Via muerta - Antología

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vĂ­a muerta








y movió el mouse de la computadora que estaba en la sala. Mientras la imagen aparecía, sintió una patadita en la panza. Se la acarició como si aquel contacto pudiese apaciguar a Tobías. En la pantalla una lente panorámica permitía visualizar un playón en la ladera este del cerro Colangüil. Allí estaban emplazados los cuatro obradores, las usinas eléctricas y dos baños químicos; calle de por medio se encontraba, como un gigantesco museo mecánico, la retroexcavadora, la motoniveladora y la pluma, y lo que Pablo le había explicado era la tuneladora, un monstruoso cilindro para atravesar la montaña. A las personas que cruzaban el paraje apenas se las podía identificar. LAURA SALIÓ DE LA COCINA

—¿Está papá? —le preguntó Bruno que se acababa de unir a ella en la exploración de la pantalla. —Lo estoy buscando... fijate. Acá. Este de camisa celeste. Mirá... está agarrando el teléfono... ¡a que te llama!


Pero la pantalla del celular permanecía con la simpática imagen de fondo de ellos tres en el Cerro de los siete colores. Laura temió que siguiesen sin poder comunicarse. Había tan mala señal al pie del cerro como en ese departamento. Entonces apareció la imagen de Pablo llamando. —¡Es papá! ¡Hola, pa! Te estamos viendo. Saludá. —Pablo sacudió la mano libre hacia la cámara— Holaaaa. ¿La casa? Mamá te estuvo mandando fotos. Sí, es linda. Tobi está bien, sí, lo vigilé. Se movió un montón. ¡Esperá! Pa, ¿no se puede hacer un... un tren del cielo en vez de un túnel? Después de unos segundos de ansiedad, Laura le pidió el teléfono. —No sé que se le metió en la cabeza. Desde hace unos días que está con eso. Debe estar ansioso, como todos. La panza re bien. Te extraño mucho. Viste las fotos, ¿no? Yo creo que esa va a ser nuestra casa. Súper luminosa. Y no sabés lo que es el quincho. Nos íbamos a quedar en este departamento dos años y ya van para cuatro. ¿Hola? Hola, ¿amor? Desde la pantalla Pablo hizo una seña girando sus dos brazos para avisar que llamaba después. Laura quedó algo fastidiada. —¿Te prendo la tele? —le preguntó a Bruno, pero sin esperar respuesta encendió el televisor y se metió en la cocina. La voz de Mickey tomó el departamento. Mientras cortaba las papas recordó que la casa de sus posibles nuevos vecinos tenía un nombre. Se llamaba “Mi herencia”. Pensó cómo podría llamarse la suya… “Dinamita”, tal


vez. Se autocomplació con la humorada y puso a calentar el aceite. Volvió a buscar el celular en la mesa de la computadora y algo le llamó la atención. Alcanzó a ver en la pantalla una ventisca que levantaba mucho polvo, se arremolinaba y les quitaba los cascos a los trabajadores. Algunos alcanzaban a sostenérselo, pero ya no logró ver más: se oscureció la imagen y vibró la cámara. La ventana se abrió súbitamente. Una corriente de aire cálido cruzó el departamento. Los imanes de la heladera cayeron al piso con un pequeño estruendo y los dibujos de Bruno volaron. A pesar del intento de Laura por salvar algunas cosas del empellón eólico solo pudo atajar el resumen de la tarjeta de crédito. Lo demás, los presupuestos de las inmobiliarias, impuestos y listas varias se arremolinaron y terminaron dispersos por doquier. Pronto fue a cerrar la ventana y la trabó. Sintió cierta humedad en el ambiente, como una tormenta aproximándose. Mejor chequearlas todas. Se dirigió a su habitación. La ventana estaba bien cerrada. Se asomó a la de Bruno. También cerrada. Pero un póster de Topa aún se removía en la alfombra por obra del viento. Bruno la miró extrañado, tenía algunos pelos desacomodados. Lo peinó con la palma de la mano y aseguró las ventanas. El chico siguió jugando con los juguetes alrededor de la vasija, acomodándolos concienzudamente. —¿Otra vez me la sacaste de su lugar? No me la vas a romper que te mato. —No podía entender cómo algo tan precario y de colores opacos podía haber llamado su atención. Pero lo mantenía hipnotizado. Se había inventado una especie de ritual con sus muñequitos y los paseaba alrededor de la vasija. Un paso adelante cada uno, en ronda, como una especie de procesión. Mejor así, que empezase a jugar solo. Ella iba a estar muy ocupada.


El último fin de semana que Pablo había pasado con ellos en el departamento, a su llegada la había sorprendido con la vasija. La insinuación que a ella le había parecido demasiado sutil en el playón de Colangüil había producido efecto. Seguramente con un poco de culpa por estar alejado durante las vicisitudes del embarazo, los años clave de Bruno y la búsqueda apresurada de la casa nueva, Pablo la había birlado, no sin sumar más culpa a la culpa, aduciendo que había cometido un error en la cantidad de vasijas en el memo. Ese fin de semana, además de visitar algunas casas, de las cuales ninguna los había satisfecho, había enlazado una de las nuevas cámaras de la obra a la computadora de la sala. “La magia del IP”, le había dicho a Bruno. Pero por magia Bruno ya empezaba a entender otra cosa. Mientras intentaba separar una milanesas freezadas, le sonó el celular. Un mensaje de Pablo. “No me puedo comunicar. Parece que anda cerca una tormenta.” “Acá también. No te preocupes.” “Espero que sea pasajera.” “¿Cómo estás vos? ¿Más tranquilo?” “Sí, aunque es una lástima que no hayamos podido resolver nada con los huarpes.” “Vos no tenés nada que ver. Es tu trabajo. Y sos el mejor. Es nuestro futuro.” Pero en el mensaje se marcó una sola tilde. Quizás la tormenta ya había llegado a Colangüil.


Desde que Ingeniería Sarmiento SRL había ganado la licitación, a mediados de 2013, se rumoreaba en la oficina que Pablo era el favorito. Él había tenido un buen desempeño en los últimos diez años. Siempre había sido puntual, había podido predecir ciertas eventualidades, incluso políticas, lo que le había ahorrado dinero a la compañía, formaba buenos equipos y tenía cierto perfil seductor. Algo de todo eso le transmitió aquella noche a Laura (aunque Laura ya lo sabía) cuando sorprendida lo vio llegar con regalos y sushi, y con la noticia de que sería el responsable del nuevo túnel de Colangüil, el más importante del país. Luego habían tenido que acostumbrarse a lo que aquello trajo consigo, sobre todo las visitas relámpago de Pablo. Extrañarse fue un ejercicio arduo. Un año después los encontró a los tres juntos. Laura y Bruno habían ido de vacaciones y la familia pasó quince días visitando Jujuy, Salta y Tucumán en el coche nuevo. Las últimas dos semanas, ya de regreso en San Juan, Laura y Bruno compartieron solo las noches con Pablo, cuando él volvía de la montaña hecho un girón más de ella, empapado en polvo. En una de esas tardes, apenas se extendió un poco la sombra, madre e hijo salieron a la arenosa plaza del pueblo de Rodeo, cabecera del departamento de Iglesia, donde alquilaban la casa. Mientras Bruno jugaba en el tobogán reseco, Laura se quedó caminando entre soñolienta y abombada por el calor. Un cartel sobre un poste atrajo su atención. La frase grande y en mayúscula gritaba: “DEJEN EN PAZ AL CERRO” y más abajo, manuscrito, con un dibujo del característico pico del Colangüil, decía:


“Los pobladores de esta región no queremos que molesten al cerro. Hace años venimos pidiendo que se convierta en patrimonio nacional, pero a las leyes civilizatorias no le importan nuestros relatos ancestrales. Podemos negociar cualquier otra montaña, pero no Colangüil. Nos reunimos todos los martes a las diecinueve en la sociedad de fomento.” Al principio se había divertido enviándoselos a su hermana con el celular. Pero luego lo que parecía una pequeña movida vecinal de fotocopias mal pegadas tomó un tinte preocupante. Según Pablo venía sonando algo... de hecho había aparecido en un periódico zonal y una comisión pro-cerro se había acercado a la radio de la capital de la provincia. No había de qué preocuparse, decía Pablo. Entonces aparecieron los pasacalles. Y uno en la puerta de la casa. Llegaban de la vuelta obligada de la tarde cuando Bruno se adelantó y lo leyó. Entonces se volvió corriendo a su mamá. —¿Por qué le dicen a papá eso?

A partir de ese día Pablo había tenido varias reuniones con la comunidad. Quería, en lo posible, y aunque Ingeniería Sarmiento no se lo hubiese pedido, contar con el apoyo de los pueblos nativos. Les contó que podría charlarlo con la empresa, pero que dudaba que lo dejasen desviar la ruta ya que los gastos se multiplicarían. El jefe


huarpe le dijo que él no podría entender, y le contó la historia que a él le habían contado sus abuelos. La historia de Chillán, el dios de la ira. Mientras el resto de los asistentes apilaban las sillas de plástico y una leve lluvia golpeaba el tinglado, el jefe huarpe terminó por decirle: —Con la misma fe que ustedes creen que su dios está en una iglesia, nosotros creemos que Colangüil está en esa montaña. Durante aquella estadía, Pablo los había llevado a conocer “su nueva oficina”. Cuando le abrochaban el casco, a la entrada de las instalaciones del túnel, Bruno sintió un ánimo de aventura que le inflamó el pecho. Enseguida el jefe de seguridad les advirtió que para evitar accidentes no se corriesen del camino. Después de traspasar las rejas y luego de una larga caminata, llegaron a la carpa de Pablo. En el medio estaba su mesa de trabajo con varios planos. A un costado había un mueble más pequeño con dos netbooks. Más allá, un lugar donde se ordenaban algunas herramientas y una especie de ropero. Unos montículos de tierra al otro costado... Pero Laura se acercó de inmediato a unas vasijas que había sobre unos estantes improvisados. —Las encontramos cuando emparejábamos el terreno —contestó Pablo a la pregunta muda de Laura. —¿Nos podemos quedar con una? —En realidad... no. Ya pasé el memo. Son piezas que van a pasar a buscar del museo Gambier. Una lástima. Pensó que era perfecta para su futura casa: en un rincón, con una maceta dentro.


Un camión Unimog pasó por delante de Bruno envolviéndolo en una nube de tierra y ruido. Pablo llegó justo para sostenerlo desde atrás y que no reaccionara ante el miedo. Pero Bruno solo atinó a decir: —Ahora entiendo a mis juguetes. Las trabas puestas por las comunidades indígenas más la adhesión de algunas ONGs ecologistas con sus fiscales dieron lugar a un recurso de amparo que frenó el inicio de la construcción. Incluso se temió por su continuidad: habían llegado las elecciones presidenciales y ahora todo parecía depender del candidato que resultara electo. Por tres meses Pablo volvió a casa. Y el túnel se derrumbó en sus sueños; y la casa nueva, en los de Laura. El playón había quedado a medio nivelar, el tendido eléctrico ya había sido colocado y las usinas estaban listas para ensamblarse. Su cara era de ceniza. Y su cuerpo también, como si fuese a desarmarse al menor soplo. Ella intentó calmarlo. Todo se solucionaría. Esa noche durmieron los tres en la misma cama. Entonces Bruno le pidió que le contara nuevamente la historia del jefe huarpe. Y Pablo se la contó, pero quizás esa vez con un dejo de tristeza en la voz como el sonido de las hojas del sauce en el viento. “Un día, entre muchas nubes, una muy oscura, enorme, se anudó a la punta del cerro. Los nativos se quedaron observando, alarmados, porque todas corrían menos ella. Entonces escucharon unos pasos que bajaban por la montaña y unos gritos. La tierra tembló bajo sus pies. Los más viejos de la tribu no tenían dudas. Era Chillán, el dios


de la ira, siempre enojado con su Madre tierra por haber creado a los hombres. Y mientras bajaba caían piedras y sus alaridos aterraban a todos. Y cuando estuvo abajo comenzó a sacudir la montaña para terminar de enterrar al pueblo, y pidió lluvia de su nube y entonces cayó barro por las laderas y el pueblo era un desastre, hasta que Chillán se cansó y se durmió. Entonces los sobrevivientes de la tribu lo enterraron con toda la tierra floja y las piedras y desde ese momento Chillán es parte de esa montaña.” Al tiempo que los rumores de soborno crecían desde la legislatura provincial, la presión de los grupos ecologistas se fue diluyendo y las obras se reactivaron. Lo primero que hizo Pablo al regresar a Colangüil fue hablar con el jefe huarpe. —Usted no me tiene que pedir disculpas. Nosotros ya no podemos hacer nada, ahora hay fuerzas superiores negociando —le contestó el hombre con la piel de arcilla. —No se preocupe —dijo Pablo e intentó seguir con un “le doy mi palabra que nada va a pasar”, pero no pudo. No pudo. —Eso es porque usted no cree. La tierra esconde cosas que somos incapaces de imaginar. —Nuestros estudios geológicos... —No todo tiene que ver con lo que ustedes pueden estudiar con su ciencia. Pablo se quedó sin respuestas. Sin embargo, de nuevo todo estaba en marcha e Ingeniería Sarmiento, por


temor a alguna clase de sabotaje, colocó cámaras de seguridad. Laura llamó a Bruno dos veces para la comida. —Sí, este es mi papá. Acá estábamos en Mar del Plata. Laura asomó el oído fuera de la cocina y pudo escuchar el resto de la conversación. —¿Nunca conociste el mar? Sí, como el valle de Tudcum pero todo inundado... no, tampoco, mirá, atrás está vacío, se dice horizonte. El horizonte es cuando tus ojos no llegan a ver nada. Laura se asomó lentamente por la puerta. —Hola, ma. Laura titubeó. Bruno estaba de espaldas y tenía en su mano la foto de Pablo y él posando detrás de un castillo de arena. —¿Cómo sabías que estaba acá? —Me dijo K'ancha. Llevó su vista hacia donde miraba Bruno y se sumó al juego. Tal vez, pensó con cierto escalofrío, para hacerlo menos siniestro. —¿Cómo estás, K'ancha? Silencio. Miró a Bruno. —Dice que bien. Que le gustaría conocer el mar. Y que podemos compartir la tierra, pero que papá no haga el túnel.


