la cocina. En general ahora es cuando van a pasear y ahí está colgada la correa y él la mira. Adentro el viento no llega y la correa está quieta y cuelga como si fuera el único objeto del mundo. Ahora solo la correa importa para el perro, y la mira, verde y quieta y colgante, hasta que se cansa y camina por el pasillo muy lento. Se mira las patas y ve que van una detrás de la otra pero a un ritmo que no le parece conocido. Llega a la habitación y se sube a la cama. La chica está acostada en diagonal, tapadas las piernas, el torso y también el cuello. El perro se le acerca a la cara y le lame la nariz. Ella da dos o tres golpecitos en el colchón; el perro se acurruca donde ella marcó y se queda ahí, hecho un rulo y con los ojos abiertos, sin pestañear. ¿Vamos a dormir de nuevo?


El perro se pregunta eso y se queda al lado de la chica porque hoy las cosas no son como todos los días. Ella se queda dormida y el perro también. Duermen como si no se hubieran levantado hace una hora, como si la noche estuviera empezando de cero y en el medio hubiera pasado un día muy largo, doble. Ahora el perro no sueña nada pero ella sí. Algo sueña ella, porque gira y da vueltas y a veces hasta habla. El perro se despierta con el movimiento y la escucha. Son palabras sueltas: arriba, ahí, eso. La chica tiene los ojos cerrados y dice también una frase que al perro le parece que suena más a lo que los humanos se dicen entre sí; pero él no entiende del todo. Dice: las cosas ahora arriba. La chica grita. Está dormida pero grita y el perro se sienta en sus patas de atrás y escucha que el grito se repite. Es una palabra suelta y el grito sale de nuevo de la boca de la chica. Ella gira en la cama, se destapa y levanta los brazos hacia el techo, los diez dedos derechos y las piernas estiradas como tablas sobre el colchón. Grita de nuevo una palabra sola: eso. Lo dice como si fuera su garganta la que pronunciara todo. Eso. Como si ni los labios ni la lengua ni el cerebro tuvieran que moverse para lograr la palabra. Es nada más la garganta la que grita y el sonido suena afuera y suena grave, eso eso eso, y el perro agita la cabeza y no sabe todavía adónde mirar. Pasaron dos minutos. Ahora el perro llora al lado de la chica. Ella sigue con los brazos estirados hacia el cielorraso y las piernas endurecidas. No grita pero tiene la boca abierta y los párpados apretados. El perro se acerca y le huele el aliento. No sabe si es el de siempre, el de ella. Le parece que no es el de todos los días y llora. Se acomoda al lado de la chica y llora. Ella ahora va doblando los dedos de las manos hasta que le quedan nada más los dos


índices estirados. Señalan el techo como rectas que no terminan nunca. No se escucha ningún sonido ahora. Ni las cosas que se dicen los humanos entre sí ni ningún otro ruido. El perro mira los dedos de la chica, los sigue para arriba y mira la superficie del techo. Se incorpora con un salto y vuelve a caer en el colchón. La trompa queda vertical y el perro mira para arriba y primero llora y después aúlla. La chica no se despierta. Ahora no hay más silencio en la habitación porque el perro aúlla como cuando hay tormenta eléctrica, aúlla ahora como si escuchara la peor tormenta de todas, la que termina de arrasar el mundo entero. Aúlla y el hocico apunta cada vez más para arriba, con cada aullido el cuello del perro queda más y más derecho. La chica dice algo. No grita. Dice lo mismo que antes pero susurra ahora, ahora es la lengua la que habla, nada más que la lengua, y la palabra casi no se escucha pero el perro la oye muy bien. Eso, dice la chica, y los índices se le estiran más y apuntan más y más al techo. Eso. El perro ladra para arriba. Mira lo que está en el techo y ladra como le ladraría a la tormenta más giratoria y más honda y más interminable. Ladra y los colmillos se le llegan a ver de ladrido en ladrido y la saliva le va haciendo una cadena de burbujas en la boca y ladra para arriba. Hay silencio de nuevo. La chica no dice ninguna palabra y la boca y los ojos están como sellados. El perro mira el techo y se queda quieto en esa posición. Mira los brazos estirados de ella y vuelve a mirar el techo y de nuevo los brazos. Se acerca a ella. La huele y le pone una pata sobre el esternón. Con el hocico le revuelve el pelo. La chica se mueve pero ya no dice la palabra de antes. El perro respira hondo y acerca también la otra pata. Escarba con las almohadillas rosadas contra la piel de la chica. Le lame la cara y ella al final se despierta. Se le caen los bra-


zos y se escucha un suspiro muy largo. Se desploman sobre el colchón, los brazos, rebotan y vuelven a quedar quietos y ella vuelve a cerrar los ojos. Los dedos que estaban enroscados se aflojan y los índices quedan mezclados con el resto de la mano. Las rodillas se flexionan. Respira hondo y el pecho se le mueve arriba y abajo con un ritmo pausado. Ahora ella duerme y gira de costado y el perro se tiene que incorporar con el movimiento. La mira y la huele dos veces más. Mira el techo con los ojos redondos y abiertos como para siempre. Se sienta sobre sus patas de atrás. Algo se va calmando también adentro suyo. Aúlla una vez y ahora llora y después pasan dos minutos y ya no llora. Las orejas se le van bajando de a poco y los ojos parece que quieren cerrarse. Se acuesta al lado de ella. Estirado de costado, paralelo. Duermen los dos. Respiran y no sueñan nada. Pasa una hora más, una sola. La chica se despierta. Bosteza y se despereza; el perro se despierta con ella y se estira. Ella le acaricia la trompa y después todo el lomo, a lo largo, y le sonríe con toda la cara. Se levanta y va a la cocina; el perro la sigue. La chica ve que hay una taza llena de café con leche frío sobre la mesada y dice algo que el perro llega a escuchar bien, dice que qué raro, y después tira el líquido a la bacha. Pone agua nueva en la pava y le pregunta si él va a desayunar su leche tibia, como todos los días. Se lo pregunta con un tono que el perro reconoce y que le hace mover la cabeza y el lomo y la cola como en olas continuas. El perro se sienta sobre las patas de atrás. Ella se acerca y quedan hocico con nariz para saludarse. El perro le da la pata y ella le dice una serie de palabras que son las de siempre. Ahora vamos a tomar la leche y después vamos a dar el paseo, qué te parece. El perro se relame, mueve la cola y piensa que hoy


va a ser un día como todos los días, con ellos dos juntos y solos en el departamento.

—¿UN QUÉ? —UN ESPEJO. —NO seas tarado, ¿querés? Anko refregó el muñón contra su pera. Después bostezó, se agachó hasta la mesa, apresó con los labios el cigarrillo que esperaba tirado de cualquier manera frente a él, se incorporó, lo acomodó con la lengua y volvió a agachar la cabeza. Con la punta del cigarrillo y el otro muñón abrió la caja de fósforos, la volcó sobre la mesa y empujó uno contra el borde, hasta que quedó a medio colgar en el vacío. Entonces, cual boxeador dándose máquina antes del combate, golpeó con fuerza un muñón contra el otro, apresando entre ambos el fósforo. Una vez que lo tuvo asegurado, atacó con furia espástica el costado rasposo de la caja, que quedó dando vueltas mientras Anko, con el cigarrillo encendido, ya estaba en otra cosa.


—Vos todavía creés en fantasmas, ¿no? Se ve que la mecha prendió, porque a Jote se le fue al tacho todo el entusiasmo. —¿Qué tiene que ver? —¿Qué tiene que ver? Qué sos un gil que se come cualquier verso. —Yo no me… escúchame, te estoy hablando de otra cosa —dijo, con el ceño fruncido, agitando la mano con los cinco dedos frente a su cara, revoleando de revés la pavada con la que Anko quería confundirlo. —No. Pero vos creés que sí. —Yo te estoy habl… ¿cómo? —Los fantasmas no existen. Los espejos, tampoco. Por eso te entusiasman tanto los dos: porque no son reales. El odio en la mirada de Jote era indisimulable. Anko se dio cuenta de que se había sarpado y reculó en el acto. —Escuchame, no importa si son reales o no. Lo que quiero es que no te obsesiones con eso. Porque si llegás a hablarle a alguien de est… —No seas nabo. Por supuesto que no voy a hablar con nadie de esto. ¿Con quién te parece que puedo hablar, a ver? Anko lo miró con preocupación. Una totalmente fingida. En el fondo, respiró aliviado. Sabía que estaba jugando con fuego. —Vamos. —¿Qué? —Tengo algo que mostrarte. Era inútil intentar frenarlo, así que ni lo intentó. Se propuso limitar sus esfuerzos a monitorear los movimientos de Jote a una módica distancia de un metro o dos,


primero, de un centímetro o dos después, cuando lo hubo alcanzado, algo así como dos minutos más tarde. En algún sentido, ya era tarde: la pequeña multitud de mancos que se agolpaba afuera, entre fanáticos religiosos y vendedores ambulantes, entre puesteros que remataban pescado y cocos en racimos que brotaban de los muñones y chicos que intentaban robarles, se abrió a su paso. Ya nadie se tiraba al piso. Habían dejado de hacerlo después de las primeras muertes –lentas y dolorosas, como si se estuvieran pudriendo por dentro a paso de tortuga– porque se estaban pudriendo por dentro a ritmo cansino. Ahora se limitaban a quedarse duros como piedras y a clavar la mirada en el piso. El resto –poco menos de la mitad– hacía como si no pasara nada. Era hipócrita, pero también era la mejor política. —¿Son boludos? —¿Ellos? ¿Por? —Me tratan como a… como a… —“El Elegido” —¡Ajjj…! —“El que nos va a salvar del Búho”. —Cortala, ¿querés? —Sos el único que tiene las dos manos. ¿Por qué creés que sea? Jote le clavó la mirada. La primera vez que se lo había dicho, no pudo evitar sentirse halagado. Ahora solo era un recordatorio constante de que estaba viviendo entre una parva de tarados. Cuando se dio cuenta de que inconscientemente había disminuido la marcha, volvió a acelerar. El ritmo de la caminata era más intenso que antes. —¿Vos también? —Yo también, ¿qué?


—Vos también creés que yo soy… —No seas boludo. Yo no creo nada. Solo te digo que actúan como lo hacen por una razón. Puede ser mala, pero no es ridícula. —¡Ahhjjj! Jote se sacó de encima el planteo con un nuevo manotazo nervioso al aire. Había doblado por el camino que subía al morro donde, hasta hacía algunos años, antes de La Gran Separación, vivía el grueso de los habitantes del lugar. —¿Qué hacés? —Dale, no seas puto. —Subamos. —No. —Subamos, te digo. Y se lo dijo de un modo tal que a Anko se le antojó que no tenía mucha opción. La idea, que hasta el momento había funcionado, era hacerlo cambiar de opinión. Para eso, de momento, solo quedaba seguirle la corriente. Lo alcanzó cuando llegaron a la primera zona de ranchos. Desde ahí se dominaba sin problemas la playa. Pero la zona también había sido la más afectada por La Gran Separación, que había dañado a todos los ranchos del pueblo, pero se había ensañado particularmente con los del morro. Ahora, los ranchos estaban deshabitados. Desde ahí, por las noches, salía el ulular de los búhos que oían los que tenían la mala suerte o la imprudencia de para estar afuera cuando el Sol se ponía. Pero para la noche todavía falta mucho, así que no Anko no tiene de qué preocuparse.


Pero lo hacía igual. —Seguime. Anko sabía que era mejor no perderlo de vista. Y eso hizo los primeros minutos, internándose en pasadizos oscuros a pesar de la luz del Sol que caía en picada, abarrotados de olor a mierda, humedad y sal. Anko seguía y seguía. Pero parecía que la persecución nunca iba a tener fin. Las apariencias engañan. —Acá. —Acá, ¿qué? —Acá arranca el camino que descubrí el otro día. Anko, en medio de un ataque de desesperación –que ocultó como mejor pudo–, tuvo un momento de lucidez. —Ya sé. —… ¿qué? Ahora era Jote el que volvía sobre sus pasos. Inspeccionó a Anko con curiosidad. Pero, más que nada, con miedo y perplejidad. Presentía –o meramente temía– que lo que dijera lo hiciera cambiar de planes. Y que nunca pudiera llegar a la cima. Y lo único que quería, en ese momento, era seguir subiendo. —Ya sé lo que estás haciendo. Jote buscó afanosamente en su interior. Porque, honestamente, no tenía idea de qué estaba haciendo. —¿De qué hablás? —Vos querés probar que es todo mentira, ¿no? Jote respiró. Qué alivio. Pero también, por detrás, había un si es no es de decepción. Anko siempre había sido el más inteligente. Y a


Jote lo motivaba que fuera así. Necesitaba a alguien mejor que él a su lado. De lo contrario, seguramente se volvería loco. —¿Por qué? —Por qué… por qué, ¿qué? —Por qué tanta vehemencia. Tanta insistencia. Tanto hincharles las pelotas a esos pobres tipos. —… ¿qué? —Porque vos sí creés, ¿no? Es eso. Vos creés que cuando llegues a lo alto del morro vas a ver al Gran Búho. El que provocó La Gran Separación. El que se vuelve loco cuando descubre que no es humano. El que cuando se vuelve loco, mata gente con el pensamiento. Vos creés todo eso. Y también lo otro. Vos creés –en el fondo, lo creés– que sos especial. Vos creés que sos El Elegido. Vos sos el primer crédulo, no el último escéptico. Jote achinó los ojos. Mitad, para reacomodar las ideas. No le gustó lo que oyó. No le gustó nada. Porque, en el fondo, creía que Anko tenía razón. Ahora que lo decía, lo sabía. Por eso tenía que subir a lo alto del morro. No para probarle a nadie nada. Pero él necesitaba saber. Necesitaba cortar la duda de raíz. —Yo nunca escuché que nadie me llamara así. Solo vos lo hacés. —Porque te tienen miedo, por supuesto. Y saben que no te gusta. —¿Por qué me van a tener miedo? ¿No soy El Elegido? —Porque sos tan groso que podés matar al Búho. Obviamente tenés mucho poder. Jota agachó la cabeza. Había algo en todo lo que decía Anko que lo perturbaba, que no terminaba de cerrar-


le. Sentía cómo si –pero no terminaba de encontrar las palabras exactas– lo estuviera engañando. Ridículo. ¿Para qué lo iba a hacer? Basta. Nada de eso estaba bajo su control. Cuando hablaban, Anko estaba en control. Así que tenían que dejar de hablar. —Voy a subir. ¿Venís? Anko agachó la cabeza. No, no quería. Pero todavía tenía presente lo que había pasado la última vez que le dijo que no. —Es al pedo. Vas a ver. Dale. Dale, guapito: subí. Yo te hago la segunda. Anko pasó por delante de Jote y siguió, sin mirar atrás, hasta que la oscuridad a plena luz del día generada por lo tupido de la vegetación que caía sobre su cabeza lo hizo reaccionar. ¿Qué estaba haciendo? Se dio vuelta. Jote se lo llevó puesto. Nada grave. Apenas un choque de hombros, producto del infructuoso intento de Jote por esquivarlo, o por no hacerlo. Anko dio un respingo, resbaló con unas hojas humedecidas por el rocío del tamaño de su cabeza, y cayó de culo contra el piso. Hubo un segundo de silencio, que en la cabeza de Anko se prolongó incluso tras las risotadas de Jote. Estoy bien, se dijo. Estoy bien, volvió a decirse, tocando con la respiración el mundo para asegurarse de que fuera real. ¿Y ahora? Ahora le esperaban veinte, veinticinco minutos de caminata ininterrumpida, siempre en ascenso, en la que procuró por todos los medios ablandar, persuadir, distraer y hacer cambiar de opinión a Jote. Pero todo era en vano. Jote caminaba cada vez más rápido, y Anko ya no sabía


dónde estaba. No quería seguir subiendo, pero ahora también temía quedarse solo. Solo, en un bosque en el que nunca había estado, al que solo había visto desde la playa por años y años. Un bosque alimentado por mitos y leyendas y fantasías. Pero también por realidades medibles en muñones, en rengos, en cadáveres en la costa. Si me quedo solo, fui. Así que siguió subiendo. Y siguió subiendo. El Sol caía cada vez más rápido. Hacía mucho tiempo que había dejado de estar en lo más alto, y yo no lograba verlo a través de la espesura. Ya había partes de ese entramado de hojas y ramas y bichos y barro y troncos deformes y amenazantes que no podía ver de ninguna manera. Y siguió subiendo. Entonces un flash se disparó en su cerebro. Fuí. Si no lo encuentro antes de que anochezca, me va a encontrar. Y fuí. Y si lo encuentro antes de que anochezca, ya no va a haber tiempo para convencerlo de que bajemos y bajar antes de que el Sol se ponga. Y fuí. En cualquier escenario, estoy muerto. Soy un muerto que habla. Soy un muerto que piensa, dijo. Y siguió subiendo. Cada vez más rápido. Tropezó, resbaló, se dio de cara contra el piso. Su pulso latía al triple de velocidad que lo habitual. Su cara estaba cubierta de barro y bichos aplastados. Apoyó un muñón contra la tierra y con el otro se sacó de encima la


hoja que le tapaba media cara. Arriba. Arriba. Rápido. Más rápido. Con ese mantra procuraba ahuyentar el ejército de terrores que atacaba sus pensamientos, sus emociones, que no lo dejaba respirar. Arriba. Arriba. Más rápido. Más rápido. Arriba. Arriba… Entonces se hizo la luz. Anko dio un paso adelante. Estaba en un claro de la selva. Probablemente, el único claro de toda la selva que rodeaba al pueblo por los costados y por arriba. Se dio vuelta. Ahí abajo, realmente abajo, realmente lejos, estaba el pueblo. Ínfimo. Ridículo. Aislado. Solo. En una punta, selva tupida. Más allá, una playa desierta. Y más selva. Y más selva. Y más selva. Del otro lado, ni siquiera playa. Solo selva. Selva por todos lados. A punto de comerlo. Volvió a darse vuelta. Tenía que enfrentarlo, no había otra. El chaperío en el medio del claro, en la punta del morro, no era más grande que un cuarto, que una habitación construida a las apuradas. En el techo, sin embargo, había una cosa que a Anko, en medio de una oscuridad incipiente, le costó descifrar. Dio un paso adelante, y dio otro más antes de darse cuenta. Una pila de huesos. Y en la punta, una calavera. Dio otro paso. De los costados todavía pendían colgajos de piel putrefacta. En uno de ellos, le pareció reconocer (pero le pareció, nomás. Con esta oscuridad


–con este temblor en todo el cuerpo– no había forma de estar seguro) un tatuaje vagamente familiar. El viento lo golpeó de lleno en la espalda y atronó contra la puerta de la casilla, que con la presión descubrió que no era un fuelle y crujió casi hasta romperse. La reacción generada terminó de abrirla. Como invitándolo. Anko quería salir corriendo. Pero dio un paso y dos adelante. Si metía la cabeza, iba a estar adentro. Metió la cabeza. Abrió la boca. Quería gritar, aullar, ulular y desvanecerse en el huracán. Pero no hizo nada. No podía hacer nada. Estaba ahí, parado, petrificado, mirando para adentro. Viendo cómo Jote se paseaba en cámara lenta de un lado a otro, dándole la espalda, en el reducido rango de un metro, en el fondo de la casilla. En el medio, delante de Anko, detrás de Jote, una fogata de compuesta de pocas ramas humedecidas empezaba a teñir todo de un humo gris, a través del cual Anko pudo ver, delante de Jote, pegado al fondo de la casilla, proyectándola al vacío, cómo una figura del ancho y el largo de Jote, con sus mismas ropas, copiaba, frente a él, sus movimientos. Si Jote se movía a la izquierda, la figura lo hacía a su derecha. Si iba a la izquierda, la figura la seguía a su derecha. Jote probó retroceder. La figura retrocedió. Avanzó hacia la figura, y la figura lo enfrentó. No tenía cabeza. ¿Por qué no tiene cabeza? Jote decidió sacarse la duda. Se agachó. Anko vio las alas desplegarse. Vio, también, la desesperación inyectar los ojos redondos de la figura. Vio cómo el dolor se transfiguraba rápidamente en un odio sólido y uniforme, dispuesto a barrer con todo a su alre-


dedor. Anko retrocedió. Sus pies decidieron por él, y empezó a correr por dónde había venido, de vuelta a la selva. Pero ya era tarde.