—No pasa nada malo con el túnel. Decile que no se preocupe. Saludos, K'ancha. Cariños a tu familia. A comer, Bruno. —K'ancha quiere que te quedes a escuchar. —Decile que no hinche. —Hay olor a quemado, ma. Un resplandor llegaba a través de la sala. En dos zancadas Laura estuvo en la cocina. La sartén se había prendido fuego y las llamas buscaban morder la alacena. Atinó a apagar la hornalla. Luego, en plena agitación, echó agua, pero el aceite saltó por todos lados y algunas gotas le agujerearon el vestido. Chilló por la sorpresa. Intentó arrojando un repasador, pero solo empeoró las cosas. Bruno, con los ojos enormes, apareció en el vano de la puerta. Laura lo corrió mientras las llamas lamían el techo. Pero el chico se zafó y, entre los gritos y arañazos de la madre, cubrió la sartén con la tapa de una cacerola. El fuego se extinguió. La próxima hora, mientras intentaba dejar de temblar y esperaba las empanadas, Laura estuvo limpiando la cocina. —Cada vez que te llame quiero verte, ¿me entendiste? Quedate mirando la tele. Nada de tu pieza ni vasijas ni amiguitos invisibles, ¿ok? —Pero K'ancha me dijo que la tape. Que todo lo que está en las sombras está tranquilo. Laura lo miró de reojo y le advirtió con severidad: —Por favor.


Ya eran casi las once de la noche cuando dejó más o menos todo prolijo. Las manchas negras del techo lucían como si una tormenta hubiese entrado en el departamento. Ahora tenía todas las ventanas abiertas. Un olor ácido se había apoderado del ambiente. Sintió una fuerte quemazón. Se subió el vestido y vio que tenía enrojecido un sector de la piel. Buscó una crema y se la frotó largamente, como pidiéndole disculpas al niño que llevaba dentro. —K'ancha quiere que te diga que fue un accidente. —Basta de K'ancha , ¡basta! ¡Claro que fue un accidente! Me tenés podrida —gritó. Se había salido de sí. Estaba asustada. —¡Y que cuanto más grande son las cosas —se apresuró a decir Bruno— peores los accidentes, cuanto más grandes son las cosas de la naturaleza, más grande el poder que se puede volver en contra! Laura pasó frente a su hijo hecha una furia, casi atropellándolo, entró a la pieza y agarró la vasija. La dejó suspendida en el aire, con sus dos manos. Estuvo a punto de arrojarla contra el suelo. Ese túnel se iba a hacer de cualquier manera, más allá de las supersticiones de los pueblos de ese lugar, era solo una montaña, no iban a contaminar un río, era un túnel para que pasase un tren. Bruno empezó a llorisquear y a rogarle, ella podía verle la cara distorsionada pero no oía sus súplicas. Al final esa vasija había resultado un infierno. Le zumbaban los oídos. Sostenía la vasija en alto para hacerla estallar en la mayor cantidad de pedazos posibles. En un instante le vino el recuerdo del viento en la pantalla y en su departamento... y tuvo la extravagante certeza de que si la


rompía el piso debajo de los pies de Pablo podría abrirse y tragarlo. Estaba muy cansada. Aturdida por la cantidad de casas que había visitado. El estrés. O quizás la felicidad del progreso la había invadido y no estaba siendo coherente. O tal vez la confusión entre ambos extremos. Se dejó resbalar contra el marco de la puerta. Dejó la vasija entre sus piernas, abrazó a Bruno y se puso a llorar, desahuciada, como jamás lo había estado. Y permanecieron así hasta que sonó el timbre. Después de comer, con la furia del hambre sosegada, ya estaban más animados. Habían podido ver un poco de televisión y con su banalidad habían mantenido a raya las preocupaciones. Cerca de la medianoche llevó a Bruno a la cama, le puso el pijama y buscó al sapo Pepe. Pero la pieza se había convertido en un gran desorden. —¿Dónde está? —En algún lugar. Igual ya no tengo miedo. —Bueno, ahora dormí bien que mañana cuando apenas salga el sol vamos a ver a papá con la primera explosión —y le cubrió la boca con la palma de la mano para evitar cualquier cuestionamiento. Antes de salir, Laura vio algo verde que sobresalía del armario. Respiró hondo, besó a Bruno en la frente y salió de la habitación. Pero algo... había algo que no comprendía, un vacío en todo aquello: para ver el paisaje completo le faltaba una pieza. Ya en su cuarto revolvió unos papeles de la cómoda. Había recordado que entre los mapas había tam-


bién un periódico zonal. Lo halló, revolvió sus páginas y encontró el siguiente titular: “Resisten el inicio del nuevo túnel”. “Colangüil es una comunidad tranquila, de apenas veinte casas. Los colangüilenses no cortan rutas, ni protestan en la puerta del edificio municipal, ni corren desesperados a los medios nacionales. Toda su fuerza de choque está dirigida a la publicidad: tres pasacalles y 250 carteles pegados en espacios públicos para unir a los pueblos en esta cruzada sanjuanina. Se trata del túnel que atravesará el cerro Colangüil para unir el nuevo tramo de la ruta provincial 150 con la localidad de Posesión, Chile, posta directa hacia Coquimbo y el Atlántico. Varias ONGs de la capital, entre ellas Greenpeace y La fuerza de la tierra, llevaron el caso ante la Justicia. De darle lugar el Juzgado Nro. 2 del Doctor Pons, las obras podría retrasarse, aunque el objetivo para el jefe huarpe es detenerlas definitivamente. ´Sus legislaciones no prevén estos acosos a la naturaleza´, expresó en la última sesión del Concejo Deliberante. Y luego aclaró el punto: ´Durante años tratamos de no tocar ni una piedra, de que nuestro ganado no arrancase ni una mata de hierba para no abrir hoyos, pudimos conservarlo nuestro hasta que el Estado dice que por el bien de todos hay que atravesar con unas vías este cerro, esta roca que guarda en sus entrañas a Chillán´. Si bien lo que temían muchos era que la tunelación tuviese consecuencias para el yacimiento arqueológico de Angualasto y sus petroglifos, la empresa ha aclarado que no los afectará ya que el nivel de las vibraciones estará por debajo de lo establecido. Respecto al antiguo cementerio de niños, la empresa se ha eximido de la responsabi-


lidad ya que no constaba en los planos municipales, sin embargo, los representantes aseguraron que su programa de RSE se encargará de construir una escuela en el pueblo.” Escuchó un ruido y el resplandor del velador en la pieza de Bruno. —¿Bruno? —Sí, ma —dijo el chico mientras encendía la luz del baño, pero se dirigía con sigilo al monitor de la sala. Movió el mouse y lo vio a Pepe justo debajo de una gran luz allá en San Juan. Estaba donde le había dicho K'ancha. Al lado de la rueda del camión. Sonrió. Y volvió, pero a la cama de su madre. —¿Todo bien? —Sí... nada más queríamos decirle buenas noches a Tobías... K'ancha y yo. Bruno saludó al bebé acariciando la panza de su madre y recostando su mejilla como si quisiera oír lo que sucedía allí dentro. —Oigo, sí. Pero no entiendo lo que dice —comentó Bruno al niño invisible. —... —Decile que al principio no lo quería —respondió el niño dirigiendo su mirada al otro lado del cuerpo de su madre—. Pero que ahora lo quiero. Laura se quedó paralizada mientras el bebé comenzaba a moverse. Casi creyó que lo oía reír. —¿Listo? ¿Ya está? —intervino nerviosa.


—La familia de K'ancha dice que hay que pensar en siete generaciones. —¿A qué viene eso? ¿Y cómo sabés vos lo que quiere decir generación? —Me lo acaba de explicar K'ancha. ¿Sabías que K'ancha significa brillo y que mi nombre significa oscuridad? K'ancha dice que lamenta que me hayan puesto ese nombre. Que Tobías le gusta más, que le hace acordar a los tobas. —Bruno se llamaba el abuelo, decile. Dos generaciones atrás. —Las siete generaciones son para pensar el futuro de la tierra. Hay que cuidarla pensando siete generaciones adelante. —Bueno. Mucha charla por hoy. Vamos... a la cama. Una vez que lo oyó acomodarse entre las sábanas se quedó aún más pensativa. Hizo a un lado el diario y encendió la tablet. En google escribió “cementerio de niños angualasto”. Después de los primeros tres resultados, en la línea de imágenes, aparecieron unas vasijas. Clickeó en una. Era igual a la que tenía allí. Con las mismas inscripciones. La sacó de la parálisis una patadita en la panza. La quemadura volvió a arderle y se frotó un poco más de crema. Se levantó y fue a la pieza de Bruno. La vasija ahora estaba rodeada de una multitud de juguetes, como un imán rodeado de virutas de metal. A Bruno lo vio profundamente dormido abrazado al sapo Pepe. Sin embargo, la cosa verde aún estaba allí, sobresaliendo del armario. Dio un tirón y lo que sacó fue una toalla. Sintió cierta decepción. Mientras la doblaba un ruido le hizo volver la


vista al piso. Era un autito que se deslizaba hacia ella. Le golpeó débilmente el pie. Una y otra vez. Como insistiéndole. Lo pisó levemente y lo detuvo. A continuación clavó su mirada en la vasija. La levantó y se la llevó a la sala. Una vez en la mesa le advirtió: “No vas a lograr sugestionarme”. Abrió los ojos un minuto antes que sonase el despertador. Apenas amanecía. El resplandor teñía de rosado la copa de los árboles sobre la calle Amenábar. Se dirigió a la sala y encendió el monitor. La imagen mostraba a los técnicos en detonaciones terminando de asegurar los explosivos en las perforaciones de la pared rocosa con tapones de argamasa. Más allá, la retroexcavadora desaparecía de la vista. Detrás de unas vallas, bajo la custodia de un patrullero, se concentraba un pequeño grupo de personas. Llevaban consigo varios tambores que no tardaron en comenzar a tocar, con mucha ceremonia. Entre los técnicos vio a Pablo, entre todos los cascos naranjas era el único que llevaba puesta su camisa celeste, ahora toda transpirada. Se hallaba junto a su asistente, detrás de unos banners de la compañía, posando para la última foto. Fue a despertar a Bruno y volvió a frotarse crema en la herida de la panza. —¿Cómo dormiste? —Maso, K'ancha estaba intranquilo. Iba y venía, iba y venía. Dice que nuestra gente tiene horizonte delante de sus ojos.


Laura apretó los dientes. —¿Cuánto falta para que papá haga la explosión? —No sé, —se asomó a la sala— en cualquier momento, pero todavía hay gente en el playón. ¿Querés desayunar algo? —Ya no podemos hacer nada, ¿no? —Vení a la sala que lo vas a ver a papá —le dijo intentando no perder la paciencia. En la cocina mezcló un poco de leche y chocolate. Al regreso dejó la taza en la mesa y se sentó en el sofá. Entonces vio que todos comenzaban a dejar el playón y acordonaban el sector. —¡Bruno! ¡Dale! —lo llamó. Los tambores repicaban cada vez con más ímpetu. Incluso creyó oírlos. —¡Bruno! —se levantó y notó que la vasija ya no estaba en la mesa. Abrió de un golpe la puerta de la habitación y el cartel del Topa volvió a caer. La vasija estaba nuevamente rodeada de juguetes en la alfombra del cuarto. Esta vez de todos los juguetes —¡Bruno! Buscó en el ropero, debajo de las camas y en el baño. Volvió a la sala. Chequeó la puerta de salida: estaba cerrada con llave. De regreso al cuarto de Bruno, escuchó una leve reverberancia que escapaba de la vasija. Eran tambores. La tomó entre las manos y empezó a gritarle, a gritarle mucho y muy fuerte. —¡Devolveme a mi hijo!


Volvió al comedor, pero una contracción la obligó a caer de rodillas. La pantalla mostraba ya un escenario desierto y una incipiente luz del amanecer. El sonido de los tambores hacía vibrar la vasija. Algo se movió en la escena. Algo que solo ella podía ver por la ubicación de la cámara. Un niño corriendo con pijama... el pijama de Bruno. Un niño que pretendía impedir la explosión agitando los brazos. Ella se arrastró para alcanzar su celular. Luego, no le dieron los dedos para tocar la pantalla y llamar a Pablo. Pero el aparato vibraba en la carpa sobre la soledad de los planos. Y el niño corría más allá. Los tambores, como una cuenta regresiva, llegaron a un máximo de pulsaciones. La cámara se agitó. De la vasija brotó un sonido torvo, una nube de polvo y se partió.


—¿QUÉ SON ESOS RUIDOS, SEÑORA Antonia? —pregunta Zuleika. —Nada, no los escuches —Antonia levanta la mirada y arruga la nariz. Empuja y acomoda con un dedo tembloroso el marco de sus lentes—. Y vos, Matilda, prestame la plasticola violeta. —Te dije que no, abuela —dice Matilda. Antonia saca el labio inferior hacia afuera. Agudiza el oído; oye golpes en los pisos de parqué, muebles arrastrados, un discontinuo retumbar hueco que atraviesa las paredes. —¿Qué hacen ahí? —insiste Zuleika. —¡Ay, abuela no vas a llorar por una plasticola! —Matilda se la alcanza—. Tomá, te odio, pero no la uses toda y la chorrees como hacés siempre, después mamá me reta a mí. —Mentira —dice Antonia—, si Renata siempre me echa la culpa de todo lo que pasa en esta casa, parece que


se olvida que soy la madre —gira para mirar a Zuleika—. Están arreglando, ¿no oís? Ni se te ocurra ir. Quedan en silencio. Antonia levanta la mano por arriba de su cabeza y aprieta el pomo con fuerza. Cae un hilo delgado y líquido en forma de círculos sobre la hoja de dibujo. —¿Qué te dije abuela? —dice Matilda— es horrible eso que haces, miraaaaaa… mamá te va a retar por manchar la mesa del comedor. —Es una puta —Antonia encoge los hombros. Matilda pone la boca en forma de círculo y enseguida se la tapa con la mano. —Le voy a contar lo que dijiste —amenaza ahora con mirada achinada y señalándola con el dedo índice—. Te lo juro, y no te va a preparar más tu puré asqueroso —agrega. Primero con una mano y luego con la otra empuja con determinación sus gruesas trenzas hacia la espalda. De uno de los cuartos se oye un golpe que sobresalta a Zuleika, quizá la cama o una cómoda que ha chocado contra una pared. —No te asustes, es esa gente, hoy oí el tren cuando llegó. Pintan ese desastre, después empiezan otra vez a arreglar y otra vez a pintar —dice Antonia—. ¿Cuándo llegará el bendito día en que Renata se decida a vender? —Desparrama la plasticola por la hoja hasta el borde. —¿Qué decís abuela? —¿Qué cosa arreglan, Señora Antonia?— pregunta Zuleika sin levantar la vista ni detener la mano que dibu-


ja: pinta el cielo con una fibra negra con rayones uniformes que se entrelazan, hay unas vías de tren que llegan hasta la entrada de una casa que está tan inclinada que parece a punto de voltearse de lado. Antonia estira la cabeza hacia su derecha y espía la hoja de Zuleika. —No me gusta tu dibujo. Ese cielo tan oscuro y la casa que parece que se va a derrumbar… —¡Hoy estás mala!, además no hice ninguna casa —le recrimina Matilda. Antonia levanta los hombros y se aclara la voz: —Se lo dije a Zuleika. —¡Otra vez con Zuleika! —Hoy vas a comer puré conmigo —Antonia le sonríe. —Callate asquerosa —le dice Matilda modulando con velocidad la frase—. ¿Cuándo llega mamá? —No deja de sombrear los pétalos de una flor inmensa que ocupa casi toda su hoja. —Dijo que iba a hacer unas compras y volvía enseguida, pero no sé, para mí que Renata me volvió a mentir. ¿Sabés una cosa Matilda?, tu mamá miente muy seguido, como cuando me dijo que se iba a jugar al jardín con Zuleika y desaparecieron, después pasó lo que ya sabemos… —Observa a Zuleika con el ceño fruncido. —¿Qué es derrumbar, Señora Antonia? —pregunta Zuleika. Antonia mueve la mandíbula, abre la boca y la cierra unas tres o cuatro veces; después la lleva hacia los


costados hasta hacerla sonar con un chasquido hueco que escapa entre sus labios, una cáscara de nuez partiéndose en el aire. —No hagas eso abuela, me da asco —le ordena Matilda. Deja el lápiz rojo y toma uno amarillo. —La acomodo. A vos porque nunca te pegaron un pu-ñe-ta-zo… porque cuando Renata… —Dejá de hablar de mamá —dice Matilda. —Es mi hija y digo lo que quiero… porque al fin de cuentas tuve suerte de que la escopeta estuviera cargada cuando la necesité. Tenía que defenderla… y a Zuleika también—. Antonia comienza a cantar con voz suave cuando ve que Matilda está por hablar: “A la puerta de un sordo llegaba un tren mudo, y un ciego miraba con disimulo...” —¿Porque habla raro, Señora Antonia? —pregunta Zuleika. —No hablo raro. —Sí que hablás raro —afirma Matilda— ¿sabés por qué?, ¿lo sabés, nenita? —A mí no me digás nenita.


—Porque estás loca y comés puré y más puré, ¡puré! —grita Matilda aflautando la voz y termina en una carcajada perturbadora. —Callate, cállate, sos la semilla del demonio. Hablo así por mi mandíbula que nunca quedó bien soldada, si me pegaron esos hijos de puta… ¿yo sabía que ese tren iba traer la desgracia? Dame el lápiz rojo o te doy una piña yo. —No. Le vas a llenar la punta de plasticola. Zuleika observa cómo se miran, estudia el mohín desafiante de Matilda, los ojos furiosos y entrecerrados de Antonia, su boca torcida y arrugada hacia un costado; estática presta atención, se encoje temerosa en su silla. Matilda baja la vista a su dibujo y continúa pintando. Zuleika reanuda el suyo: ahora pega pequeñas bolitas de papel de diario dentro de la casa. Zuleika levanta inquieta la vista al oír una seguidilla de cajones que se cierran desde los cuartos más próximos. Llegan murmullos, parece una discusión, un rumor agónico que atraviesa con dificultad las paredes anchas y antiguas. —Un día me voy a ir de esta casa. Renata con tal de hacerme la vida imposible… parece que me quiere culpar de su desobediencia —dice Antonia—, hace años que me quiero ir, ¡y para siempre, eh! —Ay, ella… ¡y andate!… si mamá no te aguanta… y yo tampoco. —¿Qué hacen ahí?, ¿van a venir para acá, Señora Antonia? —Zuleika suena temerosa.


—No llores como una bebé, ¿querés? —le dice Matilda a Antonia. —Arreglan, roban, ya no sé, son unos degenerados… —dice Antonia con voz lacrimógena. Saca un pañuelito con puntillas de su saco rosa tejido al crochet y se lo pasa por la nariz primero para un lado y luego para otro. —¿Qué decís? —pregunta Matilda. —Es una casa muy vieja, pintan, eso, pintan, ¿si no cómo sacan las manchas? —dice Antonia. —¿Qué pintan? —insiste Zuleika. —¿Sos tarada? —Antonia la mira enojada— Pintan la pared salpicada, te dije que es una casa vieja, como esa horrible que dibujaste, por eso viene esta gente en el tren, para trabajar en las casas quintas, ¿está mal?, ¿acaso yo tengo la culpa por haberlos contratado?… y Renata que no quiere vender y vos Zuleika que volvés... me da miedo tu dibujo. A esa casa que hiciste le hace falta rojo. —Mamá dice que vos nunca quisiste vender —dice Matilda y le saca a lengua—, además vos desordenás todo, te llevás comida al dormitorio, sos una asquerosa. —Y vos llevás la maldad en la sangre, la misma que siempre brota de la pared. Vuelven a mirarse hasta que Antonia gira para prestar atención a Zuleika que le toca el brazo. —…sí, Señora Antonia, dibujé esta casa —habla en voz baja— pero ahora le dibujé una montaña bien alta para que no pueda llegar esa gente, y es de noche y hace mucho frío, ¿no tienen frío ustedes?


—Es este comedor inmenso, no hay calefacción que alcance. —Acá, en la ventana del cuarto de arriba, está usted buscando a Renata y a mí —dice Zuleika. Antonia abre mucho los ojos y dice con tono amenazador: —Les dije que no me desobedecieran. Muy bien, Renata y la vecinita quedan castigadas. Oye una carcajada breve, parece ser de un hombre. Un golpe seco contra una pared la sobresalta. A Antonia el sonido le recuerda a la nuca de Zuleika contra el piso. —Dibujaste las vías hasta la puerta así que el tren ya los trajo hoy —dice Antonia. —Las vías están abandonadas hace mil años —dice Matilda. —Mentira, hoy oí cuando llegaba. —Vos sos una mentirosa, mamá me dijo que el tren dejó de andar cuando ella era chica. —Te lo dice para no asustarte, pero ella lo oye también. —Yo también lo escuché hoy. ¿Puedo ir a ver qué hacen en el cuarto? —pregunta Zuleika. Con su mano corre un mechón de pelo rubio de la frente, después se alisa un pliegue de su vestido blanco. —¿Estás loca?, pueden ser las mucamas o los albañiles… son peligrosos —se la oye inquieta. Antonia revolea los ojos en distintas direcciones y vuelve a mover la mandíbula, hacia un costado y hacia el otro, la madera de un mueble crujiendo en mitad de la noche.


—Te pedí que no hagas eso, abuela. Antonia ahora parece abstraída de todo, apunta con un pomo de plasticola roja en un extremo de su hoja de dibujo. La sacude con insistencia para que caiga. —A la pared hay que ponerle mucho rojo —del pico brota como una lava el líquido colorado y viscoso—, y al piso también, mucho, mucho. —Quiero ir a ver qué hacen —dice Zuleika. —¡Te dije que no! —grita Antonia y resuena el eco entre las paredes del amplio comedor. Se pone de pie—. ¿La vecinita va a desobedecer otra vez como hizo con Renata? A ella sí le hacías caso, claro, pero después fui yo la que tuvo… —¡No grites! —dice Matilda— me asustás, ¿estás loca? Zuleika mira con ojos temerosos. —Loca es esta que quiere ir a ver, la vecinita desobediente, la vecinita desobediente... a veces me pregunto para qué le dije que sí a tus padres esa mañana cuando me pidieron que te cuidara —sin sentarse comienza a esparcir con un tembloroso dedo índice la plasticola roja, después, con exagerada fuerza pulsa sobre el papel y revuelve hasta sobrepasar los límites de la hoja—. ¿Oyeron?, corren la escalera, ya están pintando la pared, siempre hay que pintarla porque ellos vuelven y vuelve a brotar la sangre —Antonia se sienta—. Hoy quiero puré de batata, se lo voy recordar a Renata para que no se olvide. —Dejá de decir eso de la sangre, me da miedo —dice Matilda.


—Es una puta. Renata no vende porque me culpa, me lo hace a propósito, para verme sufrir, como hizo con el abuelo que se murió de tristeza… —¿Qué pared? —pregunta Zuleika. —La del cuarto de huéspedes, ¿sos tonta?, el que ahora está siempre cerrado con llave y al que no tendrían que haber ido. Limpian toda la sangre salpicada… ¡cómo si me hubiera gustado matar! Zuleika la mira por el rabillo del ojo y se remueve en su silla. —¡Qué mentirosa! —Matilda resopla. —Puré de batata, puré de papa, puré de manzana, puré de berenjenas, puré de zapallo… —¡Basta! —grita Matilda y golpea la mesa con la palma de la mano abierta. Zuleika se sobresalta, sus brillantes bucles rubios, en cambio, acompañan su estremecimiento con un movimiento amortiguado. —Vos porque no sabés lo que pasó, y claro, si ni habías nacido —dice Antonia con la vista fija en Matilda—. Si no fuera por el abuelo que una vez me enseñó a disparar la escopeta…—Antonia expulsa aire por la nariz. —¿Me van a matar? —pregunta Zuleika. Antonia la acaricia el brazo y la mira con gesto apenado. —Te matan si no hacés caso, Zuleika —dice Antonia. Revuelve un manchón de plasticola roja con una fibra.


—Dejá de decir… —pide Matilda— ¿quién es Zuleika? —Es la vecinita, es más chica que Renata, pero a veces viene y tu mamá juega con ella. Llega el ruido de un portazo. —Ahí está —dice Antonia—. El disparo. El primero. Zuleika empieza a llorar. —Es el viento —dice Matilda. —Ahora ya está, toda la pared salpicada de sangre, ¿viste?, hijos de puta, se lo merecían… y tu madre que tuvo suerte porque oí el grito y… bue... suerte… ella igual me echa la culpa de lo que le hicieron… —¿De qué hablás, estás loca?, le voy a contar que arruinás todas las puntas de mis fibras, si no las hundís, las llenás de plasticola. Zuleika se muerde el labio y fluyen lágrimas pesadas por sus mejillas hasta la boca. Antonia le acaricia el cabello de la nuca. —Vos haceme caso, ya sé que te gusta jugar con Renata, pero quedate conmigo, porque ella es más grande que vos… si estás acá es porque estamos a tiempo todavía. La cosa es no querer ver lo que no se debe, porque siempre vuelven. —¿Quiénes vuelven? —pregunta Matilda. Antonia empieza a cantar sin interrumpir las caricias a Zuleika:


“A la puerta de un sordo llegaba un tren mudo, y un ciego miraba con disimulo, y disfrazados de albañiles...” —Dejá de cantar eso. Me da miedo —pide Matilda. —A mí también —murmura Zuleika. —Vos no dibujes ni los albañiles ni el tren en las vías —le advierte Antonia a Zuleika meneando su dedo índice. Oye otro portazo. —Ahí vino Renata, le voy a preguntar si no quiere ir a jugar —dice Zuleika. —No —dice Antonia—, es el otro disparo. Te dije que eran dos, pero claro, dicen que estoy loca… la cosa es que ahora ya está la pared otra vez salpicada de sangre. —¡Basta con eso, me tenés cansada con ese nombre raro! —Zuleika quiere jugar con vos porque Renata ya creció mucho, andá, dale, pero no vayan al cuarto... Matilda se pone de pie —Voy al baño.