Querida tía: Espero que al recibir la presente te encuentres bien de salud. ¿Recibiste mis cartas anteriores? Todavía no me llegó ninguna respuesta tuya. Igual, quedate tranquila: ya sé cómo es el correo, anda como le da la gana; más en esta época. Estuve pensando mucho en vos estos días, recordando los veranos que pasábamos en tu casa, allá en Pilar. Para nosotras era el campo; no podíamos creer que tuvieras tantos animales. Gallinas, pollitos, perros y gatos, hasta un conejo. Anoche soñé con Colita y cómo jugábamos


con él Claudia y yo. Ya sabés que mamá nunca quiso que tuviéramos perros en el departamento, ninguna mascota, y allá nos desquitábamos. No sé por qué dejamos de ir. Creo que mamá pensó que ya estábamos grandes para eso, y nosotras le creímos. Esas cosas que pasan y que en el momento no te das cuenta, pero que después lamentás haber dejado de hacer. Claro, cuando una es chica no sabe apreciar las cosas. Podrán decirme lo que quieran, pero estoy segura de que esa peste que se llevó a los perros, los gatos y los gorriones fue cosa del Diablo. Por llevárselos en medio de tanto sufrimiento, pobres bichos –la pus, las hemorragias... ¿qué necesidad? –, pero aparte por todo lo que vino con eso. Todavía me acuerdo de los camiones de la municipalidad, de las piras en las esquinas y el humo. Quién se iba a imaginar que tardaban tanto en quemarse. ¡Y el olor! Ese olor que se metía por todos lados, que no se iba más. Me la pasaba lavando las cortinas. Qué cosa loca que es el ser humano, ¿no? Dicen que es un animal de costumbres. Parece que la gente no podía soportar la ausencia de mascotas. “Vacío emocional”, decían los informes en el noticiero, ¿te acordás? Y claro, cuando aparecieron los blank fue lo que fue. Al principio todos los tenían en el celular y no hablaban de otra cosa. Más los chicos, pero gente grande también. Bah, qué te voy a contar, si pasó en todas partes; seguro que en Pilar también. Mili, mi hija, se había bajado la aplicación y andaba con eso todo el día; hasta le había puesto nombre. Y


sí, apenas salieron los externos, quiso tener uno. La culpa es nuestra, por haberle dado siempre los gustos. Obvio que al principio le dijimos que no. ¡Costaban un ojo de la cara! Pero ella nos martillaba la cabeza día y noche. Nos decía que todas sus amigas los tenían, que venían con más capacidad, que aprendían lo que les enseñaran, como cualquier otra mascota. “Como cualquier otra mascota”, ¿entendés? Una locura. Hasta llegó a decirnos que su blank necesitaba el externo para terminar de desarrollarse, que si no se iba a morir. A mí no me movía ni un pelo con sus lloriqueos pero al final lo convenció al padre, que nunca supo decirle que no. Él empezó con que se lo podíamos regalar para navidad, que se lo merecía porque había terminado bien la primaria. Yo estaba cansada de discutir, y de terminar quedando siempre como la mala, así que pensé “esta vez, no”. Esa misma tarde lo compramos con la tarjeta. Un gatonejo. ¿Me querés decir qué es un gatonejo? Yo te voy a decir qué es: una porquería. Algo que entra a tu casa para joderte la vida. Al principio, Germán me decía que exageraba, pero con el tiempo hasta él tuvo que admitir que pasaba algo. No es normal que una chica de doce años esté todo el día hablándole a una cosa, que se la lleve a todos lados, que se pase las vacaciones metida en su habitación. ¿Para eso nos fuimos hasta Las Toninas? ¿Para eso alquilamos un dúplex a cuatro cuadras de la playa? ¿Para que la señorita no quisiera salir ni a la puerta? Además el externo ese me daba mala espina.


La forma en que me miraba, en que me seguía con esos ojitos de vidrio... Los ruiditos que hacía –unos maullidos raros, roncos, metálicos– que me helaban la sangre... Un día me harté. Le dije a Mili que lo dejara de una vez y viniera a ayudarme con las cosas de la casa o se lo tiraba por el balcón. Me respondió “que estaba con algo importante, que no la molestara” y ahí no aguanté más. Me le fui encima y lo manoteé para quitárselo, forcejeamos y ella me mordió la mano. Te juro que vi todo rojo. El cachetazo fue un reflejo y no medí la fuerza, pero tampoco el golpe fue para tanto. Lo que pasa es que justo se dio contra el mueble y se lastimó la nariz. Cuando vi que le salía sangre me quise morir. Le pedí disculpas mil veces, la llevé corriendo a la clínica para que la curaran, pero el daño estaba hecho. Yo sé que nunca me lo perdonó. Disculpame, tía; anoche me tuve que ir a acostar; me dolía mucho la cabeza. Pero retomo tu carta ahora a la mañana, mientras me preparo unos mates. Les pongo cáscara de naranja, como vos me enseñaste, ¿te acordás? Qué hermosas esas mañanas de verano, allá en tu casa. “Arriba, arriba”, nos decías, “cómo pueden estar en la cama todavía, con un día tan lindo”; y nos decías lo mismo si había sol, estaba nublado o llovía, porque “el buen clima lo hace uno”. Cuánta razón tenías. Releo lo que te contaba sobre Mili y es tal cual. Si vos vieras cómo se la pasaba esa chica sacándose las vendas, toqueteándose la herida, y eso que le dijeron que si no se dejaba sanar bien le iba a quedar cicatriz. Pero parece


que lo hacía a propósito. Venía y me mostraba como le supuraba y sangraba después de sacarse los cascarones. Parece que disfrutaba de mi cara de horror, de asco y de culpa. No sabés con que satisfacción me miraba mientras trataba de curarla. Ahora sí se pasaba el día entero sin salir de su habitación, y yo dejé de insistirle para que lo hiciera; Germán le llevaba la comida ahí. Tantas veces a la noche, en el silencio de la madrugada, cuando yo no podía dormir, la escuché murmurando o riéndose... Creí que se comunicaba con alguna amiga y me alegré de que estuviera en contacto con alguien. Me repetí que todo mejoraría cuando terminaran las vacaciones y tuviera que empezar el colegio, que eso la iba a ayudar a volver a la normalidad. Pero todo fue cada vez peor. German casi no me hablaba. Y yo volví a la Iglesia. Se seguían reuniendo en el mismo local, cerca de casa, y me recibieron como si nunca hubiera dejado de ir. Leíamos los Evangelios. Los domingos, Marta preparaba limonada y yo llevaba torta. Por ahí me quedaba horas hablando con el Pastor Gustavo. Él me lo hizo entender. A veces pasa así: el mal toma muchas formas. El mal se mete en tu casa sin que te des cuenta. Yo la escuchaba cuchicheando; se callaba si veía que yo andaba cerca, pero yo la escuchaba. Hacía cosas; me escondía el costurero, me cambiaba lo que tenían adentro los frascos de la cocina... Un día me hizo desaparecer todas las tijeras, no pude encontrar una tijera en toda la casa. Cuando le pregunté dónde estaban, se rio y me dijo que


el gatonejo las necesitaba para un experimento. Parecían travesuras, ya sé, cosas de chicos; pero ese fin de semana me intoxiqué con la comida y estoy segura que fue algo que me puso ella en un descuido mío. Quise llevarla a la Iglesia, para que la ayudaran, pero lloró, gritó y pataleó, y Germán la defendió, me dijo que yo estaba loca, que no podía obligarla a algo así. Juraría que ella me sonrió cuando la levantó en brazos para llevarla a su habitación. No me olvido más de cómo me habló él después. Vino al rato y se sentó en la cama al lado mío, sin mirarme; me dijo que Mili estaba muy alterada, que me tenía miedo, que le pidió que no la dejara sola, que por esa noche él iba a tener que dormir en el cuarto de ella, en la camita plegable, para que se calmara. Creo que dijo algo más, que las cosas no podían seguir así, que quizás iba a convenir que se la llevara unos días a la casa de la abuela, o que me fuera yo a la casa de mi hermana; pero yo ya no le prestaba atención. Cuando lo vi salir del dormitorio supe que era para siempre, que no había vuelta atrás. ¿Sabés lo que dicen los Evangelios? “Por sus frutos los conoceréis”. Porque tarde o temprano la verdad de lo que son las personas se muestra en sus actos. A la mañana siguiente, él me esquivaba la mirada; se fue al trabajo sin desayunar. Y ella bajó más tarde, con modales de reina. Puso algo sobre la mesa de la cocina, un montón de pedazos de papel, y se me quedó mi-


rando, con esa cosa en brazos. Al principio no me daba cuenta de qué era lo que había dejado, y después no lo pude creer. Me había cortado todas las fotos del álbum del casamiento, una por una. La miré, y se rio. ¿Te das cuenta? Tuve que hacerlo. Ella ya no era mi hija. Bueno, no quiero seguir aburriéndote con tanta palabrería. Quería que supieras que me acuerdo mucho de vos y de esos veranos que pasábamos en tu casa. Ojalá pudiera volver el tiempo atrás, a esa época, y quedarme para siempre ahí. De todas maneras, este lugar en el que estoy ahora tampoco es tan malo. Me ayudó a redescubrirme en la paz del Señor, que todo lo sabe y todo lo ve. Creo que ya estoy mucho mejor, y pronto voy a poder salir. Así que un día de estos, cuando menos te lo esperes, me aparezco por tu casa. Con el cariño de siempre

Isabel


JULIA LLEVABA VARIAS DECEPCIONES EN su haber. La última casi le consume las ganas de vivir. Andrés la había herido letalmente confesándole su doble vida y eligiendo quedarse con la que era su “legítima” mujer. Julia vio desechos sus proyectos de pareja y en un abrir y cerrar de ojos, el mundo se le dio vuelta en el estómago. Su familia y conocidos estaban muy preocupados por ella. Abandonó terapia, renunció a su trabajo, casi no salía de su departamento. Fue entonces cuando su mejor amiga le sugirió viajar. —Dale, no seas boluda, Juli. Te va hacer bien. Yo sé lo que te digo. Un viaje así te abre la cabeza mal —dijo Marta en un tono casi imperativo. —Olvidate de ese hijo de puta que no tuvo huevos para jugarse por vos. Hacé algo por tu vida, Julia. ¿Hasta cuándo la entrega desmedida? ¿Hasta cuándo bancarte todo por un te quiero? Julia, vos necesitás un tipo protector, alguien que te cuide, que sea tu guardián. Alguien en quién poder descansar.


Mientras no perdía de vista un punto perdido en la pared de la cocina, Julia murmuró: —Lo voy a pensar. Dos meses después, armaba la valija con destino a India. La idea era iniciar un camino de conocimiento espiritual que la ayudara a lidiar con el caos mundano. Vendió su auto, echó mano a sus ahorros, puso en alquiler su departamento y se aventuró a descubrir como brillaba la luna desde otro cielo, a sorprenderse con otras costumbres, a redescubrirse. Marta la llevó al aeropuerto, deseándole lo mejor. Le regaló un Japa Mala1 para que lo rezara mientras viajaba y para que no desentonara tanto cuando estuviera recién llegada. Las amigas se abrazaron y Julia embarcó sin decir palabra. Tampoco hacía falta. Marta decodificaba a la perfección los silencios de su amiga. Después de más de veinticinco horas de vuelo, Julia pisaba Nueva Delhi. La ciudad no estaba tan mal pero no se parecía en nada a los posters de las agencias de turismo. Había arboledas, muchas avenidas y monumentos históricos. Como hablaba fluidamente inglés, no tuvo problemas para indicarle al taxi el hostel que había elegido para hospedarse. Los primeros días investigó tímidamente los alrededores. Había cafeterías improvisadas en las calles, muchísima gente caminando de un lado a otro. Pudo comprobar por qué era conocida como la quinta ciudad más poblada del mundo. Empezó a confirmar que todo lo que se decía sobre India era cierto. Pobreza en todas partes, suciedad extrema, caos de tránsito pero a la vez todo era extrañamente atrayente. 1

Rosario hindú.


Julia decidió dejar de sufrir por las postales tristes y en cambio pensó en disfrutar lo que la ciudad ofrecía. Aún contra todo pronóstico era un lugar maravilloso que invitaba a salirse de las preconcepciones del mundo. Lo que sí representaba un real problema era la comida. Se dejó tentar por un exótico manjar culinario servido en una hoja de vaya saber que árbol y decorado con un gusano. Cuatro días con fiebre, vómitos y regulares visitas al baño le ensañaron a Julia su primera lección: nunca, bajo ningún concepto, volver a probar comida callejera. La segunda fue comprobar que el agua potable de potable solo tenía el nombre. Salvados estos detalles, comenzó a pederse en las calles de Delhi. Fue una tarde mientras visitaba el Fuerte Rojo cuando se cruzó con un joven del cual no pudo despegar su mirada. Ojos atigrados, piel mate, esbelto y musculoso. Se acercó lo más que pudo simulando estar muy interesada en la arquitectura del lugar. Mientras extendía una manta con amuletos (o algo así) el joven miró a Julia sonriendo. Julia sintió una vibración en el pecho. Esa vibración se traducía en una frase “ven a mí, bella mujer, yo te convoco, seré tu protección hasta la muerte, ven y descansa en mis brazos” Julia quedó hechizada. Se acordó de las palabras de su amiga esa tarde en la que le recomendó viajar. Con la excusa perfecta, se acercó al joven. Preguntó en excelente inglés cuanto costaba un amuleto. —Es el Om Ha Um, un mantra hecho medalla que equilibra nuestro espíritu. ¿Te gusta? Julia no lo podía creer. Le había respondido en perfecto español.


—Jajaja, te sorprendí ¿verdad? No te guíes nunca por las apariencias. Hay cosas secretas que los ojos no rebelan. Ya ves, creíste que no sabía hablar español porque soy indio. Perdón mi descortesía, me llamo Rahás. —Mi nombre es Julia, encantada. ¿Qué significa tu nombre? —Secreto. —Uy, perdón por preguntar. —¡Jajaja, no! No son necesarias las disculpas. Mi nombre significa “secreto” en sanscrito. Julia pudo al fin relajarse y rieron los dos por el mal entendido. Pasaron apenas unos días y ya estaban unidos por el destino, si es que existe tal cosa. El viaje ya tenía sentido para Julia. Se llamaba Rahás. Rahás la invitó a su casa, en las afueras de Delhi. La introdujo en los conocimientos espirituales, hicieron viajes, se bañaron en el Ganjes e iniciaron una historia de amor inusual. Tres años después de aquel encuentro en Fuerte Rojo, Julia y Rahás vivían en un departamento de Palermo, muy cerca del zoológico. La dicha parecía haberse instalado en la vida de Julia. Rahás era todo lo que ella había esperado de un hombre: fiel compañero, protector, el guardián de sus sueños y el conjuro contra sus pesadillas. Un día cualquiera de agosto, mientras desayunaban, Rahás la observaba fijamente. Estuvo así, cavilando unos minutos, hasta que por fin preguntó: —¿Matarías a alguien? Julia lo miró absorta y sintió que un puñado de alfileres se le clavaba en la espalda. La idea era atrayente y horripilante a la vez. Sin embargo, disimuló su interés.


—¿Estás loco? ¿Qué clase de pregunta es esa? —Una pregunta, Julia, solo eso. Si no la entendiste, te la repito: ¿Matarías a alguien? —Sí —dijo Julia, asombrándose de sí misma, de no haber titubeado, de su pronta respuesta. Rahás esperaba que Julia diera más detalles sobre su afirmación, así que volvió a insistir. —¿Cómo lo harías? ¿Qué método utilizarías? Julia seguía debatiéndose entre su pensamiento amoral y la fascinación por su morbo. —No sé. Supongo que lo haría de la manera menos violenta, sin que la víctima sufra. Un cóctel de barbitúricos y alcohol, por ejemplo. —Eso no aplica para un asesinato, deberías convencer a la víctima. No creo que nadie acceda voluntariamente a semejante invitación —replicó Rahás, encendiendo un cigarrillo—. Además necesitarías un móvil… ¿o matarías por matar? Cada pregunta de Rahás, incitaba más a Julia. Se sentía perversa, malvada, liberada de todo prejuicio, gozaba extrañamente de ese permiso de maldad. —Mataría por matar —explicó Julia—. Solo habría una regla: sería un desconocido, alguien anónimo, alguien elegido al azar. Rahás sonrió y apagó el cigarrillo. Es asombroso. Un día cualquiera, te das cuenta que todo encaja como en un perfecto rompecabezas. A Rahás también le atraía la idea de matar, pero en su caso, solo pensarlo le daba placer. También se sentía perverso. Estaba en su sangre. Su naturaleza se lo pedía con desesperación. —Solo en una cosa no coincidimos —dijo Rahás—. También mataría pero por placer. La víctima tendría plena conciencia de su final. No le ahorraría dolor, ni padeci-


miento y sería alguien a quién quiero, como te quiero a vos. A Julia se le congeló la sangre. Un sudor apenas perceptible mojó su frente y corrió por sus sienes. Tragó saliva e intentó mantener la inútil calma del que se sabe condenado. —Ahora ya sabés por qué no otra. El día que nos conocimos te lo hice saber a mi modo “con vos hasta la muerte”. Recordá lo mucho que te quiero, como te cuidé estos años y como voy a destruirlo todo en cuestión de minutos. Los ojos de Rahás eran felinos y esta vez la mirada destilaba un apetito desenfrenado. De repente, una luz anaranjada lo envolvió y su cabeza trasmutó en la de un tigre. El resto del cuerpo conservaba forma humana, con un agregado: estaba cubierto por un fino pelaje moteado. Las ropas desaparecieron y un rugido estremecedor lanzó una revelación: —Rahás, el secreto, esconde mi verdadera identidad. Soy Rakshasa, dios felino, guerrero cruel e impiadoso, destructor del amor y la candidez, aquí para cumplir mi cometido. Las manos se le transformaron en garras y de las garras brotaban uñas negras, listas para un zarpazo. Julia intentó correr pero fue en vano. El tigre hindú la alcanzó cruzando el living, cerca del dormitorio donde hacía un par de horas le había hecho el amor. Sin ningún preámbulo y con total alevosía, hundió sus garras en el abdomen de Julia. La escena lo excitó al extremo y eyaculó sobre la herida. Ella dio un último suspiro, mientras un charco de sangre oscura manchaba la alfombra.


Rahás rugió una vez más, en estado de éxtasis. Devoró con avidez las vísceras de Julia y una vez saciado, se incorporó retomando lentamente su forma humana. Luego encendió un cigarrillo y decidió apurarse. Había mucho para limpiar.