—Tu mamá por mucho tiempo no pudo ir sola al baño porque le daba miedo y se hacía encima… ¿vas a hacer caca o pis? —Qué te importa. —¡No vayas para allá, eh! —estira su brazo, intenta tomar una de sus trenzas pero apenas llega a rozarla. —Salí, te odio —dice Matilda y camina hasta perderse por el pasillo oscuro. Antonia se inclina hacia el respaldo de la silla y sigue sus pasos con la mirada. —Es malcriada y desobediente como Renata… igualitas… y para peor, por las venas le corre esa sangre maldita, la misma que siempre brota de la pared… mejor no digo nada… ¿y vos Zuleika, por qué volviste? Zuleika pega la última bolita de papel dentro de la casa. Se oyen sus lágrimas chocar contra el papel de su dibujo, como gotas de lluvia estrellándose en las hojas secas de los árboles. Antonia vuelve a acariciarle la nuca, siente la esponjosidad de sus rulos. —Ahora ya tapé toda la ventana del cuarto así no veo lo feo que le pasa a Renata… me duele donde me toca, Señora Antonia —dice Zuleika. —Es por el golpe que te dieron, no llores por favor, no me hagas esto… —la sigue acariciando— yo hice lo que pude… —siente una humedad tibia y pringosa en la palma de su mano; mira la mancha roja con resignación. Antonia menea la cabeza y enseguida la apoya sobre la mesa, se tapa los ojos con uno de sus brazos. Una manito comienza a acariciarle el pelo. Siente miedo pero el can-


sancio y la tristeza le debilitan los párpados hasta vencerlos. Se duerme. Un ruido la despierta. Le cuesta ubicarse hasta que reconoce el ambiente. Sigue en el comedor. Oye el entrechocar de llaves y pasos que se acercan. —¿Cómo estuvieron?... —escucha próxima la voz de Renata— ¿qué es este desorden en los cuartos? —los pasos se detienen en el pasillo— ... ¿quién abrió…? —Los albañiles —grita Antonia—. Te lo advertí, Renata. Que iban a volver… ¿Compraste batatas para hacer puré? —¿Le abriste a alguien, mamá? —pregunta Renata que se acerca. —Yo no desordené, preguntale a Zuleika, vas a ver —dice Antonia cuando la ve aparecer por el pasillo. Renata se acerca hasta a la mesa y apoya unas bolsas de supermercado. Mira alrededor. —¿Dónde está Matilda?, me voy veinte minutos a hacer unas compras y… —Yo no hice nada, te juro, oí el tren a la mañana y los ruidos después, como siempre. Es que no descansan en paz —dice Antonia—, si no me creés preguntale a Zuleika. —¡Podés dejar de nombrarla, por Dios!, ¿dónde está Matilda? —Es que te lo dije Renata, vuelven, mientras sigamos viviendo acá y sobre todo por Matilda… la sangre es la sangre, la buscan a ella ahora.


—Callate la puta que lo parió, me vas a volver loca, vos y esta casa de mierda me vuelven loca —gira en dirección al pasillo— ¡Matilda! —grita. Silencio. Antonia acerca una de sus manos temblorosas hasta tocar el brazo de Renata. —Tengo que cargar con que maté al padre —le dice en un susurro—, y Matilda lo presiente, esto no es cosa de chicas. —¡Callate querés!, ¡Matilda! —grita Renata otra vez. Antonia comienza a mover la mandíbula y una vez que la acomoda vuelve a hablar: —Por favor te pido, es el sonido del tren llegando, los ruidos de los cuartos, no los aguanto, preguntale a Zu… —gira la cabeza. Hace una pausa brusca y examina con la mirada por todo el comedor—. ¿Y Zuleika?, les dije que no vayan al cuarto, se los advertí Renata, pero a vos y a la vecinita les gusta desobedecer… seguro que ahora se la llevó a Matilda al cuarto de huéspedes. Renata la mira paralizada. —Voy a buscar la escopeta —dice Antonia poniéndose de pie.


–CONOCIDO como Richard– este último mes estuvo atravesando cambios muy abruptos en su carácter. Pasó de psiquiatra en psiquiatra, se metió mil pastillas, se establecía unas semanas y volvía a arrasar con su furia interna. Siempre se le presentaba la culpa de que su ex mujer, la madre de Juan, se haya matado a causa de haberle contagiado HIV. Al psiquiatra siempre le decía que el síntoma era como si fuese arrastrado por fuerzas extrañas. Muchas veces, le contaba haberla visto a su ex en pleno sueño y que ella le decía que no había sido su culpa. Richard asocia todo con cuando estuvo preso. Cayó por participar de una pelea con un tipo de la calle al que por una discusión le desfiguró la cara y logró salir gracias al pago de la fianza que hizo su ex mujer; con la que esa misma noche tuvo sexo y Richard le pidió que sea como cuando quedó embarazada, porque ahí había tenido su mejor orgasmo. Ella aceptó sin ningún cuestionamiento y, tiempo después, en un examen de sangre que se había hecho para entrar a una empresa, se enteró de la noticia y se ahorcó. Richard jamás se perdonaría eso y le cortó la EL PAPÁ DE JUAN


cabeza para guardarla en el freezer. El cuerpo lo enterró él mismo en el fondo de la casa El mal parecía no darle respiro a Richard, lo tenía prendido de la espalda y cada paso era como si le estuvieran poniendo más peso a la mochila de sus días. A Juan, en el colegio, a causa de su falta de voluntad y reacciones violentas, le pusieron un psicólogo. Las reacciones violentas con sus compañeros fueron la crisis. La peor fue la que desató en el baño de la escuela mientras estaba haciendo pis. Uno de sus compañeros empezó a burlarlo porque su papá había estado preso. “Papá dice que los que van a la cárcel se los cogen y tienen sida”, dijo este compañero, codeándose socarronamente con otro que lo acompañaba. Juan, en ese instante, sacó una gillette del bolsillo de su pantalón de gimnasia y moviendo la mano de manera circular, le cortó la cara a los dos. Estos chicos entraron gritando al aula, chorreando sangre a borbotones y llorando sin parar. “Tengo miedo, profesora”, decía uno de ellos. El revuelo que se armó fue repercusión en varios distritos porque salió en todos los medios. A raíz de este hecho citaron al padre de Juan en distintas oportunidades pero nunca fue. La directora llamó una vez a su casa y atendió Richard. —Buenos días, señor. Nos comunicamos de la escuela Mon Santo… Tutututututututututututu. A la directora, enfurecida, no le quedó más remedio que colgar el teléfono. En la escuela varios profesores intentaron hablarle para ayudarlo y siempre su respuesta era la misma: “Mamá era la única que me tapaba para dormir –repetía– Empecé a trabajar de noche y duermo poco”. Nadie le creía, sobre todo porque nunca tenía plata y en los recreos


eran muy pocas las veces que comía. Una vez fue sancionado por robarle la comida a una compañera, a la que también le pegó porque se había negado a convidarle. De ahí en más, su garantía para poder seguir asistiendo a la escuela fueron los reportes que el terapeuta le iba pasando a la directora. Esas fichas antes de ser guardadas bajo llave, funcionaban de informe para cada profesor –muchos de ellos, por seguridad, ya no querían tenerlo de alumno–. El informe decía que el estado de alteración que estaba sufriendo Juan era proveniente de su situación familiar y que todo lo que se manifestaba externamente eran reacciones para llamar la atención. Se aclaraba, también, que por el momento no iba a hacer falta intervención psiquiátrica, sino solamente una terapia psicoanalítica “para desentrañar el fondo de la situación”. Juan estuvo dos meses sin ir al colegio pero siguió yendo un tiempo al psicólogo a escondidas. Richard no quería saber nada con que vaya a ninguna terapia y por eso le prohibió ir al colegio también. “La vida está hecha para trabajar, pendejo ¡Solamente estudian los putos!”, le solía decir, justificando su decisión, con la saliva espesa en la comisura de los labios. Juan nunca contestaba los agravios de su padre, solo levantaba la vista y lo miraba a los ojos, jurándole la peor de las maldiciones posibles. Eso le valía una golpiza casi ensordecedora. Lo dejaba llorando y en pleno llanto le pedía por favor que no le pegara más. “Me estás haciendo mal, papá. Déjame en paz”, ultimaba para que se vaya de la habitación. En medio de esa angustia solía llamar al celular de su madre, para escuchar la voz del contestador que había grabado: “Estoy trabajando ahora. Déjame tu mensaje”. La propia desesperación lo llevaba a llamar al psicólogo. El celular se lo había regalado el terapeuta para situaciones de


emergencia de este tipo. Últimamente lo estaba llamando todos los días. —Papá, no quiere que siga haciendo terapia y hasta me prohibió ir al colegio —decía casi susurrando y rápido—. Te hablo así porque si se llega a enterar que estoy hablando con vos me mata —aclaraba Juan, mirando por la cerradura de su puerta. —Está bien, por el momento vamos a comunicarnos de esta manera y me vas a ir contando cada cosa que vaya pasando. Tenés la voz como si hubieses llorado ¿Qué pasó? —preguntó el psicólogo con voz tranquila. —Tengo miedo. Medio que discutimos y le juré una maldición. Eso a papá no le gusta, menos cuando le hago frente, y me pegó varias trompadas. Yo sé que quedó muy mal después que lo echaron del trabajo, pero eso lo estoy pagando muy caro ahora. Encima toma las pastillas que le recetaron mezcladas con whisky… Cortó el teléfono porque lo vio venir al padre. Escondió el celular en uno de los cajones del escritorio, se metió en la cama y se hizo el dormido. Richard abrió la puerta de una patada y sin mediar palabra agarró del cuello a Juan. Lo zamarreó para todos lados al grito de “¡hijo de puta!” y le dijo que lo había escuchado hablar por teléfono con alguien. —Espero que no hayas hecho ninguna cagada porque te mato. Decime con quién hablabas. —Con nadie papá ¿qué decís? Ni siquiera tengo teléfono —contestó con la voz temblorosa.


—¡¿Encima me tratás de idiota?! ¿Llamaste a ese asistente social, no? Decime la verdad porque esta no la contás. —Te estoy diciendo la verdad. Por favor, créeme —suplicó. El padre lo miró con cierta lástima y le advirtió que no hiciera ninguna boludez. Lo encerró en el cuarto sin dejarse conmover por ningún tipo de grito ni pedido de ayuda. “A partir de ahora te voy a suministrar la comida y solamente vas a salir para bañarte”, decretó Richard. Juan había decidido, entonces, comer salteado y no bañarse. Eso a Richard lo ponía de mal humor, porque el ambiente se estaba cubriendo de un olor nauseabundo. Además Juan meaba y cagaba en la habitación y no limpiaba. “¡Ahora sos un perro!”, le decía el padre a los gritos. Como castigo lo dejó sin comer una semana. Ni siquiera se acercó a la puerta durante ese tiempo. Lo condenó a un letal abandono que parecía cargarlo de adrenalina: se sentía poderoso y respetado. Eso para Richard era el piso de su vanidad; esto mismo hubiese querido lograrlo en el trabajo del que lo echaron sin dar explicación alguna. Cuando se cumplió el séptimo día de no acercarle comida a Juan, agarró un plato y le sirvió unos fideos con tuco. Sacó un sobrecito de queso rallado de la heladera y le llevó todo. “Acá tenes, pendejo”, le dijo con tono despreocupado, después de haber apoyado el plato en el piso. Juan no contestó y Richard empezó a golpearle la puerta para que se acerque. “Así que te haces el misterioso ahora”, reprochó. “No me obligues a tener que abrir porque va a ser peor”, apuraba a los gritos. Mientras seguía con los golpes y las amenazas, vio salir dos moscas por debajo


de la puerta. De la desesperación por meter la llave para abrir, se le cayeron varias veces, pero cuando pudo hacerlo se encontró con el cuarto totalmente repleto de mosquitas sobrevolando por encima de la caca seca. La cama estaba hecha: sábana y colcha perfectamente tendidas. Richard se acercó a la cama, miró debajo para ver si Juan no estaba escondido y vio unos montículos que sobresalían de la colcha. Intentó acomodarlos pero se dio cuenta de que eso no se trataba de una cama mal hecha. Cuando corrió las sábanas de un tirón, en ese microsegundo, se hizo para atrás con una larga puteada de por medio y dando saltitos en el lugar, totalmente sorprendido por lo que estaba viendo. La cama estaba repleta de cabezas de ratas. Juan había escapado por la ventana de la habitación dando un salto de varios metros hacia el jardín de la casa. Se fue rengueando hasta lo del psicólogo que, apenas lo vio, lo dejó pasar sin preguntarle nada. Tenía la cara bastante sucia, algunos mocos pegados debajo de la nariz y los ojos cansados de haber llorado. Ambos se mantuvieron en silencio un largo rato, hasta que el terapeuta le ofreció un vaso con agua y ahí recién habló para responder que sí. Richard andaba a los gritos por la calle, pidiendo ayuda y diciendo que su hijo se había escapado de la casa. Preguntó en varios comercios si no lo habían visto pasar, pero nadie pudo ayudarlo. Dio un par de vueltas por el barrio y pasó por la casa de algunos amigos de la escuela. Nada. Su cara se había transformado en un mar de gotas que le recorrían toda la frente. Se secaba y con los brazos en jarra, ya rendido en una esquina, se acordó del psicólogo. “Ese hijo de puta es el que le llenó la cabeza contra mí”, pensaba en voz alta. El psicólogo, ya con Juan más calmado, intentó hablarle acerca de su madre y le hizo algunas preguntas


sobre el tema, pero todo era silencio. Juan contestaba con movimientos de cabeza. Solo le dijo que tenía un fuerte dolor en el pecho, que quería dormir. Se acostó en una cama de un cuarto de huésped que tenía el caserón del psicólogo y al ratito se le apareció su madre con una figura desmejorada: tenía la cara morada, un pedazo de soga en el cuello y las uñas podridas. Juan se asustó al principio, pero cuando la vio venir supo que estaba en el medio de un sueño. Intentó despertarse de varias formas y no tuvo éxito. —No tengas miedo, Juan. Soy yo, mamá —trataba de tranquilizarlo. —Te extraño mucho ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué la muerte? —Eso no viene al caso ahora. Tu padre sabe que estas acá. Tenes que irte mañana mismo… Un vaso con agua en el medio de la cara lo despertó. Estaba todo transpirado y lo tenía al psicólogo al lado, pidiéndole disculpas y diciendo que había hecho eso porque estaba gritando muy fuerte y lastimándose. Sin decir nada, Juan salió corriendo para su casa. Entró despacio y fue derecho a la sala donde estaba el televisor porque escuchó que estaba prendido, pero no lo vio a Richard. La tele estaba con el volumen muy alto, la cocina toda revuelta. Fue hasta la heladera que había quedado semi abierta, se sirvió un vaso con agua, le agregó veneno para ratas y se lo metió de fondo blanco. Se dejó caer en el sillón, suspirando lentamente. Ya no tuvo miedo de la mujer con cara morada ni se espantó con el pedazo de


soga en su cuello. “Descansa, hijo. Tu padre ya no va a molestarte más”, le dijo mientras lo tapaba.


HUBO UN TIEMPO EN QUE Toro Rengo se convirtió en uno de los muchos pueblos olvidados. Durante años, el tren supo conectar ese lejano paraje con las ciudades, pero un día dejó de pasar. La vía quedó entonces cubierta de yuyos. Los durmientes de madera, desgastados por las lluvias y el polvo, casi no existían, y los rieles, escondidos entre la maleza, eran un recuerdo de la época dorada.

El tren había transportado tanto producción agrícola como pasajeros y nunca faltaron quienes aprovecharan la detención de las formaciones en la estación para vender toda clase de mercancías. La familia Urruti fue una de las primeras establecidas en Toro Rengo. Llegó solo la pareja de recién casados. Él con un nombramiento como encargado de la estación; realizó ese trabajo hasta que se jubiló. Mientras, tuvieron hijos; el mayor de ellos tomó el puesto del padre tras su retiro. Cuando cesó el servicio, el viejo Urruti siguió asistiendo a la estación. No a cumplir horario como en el pa-


sado, pero sí a sentarse cada tarde en una mecedora a contemplar la vía muerta. No se podía decir que mantuviera la lucidez de antaño, más bien parecía algo ido y no dejaba de hamacarse en esa mecedora. Los pocos niños que quedaban en el pueblo también iban a la estación, y luego se internaban en los yuyos y caminaban sobre los rieles haciendo equilibrio; para eso servían esos rieles, después de haber sido el instrumento que conectara Toro Rengo con poblaciones situadas a varios kilómetros de distancia. Los niños eran pocos porque eran pocas las personas en edad de procrear. Los jóvenes se habían marchado de allí a diferentes destinos; uno de los ausentes era el hijo de Urruti, el mismo que lo reemplazó cuando se jubiló. En esas tardes, el viejo Urruti, con la mirada perdida, solía recordar cierta jornada de varias décadas atrás: En una formación de pasajeros había llegado una pareja. Ambos lucían nerviosos. Le llamaron la atención la belleza de la mujer y el hecho de que su acompañante fuera sensiblemente más joven; en esa época era poco frecuente tal cosa. Miraban hacía todos lados, como si escaparan de algo o de alguien. Escrutaron a cada una de las personas en la estación, antes de atreverse a hablar con una de ellas. Preguntaron dónde podrían alojarse. Raro; no era un pueblo turístico, nadie sin familia allí iba a quedarse, salvo por negocios, aunque la mayoría de esos negocios se resolvían en la jornada. Sin embargo, para las pocas ocasiones en que alguien se quedaba, había un pe-


queño hospedaje; más bien una casa que tenía un par de habitaciones en alquiler. Estuvieron pocos días, y casi no se dejaron ver por el pueblo. Mantenían con la gente una distancia prudencial. En algún momento, el joven se acercó a la estación para preguntar a Urruti sobre el recorrido del tren y a qué lugares podrían llegar. Urruti pensó que eran una pareja en una situación similar a la que habían tenido él y su esposa cuando llegaron a ese pueblo. Pese a ser ése un pensamiento propio, no lo convenció del todo. Y no sería infundado ese poco convencimiento. La bocina de la locomotora anunció el arribo del tren de esa tarde. El sonido en principio lejano, se fue haciendo cada vez más cercano, más audible. Para Urruti era música, como para la mayoría de la gente del pueblo; para el joven visitante, una fuente de nerviosismo. Así como el poco convencimiento de Urruti acerca de pensar que ésa era una pareja normal no era infundado, tampoco lo era el nerviosismo del joven. De la formación descendió un hombre de mediana edad. Al igual que la pareja, también miró hacia todos lados pero no daba la sensación de escapar de alguien, sino de estar buscándolo. Cuando sus ojos se posaron sobre el joven que hablaba con Urruti, la búsqueda terminó. Extrajo un arma de su bolsillo y disparó unos pocos y certeros balazos. El joven se desplomó. La gente en la estación reaccionó de múltiples y variadas maneras. Las mujeres gritaban y se alejaban llevándose los niños casi a la rastra. Los hombres se esforzaban por mantener la compostura, mostrándose en una actitud más calma, aunque fuera fingida. El único policía


en la estación apuntó con su arma al asesino y le ordenó entregarse, pero éste colocó el arma homicida sobre su sien derecha y siguió a su víctima. Dos muertos sobre el andén. En ese pueblo en el que no se recordaba otro episodio ni siquiera parecido, la tragedia llegaba para demostrar que está presente en donde quiera que haya humanos. Luego vendrían las explicaciones: el asesino suicida era el marido de la mujer que acompañaba al malogrado joven. El móvil del crimen era tan obvio que el Juez resolvió el caso a la manera de un simple trámite burocrático. La mujer se marchó una vez que se aclaró todo. Se dice que continuó su vida en Buenos Aires, pero no murió en la gran ciudad. Una de esas tardes, los niños hablaban entre ellos de una historia de terror, ¿acaso una leyenda urbana? Uno de ellos había escuchado, de boca de su hermano mayor, sobre una mujer que terminó con su vida arrojándose bajo las ruedas del tren en la vía que aún no estaba muerta. La historia incluía detalles tales como que su fantasma rondaba la vía, y hasta que podía oírse la bocina del tren. Decidieron preguntar al viejo Urruti sobre ese hecho. Se pararon frente a él sin que su presencia lograra que el hombre dejara de hamacarse. Sin embargo, era obvio que notaba que ellos estaban ahí. —Don Urruti, ¿usted sabe algo sobre una mujer que se tiró abajo del tren hace muchos años? —indagó uno de los niños.


Tal vez una persona normal no hubiera respondido esa pregunta viniendo de unos niños, pero el viejo llevaba años sin ser normal. —Sí, esa mujer. Aún la veo. Así que, ustedes también saben de ella. —Sí, bueno… —¿Verdad que es hermosa? —Nunca la vimos. No habíamos nacido cuando… —No, entonces no habían nacido, pero ahora la ven igual que la veo yo. —Vamos —dijo otro de los niños, que todavía no había hablado, y no hizo falta que insistiera: los otros se fueron con él, primero caminando y luego corriendo, asustados. El viejo quedó solo hamacándose en la mecedora y diciendo para sí mismo: —Sí… es hermosa… —babeaba. Transcurrido el tiempo de olvido, llegó al pueblo la noticia de que las nuevas autoridades habían decidido reactivar ese ramal ferroviario. Unos meses más tarde, los yuyos fueron cortados, los durmientes reacondicionados y los rieles volvieron a servir para conectar a Toro Rengo con poblaciones distantes. Con el tren arribaron al pueblo toda clase de gente; entre ella, unos estudiantes de cine que, interiorizados sobre aquella tragedia por un nieto de Urruti, tenían la intención de filmar un corto alusivo.


Se tomaron testimonios a los vecinos para escribir el guión. Como suele pasar con esas historias, algunos de esos testimonios diferían entre sí. Además, el director no estaba dispuesto a resignar su parte creativa; después de todo, no era un documental, sino ficción. La historia más verosímil hablaba de que la mujer, tras vivir unos años en Buenos Aires, regresó a Toro Rengo para morir en ese lugar que había marcado su vida. Otra, decía que la mujer, acusada de adúltera, fue tomada por un grupo de vecinos puritanos y atada a las vías del ferrocarril. En los dos casos moría bajo las ruedas de una formación. El director eligió la segunda, por ser la más impactante; al fin y al cabo, no era más que un corto de ficción. También decidió que el viejo Urruti apareciera en la filmación; le parecía que ese anciano en su mecedora creaba una atmósfera más aterradora. La actriz fue caracterizada de acuerdo a la descripción de la mujer que aportaron los testigos. Cuando Urruti la vio, experimentó una súbita taquicardia. Ahora no era solo su fantasma, era ella en carne y hueso que regresaba del más allá. Su corazón, ya débil, bombeaba con dificultad. Ella estaba maniatada sobre los durmientes de la vía, unos metros antes de la estación. La toma era sensacional: en primer plano, la mujer pujando por escapar de su castigo rodeada por la turba de gente que lo había decretado; de fondo, la estación y el viejo en su mecedora. A lo lejos sonó la bocina del tren.


Los del equipo de filmación se miraron entre ellos; se suponía que las escenas de la mujer maniatada y del tren llegando a la estación se filmarían por separado. No solo se suponía. Debía ser así. El sonido de la bocina, en principio lejano, se fue haciendo más cercano y audible. Para Urruti solía ser música, pero se impacientó, como aquella vez que vio a esa misma mujer morir bajo las ruedas de una formación. La taquicardia se tornó mucho más fuerte de lo que su añoso corazón podía aguantar. —Sí… es hermosa… —babeaba. Era la segunda vez que veía morir a esa mujer, y la última que escuchaba esa música.


La cabeza de la persona que amas y el resto del cuerpo en una fosa común no puede ser que esto sea amor… ELSIEMPRETERNO

el uso de cementerios oficiales e ilegales para ahorrar espacio, mucho antes de que la ciencia avanzara vertiginosamente sobre la regeneración de incisivos y lograra por esto que dentistas y mecánicos dentales quedaran con el culo al aire. Y mucho antes aún de que ocurriese la gran guerra, que dejó culos por todos lados. OCURRIÓ ANTES DE QUE PROHIBIERAN

Ignacio era el último de los tres hijos de Antonio. El que había quedado como la ley natural estipula, acompañando a su padre, hasta que decidiera volar de la casa, o hasta que decidiera quedarse con la casa e inscri-


biese a su padre en un curso que daban en el asilo, o simplemente hasta que este muriera. Un día de noviembre del año que ahora no importa, Ignacio encontró a su padre sumergido en un llorisqueo tan inhabitual en él, que la casa le pareció desconocida y viciada de consternación como cuando había falleció su madre. Para Ignacio era el lado B de la imagen gallarda, recia y desabrida de su viejo, con la que por segunda vez se cruzaba. Ver llorar al referente de la vida, al ídolo, era ver llorar a Dios, más o menos; era encontrarse más inseguro y cobarde, que estar en la inmediatez de la paliza de su vida a cargo de tres hinchados desconocidos. Al voltear y notar la presencia de su hijo, el pobre viejo dejó de lagrimear y con palabras entrecortadas que le impedían disimular que había estado llorando, lleno de bronca largó todo el rollo. “Fui al cementerio y encontré el nicho de tu madre abierto”. Ignacio, que había pasado de la sorpresa del llanto a la desconfianza del relato, le palmeó tímidamente el hombro, se sentó frente a él y sin intención de ofenderlo le preguntó: “¿Estás seguro?” Antonio había visto la tapa rectangular del nicho apenas astillada, tirada en el suelo a un costado. Como si se les hubiese resbalado al bajarla, dejando los féretros a la vista de todos. “Soy viejo, pero no estoy loco. Lo que vi no lo estoy inventando y estoy seguro que algo dañino han hecho”. Ignacio, olvidándose de que se trataban de los restos de su madre, se quedó enfrascado en ese absurdo de poder hacer daño a alguien que ya no puede sufrir daño, mientras su padre desarrollaba con detalles los hechos.


“¿Me estás escuchando?” Ignacio asintió. Ahí se enteró que el féretro estaba de lado con la tapa desplazada. Que buscó al encargado para pedirle explicaciones y que este seguramente se escondía porque le andaban buscando. Que recorrió el cementerio horizontal y verticalmente como lo hacían en aquel tiempo los milicos para no encontrar nada, y que no lo encontró. Que esperó un rato y después se vino. Cosa que era evidente. Que no podía entender qué había pasado y que miles de supuestos le daban vuelta en la cabeza. Su hijo por lo pronto se había quedado imaginándolo haciendo el rastrillaje por todo el cementerio. “Si lo hiciste como los milicos era cantado de que no ibas a encontrar nada”, bromeó Ignacio e invitándolo a descansar, le prometió ir al día siguiente a averiguar qué había pasado. Ante la broma, Antonio le recordó que la madre siempre se preguntaba “¿a quién había salido tan hijo de puta Ignacio?” Le preparó una taza de té y acompañándolo hasta la cama para que se recostara, le aseguró que ni en pedo le leería una historia para que se durmiera. “Anda a cagar”. No alcanzó a salir el sol, que Antonio –sin intención– despertó a su hijo corriendo las cortinas de la ventana que justo dejaban entrar la luz en forma directa hacia la cara de Ignacio. Intercambiando papeles de la escena de la noche, le había preparado un café con leche y un par de tostadas. Eso no era nada. Afuera hacía media hora que el auto estaba en marcha calentándose y mientras le contaba lo que había costado hacer arrancar esa porquería, disimuladamente le iba arrimando el celular para que avisara al trabajo. “No estoy ansioso, pero es mejor ir ahora porque estará el sereno, y este puede


saber algo”. Ignacio bufó primero y luego avisó al trabajo, pero cuando salían hacia el auto, no perdió la oportunidad de reprocharle algo que tenía atragantado desde hacía diez minutos, “No sé para qué me hiciste las tostadas si no me las vas a dejar comer”. Estacionaron el auto y se dirigieron a la puerta principal. Antonio murmuró algo del beneficio de ir temprano y no encontrarse con los cuida coches, “que son los mismos que te lo hacen mierda si no aceptás la voluntad que tienen de cuidártelo”. Pero Ignacio no le prestó atención. Era muy temprano para comentarios gorilas, se dijo para sí. Quería terminar con el asunto lo más rápido posible y largarse de ese lugar. En la puerta se encontraron con quien dijo ser el sereno a quien saludaron civilmente como es debido. Le explicaron el por qué de la visita tan temprana, haciéndole saber que tenían la intención de entrar y constatar por ellos mismos los hechos. El sereno se rio seguramente por la palabra «visita» y les explicó que todavía no era la hora de apertura a los vivos. Ocurrió aquí un lapso de tiempo, en donde el ruego de Ignacio, chocando con el sentimiento de autoridad del sereno, se repetía una y otra vez. Esto se dio hasta que encontraron un punto en común en dos billetes de cien, que justo tenía Ignacio en su billetera y que incluyeron el acompañamiento al edificio de nichos a modo de guía de turismo, con paradas y menciones en cada sector de los restos de los personajes que allí se encontraban. Finalmente se encontraron con el nicho en cuestión. La tapa había sido repuesta en su lugar. Y cuando Antonio le señaló la parte astillada a su hijo, el sereno comenzó a narrar lo que fue el trajín de la noche. Hizo referencia a los seis cajones profanados y desubicados