Recién entonces las lágrimas que había intentado llorar contra la ventana cayeron de sus ojos. HOTARU - Sancia Kawamichi

mi cara. Suelto unos manotazos y con las piernas aparto la sábana. A tientas enciendo la luz del velador. Luis no está y una hormiga gira como aturdida encima de la almohada. Me paro sobre el colchón. Levanto la almohada y la sacudo, lo mismo hago con la sábana, la sacudo varias veces y la SIENTO QUE ALGO CAMINA POR


extiendo. No puedo dejar de temblar. Me tapo la boca con la mano al ver más hormigas en el piso, una caravana de hormigas que vienen y van y se pierden debajo de la cama. Me muevo para comprobar que siguen al otro lado, en la penumbra, hacia el zócalo, y sin romper fila trepan la pared, unos treinta o cuarenta grados para perderse detrás del ropero. Hay un leve olor a podrido en el aire. La temperatura parece haber bajado. Ahora oigo la lluvia que golpea contra la ventana. No sé dónde puede estar Luis. Nunca está cuando lo necesito. Salto fuera de la cama, lo más lejos posible de las hormigas que pasan por debajo de la cómoda, doblan y franquean mi pantufla derecha, bordean la otra, la izquierda, y siguen, cargan huevos alargados parecidos a granos de arroz, y otros más chicos, apelotonados en veintena o treintena. Abro la puerta y la luz invade los primeros centímetros del pasillo. Las hormigas aparecen y desaparecen en la oscuridad. Me hago a un lado y avanzo pegada a la pared. Sigo hasta la puerta entornada de la habitación de Pamela. Oigo su respiración, la puedo distinguir en su cama. Cierro la puerta despacio. Continúo por el pasillo. Enciendo la luz del baño y suelto la respiración. Luego sigo, no me queda otra que seguir. Con la mano extendida sobre la pared, camino lo que queda de pasillo hasta la llave de luz del living. La enciendo. La fila de hormigas se ensancha en este tramo, pasa por debajo del modular, por delante de la biblioteca, por encima de unas Cosmopolitan viejas, en dirección a la cocina. Doy un rodeo por detrás del sillón y voy hasta la puerta vaivén. La empujo y la mantengo entornada con el pie. La luz del bajo alacena está encendida. La taza térmica de Luis reposa junto a la pileta, la canilla está abierta y el agua corre. Ahora siento olor a tierra mojada. Las hormi-


gas siguen en diagonal por delante de la mesa, entran y salen por detrás de la heladera. Me acerco a la pileta, cierro la canilla e inclino la cabeza, inspiro y exhalo varias veces antes de levantar la vista hacia la ventana, hacia la oscuridad del patio y de la huerta. Todo parece estar quieto y húmedo ahí afuera. El olor a podrido vuelve en oleadas. Me tapo la nariz. Un fogonazo de claridad entra por la ventana, oigo el trueno. Levanto la taza, la muevo, está vacía. La dejo y tomo el tubo del teléfono de la pared. Marco el número de Luis, y enrollo el cable en mi dedo índice, lo estrangulo al momento que vuelvo a mirar por la ventana. Una luz como de linterna se mueve en la huerta, apunta hacia abajo, luego en horizontal, hacia la medianera. Una voz me informa que el teléfono al que estoy llamando está apagado o fuera del área de cobertura. Suelto el cable, se desenrosca rápido y recupera su forma espiralada. Mi dedo late. Cuelgo, y enciendo la luz del patio. Por unos segundos observo la puerta sin la traba, hasta que salgo y siento el piso de cemento mojado, tendría que calzarme, pero no pienso volver a esa habitación. Cruzo el patio hacia la huerta. Me asomo a la neblina que flota sobre la llovizna. Puedo distinguir a Luis, está a unos seis metros, con una rodilla en el barro, mueve los brazos sobre el árbol que parece haber sido volteado por la tormenta. También distingo la corona de luz de la linterna, parada en vertical en el suelo, como si alumbrara hacia el centro de la tierra. —No te mojes —dice Luis sin darse vuelta—, andá adentro. Por primera vez en estos dos años y medio noto un tono triste en su voz. Sé bien lo que ese árbol representa para Pamela, pero no me imaginaba que aún representaba


algo para Luis. Lo plantó la muerta, su muerta, lo plantó en ese lugar que alguna vez tiene que haber sido su Edén. —¿Se cayó encima de mis tomates? —digo, y me siento una insensible. Cómo puedo pensar en los tomates en este instante. Aunque de alguna forma esa es la verdad, me importa un carajo ese árbol. Solo quiero que Luis deje de dar lástima ahí, arrodillado, y que venga a sacar a las hormigas. Avanzo por la franja de pasto, luego por el barro hasta que su voz me detiene al borde de la estructura de caña de los tomates. —Entrá —vuelve a decir, y mueve la cabeza levemente hacia mi lado, aunque no me mira—, por favor, entrá. —Es inútil —digo—, dejalo. Se pone de pie, y sin levantar la vista, continúa moviendo los brazos sobre el árbol. Patina sobre su pie de apoyo, trata de sostener el tronco con la rodilla. —¡Tenemos una invasión de hormigas en la casa! —grito. Aprieto los dientes. Camino de vuelta hacia el patio. Entro a la cocina y cierro la puerta. Estoy empapada y siento frío. Me gustaría llorar, claro que me gustaría llorar, pero no puedo, por su culpa no puedo, no me sale ni una lágrima. Me enferma lo utópico que es, si hasta una vez lo oí decirle a Pamela que el amor queda en alguna parte, de la misma forma que las ondas de radio y las señales de televisión que lanzamos al espacio. No me merezco esto. No puedo ponerme a la altura de Pamela, apenas tenía seis años cuando la muerta murió y, desde entonces, la nena no deja pasar un solo aniversario sin llenar ese árbol con guirnaldas y cruzar un cable para enchufar el grabador y dejar que suene Ismael Serrano hasta el hartazgo.


—Ojalá alguien haga lo mismo por mí —digo en voz alta, mientras las hormigas siguen, entran y salen por detrás de la heladera. De pronto recuerdo un sueño del verano pasado: la muerta sentada en el living, en el sillón, en ese sillón al que no he vuelto a sentarme, tenía las manos de uñas quebradas sobre sus rodillas, y hormigas iguales a éstas moviéndose en remolino a través de sus pies descalzos y sucios, apenas iluminados, y no dejaba de repetir: estéril, estéril. Yo permanecía con la cabeza dentro de una secadora de pelo, frente a una familia de maniquíes sonrientes, vestidos con nuestras ropas: la de Luis, la de Pamela y la mía, prolijamente sentados alrededor de una mesa ratona como en una prueba nuclear. La muerta se ponía de pie y avanzaba. Desgarraba mi carne y arrancaba mi corazón. Latía loco y ensangrentado en su mano, igual que un recién nacido. Lo acercaba a mis labios, una y otra vez, hasta que mordí. Me acerco a la heladera. Levanto mi pie sobre la caravana de hormigas. Caen gotas de agua y algo de barro. Las hormigas se detienen ante los pequeños estallidos líquidos, dan marcha atrás, siguen por el costado. Cuando baje el pie va a haber una matanza, aunque Luis es el que tendría que estar aquí. Presiono los dedos hasta cerrar los puños. Me muerdo los labios. —Los colibríes pueden atravesar la tormenta —oigo la voz de Pamela. La veo frotándose los ojos al otro lado de la mesa. —¿Qué hacés despierta? —digo, y retiro el pie de sobre las hormigas—.Volvé a tu cama. —Quiero agua —dice y camina en dirección a la pileta. —Yo te doy —digo, me apuro a franquearle el paso. Tomo la taza, y abro la canilla. No pienso decirle nada


del árbol, aunque me encantaría, decirle que lo que pasó ahí afuera tal vez sea lo mejor, que al fin van a poder dejar ir a la muerta, porque ya es tiempo de dejarla ir. Cierro la canilla. Le alcanzo la taza. Pamela asiente con la cabeza. —Agua infinita y sencilla —digo, al momento que entrelazo los dedos detrás de mi espalda. Me gustaría arrodillarme y darle un abrazo, y llorar. En esta noche necesito tanto llorar y un abrazo, tanto como cantar a los gritos, no canciones de Ismael Serrano, canciones de Soda, eso, cantar canciones de Soda hasta que amanezca. —Los colibríes consiguen volar a través de la tormenta —insiste Pamela. —Qué interesante. Vuelve a asentir, y a beber sin detenerse. Luego da vuelta la taza para mostrarme que no quedó nada. La deja sobre la mesa. —Las mariposas no —agrega—, la tormenta es una pérdida de tiempo para las mariposas. —Pobres mariposas. ¿Y las hormigas? —no puedo evitar mover los ojos hacia la caravana—, ¿qué hay con las hormigas? —Nadie debería saber nada sobre las hormigas. Los insectos son mayoría, algún día heredarán la tierra. Miro sus pies descalzos, son tan hermosos y delicados que nada tardarían las hormigas si quisieran devorarlos. Es probable que las haya visto en el pasillo, o en el living, o aquí, es demasiado atenta para no verlas. —¿Sentís ese olor? —digo. Niega con la cabeza. Miro hacia la ventana. Me encantaría decirle que es una hija excelente, que yo estaría orgullosa si fuera la muerta. Vuelvo la vista y pestañeo tres o cuatro veces.


—A dormir —digo. La tomo de los hombros. La acompaño hasta su habitación para asegurarme de que se meta en la cama y apoye la cabeza en la almohada. Me gustaría ahogar este dolor con esa almohada, sostenerla con firmeza hasta que los dedos dejen de arañar mis brazos. Cierro la puerta y espero con la mano en el picaporte. Por enésima vez observo a las hormigas, nada parece perturbar su marcha. Entro en el baño y corro la cortina de la bañera. Me siento en el borde. Abro la canilla y cierro los ojos, al menos disfruto del agua tibia que cae sobre mis pies. No estoy dispuesta a pelear el puesto con la muerta ¿Por qué no se va de una vez? ¿Qué la retiene? Mis abuelos tenían la costumbre de sacar fotos en los velorios, con los reunidos a los lados del cajón, como si hubieran dado caza a un forajido. Recuerdo fotos de muertos, supuestos familiares con sus mejores ropas y miradas vacías, colocados en posiciones cotidianas: sentados en un living o alrededor de una mesa. De pronto se me eriza la piel, es como si la muerta hubiera rozado con sus dedos mi columna vertebral. —No quiero retenerte —digo al momento que cierro la canilla—, sé que perdiste para siempre tu capacidad de elegir. Me seco los pies con una toalla, y regreso a la cocina. En un impulso tomo la taza y la tiro en la pileta. Me tiemblan las manos. Vuelvo a asomarme a la ventana, no logro distinguir a Luis, aunque sí puedo imaginarlo con la cabeza gacha delante de ese árbol, es probable que esté reponiendo fuerzas, tal vez él sí pueda llorar. Realmente hay algo de paz en lo que hace, de redención. Salgo, y otra vez mis pies se mojan en el cemento, en el pasto, y luego en el barro hasta que paso los tomates y me detengo detrás de Luis, que está en cuclillas, sucio y empapado.


Apoyo una mano en su hombro. Deja caer sus brazos y baja la cabeza. Permanezco un momento así, en silencio, hasta que quito mi mano y me arrodillo a su lado, sobre la medialuna de barro revuelto. Toco el agua que corre por la corteza del árbol y lava las raíces ahí detrás, sobre el cráter terroso. Entiendo que esta noche a la única que van a dejar ir es a mí, y lo acepto, lo acepto porque está bien que sea así, y mis hijos, los hijos que alguna vez pensé tener en este lugar quedarán en alguna parte o ya no serán, o serán similares a corderos muertos atrapados en el barro. Extiendo los brazos por el tronco, empiezo a empujar. —¿Sentís el olor? —digo. Luis me mira, está desconcertado, se levanta, se queda quieto por unos segundos, pestañea igual que un paralítico que se ha puesto de pie en pleno sueño. Hasta que se coloca junto a mí y gira, apoya la espalda contra el tronco y empuja. No dejamos de empujar. Puedo sentir el entumecimiento a lo largo de los brazos y de las piernas, ojalá fueran las hormigas, las obreras estériles que trepan sobre nosotros, que suben como sacerdotes en trance para devorar nuestros corazones de una vez por todas.


cuatro habitaciones de cielorraso empinado: en las esquinas hay telarañas atrapa mosquitos, en el centro crece un manchón de humedad como huella del tiempo y lluvia, esa agua escasa pero violenta que los lugareños reclaman aún inundados. Hay una galería que recibe las puertas de todas las habitaciones que Ella definió ni bien entramos: un espacio abierto donde el viento rehuye la invitación. Ahí estamos sentados, caras rubicundas, ojos inyectados, en la sofocante mansedumbre donde una mariposa puede más que una telaraña. Entre nosotros hay risas y la risa es algo mejor que el miedo. Las reposeras se adhieren en los bermudas y los hombres tenemos, solidariamente, el torso descubierto; a las mujeres se les pegan las polleras cortas y se les marca la piel, ellas también son solidarias: los trajes de baño se mueven perezosos, como las luciérnagas que nos rodean. Ella habló de una película de terror, un pueblo de provincia y parejas jóvenes que son, una a una, descuartizadas. Le dije que esa película era yanqui, igual a mil películas yanquis, y que si quería, podíamos filmarla en una noche. El entusiasmo general fue tan general como el calor. En pocas palabras resumí la historia de un siglo, cruel, aniquiladora como toda manifestación del capitalismo: a unos pocas cuadras de nuestra casa alquilada había un camino, después un puente y detrás, a la vera del río de los pájaros, un pueblo. Describí, sin escapar a generalidades y reglas: mi fórmula fue apañada por la noche y recibida por una auCASONA VIEJA, TECHO DOS AGUAS,


diencia cansada (era la madrugada después de la decimosegunda función) y el calor pesado de mi relato apagó la risa como un fantasma cargado en los hombros. Les hablé de Pueblo Liebig, próspero en un pasado de faenas y actualmente poco más que la foto de cualquier hinchada local goleada por el visitante. Les hablé del frigorífico, factoría inmóvil, de las casas circundantes de trabajadores y la mansión de los dueños. Todo eso había terminado en un breviario: club de pesca, setecientos habitantes, busto de Perón en agradecimiento con fecha de 1954 y museo sin costo en la entrada ni mantenimiento. El frigorífico gigante siempre será noble aunque triture el progreso, sus chapas serán los restos de un animal prehistórico lleno de ruidos y sus vísceras no morirán en un cementerio chatarrero sino en el museo, lejos de la herrumbre. Ella dijo que parara, quería vomitar. No le hice caso, hablé de los niños degollados, los muertos de hambre como zombis de 1970, previo a la dictadura y la montonera y toda la concentración del odio en una sola voz de mando. ¿Qué niños degollados?, interrumpió Ella. La Otra le dijo que la cortara, era un chiste, y nos iba a exorcizar el poco fresco que la noche traía. Me reí. Podemos ir y filmar todo en una noche, insistió Él. El guión no necesita originalidad, sí de una cámara, dos mamelucos de obrero y un delantal de carnicero. Voy a detener la imagen ahí, es el momento para hacerlo: la enumeración se detiene y que nos quede esa imagen de la ropa. Esa noche no dormí. El ventilador era una porquería que aumentaba la desazón, pero no había lugar para mis quejas: había recomendado alquilar esa casa en mi doble condición de local y tesorero de la compañía de teatro. Éramos cuatro: Ella, Él, La Otra y Yo. Cuatro habitaciones, un camarín y un ómnibus alquilado (y compartido)


que nos adoptaba y acurrucaba en asientos de resortes y gomaespuma rota. El ómnibus nos llevaba a los cuatro, pero el chofer anticipó nuestra imposibilidad de pago y nos sugirió llevar a otros turistas con nosotros, así subsistió su trabajo improvisado sin papeles y nuestro medio de transporte. Ella reparó tarde en el hombre alto, muy alto, que bajó dos noches seguidas en el espantoso mismo lugar donde había: un cruce de caminos (el nuestro de asfalto; el otro, de ripio) una lamparita sucia y ennegrecida por los bichos adheridos a su luz y un círculo de árboles que negaban cualquier posibilidad de una casa cerca. Pero el campo, en medio de su ombligo, puede tragar un ser humano y deglutirlo, monstruo, héroe silencioso o filósofo sin lengua ni manos para escribir. La tercera noche, Ella reparó en ese hombre que me había desvelado desde la primera vez (la primera noche que lo vi soñé con él: la pesadilla lo hizo bajar del cielorraso y ahorcarme. El lugar común es el miedo, tan familiar y predecible que no deja de sorprendernos en su chatura ni nos deja vivir sin recordarlo). Ella me preguntó si lo había visto en el teatro. Le dije que no, tres veces antes: dos en el ómnibus y otra en mi pesadilla) El hombre cerró los dedos en el asiento y Ella me dijo que realmente ese hombre podía acogotar a algo más que un gallo con esas falanges en garfio. El hombre no nos escuchó, caminó al frente, se agachó y le susurró algo al conductor. La marcha se detuvo unos minutos después y el hombre se bajó sin saludar ni mirarnos. Ella buscó la explicación del conductor y el camino de migas ayudó a encontrar la historia del hombre absurdamente alto: era el sereno del inmenso frigorífico abandonado. Ese camino de ripio sin luz era el acceso a Pueblo Liebig: media hora de caminata sin luz y muchos perros. El hombre alto, en la calle, se


dio vuelta hacia el ómnibus, La Otra dio un grito: dijo que el hombre tenía algo en la boca: un gusano que entraba y salía de las encías, entre los dientes y la lengua. La tranquilicé, sería una rama o una hoja, los paisanos suelen mascar cosas. La Otra insistió que no, que los dientes blancos, la luna blanca, la luz del foco, todo le había permitido ver la cabeza horrible del animal larvado que se movía como una lengua extra, desdeñosa y sin gusto. Voy a detener el relato otra vez y dejar quieto al hombre que se alejaba de espaldas: la luz sucia le ensancha los hombros y el saco sucio, negro, brilla de tanto uso. Me permito agregarle a esta quietud la enumeración del primer alto en el relato: los dos mamelucos de obrero, el delantal de carnicero y ahora el hombre alto. El sacudón del ómnibus me despabiló como el verano en mansedumbre nos alejó de la Capital, y la pertenencia a una compañía de teatro alternativo e itinerante me llevó a la ruta 14 y un desvío a mi Colón natal, el pueblo de Entre Ríos donde escribí una parte breve y prescindible de mi historia. Como en el recuerdo, ya desde la primera función el calor rindió tributo a lo insoportable: el viento fue un lento caracol pegajoso y la noche se ofreció, virginal, condescendiente, como el único lugar habitable. El director, productor, autor, y todo lo dueño que se puede ser de una obra, encausó la anarquía del viaje por teléfono: Sí, Colón, sí. No, una sala de teatro no, demasiado costo por un cajón sin acústica: mejor una sala poco convencional, como dos habitaciones contiguas, una para el público y otra para la función. El todopoderoso hizo el arreglo con la biblioteca Fiat Lux: publicidad y prestigio a cambio del espacio. Como buen Todopoderoso, decidió llegar tarde. Y supimos aprovechar su ausencia: la obra, una comedia, se mudó de categoría a comedia dramática,


a drama, a lo que fuera. La mutación de improvisar fue espástica: una frase, otra, la mitad de la escena. Cuando el Todopoderoso llegó no había vuelta atrás La que nunca estuvo hacía llorar a la gente, aplaudían con modestia lo que no entendían, y en la congoja corrió una voz de alabanza: mucha gente se repitió en el público para que las funciones subsistieran y algunos se sorprendieron ante el cambio de las primeras funciones: la anticipación de la risa, cuando no aparece, es una burla aceptable. El guión: Ella se colaba en un reencuentro de excompañeros del secundario, La Otra no la reconocía, nosotros tampoco: lo que era una comedia en esta nueva versión se convertía en drama. Ella completaba una venganza. Y sí, usaba un guardapolvo blanco de carnicero y nos descuartizaba a todos; al principio con palabras, pero a medida que la obra avanzó y tomamos confianza con la casa alquilada en San José y con el viaje en colectivo, la masacre se materializó: dejábamos fermentar achuras de vaca, verduras hervidas y frutas arruinadas por el sol y las moscas. Él priorizó el realismo y amenazó con descuartizar un gato. Cuando lo hizo, el olor pasó a ser tan importante como las actuaciones: se hizo necesario ver cómo fruncían la cara en las primeras filas cuando debajo de la ropa y entre los mamelucos aparecía el oropel de nuestras entrañas, cosidas a la tarde por las mismas manos que Ella, en escena, usaba para mover el cuchillo y cortar los hilos en la ropa. Por esa frenética busca de realismo, llegamos a quedarnos una hora después de la función limpiando la sangre y el piso para meter todos los desperdicios en bolsas de consorcio, unas para tirarlas en la calle 12 de Abril y otras con la ropa sucia que cargábamos en el ómnibus deseando llegar a la casa alquilada para lavarla y dejarla secar, por suerte, por el