que tuvo que devolver a sus lugares, acomodando todo adentro como si se tratase de frutas mal acomodadas en la verdulería. “¡Este fue el último!” dijo señalando el de la madre de Ignacio. Y al ver que Antonio atinaba a abrir la tapa para constatar lo que decía el sereno, este oponiéndose les comentó que ya se había presentado la policía científica, que revisaron todo, labraron actas y pidieron encarecidamente no se tocara nada, después de restituida la normalidad. Les aseguró, sonriendo, que no había nada de qué preocuparse porque ellos habían tenido suerte. “¿Cómo dijo?” preguntó Antonio un poco exaltado. El sereno entonces les explicó el por qué habían tenido suerte. Los restos de la madre era el único de los seis al cual no le faltaba la “calavera”. Apenas se escuchó decir está última palabra pidió perdón y agregó «cabeza». Lo único que la policía había encontrado fuera de lugar era la mandíbula, pero fue restituida tal como iba. Mientras Antonio, indignado, preguntaba quién podía cometer semejante crimen, Ignacio estalló con miles de preguntas. “¿Quién trabajaba por la tarde? ¿Cuántas horas trabajan? ¿Quién estaba a cargo?” El sereno pidió que se calmase un poco, que parecía un sindicalista preparando la previa de una coima, y cuando padre e hijo se miraron atónitos por la desfachatez, agregó que doscientos pesos no era sino una dádiva. Ante las cataratas de preguntas que seguía repitiendo Ignacio, el empleado comenzó a describir todo como si estuviese sometido a un interrogatorio. Ahí se supo que trabajaban cinco personas, dos en cada turno y él por la noche. Desestimó que sus compañeros tuvieran algo que ver, pues según él, a ese sector se lo dejaban


para que no se aburriese limpiándolo. “Además, ¿para qué van a querer ellos cinco cabezas?” —No le estoy diciendo que fueron ellos, sino que podrían haber visto algo —intervino Ignacio. —No, no. Le repito que ellos no entran al edificio —dijo, y ante la idea vociferada de Antonio de realizar la denuncia, agregó tranquilamente: —Qué sé yo, si quieren háganla, pero creo que la van a hacer de gusto, si a ustedes no les faltó ninguna cabeza. —¡Basta de hablar de esa forma! —Gritó Antonio —¿O se piensa que está usted hablando de vacas? Ignacio, intuyendo de que estaban en una vía muerta, invitó a su padre a volver sobres sus pasos. Daba por descontado de que el asunto iba a quedar en nada. Pasaron un par de semanas y nadie se acordaba de las denuncias por los cuerpos profanados. Era indudable que en donde hay un escritorio siempre existirá la posibilidad de que mueran cosas en sus cajones, y las denuncias no sortearon esta posibilidad. La noticia se mantuvo casi una semana y media en los medios, pero después se fue disipando del ambiente y noticia que no se trataba, se la devoraba el olvido. Lo único que mantenía vivo el hecho, era el empeño que ponía Antonio en intentar reunir a los parientes de los restos profanados. Pero ya ni los parientes querían recordar. Las únicas dos personas con las que alcanzó a contactar, no pretendían saber más de lo que sabían. Argumentaron disparates como la posibilidad de que detrás de estos sucesos existían grandes intereses, o que tal vez que se tratase de una secta religiosa, no tan organizada como la católica, pero diferen-


ciada por la colección de cabezas. El miedo a lo desconocido pudo más que ellos, dejando a Antonio desganado. Transformando los hechos en una simple anécdota. El retorno al tema se dio por intermedio de su hijo un día en que este, mal malhumorado y puteando a todo el mundo, volvió del trabajo. Descuidadamente saludó a su padre que leía mientras mateaba y viceversa, y se enfrascó en una búsqueda alocada por todos los cajones y puertas del bajo mesada. Ante la consulta de su padre por saber qué le había pasado, sin dejar de revisar manifestó que había tenido una discusión con una señora. “¿Y se puede saber de qué, y qué mierda buscás?” Ignacio buscaba el «cabo de plata», el cuchillo que, junto al plato de madera y un tenedor tridente, usaba como un rito en todos los asados. Y ese día tenía uno. —¿La pensás matar? —Preguntó Antonio riéndose. Cuando Ignacio le aseguró que dejaría de hacerlo ni bien le contase el porqué de la discusión, dejó de hacerlo sin esperar a que este le contara. Se le había cruzado por la cabeza la posibilidad de que su hijo buscara el cuchillo con ese objetivo. Y haciéndose toda la película del hijo preso por asesinato, los horarios de visita, el cambio constante de abogados, y la mar en coche, hizo todo lo posible para convencerlo de que abandonara la búsqueda y se sentara para contarle. Que después él se encargaría de buscarlo. Que por una vez que llevara un tramontina no iba a pasar nada. Que se dejara de joder con rituales pelotudos. Ignacio se sentó, no convencido por su padre sino para constatar si era cierto o no que las cosas aparecen cuando menos las buscás. Mientras tanto, aprovecharía para contarle a su padre la discusión con Elsa.


Como lo hacía todos los días laborables, Elsa se cruzaba hasta el pequeño negocio atendido por Ignacio. Un lastimoso kiosquito al que el dueño llamaba polirubro. Elsa lo hacía siempre con el propósito de tomar un café y embuchar algo. Era docente del colegio que estaba en frente, vitalicia del club de profesores mal humorados y poco tratables de los cuales los chicos siempre hacían comentarios despectivos. Con el tiempo se había ido como ablandando, y cada vez le salían mejor los buenos modales para pedir que le anotasen las monedas del café. Ese día sorprendió a Ignacio con la conversación. Siempre habían sido cuestiones comunes. Si hacemos una lista, las tres primeras serían: el clima, que pareciese que siempre está loco. En segundo lugar, el sueldo, que a pesar de ser mucho mayor al que gana un empleado de comercio, siempre iba a llorarle miserias a Ignacio. Tercero, la delincuencia en aumento y sin frenos, que según esa institución social autodenominada «la gente», la cometen siempre los que menos tienen. Arrancó comentando que ya estaba cansada y recién eran las nueve de la mañana. Ignacio murmuró qué quedaba para los albañiles que a esa hora estarían meta y meta hormigón a la mitad de una losa. Sin esperar que su interlocutor se interesase, contó que hasta la una y media de la noche, había estado hirviendo una cabeza. No dijo de qué como para intrigar a Ignacio. Tampoco esperó mucho que hiciera efecto, y mientras se empujaba el bizcocho con los dedos, y hablaba masticando, contó que sí. Que era una cabeza. Era para su hijo menor que estaba estudiando odontología en Rosario. “¿Sabías?” Ignacio gesticuló que no. El mayor era abogado desde hacía ya tres años. Una plaga, pensó Ignacio. Mientras el


mundo esté como está, nunca le va a faltar trabajo, aseguró Elsa. “Y sí –aseguró Ignacio– si no hubiera ningún problema, ellos se encargarían de crearlo”. Elsa hizo como que no había entendido y prosiguió con la biografía de su hijo menor. Y solo dejó de mencionarlo cuando se dio cuenta de que se había ido por las ramas. Volvió entonces al tema de la cabeza hervida. Según Elsa que ya había hervido unas cuantas, el hervor hacía que aflojara la suciedad dejándolas más presentables. Ignacio quedó sorprendió al preguntarle de qué animal eran, y obtener como repuesta que eran cráneos humanos que conseguía en el cementerio. Son cráneos que van quedando, dijo. Ignacio, sin salir de su asombro, comenzó con una catarata de preguntas. Elsa pensó que se había expresado mal y se disculpó espaciando más las palabras, que conocía unos muchachos que trabajan ahí, que antes de llevar los restos al crematorio, guardaban la cabeza para vendérsela a ella. Ignacio que pestañeaba cada vez menos, la miraba con desconfianza. Lo primero que pensó fue que Elsa se había metido de lleno en las drogas. Mientras Ignacio relataba lo sucedido en el polirubro, su padre puteaba y golpeaba la mesa, como alguien realmente indignado. Elsa continuó con la historia, especificando que los muchachos cuando no había crematorio, las retiraban de restos que hacía ya mucho que estaban, o en los cambios de un sepulcro a otro, siempre conseguían una, y lo decía tan natural como si estuviera hablando de una mudanza de muebles donde se perdía un adorno. Agregó que cualquier cabeza no iba, sino que debía tener la mayor de su dentición original. Si era completa mejor. “Exigencia


difícil de cumplir, pues una cabeza bien presentada, debía ser de alguien que haya tenido buena genética, o la costumbre de limpieza de los incisivos. Cosa que se da poco –agregó– en los sectores pobres”. Ignacio no quería entrar en un debate de clases sociales con la higiene de los dientes como punto de referencia. Mientras escuchaba, a Antonio le iban cayendo las fichas, y en su cabeza todavía ahí, todo comenzaba a encajar. Ignacio, al igual que su padre, había comenzado a atar hilos y lo que menos le importaba eran esas diferencias o mitos del medio pelo. La extraña coincidencia que existía entre los hechos ocurridos en el cementerio y las cabezas con dientes de Elsa, lo había sustraído de la conversación, mientras la bronca le crecía por dentro. Elsa seguía narrando sin darse cuenta de lo que estaba generando, y hablaba de restos humanos como si lo estuviera haciendo de repuestos de autos. Sin poder salir de su asombro, Ignacio preguntó si había escuchado mal o estaba comprando restos que alguna vez fueron personas. “Buena pregunta, hijo”, interrumpió Antonio. Elsa corrigió. Se trataba de la cabeza nomás, dijo, y esbozó una sonrisa, que rápidamente tuvo que disimular porque de Ignacio no obtuvo ningún gesto. El silencio se hizo denso, eran las únicas personas en el negocio e Ignacio no le sacaba la vista de encima. No sabía cómo continuar el diálogo ni como cambiar de tema, hasta que entraron un par de clientes. Aquella, creyendo que el ambiente se había relajado, le preguntó en el medio de la operación comercial, si le pasaba algo. Ignacio, con la voz tomada por la bronca, le preguntó en un tono levantado si no le daba vergüenza lo que estaba haciendo. Que


allí descansaban los restos de los seres queridos. “Mis abuelos, mi tío, mi vieja” agregó. Elsa se excusó diciendo que también estaban los de ella. Que también estaba su madre. Entonces fue cuando Ignacio irónicamente le preguntó cuándo iba a llevarle la cabeza de la abuela al nieto que estaba estudiando. Antonio exclamó que era una buena idea, a la vez que aplaudía, y pedía que siguiera contando. Ella le aseguró que era un maleducado y que no entendía nada. Él, que ella era una delincuente profanadora. Ella intentó hablarle del cuerpo como carcasa del alma y otros pedos mentales. Él le pidió que se dejara de joder y se retirara del kiosquito. Ella prometió hablar con el dueño del polirubro. Él, que haría público la historia de las cabezas. Ella aseguró que la sociedad recibiría los beneficios del estudio de su hijo. Él, le habló del beneficio de vivir a caldos y a puré, cuando su hijo trabajase en el Hospital y brindara el único servicio de retirar piezas dentales. Ella le dijo que era un resentido. Él, que ella era una sinvergüenza. Ella, que esto no iba a quedar así. Él, que lo mismo le estaba por decir. Ella abrió la puerta blindex y bufando intentó cerrarla. Él le gritó que si no se daba cuenta de que cerraba sola. Ella le hizo una seña despectiva con una mano y miró hacia otro lado. Él, se puso las dos manos en la bragueta haciendo una oferta, pero ella ya había salido de foco. Ignacio aseguró que iba a hacer la denunciar. Antonio le dijo que era innecesario. Ignacio insistió que la sociedad debía saber. La sociedad ya sabe, dijo su padre, nada más elige mostrarse inadvertida. Pero, las demás familias deberían saber la verdad, insistió Ignacio. Antonio le recordó que las demás familias son parte de la


sociedad. Ignacio hizo un último intento para convencerlo, pero su padre lo persuadió de que abandonara aquella idea. Lo único que se lograría era perder el tiempo. Y para cuando se decidieran a hacer algo, Fabián ya estaría atendiéndolos a ellos en el hospital. Además, por lo que le quedaba de hilo, según él, tal vez no era tan fatídico colaborar. Ignacio se quedó en silencio, sorprendido, descolocado. Había descubierto las malas acciones de Elsa. Intuyó que estas tenían que ver con las profanaciones, de las que fueron víctimas. Había discutido y fuerte por esto con Elsa, y ahora tenía que dejarlo todo. Esto le pareció muy raro pero no tenía tiempo para ponerse a descifrar el estado de su padre. Tenía que volver al trabajo para realizar el turno tarde. Entrada la noche, Ignacio ignoraría por qué su padre no se hallaba aún en la casa. Tampoco llegaría a imaginarse que aquel había encontrado su cuchillo cabo de plata que tanto había buscado al mediodía. Elsa no tenía la más puta idea de que aquél viejito con cara de buen abuelo, era el padre de Ignacio. Fabián, que no prestaba atención a las facciones de los comisionistas, nunca iba a suponer que Antonio nada tenía que ver con comisiones, y que aquel bulto que había depositado sobre la mesa, presentaba una bella y completa dentadura de treinta y dos relucientes piezas, con el mismo semblante que Elsa Salvatierra.


A LAS SIETE Y DIEZ, Rulo estaba esperando el colectivo en la parada. No quería llegar tarde. Prefería hacer tiempo esperando por ahí, a quedar mal con el dueño de la carnicería. Tampoco con Alberto, el marido de su madre, que se tomó el trabajo de recomendarlo; aunque Rulo sospechaba que tanto interés era solo para sacárselo de encima. Últimamente, le deslizaba alguna que otra indirecta sobre sus intenciones laborales; “un pesado, Alberto”, pensaba Rulo. Hacía ya siete años que se lo venía fumando, lo aguantaba por su mamá, no quería volver a verla mal otra vez, como cuando estuvo sola.

A las ocho menos diez, bajó y caminó las seis cuadras hasta la carnicería a un ritmo acompasado, sin apuro y sin lentitud. Tres cuadras antes, empezó a sentirse nervioso. No le daba igual, tenía que reconocer que se había entusiasmado con la idea de que lo tomaran, de tener un trabajo fijo. Ya estaba cansado de las changas, necesitaba algo de estabilidad y la idea de la carnicería le gustaba.


Si bien era un poco tímido, sentía que, una vez que se habituara al ambiente de trabajo, podría interactuar con sus compañeros. Aún cuando no tenía experiencias similares, todos los trabajos temporales anteriores habían sido solitarios: repartidor de volantes, delivery de una pizzería y paseador de perros. De todos modos, tampoco tenía que ser particularmente simpático; con atender a los pedidos de los clientes sería suficiente. Lo que más le preocupaba era aprender a reconocer los cortes. La diferencia entre la tapa de nalga y la colita de cuadril o saber trozar el pollo sin despedazarlo. Cuando solo faltaba media cuadra y ya se leía “Carnicería La Cabaña” en el cartel, Rulo se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas. Antes de asomarse por la puerta vidriada, se las pasó por el pantalón, en segundos tendría que tenderle la derecha al dueño. El local ya estaba abierto y en pleno trabajo. En la calle, ya cerraban el camión frigorífico con la carne del día que habían entrado. Se acercó a la cajera y preguntó por Sergio, el dueño. “Sergio, el dueño”, así dijo, para dejar en claro que lo conocía, que no era un improvisado ni venía a mendigar nada. Aunque no lo conocía, no le importaba, de eso nadie se daría cuenta al menos ese día. La cajera buscó detrás de una cortina, al costado del mostrador y volvió con Sergio, un hombre de unos cuarenta y pico, de estatura mediana pero robusto. Dio vuelta al mostrador y, frente a Rulo, estiró una mano fuerte, maciza y le dio un apretón contundente que más que demostrar, exigía confianza. Eso a Rulo lo asustó pero logró disimularlo.


Sergio le preguntó por Alberto y la familia; habían sido compañeros en la secundaria y seguían viéndose cada tanto. En la última reunión de egresados, Alberto se había animado a preguntarle a Sergio si no estaba necesitando un empleado en la carnicería, aunque sea un ayudante, que Rulo, el hijo de su mujer, estaba buscando trabajo fijo. “Decile que venga”, respondió Sergio. Rulo contestó que todos en la familia estaban bien y le agradeció la posibilidad. “Espero llegar a ser un buen carnicero”, dijo, sin importarle la pretensión de su deseo; quería causar una buena impresión y sorprender a su probable jefe. Con una sonrisa entre asombrada y burlona, Sergio lo hizo pasar al otro lado del mostrador y le presentó a los empleados. Uno a uno fueron limpiándose las manos en los trapos y extendiéndoselas a Rulo. Luego de terminar de saludar a los cinco, sus propias manos le habían quedado pegajosas. Se la aguantó, no quería ser descortés ni quedar como antipático limpiándose en el costado del jean. —Todos los que empiezan están a prueba un mes. Después de eso, vemos ¿Estás de acuerdo? —Sí —respondió Rulo y no quiso agregar nada más. Quería escuchar qué tenía para decirle Sergio y comportarse de manera acorde. Tenía que ser cuidadoso, su jefe lo estaba igualando con el resto de los empleados, a pesar de la recomendación. —El horario es de siete a dieciséis. Hay otro que empieza más tarde y termina a la noche pero me parece que para empezar, el más temprano es mejor porque hay menos movimiento. A las siete tenés que estar listo por-


que llega el camión y se necesitan todos para cubrir todas las tareas. A las ocho se abre al público. Durante el primer mes vas a ir rotando entre atención al público, preparación de pedidos, picado de carne o preparado de milanesas o hamburguesas, todo lo que ya se vende listo para cocinar. A la caja la manejan dos chicas. Si estás de acuerdo, te llevo a que te pongas el delantal y te empiezo a enseñar algunas cosas. No te preocupes que hoy no te vas a ensuciar mucho, así no arruinás la ropa que trajiste. Rulo asintió. Sergio lo guió detrás de la cortina que separaba el sector de atención al público del depósito donde estaban las heladeras y las mesas de trabajo. —Esta es la parte de atrás, así le decimos. Lo primero que te voy a decir es esto que no te podés olvidar —dijo, mientras de un perchero descolgaba y le extendía un delantal de un blanco mate y con una inscripción negra en un costado, un garabato ilegible que a Rulo se le antojó como la marca de la yerra—. Ponete esto. Son tres cuestiones imprescindibles. Tenés que tener mucho, muchísimo cuidado con tres cosas: la cámara frigorífica, las sierras para cortar la carne y las cajeras ¿Quedó claro? Rulo quiso reírse por lo último pero prefirió guardarse la risa hasta saber qué era una broma para Sergio y qué no. Así que volvió a asentir con la cabeza, en silencio. —De a poco te voy a ir enseñando todo, tranquilo. La cámara tiene todo lo necesario en seguridad pero igual tenés que manejarte con mucho cuidado porque nunca se sabe. Con la sierra no hace falta que te diga nada, ya te imaginarás lo que pasa si te descuidás. Con las chicas de la caja, lo mismo ¿Cuántos años tenés?


—Diecinueve. —Bueno, ya sabés lo peligrosas que pueden ser algunas minas. En el trabajo no se jode. Durante la hora siguiente, Sergio fue mostrándole los distintos cortes de carne, sobre todo los más difíciles de reconocer y le dio un curso exprés de trozado de pollo en cuatro y ocho partes. Ahí fue cuando Rulo lo vio. El dedo índice de la mano derecha de Sergio terminaba un centímetro más allá del nudillo. Rulo dejó esa imagen prendida en un estrato de la mente, accesible para cuando quisiera evocarla más tarde. Sergio lo habilitó a preguntar a sus compañeros todo lo que no supiera, “las veces que sea necesario, ellos tampoco sabían cuando empezaron así que no pueden negarse a contestarte”. Al día siguiente, Rulo estaba en la puerta de la carnicería a la hora indicada. Había llegado antes pero se quedó parado, esperando al resto. A medida que fueron pasando los días, fue aprendiendo todo lo que le enseñaba Sergio, sus compañeros y la práctica. Fue atravesando todas las tareas y también la atención al público. Si bien no era particularmente sociable, tampoco era antipático ni irrespetuoso. A los quince días, ya sabía desenvolverse en los menesteres del oficio. Entonces, se propuso ocupar los quince días restantes del mes de prueba para superarse. Cada tarde, apenas llegaba a su casa después de su jornada laboral, se iba a correr al costado de la vía muerta. Sentía que ese lugar lo inspiraba, que le daba fuerzas, que ejercía un poder sobre él. Mientras corría, Rulo evo-


caba la imagen del dedo de Sergio, de su ausencia, la marca de la mutilación y sentía que esa era la meta, la llegada de su carrera. De vuelta, en su casa, se ejercitaba en el patio: sentadillas, abdominales, salto a la soga. Se compró pesas y colocó una barra en el marco de la puerta de su habitación. Decía que tenía que fortalecerse para cuando tuviera que cargar las reses a la parte de atrás de la carnicería. —Ya me empieza a preocupar —le dijo una tarde la madre de Rulo a Alberto. —Al contrario, Mabel, deberías alegrarte, era hora de que sentara cabeza. A una semana de cumplirse el mes de plazo, Rulo empezó a dormir menos horas. Se levantaba en la madrugada, salía al patio a hacer ejercicio, o se quedaba en su habitación memorizando nombres de cortes, precios y comidas con cada uno de ellos o practicando movimientos con las cuchillas de su madre. Por la mañana, Mabel las encontraba tiradas en el piso, al lado de la cama y se persignaba. Rulo sabía que estaba casi preparado para que lo tomaran en la carnicería pero le faltaba algo. Un detalle imprescindible, a través del cual él llegaría a ser el mejor carnicero que La Cabaña haya tenido en su historia. Y para eso, no había preparación más que el coraje. Tenía que fingir que había sido por accidente, pero también, juntar el valor suficiente para llevarlo a cabo. No solo animarse, si no que sea convincente. Si Sergio, el jefe, el que más sabía, el más experimentado, se había cortado un dedo, entonces él tenía que igualarlo porque


esa herida sería el paso final, lo que lo habilitaría a consagrarse, a infundir respeto y admiración, a ser el mejor. Había pensado varias opciones que le permitieran algo de anestesia: drogas, alcohol, pero las descartó porque le traerían dificultad para trabajar y se notaría. Y él tenía que asegurarse que pareciera un accidente. El jueves, antes de irse, Sergio le dijo: —Mañana se cumple el mes de plazo así que, después de que termines tu horario te pido que te quedes unos minutos así hablamos. Rulo se fue a su casa y sin sacarse la ropa, salió hacia la vía muerta a correr. Volvió a las nueve de la noche, cuando su madre y Alberto estaban cenando. Rechazó la comida y se fue a su habitación. Dijo que se iba a dormir, que ya se había llenado a la tarde con unas galletitas y que tenía sueño. Esa noche, Rulo no durmió. Con la tablet, investigó en internet sobre técnicas de meditación y practicó hasta la mañana tal como había visto en videos y páginas. Una hora más temprano que de costumbre, se fue para la carnicería. Cuando llegó a la puerta, se quedó sentado en el borde de la entrada. Parecía que esperaba pero estaba en trance, ejercitando lo aprendido durante la noche, lo que le permitiría aislarse y soportar el dolor. Si los yoguis lo lograban, él también podría. Los compañeros y Sergio interpretaron sueño y malhumor en el rostro de Rulo: los ojos enrojecidos, la mirada perdida y un silencio sospechoso.


—Así no podés atender a la gente, Rulo. Hoy andá a la parte de atrás. El resto, a los mostradores que es previa de fin de semana largo, va a venir mucha gente. Era lo que esperaba; allí, en soledad, podría llevar a cabo su plan, sin interferencias y concentrarse como quería. Trató de memorizar las tareas que Sergio le había encargado sin que eso obstaculizara su concentración. Su mente estaba en un estrato intermedio, un limbo entre la realidad y su meta. Solo faltaba reconocer el momento exacto en que esa brecha en el tiempo y el espacio se fundiera y confluyera en su deseo. —Te dejo esta pieza. Cortala para churrasco, por favor —el nuevo pedido de Sergio se hizo efectivo y Rulo reconoció que ese era el momento, la iluminación, la concreción de lo esperado. Encendió la sierra, colocó la pieza cerca de su vientre y comenzó a empujarla hacia el extremo opuesto. Hizo varios cortes, quería incorporar a su estado de meditación, el ruido de la sierra chirriando sobre el hueso de la carne. Necesitaba naturalizarlo, sentirlo como algo interno, como el sonido de su propio cuerpo. Separó un churrasco y le dio un mordisco. Eso también ayudaría, el sabor metálico de la carne cruda metiéndose en él. Le daría fuerza, él, la carne, la sierra, la sangre, todo fundido como un universo girando en torno a sí mismo. Ahora sí, no habría más espacio ni tiempo. Él iba a ser el mejor carnicero de La Cabaña, de la ciudad, del país y el cosmos. No necesitaba ese dedo ya que tenía a


la excelencia como meta final, todo lo demรกs era superfluo. Inspirรณ profundo, tomรณ la pieza de carne y acomodรณ el dedo, calculando el recorrido hasta la sierra. Y empujรณ.


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CADA BOCANADA DE AIRE ES un arrebato, una carrera por su vida. No intenta disimular su corrida, en un pueblo tan chico sabe que no tiene sentido. La tenue luz del crepúsculo no colabora con su escape desesperado. Por la mínima distracción de querer mirar atrás, trastabilla con los yuyos que se enredan en sus botas gastadas. Tropieza, no logra conservar el equilibrio, y termina aterrizando entre malezas y arbustos. Siente los raspones y el ardor. Una pequeña planta raja su bombacha de campo y se le clava en la pantorrilla. Una milésima después de que su vista reconoce la herida, llega el terrible dolor. Una puntada filosa en la pierna le indica que el corte es profundo.

Se reincorpora sin preocuparse por los raspones, ni por las espinas en las manos. No se sacude los pastos, ni tampoco intenta arrancar la inocente rama que sobresale de su pierna. Renguea, cojea, intenta correr, y, a fuerza de lágrimas, se mueve lo más rápido que puede. Ya no respira; jadea y gime entre sollozos y espasmos de dolor. Sabe que no tiene tiempo, que no puede detenerse, que unos segundos pueden costarle la vida.