calor, en pocas, poquísimas, horas. En la vigesimotercera función y el summum del realismo, ella resbaló, cuchillo en mano, y me lastimó el brazo (un tajo leve, superficial, doloroso, extremadamente sangrante) y yo tuve que cortar con mis manos el hilo para que cayeran las tripas falsas mientras me apretaba el brazo y Ella me miraba, tirada en el piso, con ojos ajenos: otra vez, intervengo la historia y la paralizo: ella en el piso, cuchillo en mano; el hombre flaco parado en la noche, en la oscuridad de un camino de ripio, y los dos mamelucos de obrero y el delantal de carnicero. Apostábamos, al Todopoderoso no iban a gustarle los cambios en la obra, si meter mano es mala educación, cambiar la letra es creerse genial siendo obtuso; su lema: mucha improvisación perjudica, no limita, extralimita y pudre, como el vino que se arruina por estacionarlo más de la cuenta. La llamó por teléfono a Ella y nos avisó. Estábamos en el río, era tarde y La Otra y yo comprábamos cabezas de pescado y tripas inmundas. Él nadaba en el río, el agua caótica era su único contacto con la limpieza: todo fuera por el espectáculo que se volvía más sombrío y desierto. Ya nos había alertado el bibliotecario, nos denunciaría, y si no lo había hecho era porque todavía no adivinaba en qué dependencia de la municipalidad debía radicar la queja, pero iba a denunciarnos por mal olor y gusto y otras obscenidades por el estilo. El Todopoderoso se acercó después de la función, había visto la obra desde el fondo del salón, se balanceó atrás y adelante, atrás y perturbadoramente adelante, sopesó los aplausos (y supongo que también la recaudación) y se acercó a nosotros en silencio. Pero el silencio no duró: Ella lo llenó de palabras, y en una catarata sinfónica disonante, La Otra agregó más palabras y Él y Yo más y más palabras: un aturdimiento para la


mente, así como el olor de las porquerías anulaba toda capacidad de olfato. Todavía hablábamos y justificábamos cuando subimos al ómnibus. Hasta que el Todopoderoso dijo: Tengo la cámara encima. Alguien lo había dicho, en tanta palabrería habíamos metido la idea de filmar esa absurda película como si el frigorífico de Liebig fuera Pripyat y ahora el Todopoderoso nos empujaba a concretar el proyecto. El ómnibus paró en ese camino de ripio y bajó el hombre alto. También bajamos nosotros cinco. El director le dijo: Queremos filmar en el frigorífico. Una cosa rápida, burda, que se volverá de culto: acá están los actores, acá la cámara, qué más se necesita, ¿un permiso del ejecutivo? El hombre alto escupió y la saliva hizo tanto ruido al mojar la tierra sedienta que creí que había escupido verdaderamente un gusano. En mi frigorífico no se entra, dijo. Y eso no va a cambiar, contestó el Todopoderoso. La absurda respuesta pareció divertir al hombre alto, la tregua estaba concedida. Lo acompañamos en su caminata, silenciosos y pestilentes, listos para el papel que nos tocaría representar en los huecos de esa montaña de metal que fuera un matadero. En la puerta del frigorífico encontramos otra sombra: un hombre esperaba al sereno. Jugarían al ajedrez, o algo así, supuse. Nos presentó: los actores, un amigo. Mucho gusto. Muchas gracias. Nos dispersamos por la fábrica. Escuché crujir las paredes, el piso, el techo, los pulmones de sus columnas: el viento era un enemigo más ruidoso que las ratas. El sector de chimeneas tuvo la iluminación casi ideal: desplegamos la fuerza actoral en una representación más bizarra y fuerte de La que nunca estuvo: La Otra murió desnuda, Ella me mutiló un brazo improvisado, los parlamentos se acortaron y se agregaron gritos de horror (y su eco) muchas veces reales, provocados por


los quejidos de la gigante fábrica abandonada. Nadie aplaudió cuando terminamos la filmación dos horas después y sin repetir ninguna escena: queríamos irnos. Ella se había raspado con un borde de chapa, el filo de la orgullosa chimenea, único incidente que no pasó desapercibido para el sereno y su acompañante. La sangre en su cara, a la luz de la luna, pareció exaltarlos. Él es médico, forzó el sereno una introducción tardía y el otro se presentó como médico rural y ornitólogo. También insistió en que la herida se infectaría si no la curaba y, además, prometió aplicarle una vacuna contra el tétanos que seguro tenía en su casa. Ninguno quería ir, pero fuimos. Marcha lenta, acompasada con el calor, y un detalle final: el médico rural era un coleccionista de mariposas. En las paredes de su casa encontramos una extensa variedad de mariposas pinchadas en las alas, retenidas en las paredes para los ojos de los visitantes y la eternidad. Eran tantos los cuadros donde estaban encerradas y tantos los bichos embalsamados que tuve miedo. El miedo de escuchar las miles de alas, de liberar a uno solo de los monstruos muertos; por más diminutos y coloridos que fueran, ninguna parecía amigable en la penumbra de esa casa. Me obligué a mirar los cuadros mientras el médico limpiaba la herida de Ella. El sereno estaba en la calle, tosió, escupió y algo pasó con su saliva: esta vez no tocó el piso ni hizo ruido: salió volando. La Otra tenía razón cuando creyó ver un gusano en la boca del hombre alto, ese gusano era una larva y la larva sería una de las tantas mariposas que escupía para que el médico rural pudiera agrandar su colección. Le dije al Todopoderoso que encendiera la cámara. Y cuando lo hizo, todas las escenas que detuve en el relato encontraron su nexo: las mariposas: mariposas en los mamelucos y el delantal aquella


noche de calor, una mariposa en la espalda del sereno al bajar del colectivo, una mariposa posada en la punta del cuchillo después de que Ella me cortara en la función posterior a modificar el texto original. Mariposas. Le arrebaté la cámara al Todopoderoso y la abrí: salieron decenas de mariposas blancas. No había filmado nada. Grité, corrí, los demás no me seguían, pero no iba a volver por ellos. Seguí el camino de ripio hasta un puente y después una ruta, la que me llevaba al departamento alquilado, pero no me animé a ir. Caminé en dirección contraria y dormí en la playa, cerca de un camping que me tranquilizó, veía las luces en las carpas y creí que eso podría librarme de los tábanos y también las mariposas. A la mañana me bañé en el río. La luz del sol me dio ánimo para volver a la casa alquilada, y también me empujó la necesidad de dinero. No había nadie. Ni nada. Ni siquiera mis cosas. Durante el día gasté la poca plata que me quedaba en comida y cuando la noche llegó supe dónde ir. Las puertas de la biblioteca Fiat Lux estaban abiertas, la función no parecía estar suspendida. Entré. No había ruido en la primera sala y todos los asientos estaban vacíos. En la sala que habíamos transformado en escenario escuché pasos. Me asomé: Ella, La Otra y Él repetían sus líneas. El Todopoderoso aplaudió cuando me vio y me increpó que me preparara para la escena. Sus palabras se acompañaron de los primeros espectadores y rápidamente la sala estuvo llena. Mi actuación fue pobre, estaba distraído y angustiado, cada una de las numerosas veces que me olvidaba las líneas de diálogo mis compañeros se apuraban en socorrerme. Cuando llegó el desenlace de la obra supe lo que iba a pasar, ya lo había vivido y ahora se completaba: Ella me enterró el cuchillo en el vientre, los intestinos reventaron, la sangre invadió


todo mi abdomen y se desparramó hacia afuera. El realismo llegaba a su punto máximo y el público embravecía sus aplausos, de pie. La ovación me acunó hasta el piso, caí. Horizontal, ya no miré al público: giré la cabeza y vi el techo: lo que parecía una enorme mancha de humedad en realidad eran miles de mariposas quietas, unas junto a otras, y entendí que las telarañas en las esquinas del techo no habían sido colocadas para cazar: eran una defensa para evitar que entraran las larvas. Cerré los ojos, sentí un gusto asqueroso en la boca: la primera larva entró.

EL ASUNTO SIEMPRE ES EL mismo: descifrar qué quiere escuchar la gente. Canalizar la voz del inconsciente colectivo, sí, pero esa es una fórmula probada y la gente no siempre está deseando escuchar lo que ya piensa. Hay que saber encontrar el momento justo y deslizar el desafío, porque a la gente también le gusta subirse a la montaña rusa, tener la ilusión de que está decidiendo algo nuevo y osado. Todo el mundo teme al dragón, pero todos quieren verlo. Eso me lo enseñó pacientemente mi abuelo y


por eso lo nombro siempre hacia el final de mis discursos, en un remate emotivo y, además, cosa rara en el debate político, no es una mentira. Lo que nunca cuento es que me lo enseñó después de haber muerto. Por eso ahora no me preocupa demasiado la paridad en las encuestas. Un presidente en actividad tiene alcance nacional: cada uno de mis actos y decisiones es publicidad gratuita. En el primer debate de las elecciones pasadas, conmocioné al público diciendo lo que menos esperaban de un candidato relativamente joven, carismático y de conocida trayectoria como educador: «Los norteamericanos», dije, «no hablan de presidencias. Hablan de administraciones, lean en internet. The Obama administration, the Bush administration. Hay una razón, y es que ellos han comprendido que no son más que gestores. El verdadero poder no lo ejerce un presidente elegido por el pueblo. Las corporaciones son el poder y quien se pare aquí hoy para decirles, estimados colegas, que cualquiera de nosotros puede cambiar la forma en que este país se maneja, les está mintiendo. No se confundan: no están eligiendo a un padre del pueblo. Están eligiendo a un gestor, a un gerente». Antes del remate de mi apertura, vi a mi abuelo muerto, Rai. Sonreía entre la gente, con una mueca de orgullo y aprobación, delante de una de las luces que apuntaban hacia la tarima. Delgado y canoso, como siempre que regresa. «Están eligiendo a quién tendrá que poner la mejilla ante el poder para negociar entre los intereses de ellos y los de todos nosotros. Para que haya un poco más de justicia social y un mejor manejo del gasto interno. Es David y Goliat, sí, pero lo que van


a elegir el próximo octubre es a una persona que sea la voz de una generación que ya comprendió que el poder está concentrado en unos pocos y que no hay manera de luchar contra ellos. Somos la carne de nuestra carne, el legado de nuestros padres y los procuradores de nuestra descendencia. La sabiduría de todos ellos habita dentro de nosotros, como me enseñó mi abuelo». Tuve suerte, debo admitir: mi contrincante era un viejo palurdo y conservador con menos gracia que un polista británico. En el siguiente debate quiso asegurarse el voto creyente, ya que era de público conocimiento mi condición de ateo. Sus asesores habían hecho bien su trabajo: intentaban explotar supuestas debilidades. Pero no lograban otra cosa que alimentar mi popularidad. Antes de tan civilizada disputa televisiva, me senté en el banco de una plaza. Como siempre, estaba nervioso y no era todavía el hombre confiado que soy ahora. Los chicos corrían a lo lejos. Un mundo idílico, recortado de la realidad. También, a mi lado, los miraba un viejo, arrugado y con gesto de desprecio por el ruido y el movimiento. ¿En eso consiste, abuelo? ¿En enmarcar por separado cada pieza de la realidad? ¿O en encontrar algo que enlace la imagen de la felicidad y la de la amargura y saber cómo vender el resultante? Esperé un rato. Su mano añeja, de dedos chuecos, señaló a los niños. De repente el cielo se abrió en dos y una criatura majestuosa, una mezcla de dragón e infierno vivo, se tragó a los chicos de un solo bocado y luego desapareció y todo volvió a ser ciudad y civilización y todos jugaban como si no hubieran sido devorados un minuto antes. ¿Ves?, me dijo, como decía siempre que me llevaba a ver ese otro mundo que existe debajo de las ropas del nuestro. Dales nuestra carne, dijo Rai. Y cuando el abuelo


hablaba de carne, no se trataba solamente de una metáfora. Cumplidos los 75 años, había decidido que cada día que pasaba no era más que una árida melancolía de sol a sombra, plagada de fantasmas del pasado: amigos seniles, una mujer que había muerto tres veranos antes. Entonces nos reunió a los cuatro hombres de la familia: mi padre, mis dos hermanos mayores y yo. —Ya no siento ganas de vivir, hijo —expresó con templanza mientras posaba sus ojos sobre los de mi padre—. Ya no me siento vivo. Soy un lisiado de rutinas cansadas, cada día es la repetición del anterior. Toda felicidad pasa por saber que alguno de tus hijos vendrá a verme, pero tampoco creo que sea digno de un gran hombre avejentarse así, volverse una carga, que es lo que soy, y no me contradigas. Mi padre balbuceó. Mis hermanos empezaban a lagrimear. Yo estaba fascinado; temeroso y fascinado. Fue quizás entonces cuando descubrí que lo terrible no siempre está reñido con lo admirable. —Tuve la suerte de no enfermar de nada grave y quiero preservarme así. Para ustedes. En ese momento me quedé completamente perdido. Había algo en su tono que sonaba perfectamente natural y eso lo hacía un tanto ominoso. —Hijo, te he preparado toda una vida para esto. Destrocé a Fuentealba aquella noche en el debate. O mejor: lo ridiculicé. Mi ataque fue tan feroz y por una esquina tan poco esperada que el viejo se puso pálido solo de escucharme arrancar. «Todos saben que soy ateo. La única razón de que mi contrincante traiga a colación los valores sagrados de


la Santa Biblia es que calcula que muchos de ustedes decidirán su voto por una cuestión de fe. Y espero que así sea, queridos colegas, porque mi respeto por la fe es inmenso e inalterable. Pero mis valores sagrados, amigos, no residen en un libro que fue inspirado supuestamente por voces divinas que dictaron los evangelios al oído de un tal Marcos, Mateo, Lucas o Juan. Porque, para inspiración divina, la calidad de la prosa deja mucho que desear. Pensémoslo un minuto, por favor. Un hombre escribe un libro. Una historia, un universo, crea un cosmos. Se exige palabra a palabra la excelencia, no se conforma con el mero acto de narrar. Busca concordancia, cohesión y coherencia. Se deja la piel en cada párrafo y la fuerza de su estilo. Eso es lo que hacen los escritores, aunque algunos sean únicamente mercenarios del mercado, pero es a eso a lo que apuntan los verdaderos escritores y yo tengo de amigos a unos cuantos. ¿Me quieren explicar entonces cómo puede ser que la divinidad misma inspire frases tan bochornosamente pomposas y faltas de refinamiento, repeticiones absurdas sin el más mínimo intento de exquisitez? ¿Así es que eligió transmitir el Gran Mensaje la Divinidad? ¿Y qué hay de la coherencia? Los cuatro evangelios se contradicen, y cada veinte años resulta que hay más y más partes que debemos entender únicamente como alegorías. Amigos, ustedes no necesitan a otro pastor lleno de metáforas celestiales en el gobierno. Necesitan a un par». Yo contaba con que Fuentealba no se rindiera tan fácilmente. No me decepcionó. Empezó a titubear frente al micrófono hablando de blasfemia, y yo no tuve que hacer más que sonreír amablemente mientras la cámara alternaba entre ambos. ¿Y a quién votarías? ¿A alguien que tiene tus valores pero queda como un monigote cuan-


do lo cuestionan o a alguien que te amenaza con una sonrisa firme, mirándote de frente y estrechándote la mano, aún en la disidencia? Todo el mundo teme al dragón, pero todos quieren verlo. Ciertas costumbres y tradiciones de mi familia se pierden en el horizonte brumoso del mito. ¿Decía la verdad mi abuelo cuando, hablando con mi padre, recordaban la época de la ocupación musulmana de España? ¿Realmente venía de aquel entonces la idea de que debías probar la carne de tu antepasado para que la tradición te fortaleciera, y la sabiduría siguiera transmitiéndose de generación en generación? El abuelo Rai estaba convencido de eso. Yo siempre había tenido una relación especial con el abuelo. Por eso me quebré. Pensé que Rai se enojaría conmigo –como si alguna vez lo hubiera hecho– y no, una vez más, fue cariñoso y comprensivo. Ante mi angustia, se limitó decirme que siempre estaría conmigo. Más que nunca, incluso. Porque su serena vejez acompañaría mis momentos de desasosiego. Y, en un plano más concreto, su cuerpo iba a transformarse en proteína para mi organismo. Así que después de que papá siguiera las precisas instrucciones que el abuelo había dejado, nosotros cenamos sus restos asados. Era un domingo sin mujeres a la mesa. Muslos tajados, bíceps todavía fibrosos, seso e hígado circularon entre la familia agradecida. El debate final, que me encontraba en clara ventaja sobre Fuentealba, no solo me granjeó la presidencia entonces, sino que me sirvió de antecedente para la plata-


forma con la que busco mi reelección en octubre. Primero habló mi oponente. Había preparado un discurso altisonante que intentaba inyectar algo de adrenalina a su alicaída imagen de cabra miope. Habló de la dignidad del trabajo, del esfuerzo comunitario, de la igualdad de oportunidades, de poner la otra mejilla. Consiguió algunos aplausos, debo admitirlo. Cuando me tocó hablar, ni siquiera tenía esbozados los puntos. Una vez más, me había bastado con pasar una noche de copas con Rai, cuya aparición esta vez duró hasta la madrugada. No olvides que mi generación ya probó todos esos modos de vida. Por desmedido que sea lo que digas, si es algo nuevo, la gente escuchará. Él nunca me decía algo que yo no supiera, más bien era como si siempre encontrara la forma de ayudarme a ponerlo en palabras. Antes del amanecer, me dejó ver cómo la ciudad se prendía fuego de punta a punta y las bestias se lanzaban en picada para despedazar a los sobrevivientes. «Cuando mi estimado colega habla de esfuerzo y recompensa, de poner la otra mejilla, me parece que se olvida de lo que pasa en las calles. Sin ir más lejos, tenemos a esta pareja, la que salió en todos los noticieros y diarios hace unos días. La que fue asaltada en una iglesia. Esos son los hombres que admira mi competidor». Les recordé la patética historia. Un matrimonio que paseaba por la iglesia luego de una misa, admirando la belleza de vitrales y cúpulas. Además de ellos, un cura algo más viejo iba y venía de la sacristía. No quiero volver sobre los detalles más escabrosos, pero todos vieron las imágenes. Cuando el chico de pelo largo y canoso se levantó, revólver en mano, y atracó a la pareja, nadie hizo nada. Y no quería dinero. Así que mientras se entretenía con la mujer, ni su marido ni el cura fueron capaces de


hacer algo. El miedo a un arma, el miedo a ser herido o asesinado, bueno, puede ser entendible. Pero cuando el marido dice luego en los medios, muy suelto de cuerpo, que mientras el chico violaba a su mujer descuidó por unos momentos el revólver, que el arma cayó al piso silenciada por gemidos y gritos y que él no supo qué hacer… Ese es el límite de mi tolerancia para los pusilánimes. Tuvo miedo. Incluso mientras su mujer era violada y la oportunidad estaba más a mano que nunca. Y el cura, peor, explicó que no podía hacer nada porque estaba prohibido derramar sangre en la casa del Señor... «Ahí es cuando yo me levantó y digo NO. Ese no es mi país, y esos dos no son mis compatriotas. Capaces de ver cómo violaban a una mujer e ineptos para reaccionar incluso cuando tuvieron la oportunidad más flagrante. Tan domesticados y resignados que no pueden dejar de pensar servilmente. Ese es el modelo de hombre que les propone mi rival». El público presente miraba. Era consciente de que me adoraban en ese momento. No importaba que el ejemplo encubriera falacias argumentales, hay algo que entendí desde mi primera incursión en la política, cuando me convencieron de ir por la intendencia: la gente no necesita argumentos, necesita que seas la vasija donde ellos puedan depositar sus propios disgustos, sus propias frustraciones. A veces me pregunto por qué, de todos los que comimos sus restos, solo yo sigo viéndolo aparecer. Ni mi padre ni mis hermanos. Para ellos fue algo interno, según dicen. Lo sienten. Lo sienten en su modo de pensar y de ser, sienten que llevan dentro la carne de sus antepasados.


Pero no lo ven, no hablan con él. Sí, papá habla a veces como él, pero no con él. Pero Rai siguió acompañándome, inspirándome, durante todo el proceso que me trajo hasta la presidencia. Elección que iba a ganar desde el primer momento por el desgaste que ya tenía el partido opositor. Aun así, unas semanas antes de la votación, Fuentealba tuvo un último repunte en las encuestas. Y entonces tuve que elegir: podía apostar a ganar por puntos o ir por el nocaut categórico. Me decidí por lo segundo y todo lo que dije en el cierre de campaña, lo dije por él, por mi abuelo. Podía costarme caro o convertirme en una estrella popular. En un dragón. «¿Usted sabe, querido Fuentealba, cuánto dinero se destina a pensiones, jubilaciones, cuidados médicos para la tercera edad? ¿Sabe qué porcentaje del presupuesto anual se destina a ello? El número es casi idéntico al que nos costaría, como país, un día menos de producción a la semana. ¿Y qué hacemos con los ancianos?, me dirá. Debería irlo teniendo en cuenta, dada su edad. Este es mi plan, colega. Este es mi plan, estimados amigos. Escuchen con el corazón y sabrán qué puede hacer un gestor, un gerente, para quitarles un día de trabajo por semana. Después de cierta edad, digamos, de los 75 años, la gente ya no tiene mucho que hacer. Son resabio de otro tiempo, sus amigos están muertos, agonizan o se denigran. Sus parejas ya fallecieron o tienen enfermedades degenerativas. Sus hijos y sus nietos apenas tienen tiempo para verlos. Su ciclo de vida ha terminado antes que su pulso vital. Pero nosotros podemos hacer algo por ellos. Podemos ofrecerles una alternativa. ¿Dije 75? ¡Desde los 70, digo ahora! El mundo está lleno de viejos enfermando mientras nuestra juventud se inmola en nombre de un paradigma perdi-


do. No pretendo exterminar a los viejos, como escuché a alguien gritar por ahí. No. Pretendo darles una opción. Pasados los 70 años, cada hombre y cada mujer podrán elegir un nuevo tipo de eutanasia. ¿Se acuerdan de la época en que la eutanasia nos parecía un horror? Fíjense cómo ha mejorado el estándar de vida. Este es el próximo paso, amigos. Dejemos que nuestros ancianos puedan morir dignamente, sabiendo que es un honor dejar el mundo para dar una mejor calidad de vida a sus hijos y nietos. Nadie se va a ver obligado a hacerlo, por supuesto. Pero pondremos centros de asistencia e información para llevar a cabo este programa revolucionario. Allí también podremos asistir a los ancianos sin descendencia y asesorar a las familias respecto de los métodos». Fue entonces cuando alguien preguntó qué íbamos a hacer con todos esos viejos muertos. Faltan seis meses para octubre. El candidato opositor habla y habla en la televisión. Es mejor que Fuentealba, pero sabe que no tiene chances. Buena parte de su campaña puso el acento en la “inmoralidad” en la que hemos incurrido. Es ahí que lo veo hablar y hasta me da cierta pena. Es otro hombre del siglo pasado. Mi plataforma se basó en ir contra todas las pautas de una vieja política: enfrentar enérgicamente al público en los puntos débiles, invadir los medios a puro amarillismo político, desarticular el buenismo inherente a la imagen presidencial, prometer con convicción cosas que parecían imposibles de implementar dejando en el aire el desafío implícito al votante. Y si bien en estos tres años y medio la economía no ha sanado del todo, ha repuntado durante mi administración más de nueve puntos. La gente joven tra-


baja de martes a viernes. Hay chicos de 18 años que llevan remeras con mi cara por la calle. Soy una celebridad. Mi imagen positiva todavía mide alrededor del 57%. Y un día feriado como hoy, soy el primero en dar el ejemplo. Vestido de elegante sport, recorro el supermercado. Hoy soy un hombre como cualquier otro, como el maquinista del tren, la abogada de un estudio o el vendedor de diarios. Desde que los supermercados están computarizados no necesitan mano de obra, así que permanecen abiertos los siete días, al igual que los cines y algunos bares. Recorro las góndolas con la lista que armó mi mujer. Hace un tiempo que el abuelo Rai no aparece. Desde que fui elegido, de hecho. Y creo saber por qué. Meto leche en cubos y cajas de cereales. Busco artículos de limpieza reciclables. ¿Qué íbamos a hacer con los viejos muertos y cómo eso sanaba la economía al punto de liberar un día de trabajo a la población activa? Por supuesto que el gasto que se evitaba no era suficiente. Y no podía contar la historia de la tradición de mi familia. Había más de mil años de recorrido: cosas que podían parecer naturales en casa tardarían algún tiempo en ser asimiladas por un pueblo entero. Así que hicimos algo democrático, sencillo y, sobre todo, práctico: develamos el enlace oculto, el de la caridad. Y la gente entonces fue entendiendo. Durante mi administración, el número de ancianos que se somete aumenta exponencialmente año a año. Y la gente me adora. Entre las bandejas de pollo llevo dos de pechuga y una de muslo. Entre los cortes de vaca busco algo de lomo y cuadril.


Paso los cortes de cerdo, porque a esta altura son redundantes. Y sonrío, porque siempre me arranca una mueca ver el cartel, tan bien pensado por la gente de marketing del supermercado. Cortes de abuelo, dice, mientras muestra la figura de un anciano cuidando a un niño. Debajo: gracias a un abuelo, hoy vos comés gratis. Así funciona nuestro plan económico: los viejos que eligen la eutanasia no generan cuantiosos gastos al estado, y, a su vez, alimentan con su carne a miles de personas por debajo de la línea de pobreza, lo que implica que el gobierno también puede reducir el presupuesto destinado a ellos. Unos mueren para que otros vivan, y gracias a eso, la clase media engorda su ocio con alegre conformismo. Tomo una bandeja de salmón. El precio es un poco excesivo, me parece. Un indigente roñoso de veintitantos lleva una bandeja de muslo y otra de seso. Está bien, hasta dos bandejas por día es lo permitido. Ahí va parte de algún abuelo valiente que alimentará esta noche a una familia sin recursos. El joven me mira, quizás desafiante, reconociéndome. Le sostengo la mirada. Al final, me sonríe y se aleja, con una extraña mezcla de fascinación y recelo. Me estaba midiendo, pero yo soy una vasija, nunca me olvido de eso. Si antes podía tener alguna duda, ahora seguro votará por mí. Todo el mundo teme al dragón, pero todos quieren verlo. Enfilo a la caja electrónica, tarjeta en mano.


mi edificio escucho pasos que se acercan. El número rojo en el display del ascensor marca el nueve y después el ocho. A través del hueco se propaga un golpe seco, metálico. Un aire de oscuridad me da en la cara. Doy vuelta la cabeza y reconozco a esta mujer un poco extraña. Es muy alta y avanza con movimientos lentos, ondulados, como si caminara en el fondo del mar. Arqueo las cejas a modo de saludo y vuelvo a mirar los números. Respira con dificultad. Pertenece a una especie no del todo adaptada a este medio, pienso. Abro la puerta y después la reja con un ademán respetuoso. Ella baja la cabeza para pasar por el marco y me choca con el carrito de las compras. Cuando veo que oprime el botón del piso doce se me ocurre preguntarle por los gritos. Si escuchó algo. Me mira con un ojo que apunta fijamente hacia mí y otro que está como perdido en alguna clase de teoría. Por supuesto, dice, con expresión de agotamiento. Cierro la puerta. No nos movemos. Hay que tocar ahora, apunto, un poco incómodo. Vuelve a marcar con un dedo que cae pesado sobre el botón. Durante el viaje no sé cómo seguir la charla. La siento enorme y amenazante al lado mío. Gano tiempo observando de costado mi reflejo. Advierto que sigue DE ESPALDAS AL PALIER DE


mirándome la nuca con un ojo quieto mientras el otro se mueve de forma independiente. Frenamos de golpe. Llegamos al doce. Acomoda el cuerpo para salir. Empuja la puerta, deja el carrito de las compras a medio camino y señala con la cabeza el departamento F. ¿Es la chica?, apuro. En voz baja me explica que no; que en realidad es el hombre que vive con ella. Y con la nena. Por un momento el otro ojo vuelve a acomodarse y los dos enfocan parejo. Afina la mirada, y susurra: en el último tiempo directamente sale por los pasillos a gritar. A deambular como un acechador. Ella no lo aguanta más y deja la puerta abierta. Imagínese: escándalos a toda hora; ruidos, golpes e insultos. Y agrega, acercando la cara hacia mí; ya no se puede vivir. Ahá, intervengo, y ella espera que aporte algo más. Prefiero callarme. Como es un inútil, prosigue, no hace otra cosa que dormir todo el día y gritar a la noche. Como una especie de sonámbulo o fantasma. Además de cometer ataques extraños en el edificio. Nadie sabe si lo hace dormido o despierto. Por supuesto, no hay pruebas. Dejo de prestar atención en la última frase; estoy asombrado: también había pensado en un concubino. Esa voz inquietante no podía ser de una mujer. Aunque había entendido que vivía sola. Con la nena. El sonambulismo es un dato nuevo y relativo. Le comento que googleé la posible enfermedad, y que se llama Síndrome de Tourette, lo cual es lo mismo que no decir nada, por el silencio que hace antes de seguir. Su expresión cambia de cansancio a irritación: para hacer una denuncia hay que juntar demasiadas firmas, reunir testigos. Acá nadie se hace cargo; no voy a ser la única imbécil. En cualquier momento hago una locura. Todo esto lo dice con el segundo ojo totalmente descontrolado, lo que me hace dudar a qué lado hablarle.


Al principio era algo impreciso, aislado, apenas una exclamación o palabra incomprensible en el medio de la madrugada, dicha por una voz idiota. Como si un alienado tratara de exponer su subconsciente desde el fondo de una pesadilla. Pero, de a poco, ese mal sueño de alguien fue extendiéndose a la mañana, al mediodía y la tarde, hasta que vuelve la oscuridad. Y ahora me incluye a mí. Desde hace un tiempo, grita sin descanso de una manera salvaje, maniática, con un tono difícil de explicar. Produce una especie de lenguaje paralelo, de otra dimensión. Prestando atención al eco en distintos lugares de la casa, fui deduciendo que venía de abajo, del piso doce. Así me di cuenta que el mejor lugar para captarlo era la ventana de la cocina. El gran espacio de cemento hace que los alaridos se propaguen en el vacío de la noche. Puedo estar preparándome algo de comer y de fondo oigo una conversación normal. La chica de abajo le habla a su hijita, cocinan juntas; el cuchillo golpea la tabla mientras cantan una canción infantil o el hit romántico de moda. Se ríen. Puedo agregar detalles en mi mente: la nena hace las preguntas típicas, por qué esto, por qué lo otro. La madre la manda a lavarse las manos; la nena desaparece y vuelve al rato, preguntando si así está bien. La imagino arremangada, mostrándole las palmas húmedas y abiertas. Y de repente un grito demencial. Se interrumpen y después siguen hablando, como si nada. A veces solo es un rumor acelerado que se mueve por detrás de la conversación, casi imperceptible, mezclado con el ruido de la ciudad. Como si alguien más estuviera ahí. Nunca le responden. En los intervalos también se oye un silbido muy bajo. En esos momentos dejo lo que esté haciendo, apago


las luces y me acerco a la ventana. Puedo quedarme así un rato, con el cuerpo tenso, forzándome a percibir cada detalle. Como si me intuyera, como si pudiera adivinarme con la cabeza saliendo por el hueco, la voz sin forma desaparece del todo. Cada tanto en la madrugada los gritos dejan de escucharse por fuera, y surgen desde bien adentro del edificio. De ese lado son más profundos, graves, y se propagan con un tono sostenido. El eco deambula por el larguísimo pasillo que conecta los dos cuerpos, se aleja bajando las escaleras y se pierde en los pisos de abajo. A veces me quedo con el oído pegado a la puerta. La piel erizada y la mano firme en el picaporte, listo para descubrir a quien esté del otro lado. Pero nunca se acerca tanto. Empiezo a observar con atención a los hombres que van a los últimos pisos. Por lo general bajan antes, o después que yo. Si alguno sube por el ascensor de adelante me apuro a ir con él. Sin resultados, bajo en el piso trece y atravieso el pasillo oscuro que lleva hasta mi departamento. A mitad de camino están las escaleras; la claridad que viene desde abajo no llega a iluminar el final. Avanzo con los ojos cerrados, para evitar la imagen de alguien que viene de frente en la penumbra. Llego del trabajo una noche y en la puerta del edificio hay un flaco que me mira con actitud provocadora. Cuando me acerco, se aleja apurado hacia al ascensor del fondo y algo me dice que es él. Adentro, en el palier, alcanzo a apretar el botón de adelante y me quedo quieto, dando golpecitos en la pared, como si fuera a llegar más rápido. Sutilmente giro la cabeza hacia su lado en el mo-


mento en que él hace lo mismo. La imagen empieza a vibrar. Vuelvo la vista al frente. Abro la puerta. A mis espaldas, a través de los varios metros que nos separan, escucho que dice, con una voz extraña, deformada: guacho forro, qué mirás. Me meto de golpe y él hace lo mismo. Los dos ascensores suben en paralelo. En cada piso veo el pequeño destello de luz al otro lado de la oscuridad, pasando un segundo después que yo. Llego al trece y él sigue de largo. Nunca más voy a volver a verlo. Es sábado a la tarde y el ascensor se abre en el doce. Sube una nena con un gatito. Saluda y sonríe. Me asomo y veo a una chica cerrando la puerta del F. Palpitaciones. La reconozco de habernos cruzado antes, aunque nunca la había asociado con esto. Se le caen la llaves, las levanta y vuelve a entrar; se olvidó de algo. La nena me mira con un gesto de fastidio. Acaricia al gato. Se oye un gemido débil, ahogado. Creo que lo está apretando. Empieza a sonar la alarma. La chica aparece de nuevo y se desliza a través de la puerta del departamento: abre apenas, como evitando que yo mire hacia adentro. Igualmente me llega un olor rancio. Sube y dice "gracias" de manera un poco agresiva. De nada, le sonrío, y cierro. Tiene un tono de voz grave y ojeras profundas. Quiero hacer que diga algo más. Parece incómoda, sucia, fuera de lugar. Mira para abajo. Se balancea despacio. La nena le agarra la mano y apoya el costado de la cara contra su cuerpo. Qué lindo día ¿no?, tanteo. Ella asiente con la cabeza, perdida, sin levantar la vista. A los alaridos, gritos y exclamaciones, que a veces parecen de dolor, van sumándose golpes y ruidos fuertes. Como si patearan el piso, sacudieran las puertas o arrastra-


ran objetos pesados. Me despierta un martilleo que va y viene, en medio del silencio. Es un objeto chiquito que golpea en serie; desaparece de un lugar y vuelve a escucharse en otro. Me quedo despierto tratando de identificar de dónde viene. En algún momento llega desde abajo. En otro, parece que golpearan la pared de mi propio departamento, del lado de afuera, en el pasillo. Leo un mail de la administradora. Hace unos días se me ocurrió volver a hablarle del tema, por si sabía algo más. Dice recordar que una vez, después de mi primer comentario, un vecino se había quejado de que alguien de los pisos altos evidentemente hacía karate, o algún otro arte marcial. Se ve que practicaba todo el día. Pero no más que eso. Promete averiguar mejor. Y agrega que consultó a una amiga psicóloga que le habló del síndrome de Tourette. Me explica que es un trastorno neuropsiquiátrico heredado, con inicio en la infancia. Se lo consideraba raro y extraño, a menudo asociado con cambios en el tono de voz, la exclamación de palabras obscenas o comentarios socialmente inapropiados y despectivos. Este síntoma está solo presente en una pequeña minoría de afectados. No siempre es correctamente diagnosticado porque la mayoría de los casos son leves. Un Tourette grave en la edad adulta es una rareza. Estos tics característicamente aumentan y disminuyen; se pueden suprimir temporalmente con la medicación adecuada, y son precedidos por un impulso premonitorio. Hace suyas las palabras del mismo link de Wikipedia que estuve leyendo hace un tiempo. Cariños, Ana María. Me apuro en salir del ascensor para recibir al delivery. Perdí tiempo buscando una remera limpia. Dudo en


dejar abierto para volver a subir rápido. Cierro. En la vereda hay dos chicos en moto, con el pedido en la caja de atrás. Se da un breve momento de confusión; ambos dicen que vienen al 13º F. Agarro el que me corresponde junto con el cambio y vuelvo al trote. Ahora el número marca el doce. Aviso de puertas abiertas. De repente, caigo. Empieza a bajar. Apoyo el oído. Mi corazón retumba en la madera. Perfectamente definido, majestuoso, el eco de un alarido se propaga a toda velocidad por el vacío. Después, otro. Y otro más. Cada vez más cerca. Me alejo sin saber qué hacer. Espero, con el puño cerrado. Se abre la puerta y aparece la chica, en pantuflas, con una especie de bata andrajosa. El pelo de un rubio anaranjado, duro de suciedad. Hace un gesto con la mirada que no logro definir, como si todo fuera asombroso. Le sonrío. De pronto algo parece subir por su garganta. Aprieta la boca para frenarlo. Los labios se retuercen. Los ojos se le van para todos lados. Sale del ascensor sin saludarme y se aleja con un paso que no es de todo firme. En la puerta la escucho hablar con normalidad. Un nuevo mail de la administradora. Coincide conmigo en que la pobre chica no está para nada bien. Hace una semana, me cuenta, recibió una serie de denuncias de varios departamentos del edificio. Casi en el mismo día. De repente, a todos les estaba entrando agua desde arriba, en cataratas. Eran las letras F y H de los pisos 11º, 10º, 8º y 7º. El piso 9º tuvo suerte porque la loza tiene caída hacia el otro lado. Todo apuntaba al 12º. Hubo que reunir de urgencia al equipo de mantenimiento y ella misma dirigió la investigación. Cuando llegaron, los atendió la nena. Cinco años. La mamá dormía, según les explicó. Once y cuarto de la mañana. Por ahí andaba un gato con un peda-


zo de carne seca. Ropa tirada, muebles rotos, olor a encierro, humedad en los pisos. Le pidieron a la nena que fuera a despertarla y entró sigilosamente en la habitación. Apareció al rato, con la madre de la mano. Tenía la misma bata miserable y el pelo desordenado. La chica pasó de estar como drogada a estar histérica en medio minuto. Con una mirada la nena hizo que bajara la voz. Trataron de calmarla explicándole la situación y lograron que les mostrara el baño. Un desastre. Había arrancado el bidet y doblado los caños para adentro. Sobre la cerámica había manchas de sangre. Le preguntaron si estaba lastimada, si lo había hecho sola, porque se requiere mucha fuerza. ¿Fue tu novio? ¿Qué novio? La chica dudaba mirando para todos lados, buscando ayuda, antes de aceptar que había sido ella. Porque goteaba, se excusó. Después les mostró el brazo cortado. Agrego detalles en mi mente: la venda con manchas oscuras y resecas, los plomeros mirándose entre sí, la nena cantando en el living. En la madrugada los gritos van y vienen por todos los pisos, con intervalos de silencio. Ahora pueden ser graves o agudos. Me acostumbré a no despertarme del todo y sigo durmiendo. De a poco van alejándose. De repente un alarido se escucha más cerca que nunca. Como si estuviera ahí, pegado a la puerta del departamento. ¿Estoy despierto? Otro más, ahora del lado de adentro, que me deja sin respirar. Creo que tengo los ojos abiertos. En la oscuridad solo llego a distinguir una línea de luz tenue en la puerta de la habitación. Enfoco la vista. La claridad se interrumpe con el contorno de una figura. Está observándome. Quiero moverme pero no puedo. El tercer grito se proyecta directamente sobre mí, deforme,


atonal. Siento la frente pesada y los brazos atados. Muevo la cabeza. La figura dice algo que no entiendo en un susurro indefinido. La veo deslizar una mano hacia adentro. Mis ojos están fuera de órbita. Extiende el brazo en forma lenta, como si fuera elástico, y los dedos van acercándose a mi cara. Me quiero morir. Otro grito, pero esta vez vuelve a alejarse. Me sacudo para todos lados hasta que el cuerpo se libera y en dos pasos estoy afuera de la habitación. No veo a nadie. Ahora está en el pasillo, detrás de la puerta. Tengo la mente entumecida, pero me afirmo en el picaporte y espero en alerta. Hay alguien afuera, estoy seguro. Hasta puedo percibir que sonríe. Presto atención. Detecto un rasgueo muy débil en la madera. Parecen uñas. Respiro con fuerza: abro de golpe y solo llego a ver una mancha difusa, una sombra que escapa y dobla en el ángulo del pasillo. La sigo. En la negrura total siento que fluye, liviana, ágil y decidida. Hay pasos es las escaleras que suben, o bajan, no podría decirlo, y después un portazo a lo lejos. Estoy parado en el medio de la noche, sin poder dormir, después de deambular durante horas como un fantasma. Creo que ahora estoy en el séptimo piso. Me convertí en una sombra sin cuerpo, al acecho de los movimientos de mis vecinos. Ando descalzo. Nadie me ve, nadie se da cuenta de que estoy ahí. Aprendí a ver en la oscuridad. A veces, hago ruidos a propósito; me adelanto a las reacciones bajando las escaleras a toda velocidad, o me escondo en el depósito de la basura. Voy hasta el 12º F y me quedo con el oído pegado a la puerta, el cuerpo tenso, listo, concentrado. Pero cuando estoy acá afuera el silencio sale del departamento como un organismo vivo; se mueve por el edificio, y toma todo el barrio.


En este preciso instante un alarido llega desde los pisos altos. Me activo apara atacar los escalones de a dos, con movimientos largos y eficientes, sincronizados con la respiración. Los gritos se multiplican, están ahí, fijos, sin moverse de lugar. Cuando llego al 11º, freno y sigo acercándome con cautela. Ahora se alejan, retumbando en el piso de arriba. Llego al 12º deslizando una mano por la baranda y ya estoy por tocar el botón de la luz, cuando escucho un maullido moribundo. Click. El halo de claridad se extiende sin llegar hasta el final del pasillo. Casi en el límite de las sombras veo algo que se arrastra contra la pared. Afino la visión. Es el gatito de la nena. Me acerco con cuidado y veo que solo es piel y hueso. Tiene cortes en todo el cuerpo, le faltan mechones de pelo, como si se lo hubieran arrancado a mordiscones. No parece importarle que lo siga. Cuando estiro la mano para ayudarlo, da vuelta la cabeza y me muestra los colmillos. Recién ahí puedo ver que le falta un ojo. Otro mail en la bandeja de entrada. Es de la administradora. Hace un par de noches, según parece, alguien bajó al subsuelo y atacó las bauleras. No se llevaron nada, solo entraron a las dos o tres que estaban sin llave y dejaron apilados algunos objetos de manera extraña. Pero eso no es todo. Además, sigue diciendo, dejaron una "sorpresa". Montículos de mierda humana juntada a lo largo de varios días, desparramada por todos lados. Y trazos de manos con mierda en el piso, las rejas y las paredes. ¿Qué me cuenta? Una inmundicia. Después, analizando el listado de bauleras atacadas, llegó a la conclusión de que eran prácticamente los mismos dueños que habían denunciado las filtraciones. Cariños, Ana María.


Estoy agazapado en la esquina del pasillo del piso 12º. Increíblemente, descubrí que la puerta del F está abierta. La corriente la mueve en un vaivén suave. No sé si habrá alguien adentro. Decido acercarme con pasos livianos. Empujo muy despacio, rogando que no haga ruido. Solo se escucha el tránsito de la ciudad. Espío con un solo ojo; adentro hay una luz imprecisa que llega desde algún lado. La claridad de la noche. Veo bultos y cosas tiradas por ahí. En el suelo hay un reflejo, como si hubiese corrido agua. La brisa que llega trae un olor tremendo. De repente veo a la chica. Me escondo. Vuelvo a mirar; está parada con la cara contra la pared, los brazos a los costados, en penitencia. Me animo a empujar un poco más y veo a la nena con la mitad del cuerpo afuera del balcón francés. Los pies están en el aire. Tiene puesta la bata de la madre. El pelo largo flota en remolinos que suben. De pronto hay un ruido detrás de mí, casi imperceptible; un pequeño click. Es la cerradura del departamento de enfrente. De un salto vuelvo a mi escondite. Veo aparecer a la señora de los movimientos ondulados, que actúa con precisión en la oscuridad. Sabe lo que hace, o quizás ya lo hizo antes. De una zancada cruza el pasillo y se inclina sobre la puerta del F. No lo puedo creer. Respira pesadamente. Espera menos de un minuto y mete la cabeza. Después el cuerpo entero. ¿Señora qué está haciendo?, llego a escuchar que dice la nena. La voz ya tiene un tono extraño. Desde adentro alguien cierra la puerta de un golpe. Hay un estruendo que resuena en todo el edificio. Para ese entonces ya estoy volando por las escaleras; durante el escape me alcanza un alarido feroz.


A la mañana, en el palier, hay un grupo de personas que disertan sobre lo importante que es detener un infarto a tiempo. Menos mal que la ambulancia llegó tan pronto, apunta un viejo de bigotes enormes. Pobre señora, se lamenta otro, con pinta de abogado; la encontraron en el pasillo inconsciente. Dicen que tenía problemas de salud. El resto del grupo finge empatía; afirman con la cabeza sin decir nada más. Hasta que alguno hace un chiste y todos se ríen, como inocentes volátiles. Tengo que detectar de dónde viene ese olor nauseabundo. Me muevo con elasticidad por las escaleras, hacia abajo, revisando en los depósitos de cada piso. Lo usual: pilas de revistas de años atrás, botellas de vino y basura de días apretada en bolsas de supermercado, con algo viscoso que empieza a chorrear. Un velador viejo. O una tabla de planchar con la funda quemada. Cuando voy por el octavo piso advierto que el olor está ahí, al otro lado de la puerta, en el cubículo. Me preparo. Abro en un movimiento rápido y el vaho me golpea. Doy vuelta la cara. Tomo aire en bocanadas profundas y busco en el tacho. Encuentro una bolsa negra liviana y la separo del resto. Queda ahí a un costado, mientras me alejo para recuperar el aliento. Inhalo y exhalo un par de veces y vuelvo a aguantar. Estudio el bulto. Es blando y articulado. No muy grande. Mis manos reconocen la forma de un cuerpo. Los dedos temblorosos detectan la ondulación de unas costillas. La cola está dura. Busco la cabeza. Tanteo las orejas, el hocico... y en eso me doy cuenta de que está separada del resto. Dejo caer la bolsa y en el instante en que toca el piso se escucha un grito que parece tomar el edificio completo. Viene de arriba. Largo el aire que tengo adentro y siento que el cuerpo se me va también. El ejercicio de respiración junto


con el olor infernal me dejó mareado. Encaro los escalones en un estado nebuloso de la mente; perdí la noción de mí mismo. No sé lo que estoy haciendo. Los gritos no paran, son cada vez más potentes, pero con una intención distinta, como si modularan palabras. Está llamándome. Llego al doce agotado y me doblo para reponerme, con las manos en las rodillas. Estoy a oscuras en la mitad del pasillo que une los dos cuerpos. Lo único que veo allá lejos es la luz roja del display del ascensor. Escucho el mecanismo. Está subiendo, o alguien que no puedo ver acaba de llamarlo. Presto atención. Empieza a rodearme el eco de un murmullo acelerado. En los intervalos de silencio se oye un silbido muy bajo. No logro darme cuenta si está adentro o fuera del departamento, oculto en el borde de la pared. Llega el ascensor. El pequeño rectángulo de luz es una presencia amenazadora. Queda ahí, suspendido, proyectando líneas de claridad sobre los ángulos. No hay nadie. Me tenés harto, escupo, para terminar de una vez con todo. Harto, sabés, agrego. No hay respuesta. Doy un paso, dos. De repente, como en cámara lenta, la figura diminuta aparece desde un costado, recortada en contraluz. Mis ojos se abren del todo. El ascensor se va y la escena vuelve a negro. Su contorno me queda grabado en la retina. Dejo de verla pero ahora sé que está ahí. Desde ese punto sale el primer grito, que resuena en el espacio. El segundo y el tercero están más cerca. Se enciende la luz. Veo a la nena con un brazo estirado hacia el interruptor, como si fuera elástico. Tiene la bata puesta. Atrás de ella se extiende el vacío infinito. Grita mirando muy fijo, con una mueca torcida. La boca se abre demasiado. Los ojos inexpresivos se salen para afuera. Los brazos ahora cuelgan casi lle-


gando al suelo. Caigo de rodillas. Sigue acercándose. La luz se apaga automáticamente. Me queda su imagen, inclinada hacia un lado, apenas encorvada. Su cara a la altura de la mía. Los gritos son profundos, inhumanos, con una vibración enloquecedora. Me llega su aliento de muerte. Antes de desmayarme, en la oscuridad, puedo adivinar que sonríe.

RECIÉN CUANDO ME DEJÓ MI mujer reparé en la vieja del décimo. Durante toda la vida vivió en el piso de arriba, pero nunca le había prestado más atención que a cualquier otro vecino. Las veces que nos cruzamos en el ascensor viajamos en silencio hasta la planta baja. Que tenga una buena mañana señora Carson, me despedía yo. Muy amable, joven, me respondía ella, aunque las arrugas y los retazos blancos en mi barba hacen evidente que pasé los cincuenta. La cortesía de dos desconocidos, hasta que oí por primera vez los ruidos en mi techo. Volví temprano del diario ese día. Al calor de la


tarde se le sumó el olor a encierro y a departamento abandonado: llevaba semanas sin abrir las ventanas, con las persianas bajas hasta el piso. Una penumbra de mudanza, aunque la única que se había ido era mi mujer. En la redacción, todos sabían la historia. Quizá por eso evitaban llamarme la atención por mis columnas, que repetían sin variantes los comunicados oficiales de las cadenas de noticias. ¿Qué importaba? Ya no es como en mi tiempo: hoy nadie lee notas completas, la gente se conforma con meros titulares. Llegué y, como siempre, me hundí en el sillón del living. Ni siquiera prendí la tele. La oscuridad nunca cae completa durante la tarde: la luz se empecina en entrar por las hendijas de la persiana o por debajo de la puerta. Pensé, una vez más, que ya no tropezaría con sus cosas: carteras en la cómoda o en la mesada de la cocina, sus zapatos bajo la mesa del living –o quizás uno ahí y el otro en el balcón–, alguna blusa o saquito escondido entre los pliegues de este mismo sofá. Una vida entera acostumbrado a ese desorden, y de golpe me encontraba con un living impecable y extraño. Me faltaba el caos de su compañía. Después de veinticinco años de casado era dura la soledad. Añoraba sus defectos. Añoraba llegar a casa y descubrir sus llaves obstruyendo la cerradura. Tener que tocar y tocar el timbre, esperar a que ella abriera, mirarla de mal modo. Descubrir la toalla mojada sobre la cama, junto al rímel, el delineador, los estuches de maquillaje. Ahora el orden parecía culparme. Tanto vacío le daba un aire acusatorio a la casa. Un resonar de rasguños y chillidos apagados sobre el techo de zinc del balcón rompió el ensueño. A mi mujer no le hubiera gustada nada que llamara balcón a esa parte de la casa. Para ella siempre fue un


jardín de invierno, desde el día mismo en que a la inmobiliaria se le ocurrió llamarla así. Durante el recorrido, nos contaron que los propietarios anteriores habían dividido el balcón y techaron una parte, para ganar espacio. Así de burdo, ese cerramiento techado, devenido jardín de invierno, enamoró a mi mujer. Quizá porque le gustaban los pájaros y la estructura entera recordaba a una enorme pajarera de zoológico. A esa jaula fueron a parar sus trofeos ornitológicos. En un rincón, el nido de hornero que se había traído de Purmamarca. Cercana a la puerta vidriera, la jarra de cristal repleta de plumas exóticas. Hasta decidió armar un cuadro con las estampillas que antes guardaba en un sobre. Varias veces me las había mostrado una por una. El cóndor de los Andes, el cardenal de Belice, la grulla de Japón. Mi preferida era la del Pingüino de Vincha, de las Malvinas. Pygoscelis Papua, decía en letra muy pequeña, a un costado, la caligrafía apenas reconocible detrás del sello indolente estampado por el empleado del correo. Recuerdo cuando ella les asignó un lugar en la pared: aún no terminábamos de pintar y, con una remera vieja y estirada que la hacía ver hermosa, me dijo acá vamos a colgar el cuadro de las estampillas. De nuevo ese rumor como de rasguños. ¿Ratas? Me levanté del sillón. Me costó subir la persiana: la falta de uso y la humedad habían pegado los listones. Logré abrir lo suficiente como para pasar agachado. El sol estallaba con fuerza dentro de ese jardín de invierno tan diferente al que yo recordaba: ahí no había nidos, estampillas ni plumas. No me había dado cuenta, pero habíamos dejado que el rincón de los pájaros se transformara en otra cosa. Primero, un lavadero funcional con tender. En los últimos años,


un galpón. Un cómodo basurero para esconder todo lo que no queríamos ver. Las cosas se amontonaban por el jardín, cubiertas de polvo. La dureza de la luz de la tarde y el barullo de uñas que venía de arriba les daba un aspecto aún más sucio. Increíble cómo se acumula la mugre. Caminé entre sillas rotas apiladas contra la pared, planchas de madera y viejos cacharros de cocina. Moví los restos de una lámpara de pie –¿para qué habíamos guardado una lámpara de pie desvencijada?–, y me salió al cruce un hedor reconcentrado a humedad, hollín y raticida. No me atreví a acercarme a la persiana americana que separaba el jardín de invierno del verdadero balcón, esa franja de baldosa candente sin techo que da a la calle. Imaginé que la persiana ocultaba macetas arruinadas por el polvo y el granizo, una ruina de plantas disecadas y carcomidas por las ratas, que ahora seguían de concierto. Miré al techo y me puse a escucharlas. No eran ratas. En el inconfundible arrullo, en el batir neumático de sus plumas y el picoteo tenaz, reconocí a una paloma. Me alivié, no imaginaba en ese momento que llegaría a odiar a las palomas más que a las ratas. Ahí parado, se me ocurrió que esa paloma había llegado para ocupar el lugar vacío, como si hubiera percibido la nueva ausencia, el espacio vacante en mi hogar. Con solo escucharla, mi mujer habría sabido decirme si era una picazuro, una paloma cualquiera o una torcaza. ¿Cómo toleraba tanto ruido mi vecina del décimo? A ella le tocaba la peor parte: desde arriba, incluso podía verla agitar sus alas furiosamente. No tardará en tirar veneno, me dije, y me corregí de inmediato: no tardará en pedirle al portero que tire veneno. La gente distinguida como la señora Carson es de mo-


lestar al portero para los trabajos sucios. Volví a entrar y prendí la tele. Paseé por los canales, y pronto me quedé dormido. Al despertar, todavía en el sillón, ya era bien de mañana. Entre lagañas, miré la hora: había dormido catorce horas. Con la idea de inventar alguna excusa y tomarme el día libre, fui a la cocina en busca de un café bien negro. Y entonces la vi, parada bien oronda sobre sus dos patitas. Con la cabeza hacia un lado, esa paloma me miraba. No había dudas de que me miraba fijo. Me quedé inmóvil, sin reacción. La paloma desplegó sus alas y se elevó, batió esas enormes plumas, grises como la ceniza y el hollín. Aleteó y se golpeó contra el techo, y después con la alacena, y de nuevo con el techo. ¿Cómo había entrado en mi cocina? Pasé por abajo, cubriéndome la cabeza, y abrí de un manotazo el ventanuco del rincón, encima del especiero. La paloma se quedó aleteando en el aire, hasta que por fin entendió que le había facilitado una vía de escape. Se zambulló por ese ventanuco –arrastró en su inercia un par de frasquitos de especias– y desapareció. Dejó una espesa mancha verde en la mesada. Aun después de refregarla y refregarla, no salió: una sustancia corrosiva me dañó la madera. Los muchachos de la sección Sociedad me habían contado de la epidemia de palomas. Creo que fue Tito el que salió con lo de la cetrería: proyectaban entrenar halcones para controlar a la población de palomas. Pleno siglo XXI, y no se les ocurría otra cosa que recurrir a una técnica medieval. Según Tito, el problema era que la ley prohibía matar palomas. Así que, en lugar de cazarlas, los halcones solo las ahuyentarían. Me tranquilizó recordar


esa charla absurda mientras recogía plumas desparramadas por toda la cocina: si habían sitiado Buenos Aires, yo no tenía derecho a quejarme de una única paloma, triste y solitaria. Al día siguiente, todavía no amanecía cuando me despertó el ruido. En realidad, no era lo que se llama un ruido. Más bien se trataba de un golpe tenue, casi imperceptible: desde que duermo solo en la cama matrimonial, cualquier cosa me sobresalta. No pensé en la paloma, sino en el viento silbando por las hendijas del techo. Agucé el oído, inmóvil dentro de las sábanas, de mi lado de la cama. No sé por qué insisto en dormir del mismo lado, cuando podría atravesarme; acaso me incomoda que el colchón conserve la forma de ella, que recuerde su peso. Y llegó otro golpe. Y un tercero y un cuarto, más violento. Un crescendo que ya había oído antes: los picotazos, ese aleteo pesado invadiendo mi cocina, el reptar inquieto de dedos abiertos en garras. Salí al jardín de invierno blandiendo la escoba: me latía la cabeza, ya no conseguiría volver a dormirme. Nunca había oído un ruido así. Golpeé fuerte sobre la chapa de zinc, sacudí toda la estructura. En un frenesí de aleteos y arrullos, quince, veinte palomas escaparon a refugiarse en los edificios lindantes. Pero regresaron a mi techo al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente también. Yo salía con la escoba cada vez, aunque ya no me resultaba fácil espantarlas, de tantas que eran. Levantaban vuelo con los golpes, pero bastaba que yo entrara de nuevo a la casa para que ellas volvieran a mi techo.


Y los chillidos. Todas las mañanas. Las garras arañando, los picotazos contra la chapa de zinc en un reverberar interminable. No quería ver, pero esas palomas se multiplicaban día a día, minuto a minuto. Le pedí al portero que se ocupara: le dije que no nos convenía tener una plaga en el edificio, que mejor eliminarlas sin que nadie se enterase. Que cómo podíamos arreglar. Me escuchó consternado –indignado, incluso–, como si le propusiera un crimen. ¿Cuánto faltaba para que el Gobierno soltara esos halcones o derogara la anacrónica Ley de Protección de Palomas? La OMS dice que son más amenazantes que las ratas mismas. Pensé de nuevo en mi vecina, pobre: acaso la situación ya la había superado, y llevaba días encerrada. La llegada del invierno me tomó por sorpresa. Una mañana salí a la calle y ya no me bastó con el saco de media estación. Sumé el sobretodo y la bufanda a cuadros que me regaló mi mujer, en algún aniversario. Era el único tan formal en el diario. Era el mayor también, y ya se sabe que los jóvenes prefieren jeans y buzos polar. Incluso al Jefe de Redacción le llevo muchos años, él no conoció el caos de cables que llegaban por télex, la letra pequeña y mal impresa. El trabajo perdió su viejo encanto: ahora basta con un clic en la computadora. Ni siquiera se permite fumar adentro del edificio. Extraño esos cierres histéricos, todos corriendo de un lado para el otro en la espesa humareda. En la redacción me preguntaron por las palomas. Hacía tiempo que nadie me sacaba el tema. —Mejor —dije—, bastante mejor.


Mentía, por supuesto. Prefiero no alentar la charla en la oficina. Contarles que las alimañas sobre mi techo seguían con su rutina de picotazos y aleteos nos habría llevado a más confidencias, y no quiero explicarles por qué me dejó mi mujer después de tantos años. Compartir un dolor es profanarlo. Las palabras resultan pequeñas para contar intimidades. Además, qué sentido tiene confiarle a un desconocido las cosas que me reprocho en la vida. El Día del Descubrimiento –porque así lo llamo–, llevado por una furia inusual de picotazos, enrollé la persiana americana y abrí el ventanal que separa mi jardín de invierno del balcón. Así, entre jazmines y rosales muertos y macetas resecas, entre plumones y excrementos de palomas y huevos rotos, distinguí migas de pan. Apetitosas y frescas destellaban esas migas en el abandono del balcón. Las palomas volvían y volvían a mi techo en busca del maná que les proporcionaba la diosa del piso de arriba. Insistí con el portero: —Me cae comida al balcón —le dije—. Pedazos de galletitas y pan. Incluso miguitas como de escones. Por eso las palomas vienen y vienen. ¡Hay que hacer algo! —Culpa del nieto —me contestó el portero—. Es terrible ese nene. Viene de visita y se le queda a dormir. Deje, que yo hablo con la señora. ¿Un nieto? No sabía que la señora Carson se había casado alguna vez. Siempre la había imaginado sola. Y, vaya a saber por qué, ese nieto me llevó a pensar en los hijos que no tuvimos con mi esposa. El portero no solucionó nada: cuando volví a encon-


trar migas en mi balcón, subí a increparla. La obligaría a tomar medidas con su terrible nene. Nunca antes le había tocado el timbre. —¿Sí? —preguntó con la puerta cerrada—. ¿Quién es? —Su vecino de abajo. Y ni bien entornó la puerta estallé: —Cagadas de palomas, señora. Tengo el balcón llenó de cagadas de paloma. Me avergüenza recordar ese momento: en nuestras charlas de ascensor, jamás tuvo cabida un vocabulario semejante. Pero yo venía acumulando, y no pude contener las primeras palabras que me vinieron a la boca. Ella no atinó a decir nada, noté su sorpresa. —Las palomas esparcen bacterias y contagian enfermedades —le insistía yo—. Son peligrosos sus excrementos. Ahí acecha la meningitis, por ejemplo. Las peores enfermedades vienen de los excrementos de una paloma. Ex-cre-men-tos, ¿entiende? Heces, mierda de paloma. —La verdad, no me preocupaban esas cosas: lo que yo no soportaba era el ruido, ese revolotear constante, las garras sobre la chapa de zinc, los crujidos—. Una paloma atrae más palomas, señora Carson —seguía yo, y la señora Carson asentía, me daba la razón sin abrir la boca. Por lo menos no le echó la culpa al nieto—. Que tenga buen día, en lo posible. Y me fui. Durante los días siguientes retrasé la vuelta a casa desde la redacción: había descubierto que solo bajo el sol las palomas revolotean enloquecidas, y decidí darles tiempo para que descubran un nuevo hogar. Además, si la Carson les dejaba de dar comida, se resignarían a abandonar mi techo.


Una vez le pregunté a Tito por qué se quedaba hasta cualquier hora en el diario, aunque ya hubiera cerrado su sección. Tito tiene dos hijos. Once y ocho años, creo. Me dijo, ese día: Cuando llego tarde a casa, la mitad de mis problemas están durmiendo. Me reí, pero yo no soy muy diferente a él. Acabé copiando su estrategia: buscaba retrasar la vuelta a casa para no cruzarme con mis palomas. Por suerte ellas también necesitan dormir. Como los hijos de Tito. Pero una tarde volvieron los ruidos, a pesar de todas mis precauciones: las palomas también extendieron su jornada, acaso imitándome. Como tantas otras veces, yo dormía en el sillón del living: sin nada para hacer, había desarrollado el hábito de la siesta. Entendí por qué los viejos duermen tanto: es un modo tan bueno como cualquier otro de matar el tiempo. Salí al balcón, al frenesí de cientos de palomas. Entre manchas verdes y plumones, vi migas de pan. Me agaché para recoger un puñado, y algo me cayó en la cabeza. Con asco, me tanteé el pelo, no podía creer que una paloma me hubiera acertado. Pero no: se trataba de una miga de pan, deshecha y húmeda, como la que se le da a los bebés. —El nene —se me escapó en voz alta—. El nene visita a su abuela. Miré hacia arriba y no vi nada. Pero otra miga cayó en mi balcón, y más y más migas cayeron sobre las baldosas, las macetas vacías, la tierra seca. No me importó la corbata ladeada o la camisa afuera: corrí escaleras arriba el tramo que me separaba de la señora Carson y del nene, no podía esperar el ascensor. Recién delante de su puerta, agitado por el esfuerzo, me di cuenta de que iba descalzo.


Toqué el timbre, y sin dar tiempo a responder golpeé la puerta. —¡Vecina! —dije, y seguí golpeando con el puño hecho una maza. Abrió, y ahí nomás le dije, con la mano abierta y mostrándole esas migas rancias y los plumones: —Qué habíamos hablado, señora. Y levanté la vista. La Carson había sido siempre para mí una más en el edificio, ni reparaba en ella. Pero esta vez la miré de verdad, sin cortesías de ascensor. Se había puesto un saquito largo sobre el piyama, y no lo ocultaba del todo: la delataba la otra tela que asomaba en bajorrelieve con los puños, y esa rara hinchazón sobre el torso. Demasiada ropa, puesta a las apuradas. También se había anudado un pañuelo sobre el pelo seguramente despeinado. La había sorprendido de entrecasa y, a pesar de la edad, mantenía su coquetería. Al fin y al cabo era una mujer. En los ojos hundidos, detrás de la sonrisa amigable, su cara evidenciaba una vida larga y difícil. Tenía la boca llena, los cachetes inflados, las comisuras todavía con galletitas. Las mismas galletitas que yo cargaba en el hueco de mi palma. No había nieto, era ella la de las migas. Un equívoco del portero, o una mentira. Signada por la pena, nadie visitaba nunca a la señora Carson. Quedamos en silencio, mirándonos. No había apuro en la expresión de ella: esperaba con calma que yo hablara. Y, por extraño que parezca –como tantas otras veces, no había palabras entre nosotros–, ese fragor de palomas compartido, lentamente, con los días, me ayudó a comprenderla. Todos estamos solos con nuestra frustración secreta. Cada uno va por la vida como puede, sobrevive a


su modo. ¿Quién era yo para arrebatarle la compañía de sus palomas? Había vivido demasiado tiempo enojado, me faltaba compasión. Quizás un poco de compasión hubiera hecho que las cosas fuesen diferentes con mi esposa. —Discúlpeme, señora Carson —dije, pero no le hablaba a ella. No me entendió, me miró extrañada. Y me fui, volví a mi departamento vacío. Sin mi esposa. Sin palomas. Me tiré en el sillón. Al poco rato me quedé dormido.

JULIA, JULITA, ME DICE QUE ESCUCHE; mira hacia los ladridos que acaban de venir desde el bosque, loma abajo. —¿Hay un perro acá? —Me mira un poco emocionada. —No sabía. Puede ser. Estamos sentados en el pasto, afuera de la cabaña, esperando que Vera vuelva de recolectar especímenes. Ya no vamos más con ella, Julia y yo, desde ayer. Un viento nos recorre los brazos y la cara, y todos los olores del


lugar son frescos. Haber venido acá fue un error. Cabaña, loma, bosque, el pueblo más cercano a veintidós kilómetros, sin señal a la redonda. No importa dónde estamos: nos sentimos en la nada. Yo solamente espero que estas vacaciones en Ayende peguen alguna clase de giro y empiecen de una vez a funcionarnos a Vera y a mí. Julia y yo nos quedamos en silencio. —Mirá, pa —grita Julia, y señala. El perro emerge del bosque trotando hacia nosotros con la lengua afuera. Ya nos vio y mueve la cola. Lleva la boca tan estirada por la agitación que parece que sonríe. Viene hasta nosotros con el hocico pegado al suelo y nos huele para mostrarnos que es amistoso, para comprobar si también lo somos. A Julia le da cosquillas ser olfateada y se ríe y el perro juega con ella; al rato estamos los tres esperando a ver si Vera vuelve antes de que oscurezca. Julia le tira palitos al perro, pero el perro no entiende qué hacer; entonces se emociona y se planta en las patas traseras y le ladra en la cara. A ella le encanta eso. La dejo a Julia con el perro y me voy a revisar las gomas del auto, del otro lado de la cabaña. Es casi toda de cemento, cúbica, con ventanales en cada dirección. El auto está al lado del tinglado con el generador eléctrico. Ya no lo usamos, nos quedamos sin rueda de auxilio; la que traíamos la usamos cuando subíamos la loma y pisamos uno de esos bichos. Viajar casi mil kilómetros y venir a pinchar a dos cuadras de destino. Al final lo pude arrancar de la goma con una pinza. Vera no me dejó tirarlo: era rarísimo, totalmente cubierto de púas de medio dedo de largo, acorazado, y seguía vivo. Vera estaba emocionada, se movía apurada como si estuviera conteniendo pis. El bicho apenas vibraba de a ratos, atrapado en la pinza; el zumbido era denso, grave, de algún modo peligroso. Lo


guardó en un táper y en la cabaña lo pasó a un frasco grande de vidrio, uno de esos frascos para galletitas, con tapa hermética; ahora está sumergido en formol, sobre la mesada de la cocina, y dentro del formol sigue vivo y se pasa el día pegando contra todas las paredes. Cada golpe suena como una piedrita. No vimos más hasta ahora pero Vera dice que donde ves un bicho, hay un montón más; yo le creo, la entomóloga es ella. De muchas maneras, me cuesta dejar de pensar en ese frasco. Las vacaciones iban a ser para nosotros; las necesitábamos. Pero al verle la vieja emoción bichera, empecé a entender que esto era más de lo de siempre. Hasta había traído formol. Nos va a hacer bien, me dijo antes de venir, sonriendo con sus brackets nuevos, vamos a pasar tiempo juntos de nuevo y capaz hasta escribís. Yo pensaba en lo bien que le quedaban, siempre me gustaron los brackets en una mujer, qué tal si se los había hecho colocar a propósito para mí. Escribir, no escribía desde hacía un par de años, desde mucho antes de nuestra separación, y era algo que ya me había dejado de importar. Vamos a estar juntos, le dije, nada más que a eso vamos, los tres. Me da impresión, el bicho, la manera en que se mueve en el formol desde hace días, cómo golpea contra el vidrio; creo que no va a parar hasta romperlo. ... Los primeros días en Ayende hicimos varias excursiones largas por la zona, que se extendía abajo, ondulando, hacia donde uno tuviera deseos de caminar. Preferíamos no usar el auto, por las dudas, cuidar los neumáticos. Desde la cabaña, la loma bajaba: bosques de pinos y araucarias y alerces en todas direcciones, bosques frescos,


oscuros, que en algunos sitios se volvían muy, muy antiguos. El tercer día por la tarde llegamos los tres a un claro amplio, pelado, justo saliendo de uno de los bosques, un terreno muerto. Vimos troncos blancos y troncos carbonizados, encorvados por el silencio. Ya no venían pájaros, no había nada, nada quería venir acá. Julia me apretó la mano; el lugar parecía un cementerio en ruinas, tenía esa atmósfera muerta y calladísima, eso que hace que uno apriete la boca y se meta para adentro. Avanzamos hacia el centro del claro; la ceniza gris, apelmazada por las lluvias, no producía ningún sonido, era solamente una textura blanda a través de las suelas. Le pedí a Julia que mejor jugara en el borde del bosque. Ahora voy, pa, me dijo. Vera desmenuzaba un poco de ceniza entre los dedos. Se incendió el invierno pasado, me dijo, abstraída. Contorneó con el dedo círculos crecientes hasta llegar a los bordes del cementerio. Me contó que los incendios a veces son invisibles, que pueden empezar bajo tierra. Un árbol se quema por adentro y hay brasas y se va propagando por las raíces, por la tierra, y a veces está semanas creciendo así. Su voz vibraba alrededor de todo lo que estaba muerto sin lograr darle vida de nuevo. Era una estupidez pensarlo, pero por el modo en que el lugar absorbía su voz, a mí me crecía la sensación de que ahí la muerte le ganaba a todo. Podés estar parado sobre un incendio y ni te das cuenta, dijo. Viajan muy lejos. Otros árboles se queman de a poco por adentro, también, y cuando ves algo, cuando al fin aparece el humo, ya es tardísimo para cualquier cosa. Yo le pregunté si era común que los bosques se incendiaran fuera del verano. Ella me dijo que había sido raro y muy trágico. Para la gente, le pregunté. Para el bosque, para la fauna, para los insectos, me dijo, este fue


un incendio chico pero el costo del ecosistema fue altísimo, siempre es. Julia caminaba sobre un tronco. Vos ya estuviste acá, le dije. Ella no se hizo la desentendida. Vacaciones las pelotas; viniste a trabajar, vos. Me sostuvo la mirada. Son unos artrópodos increíbles, Juan, totalmente desconocidos, ¿vos entendés la tesis que puedo escribir sobre esto, los papers, todo? Me va a dar fácil para diez años más en el conicet. Miré hacia otro lado, exhalé, empecé a caer en la vieja costumbre de ceder y la dejé hablar. Lo que estoy buscando apareció acá, lo vieron acá por primera vez. ¿Después del incendio? Sí, un par de días después. ¿El mismo bicho que pisamos? Sí, exacto. Yo pensé en el bicho en casa, golpeando contra el vidrio durante todo el tiempo que no estábamos allá, y le pregunté, ¿aparecieron por el fuego?, y ella dijo, puede ser, el calor hace que los huevos maduren mucho más rápido si no los quema, y yo quise saber de dónde había venido el huevo. Ella giró los ojos en otra dirección para no mirarme. Nadie sabe, me dijo, nadie entiende: aparecieron. Julia estaba jugando entre unos árboles negros a varios metros; tenía el short y las zapatillas manchadas con carbón. Yo no entiendo, le dije a Vera. Qué cosa, me dijo ella. Por qué nos trajiste acá. Estamos de vacaciones, me dijo, el lugar es hermoso; bueno, salvo esto, el resto es precioso, qué más querés. A vos te quiero, le dije. Bueno, acá me tenés, ¿no? Me tapé la boca y me di vuelta. Volví a ver a Julia, subida a un tronco caído, toda manchada; la llamé, ¡Julia!, y ella se dio vuelta y se quedó quieta mirándome desde el lomo de ese tronco pero no supe qué más decirle; volví a mirar a Vera con otra cara, con algo que estaba a punto de explotarme en la garganta. No, Vera, estas no son vacaciones, yo no sé dónde estás vos pero no estamos acá de vacaciones, te estamos siguiendo. Ella


empezó a decir algo pero le hablé encima. Traerla a Julia, ¿vos viste lo que son esos bichos? Vera levantó las cejas, son insectos nada más, me dijo, con mucha suavidad, suspirándolo. Ya estamos acá, Juan, siguió, ahora estamos juntos, volviendo; ayudame a buscar, dale, no seas así. Respiré hondo. Sentí la presión en un nervio, en una fibra, en alguna esperanza. Exhalé por la nariz, lento, aflojándome. Buscar qué cosa, le dije, ¿bichos? Un nido, huevos. Cómo son. No sé, nadie sabe, puede ser como un hormiguero, o un pocito, o capaz están pegados en el costado de un tronco o abajo de uno, hay que darlos vuelta. Empezó a dar pasos con cuidado, mirando hacia sus pies, y habló sin mirarme, ojo dónde pisás, puede haber bichos medio enterrados en la ceniza, viste los pinches que tienen. Julia, grité, y ella se dio vuelta para mirarme, jugá del lado del bosque, hay mucho sol acá. Ella ya se había aburrido del cementerio, así que fue a meterse entre los árboles vivos. Empecé a caminar por los parches de ceniza y tierra. Estuvimos media hora buscando. Al final no encontramos nada y Julia se estaba quedando dormida en el pasto. Vera dijo, por qué no vuelven ustedes, yo los alcanzo en un rato. Mientras Julia y yo nos alejábamos de regreso, entendí que lo que deberíamos haber estado buscando lo estábamos perdiendo ahí mismo. Entonces le pedí a Julia que me esperara un momento, bajé hasta Vera pisando pesado, rompiendo el suelo, y le dije que Julia y yo no íbamos a acompañarla nunca más en estas excursiones. ... Vera llegó de noche, cuando dormíamos; escuché la puerta abrirse con unos clics metálicos y ella se deslizó en


la casa: suelas sobre el piso de madera. La escuché quedarse en la cocina, pensé que viendo el frasco, filmando con el celular, tomando algunas notas. Al rato abrió otra puerta y la oí bañarse con la palangana llena de agua fría. Estuvo un rato largo haciendo chorrear la esponja sobre el agua. Sentí cómo se me iba anudando el estómago, cómo me iba soltando su lento mensaje. Vera entró a la cama, apretó su cuerpo helado contra el mío. Respiraba muy cerca de mi cara y le di la espalda. Ella aflojó los brazos y se volvió a su lado de la cama. Me quedé escuchando los grillos. Vera tampoco podía dormir, y cada movimiento de ella tironeaba las sábanas y me irritaba. En algún momento, Vera dejó de moverse. Yo sentía un poco de náuseas por el estómago tan apretado. Qué hago acá, me dije. Los grillos fueron dejando de sonar hasta que me quedé pendiente del silencio, con la sensación de que yo era lo único despierto en la noche, y entonces empecé a distinguir que no estaba solo; percibí los golpecitos opacos, vivos, irregulares, que venían desde la cocina. Me llegaban hasta la habitación como una canilla que goteaba arbitrariamente; eso era sobre todo lo que me despertaba, la arritmia; cada golpecito me tomaba desprevenido. Ya debía llevar horas en la cama; me dolía el cuerpo. Me di vuelta de nuevo, no sabía cómo dejar de escuchar. Me irritaba que Vera abrazara una almohada, que respirara tan pesado, tan aliviada, descansando tanto, que soltara ese aroma a piel tibia y dormida. Sentí que nunca debería haber aceptado venir, que para qué había dejado mi departamento. Resoplé por última vez y abrí la sábana de un manotazo. En un movimiento, quedé sentado al borde de la cama. Me refregué la cara, me agarré el estómago, exhalé. Por un momento deseé despertar a Vera, no dejarla dormir


tampoco; ¿eso era de algún modo odio? Estuve a punto pero me contuve. Los golpecitos contra el vidrio persistían, no iban a callarse nunca. La cosa que Vera había guardado en formol seguía buscando la manera de salir. Yo no sabía nada sobre formol, me pregunté si era natural que un bicho pudiera sobrevivir cuatro días sumergido ahí. Tanteé la mesa de luz, encontré la linterna, el contacto con el piso me provocó un escalofrío. Salí del cuarto. En la sala, los golpes se volvían más audibles. La cocina era parte de esa sala, y al lado de una cafetera vi el frasco, lleno de líquido. Encendí la linterna. Parecía un piñón de araucaria, un abrojo. Sobre el lomo, las púas eran más largas, como de cactus, peinadas hacia atrás; el resto del cuerpo estaba recubierto por otras mucho más cortas y terminaban en ganchos. Se articulaban entre sí como dientes que molían en conjunto. Para moverse dentro del formol, inflaba su cuerpo, se expandía en un delta. Alas, pensé; vuela. Con una contracción en cadena de sus segmentos, se disparó contra una pared; hizo sonar el vidrio como una piedrita. Desplegó muchísimas patas, se quedó agarrado y se volvió a deshinchar, a convertir en una cosa alargada. Patinaba a velocidad sobre una de las paredes, tratando de escalar dentro del líquido, y las patas rápidas le resbalaban sobre el vidrio, me daba impresión. Vi, en el medio del vientre, un diafragma negro, alguna clase de boca pinchuda que apenas se contraía cada tanto como una pupila. Llevé el frasco afuera. Sentí varios golpes opacos a través del vidrio. La noche era como tinta negra que flotaba alrededor de nosotros. Miré un momento la sombra del auto; apenas alcanzaba a distinguirlo y esperé que las gomas estuvieran bien. Apoyé el frasco, vivo, enfurecido, del lado de afuera de la puerta y volví a entrar. La casa


estaba en silencio ahora. Me asomé al cuarto de Julia, la miré un rato hecha un bollo, y regresé a mi cama. ... Me desperté tarde. Estaba solo en la cama. Sentí en el aire olor a tostadas, café, leche caliente y el zumbido del generador eléctrico. En la sala, Julia estaba sentada sola a la mesa, desayunando de a poco, con cara de dormida. Se llevó un tazón a la boca y miró dentro. Vera se movía apurada por la cocina y la sala revisando las provisiones. Ya tenía puestos los borceguíes y la mochila de paseo violeta le colgaba de una correa. Descubrí el frasco de vuelta en su estante, el bicho golpeando. —Buen día —les dije. Le planté un beso en la frente a Julia. Vera se detuvo frente a una caja y empezó a sacar latas de atún y caballa. Guardó las latas en la mochila; conté nueve o diez. —¿Todo eso vas a almorzar? Ella me miró, se rio por la nariz. —Vuelvo a la tarde, linda, y salimos a jugar un rato. —Dale, ma —dijo Julia de un modo distraído. —Voy a traerle algunos amiguitos a este. Juan, me voy un rato, nada más; almuercen tranquilos. Si podés, fijate el generador, cargale nafta. Sentí calor en las puntas de los dedos. Empecé a cerrar las manos con fuerza. —Vera —dije, casi inaudible. Vera no prestó atención. Revisaba apurada los cierres, cargó una cantimplora de plástico con agua, mezcló polvo de jugo dentro, listó cosas en voz alta para no olvidarse de nada.


—Vera, escuchame. Me miró mientras terminaba de asegurar la cantimplora a la pequeña mochila de paseo. —Tendríamos que hablar. Suspiró, levantó las cejas, negó con la cabeza. —Yo te quiero decir algo, Juan. —Miró hacia el frasco, luego a mí—. Me gustaría que los especímenes no queden nunca más afuera, ¿puede ser? —Algo por adentro se me estrujó—. Esto es muy valioso, se puede dañar, ¿está? Respiré, busqué aliviar el nudo. Sentí la cara fruncida y me di cuenta de que no podía cambiar la expresión aunque intentara. Me di vuelta, caminé por la sala, se me mezclaban los pensamientos, y Vera seguía con la mirada clavada en mí. Traté de ablandar la cara. —No te olvidés el abrelatas —le dije. La cara de Vera fue, por un momento, perplejidad; al siguiente se iluminó: expuso todos sus brackets. Lo buscó en un cajón, lo guardó, cerró la mochila, movió un brazo en el aire en saludo general, con la mochila colgada de una correa, y repitió que por la tarde estaba de vuelta. —Chau, ma. —Divertite allá. La puerta se cerró. Vera se fue alejando por la picada; la veía por la ventana de la cocina, yendo cuesta abajo, a velocidad, hasta que terminó de entrar en el bosque. Supe que de alguna manera no la iba a volver a ver. Ella ya había decidido, yéndose esa mañana, o yo ya había decidido, al verla irse, o el día anterior en el cementerio; en todo caso daba lo mismo, algo ya no iba a volver a ser. ...


Anduve un poco perdido esa mañana, mirando por el ventanal. Julia era todavía una novedad para mí, me había desacostumbrado demasiado pronto a estar con ella, a encontrar qué hacer los dos, cómo pasar el tiempo. El año sin vivir con ella apenas había terminado hacía un mes y recién empezábamos a convivir de nuevo. Pensé en esos meses viviendo en ese departamento silencioso; nunca había tenido una cama ahí para Julia; no podía recibirla. La había visitado en casa de Vera o para llevarla al colegio por la mañana. El departamento me había contenido mientras tocaba fondo, de una manera en la que solamente se puede estar solo: para incubar cosas, para salir eventualmente. —Pa —me dijo—, ¿me traés el frasco? —Para qué lo querés. —Quiero dibujarlo. El bicho reptaba sobre una de las paredes. En cuanto agarré el frasco, empezó a rebotar adentro. Sentí la vibración de los golpes en mis palmas como descargas minúsculas, agresivas. El bicho estaba enloquecido adentro. Se inflaba para zumbar, aunque el formol fuera el silencio. Me pregunté si con suficiente raid lo podría matar. —¿No querés que vayamos afuera? —Después. Ahora tengo ganas de dibujar. Dejé el frasco sobre la mesa, donde ella quería, le acaricié el pelo y me senté con ella. Con celeste, empezó a copiar la silueta del frasco. —¿Te gusta ese bicho? —No sé —me dijo como de lejos, atenta al modelo—. Me da gracia cómo hace con las patitas. Julia empezó a dibujarle la panza, una espiral para la boca, que se abría y se contraía en el centro del vientre;


mientras se concentraba en lo que hacía, lo único que yo escuchaba era la frotación de los marcadores y un golpecito, cada tanto, del bicho, y yo pensaba que nada en el mundo podía pasar cuatro o cinco días sin respirar y seguir tan vivo, o soportar encima el peso de un auto completo y cargado, una presión de cuántas atmósferas, sin reventar, que algo así le pertenecía al espacio; empecé a imaginar insectos que flotaban, nubes y nubes de ellos moviéndose a través del vacío, enjambres como planetas. Saltaban ciegamente sobre el lomo de otros para impulsarse entre ellos mismos, por un instinto primario, casi nulo; soltaban sus huevos dentro de la inercia, se comían entre ellos, dejaban atrás mucho menos de lo que conseguían empujar hacia adelante. Me pregunté si podría escribir sobre eso. Los imaginé cayendo en planetas; cada tanto, la gravedad atraparía a nubes enteras o a unos pocos. Serían necesariamente ignífugos; entonces ya no importaría ni la entrada a la atmósfera ni el aire respirable ni el índice de gravedad: estaban hechos para ir de mundo en mundo, reproducirse, devorar lo que hubiera, rebalsar todo y salir disparados de nuevo al espacio exterior en tormentas que subían en todas direcciones y tapaban el cielo. Lo que Julia estaba dibujando me dio impresión. Terminó de colorearlo. —Vení, Julia, vamos afuera un rato. ... Julia, Julita, se queda mirando hacia donde mira fijo el perro. Me quedo atento desde la cocina. El perro gime, ladra. Toco el vidrio fijo de la ventana, le grito a Julia si pasa algo.


—¿Pa? —dice bajito, enajenada por el bosque—. ¿Pa? ¿Pa? —Y después grita aterrada—: ¡Vení! Corro hasta la puerta, y afuera ya siento cómo vibra el aire. El perro gime con las orejas pegadas al cráneo, la cola entre las patas, ladra al bosque. —Pa, ¿qué pasa? No llega todavía a ser un sonido, pero la densidad va creciendo, y pronto va a empezar a serlo. Siento algo que empieza a zumbar mucho más cerca, pero no viene de ahí abajo, no entiendo por dónde se acerca. La cosa cruza cerca de mi cara a menos de un metro. Me echo hacia atrás y agarro a Julia del brazo. —¡Adentro, rápido! El perro se dispara con nosotros, entra primero. En el umbral, con Julia ya del lado de adentro, me doy vuelta y los veo. Tres, cuatro de esos borrones, cruzándose afuera, cinco, nueve, explorando el terreno, catorce, veinte, treinta, ya dejo de entender cuántos. —Pa, dale, qué hacés —Julia me sacude la mano—, ¡entrá! Afuera, todo zumba. Tardo un momento más en despabilarme y cerrar. Trabo con llave, no sé para qué. Los bichos descubren la casa, les llama la atención. Los bichos rebotan contra el ventanal. Abrazo a Julia, que tiembla, que esconde la cabeza en mi pecho, y nos quedamos en el centro del living; le acaricio el pelo diciéndole shhh. Al principio son golpecitos espaciados, como si un granizo liviano empezara a soltarse con muchísima lentitud. Algunos reptan por la ventana, exactamente como si espiaran adentro y nos vieran. —No pasa nada, amor, son unos bichos y ahora se van.


Se va formando un enjambre afuera. La ventana se llena de bichos que se desinflan al aterrizar; caminan por el vidrio para estudiarnos. Julia no me quiere soltar pero me acerco a ellos con una sensación de vértigo que trato de romper. Los veo mejor, cómo despliegan las patas retráctiles, se posan, y en ese momento se desinflan y dilatan las bocas. Un bicho aterriza sobre otro, en diagonal, y lo tumba; lo ataca con ferocidad por debajo, en la boca. Dura un momento. Todas las púas curvas de su vientre se activan como una motosierra, y el que queda dado vuelta se vuelve a inflar pero ya no tiene posibilidad; en seguida se apaga y se suelta de a poco del vidrio mientras el que ataca lo sigue devorando. Dónde está mami, dice Julia, dónde está mami, empieza a gritar, agudísima, dónde está mami. Los bichos llueven contra el ventanal y por detrás, el aire está tapado de copos marrones que se cruzan, que se paran en el vidrio a mirarnos o a matarse entre sí. Las peleas son rápidas y siempre uno cae despegándose de a poco del vidrio. El zumbido es una ola que hace vibrar toda la cabaña. Le digo a Julia que mami está bien, que está muy lejos de acá, que está bien. El perro ladra, salta de una silla a otra, está enloquecido con la lluvia de golpes sobre el ventanal, y Julita se aprieta contra mí. El perro tiene tanto miedo que deja de ladrar, y yo abrazo fuerte a Julita y ella llora y no puede dejar de soltar gritos de terror. Afuera es un granizo feroz y parece de noche. ... Todo queda en silencio, casi de golpe. No puede haber pasado más de un rato, aunque pareció durar horas: sigue siendo de día. Tengo que salir a buscar a Vera. Julia está dormida, agotada por el pánico, y el perro tiembla


debajo de una mesa. La dejo a Julia sobre el sofá, con cuidado, y la tapo, y cuando casi está por despertarse le digo que se quede ahí. Me acerco al ventanal. Afuera hay pilas de cuerpos contra la ventana; los cadáveres tapan el piso de la galería y todo el pasto. No entiendo qué pasó, si se aburrieron de la cabaña o si se devoraron entre ellos. Me cambio las zapatillas por unos borceguíes de suela gruesa y salgo. Los bichos no crujen cuando los piso; algunos se clavan en la goma. Es como ir pisando piedras que se incrustan. Cada tanto refriego los pies contra el pasto o un tronco y partes de ellos se sueltan. Grito hacia el bosque, ¡Vera!, ¡Vera!, pero el bosque permanece callado. Doy la vuelta a la cabaña sin esperanza. El auto, de lejos, parece semienterrado, sostenido en una posición extraña. El parabrisas también está cubierto de bichos muertos. Me da la impresión de que estuvo dentro de una tormenta de arena negra. Con el corazón en los pies, doy la vuelta al auto, callado, con la misma sensación de cuando entramos al cementerio. Las cuatro ruedas están deshechas, y ya no me queda corazón para nada; simplemente me voy bajando en cuclillas y me agarro la cara y me suelto a llorar lo más callado que puedo. A Julia le explico tranquilo que ya pasó, que voy a buscar a Vera, que sé dónde está, y que no salga porque está lleno de pinches. ¿Me quedo solita?, me dice y yo le digo que es grande. Dejá la puerta cerrada pero no con llave, ¿estamos? Julia no quiere pero se resigna. Agarro un camisón de Vera y un cordel largo y liviano, de varios metros, que puedo usar de correa. Cuando salimos de la casa alzo al perro, por los bichos. Se incrustan en mis suelas y se van soltando. Si llego a tropezarme ahora, va a ser como caerse de cara sobre un cactus. Acerco el ca-


misón de Vera a su hocico. El perro va captando porque revolea la cabeza, pesca frecuencias olfativas en el aire. Lo uso como una antena. Bajamos hasta el linde del bosque, donde ya no hay bichos, y en cuanto dejo al perro en el suelo, sale disparado hacia los árboles. Tironea de la soga, que se pierde en la maleza, siempre hacia adelante. Empiezo a trotar y el perro sigue tirando; creo que entendió la idea porque me está llevando por la picada del cementerio. Ya no importa nada, empezamos a correr. Los tirones en la soga me guían, cambian de dirección, esquivan cosas, me dejo llevar. Me acuerdo de estos bosques, sé por dónde vamos; no sé qué siento y solamente puedo pensar Vera, Vera, Vera, entre árboles y ramas, hasta que entramos al claro completamente muerto. El perro se detiene en el suelo blando. Camina en círculos hasta que encuentra un punto y escarba. La ceniza sale volando con violencia hacia atrás. El perro sigue escarbando, tiene que meter el cuerpo en ese pozo, algo encontró. Cerca, en el suelo, entre unas latas abiertas, algo brilla, algo pequeño, no sé qué es. El perro gime, ladra, vuelve a gemir y lo veo tratar de salir del pozo, escarbar hacia atrás, pero desaparece adentro antes de que pueda moverme. Hay aullidos, muchísimo dolor. Después, agotamiento; regresa el silencio. Levanto el brillo y respiro, respiro más fuerte, siento que me quedo sin aire, son tres o cuatro dientes todavía agarrados al arco de unos brackets, y entonces empiezo a gritar. ... En algún momento llego de vuelta a la cabaña. No sé cómo, ni cuánto tardé. Toco los dientes en el bolsillo.


Me siento alejado de todo y a la vez encerrado en lo más inmediato. No quiero que Julia me vea. Me quedo lejos y espío por el ventanal: a ella en la sala, dentro de esa cabaña rociada por afuera con bichos muertos. Es el lugar más seguro, me vuelvo a decir, y voy al tinglado. Los bidones de nafta siguen al lado del generador. Agarro los dos, uno en cada brazo, como paquetes. Entonces estoy corriendo otra vez entre los alerces antiguos. Los brazos me duelen pero no me detengo en la última picada, y en algún momento piso nuevamente el cementerio. El nido, Vera, es debajo de la ceniza, adentro de la tierra. Lo descubrió el perro. Vacío un bidón completo en la boca del pozo. Dale gracias al perro, le digo a Vera en mi mente. A medida que el bidón se va haciendo más liviano, siento que la ceniza empieza a vibrar un poco, aunque puede ser que lo esté imaginando. Muy abajo, algo se estará despertando. Que sea como una cueva, ahí adentro. El vapor de la nafta me marea. Que sea ahuecado, que el gas se acumule. Destapo el segundo bidón y empiezo a volcar otros veinte litros de nafta por el agujero. Que explote todo. No sé si habrá otras salidas; no tengo tiempo de buscarlas, y entonces algo me sube por la mano, zumba, y siento fuego sobre el brazo. Le doy manotazo y sostengo el bidón; lo clavo en la salida del pozo. En la piel arrancada a lo largo del brazo, veo un canal abierto que se inunda de sangre; a la altura de mi muñeca algo se asoma, una bolita blanca, y casi pierdo el equilibrio. El bicho vuela alrededor, en círculos amplios, como perdido. Con lo que queda de nafta chorreo la boca del pozo. El insecto se acerca en círculos, buscando un ángulo para tirarse contra mí. Acerco el encendedor apagado a la boca del pozo. Sé que es una locura pero ya no importa nada. La mano lastimada me quema pero espero, espero, cuento


segundos, el bicho se tira contra mí y entonces chasqueo el encendedor: la nafta enciende la boca del pozo y al momento siguiente siento cómo todo el suelo debajo de mí retumba y se eleva. ... Es abrir los ojos y sentirme anidado en algo caliente. Estoy de espaldas pero no llego a entender la posición de mi cuerpo; siento mis piernas más altas que la cabeza. Suben chispas al cielo, por todas partes. No sé dónde estoy, salvo que estoy entrando de cabeza en la ceniza; escupo polvo, me cuesta mover la espalda, responder a la orden de movimiento, es como estar entrando en un colchón blandísimo. Hace demasiado calor. Mi cabeza se sigue hundiendo en la ceniza mientras el aire se llena de copos de fuego, por todas partes, chispas que siguen vivas. Ignífugos, pienso, recuerdo, y estiro los brazos para agarrarme del pozo en el que estoy entrando, de alguna pared: rasco, busco raíces, tierra; me sigo hundiendo, encuentro algo firme. Consigo tirar todo el cuerpo hacia un costado y clavar un pie en la pared. Salgo, y me alejo rodando cuando el colchón se derrumba dentro de un pozo de brasas. El calor sube de golpe y me lastima la cara. Julia, pienso, Julita. Me levanto. Camino. No sé por qué me saco la remera. Veo mi brazo vendado. En algún momento, me veo afuera de la cabaña. Julia sigue adentro, tranquila. Es un alivio. Me desmayo. ... Pasan días, y de noche el incendio lejano es un resplandor. Julia y yo lo vemos desde la casa. Siempre hay


olor a quemado, a niebla. Pienso que el incendio que vemos tal vez no sea el verdadero: debajo de la tierra, imagino raíces como brasas. Una mañana, empiezan a oirse helicópteros. Julia me pregunta seguido sobre Vera. Le digo que está bien. A la tarde empiezan a surgir otras fuentes de humo, columnas lejanas, nuevas, tres o cuatro muy espaciadas. Estamos, entonces, parados sobre el verdadero incendio. Ahora contemplo un rato largo el horizonte, las nuevas columnas, mientras Julia duerme una siesta adentro. Tres helicópteros van y vienen. Todo es lejano. No sé si nos ven, si van a bajar a rescatarnos. No podemos volver hasta que se encuentren con los bichos y alguien me pueda creer lo que pasó. Afuera, ya siento cómo vibra el aire. Me lleva un rato entender que algo le está pasando al suelo, algo sísmico. Sin aviso, el horizonte entero se levanta de golpe, de punta a punta, como una ola: una pared absolutamente negra. Por un momento no entiendo lo que veo; al siguiente me parece inmenso, inevitable. La ola sube veinte metros, cuarenta, y sigue creciendo mientras reemplaza al horizonte. No, me digo. Me ablando entero, como si me apagara; siento que me estoy dejando caer adentro de lo que veo. Julia se asoma por la puerta medio dormida para buscarme. ¿Pa? La miro, no quiero que pase, no quiero que pase, y corro, la abrazo y la levanto en el aire. Ella me mira, me respira en la cara, se ríe porque la levanto, mientras me giro, antes de que vea esa pared que se nos viene encima, para que ella quede de espaldas a la ola, que ahora tiene más de cien metros y empieza a volcársenos encima, y la abrazo, no voy a soltarla, no voy a soltarla nunca, y ella se ríe y también me


abraza. Todo el aire se hace un temblor, la luz ya casi estรก extinta, y yo le sostengo fuerte la cabeza.









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