La vida no siempre fue así, hubo un tiempo no tan distante en el que todo era distinto. Incluso en el mismísimo Departamento General Roca de la provincia de Córdoba pocos han oído de Ranqueles, un pequeño pueblito orillado en la frontera con La Pampa. A diferencia de los opulentos pueblos vecinos, nunca, en sus casi cincuenta años de historia, tuvo una estación del ferrocarril. Sin embargo, ese detalle no impidió que sus honrosos diecinueve habitantes se hicieran su propia estación clandestina. No había, en esos días, mucho para comer o para hacer. Lo que sí había se compartía entre todos, la comida, el abrigo, el trabajo e incluso el contrabando que traían los cada vez más esporádicos trenes. No puede sino dejar escapar una lágrima, por lo difusos que le resultan esos tiempos, por el dolor de su pierna, por el reproche de su fracaso. La nostalgia se desvanece en cuanto cruza el umbral y cierra la pesada puerta de madera. Desbordado por la urgencia, busca la tranca de quebracho. La pierde de vista, la desesperación hace que le sea imposible encontrarla. De pronto, como si ella se asomara tímidamente, la divisa en un costado. Se estira sin dejar de apoyar su cuerpo contra la puerta y finalmente, sintiendo el tirón en los músculos del brazo, la alcanza. La coloca trabando el paso del umbral y, sin atenuante alguno, se desploma. Su cuerpo le pasa factura del esfuerzo y llegan a él todos los dolores postergados. La puntada en la pierna, el ardor insoportable en el codo y los alfileres filosos penetrando sus manos. Otra lágrima se filtra, inocente, por su mejilla. Recuerda, sumido en su dolor, cuando el tren no fue ni vino nunca más. Cuando la vía muerta, inmóvil e inservible, de durmientes de madera y oxidados rieles de acero,


decidió el destino del pueblo. Quiere evitar pensar en ella, pero no puede escapar a su recuerdo. Su piel trigueña, su pelo oscuro y grueso, su ausencia absoluta. Un ruido en la habitación lo arrebata de sus penas y lo lleva a ponerse de vuelta de pie de un salto. Larga un gemido por el dolor y, antes de que pueda armarse con lo primero que aparezca, asoma su hijo con un huesito entre sus manos. No contiene sus lágrimas, ni tampoco responde a su inocente “¿Qué te pasa, papi?”. No puede decirle que falló, que esta noche no habrá comida. Miente y le dice “Está todo bien m’hijo”. Simula caminar sin problemas hasta que se derrumba en el piso. Se arrastra el metro que resta hasta la mesa del comedor. Se estira y agarra el facón que está sobre la mesa. Vacilante, hace un corte en su bombacha a la altura de la herida. De pronto, cambia su semblante. Toda su humanidad desaparece ante la mirada de su hijito, que todavía monda su huesito sin entender del todo lo que está pasando. Desaparecen de su mente los gestos cordiales entre vecinos, y llegan los recuerdos de las peleas por la comida, por el trabajo, por los animales. Clava la punta de la hoja de acero, y revuelve el músculo. “Hice lo que tuve que hacer, hice lo que te prometí” se dice a sí mismo mientras intenta desenmarañar la ramita incrustada en su pierna. La sangre brota por la herida. Aprieta los dientes y con una última puntada logra desprender la rama de la carne. Suelta un gemido de alivio y se desparrama nuevamente en el piso. Respira hondo varias veces, tratando de pasar el dolor, mientras su hijo busca ayudarlo a incorporarse. La acaricia el pelo oscuro, roñoso, y el mo-


coso le contesta con una sonrisa, dibujada con sus ojitos infantiles y sus dientitos filosos. Un padre está preparado para muchas cosas, pero nunca para ver morir de hambre a su hijo. Hizo lo que tenía que hacer, y cuando no había más comida, tuvo que encontrarla, donde fuera. Primero fue con Doña Elsa, la vieja tenía poca carne y más bien tirando a dura. Cuando siguió con el Simón, el pueblo empezó a sospechar. Esta noche Rubén se le escapó, y ahora, los pocos que quedan van venir a buscarlo. Cualquiera dirá que es fácil, pero no es lo mismo trozar a una persona que a un pollo. No es fácil sacarles la piel, ni tampoco darle a la coyuntura, ni mucho menos desangrarlos bien para que no se arruine la carne. Pero el esfuerzo valió la pena. Comieron bien durante estos últimos días. En la antigua heladera hay suficiente para que el mocoso coma a la noche. La carne ya está vieja y al borde de echarse a perder. Pero, se dice a sí mismo, tiene que alcanzar nada más para que él se recupere y pueda salir a buscar al resto. “Lo hice por nosotros, m’hijito” le dice a su nene, que no termina de entender las palabras de su papá. No hay tiempo para explicaciones, porque suena un golpe en la puerta. Asoma por debajo del umbral una luz tenue que crepita. Se pone de pie y cubre a su hijo con su cuerpo como si estuviera frente a un depredador amenazante. Se empiezan a oír gritos, y un instante después, llueven golpes en el portón. Su instinto lo lleva a apoyar la espalda contra la tranca de quebracho que cierra el paso. Su hijo no entiende lo que pasa y chilla que tiene hambre. Grita y el nene se calla. En silencio, y con el huesito entre las manos, se acerca a la mesa.


Vuelve su vista hacia el marco del umbral. “La cosa no tenía que terminar así” se reprocha, mientras soporta los golpes a través de la madera. Escucha los gritos que se ahogan entre los porrazos. “Asesino”, “marrano”,” ’joe puta”. Su expresión se vuelve vacía. Una macabra sonrisa se dibuja en su cara. Ya no es el padre cariñoso, sino el enfermito que come gente. Un muerto, dos muertos, tres, no hacen diferencia. La que los mató a todos fue la vía. Cuando funcionaba porque los hizo dependientes; y cuando dejó de funcionar, porque los convirtió en salvajes. “Papi, tengo hambre”. El tono infantil e inocente, que no hace caso a lo que pasa, lo devuelve dentro de la casa más rápido que cualquier golpe. Su mirada cambia en un instante. Apenas si puede ver dentro de la casa pero igualmente se esfuerza. “¡No tenga miedo m’hijo!”, responde a viva voz. Y luego le da indicaciones para que busque lo último que queda de Simón y entretenga el estómago. “Entreganos a la criatura, y te juramo’ que no le vamos a hacer nada”. No se esperaba la respuesta de los de afuera. Nunca pensó que lo iban a agarrar. Lo único que ocupó su cabeza después de su muerte, fue mantener su promesa. Darle de comer a su hijito, no morir de hambre como ella. No tiene tiempo de pensarlo mucho. La arremetida de golpes hace ceder el marco de madera. La tranca de quebracho ya está chueca. Sabe que no falta mucho. Trata de pensar qué hacer, pero su mente se queda aturdida con el solo recuerdo de ella y su promesa. De pronto, siente la mano tibia de su hijo en la pantorrilla. Esa sensación cálida lo despabila. Mira a su hijo a los ojos. No encuentra esa mirada inocente, ni esos


ojitos infantiles. El nene se lleva la mano a la boca y se chupa con regocijo el dedo. “Tengo ganas de algo rico y frescoâ€? le dice mostrĂĄndole sus colmillos afilados.


—¿Y ENTONCES? —INDAGÓ SU AMIGO

mientras

observaba su reacción. —¿Entonces qué, César? —¿Qué ves cuando mirás tu reflejo? —insistió sin preámbulos, señalando el cristal. —Y… calculo que lo mismo que vos, dos boludos parados en frente del espejo, viéndose —dijo Martín. —¿Y cómo sabes que ambos vemos lo mismo? ¿Cómo sabés que reflejamos lo que vemos? —cuestionó. —¿Fumaste? —Tabaco solamente. En serio, —retomó César— ¿tenés la certeza de que lo qué observamos es la realidad que se refleja? —A ver… certeza, certeza no tiene nadie. De todos modos creo que sí. Supongo que lo que veo en el


reflejo es lo mismo que vos ves, lo auténtico de la imagen. ¿Se entiende? Ya Martín tenía indicios de estar crispado. Su cara no era la misma que hacía un momento. —Y qué pasa si lo que vemos no es más que una distorsión que produce la lámina en nuestra cabeza. Imágenes no reales, deformadas, que se dibujan como siluetas en la intimidad del espejo. —Bue… parece que hoy te levantaste en pelotudo. Y ¿a qué mierda vienen esos interrogantes? ¿te pensás morir en breve y querés aclarar dudas existenciales? —lo forreó mientras fruncía el entrecejo. —No pienso morirme en breve, bah, por lo menos no es algo sobre lo que tengamos inferencia. —¿Y eso? —interrogó Martín algo aturdido. —Tal vez el conocer la finitud de la vida te permite valorizarla de otra forma. De todos modos, creo que el carácter imprevisible de la muerte es lo que nos sostiene con vida. Lo que la hace atractiva. Vos imaginate Martín, saber el día en que te vas a morir. Un garrón, porque si es distante, te cagás de risa —César esbozó su argumento con total convicción. —Ah, bue. Claro. —Te cagás de risa, hasta que empezás a acercarte a la fecha, y posiblemente te mueras antes de tiempo, por algún infortunio de la cotidianeidad. —¿A qué llamas “infortunio de la cotidianeidad”, si se puede saber?


—Claro que se puede saber, amigo. Básicamente a que seguramente si sabés que te vas a morir la semana que viene, por ejemplo, no tomás los recaudos necesarios para mantenerte con vida hasta esa fecha. Tu sistema nervioso simpático viviría activado permanentemente para la lucha o huida, lo que te mantendría en un estado de alerta o vigilia constante. Y todo lo tomarías como una amenaza a tu vida. Es decir, lo que te rodea, aquello con lo que interactuás habitualmente, sería una intimidación para vos. —¿Entonces? — preguntó ya un poco desorientado porque no sabía adónde quería llegar César. —Entonces vivís al palo todo el tiempo, y actos que revisten cotidianeidad, como por ejemplo cruzar la calle, para vos sería un martirio y te estresaría de solo pensar que tenés que cruzarla. Aunque sea para ir a comprar pan, por ejemplo. Esa tensión continua te haría claudicar y, posiblemente, cometer algún error pelotudo. Seguramente te chocaría alguien por cruzar como el orto la calle. ¿Me entendés? —Ajá, interesante teoría, sobre todo los argumentos que esgrimís para defenderla y refutar cualquier oposición, pero, ¿a qué viene todo esto? —Decime de nuevo, ¿qué ves en el espejo? —Insisto, dos boludos mirándose, teorizando sobre la vida y la muerte. Temas que seguro han abordado capos de la literatura y filosofía. —Pero mirá bien, mirá con conciencia el espejo. Estás viendo solo lo superficial de la imagen. ¿Me explico? —quiso saber como si fuera un catedrático terminando de disertar.


—No entiendo un carajo, pero me empezás a asustar, César —dijo Martin ya en un tono firme, mientras acomodaba su raleante cabellera grasosa, dibujando un círculo—. ¿Qué pensás? ¿Que hay un portal que te comunica al mundo de los espíritus? Esta vez la risa se dibujó en Martín, que poco entendía a qué apuntaba su amigo con este devenir de palabras. —Hay una teoría, bastante mística para mí, que dice que el incrédulo que mira sin observar personifica en su reflejo los peores demonios que jamás creyó ver y queda atrapado como en una especie de vía muerta. Un vórtice donde se reproducen los mismos miedos eternamente. La risa dio paso a la carcajada burlona, sin embargo, Martín se acercó sigilosamente al espejo. No sin cierto escepticismo. Primero se miró los ojos, notó cómo el paso del tiempo comenzaba a dejar su huella. Divisó sus marcadas ojeras, las pequeñas arrugas en el reborde de los ojos y en la frente. Todo lo vinculaba a sus treinta y pico primaveras ya vividas. Luego fue bajando sin detenerse en ningún rasgo en particular. Viró hacia César y dijo: —Ves, no hay nada de raro en la refracción que emite esto—. Le dijo casi indignado, señalando el espejo. —Observá con la profundidad de la mirada no con la superficialidad de los ojos —reiteró empecinado, al tiempo que la comisura de sus labios dibujaba una pequeña sonrisa picaresca—. ¡Por favor! —insistió suplicante.


Giró de nuevo, meneando la cabeza como diciendo, “no puedo creer que este tipo me haga hacer estas cosas”. De pronto, su semblante se desdibujó. Frunció el entrecejo para aguzar la vista. Sus pupilas mióticas se acomodaron a la luz para no perder ningún detalle. Y finalmente, comenzó a observar mientras miraba. Su rostro había envejecido unos cien años, parecía tener “piel de cebolla”. La tersura de la epidermis era débil de un pálido color. Carraspeó buscando significancia. Sus músculos se tensaron en señal de pavor. Abrasiones y quemaduras adornaban el tétrico rostro que cargaba. Su cadavérico cuerpo manaba líquidos putrefactos de sus cavidades. El asombro lo invadió, al igual que la perplejidad se adueñó de sus facciones. Buscó en su lóbulo frontal algún indicio, que le otorgara una explicación lógica a lo que sucedía. No la encontró. Lo sombrío de la escena le hizo tomar cierta distancia pero a la vez se acercó sin vacilar, para contemplar con mayor nitidez el oscuro reflejo que el cristal reproducía. La claridad de lo difuminado lo hacía doblegarse. La evaporación tegumentaria y el apergaminamiento de su textura, eran constantes de la imagen que veía sin querer, queriendo comprender pero ignorando la realidad. Martín no comprendía que las livideces y rigidez cadavérica del espejo eran proyecciones de su actual estado. Notó cómo de la putrefacción y maceración de la cara, se irradiaban vapores de muerte. Incluso comenzó a percibir su olor. Un olor cálido que lo abrazaba y saboreaba en su totalidad, como invitándolo a danzar.


—¿Qué mierda está pasando? —indagó a su amigo, esperando respuesta alguna. Buscaba que lo saque de ese trance que atravesaba. Vio como un gélido rictus de terror se refractaba en la faz de César. Viró rápidamente como para corroborar el reflejo. Se le heló la sangre. Su pulso se aceleró, sus respiraciones se hacían cada vez más superficiales denotando terror con cada inhalación. Emitió un grito que nadie pudo escuchar. Una sonrisa sardónica se dibujaba en su amigo, lo que no hacía más que ratificar que había una delgada línea intangible entre la realidad y la ficción. ¿Ilusión o realidad?, nadie lo sabía con certeza pero allí se encontraban ambos. Con la boca abierta y la quijada corrida, dobló la vista hacia el espejo nuevamente. Intentando comprender pero sin razón. Observó cómo su crispamiento se acrecentaba. El reflejo de su amigo sacó una cuchilla larga, de esas de carnicero. Martín no pudo divisar de dónde, pero en ese momento no importaba, solo restaba esperar lo que vendría… Comenzó a blandirla con vigor y brío. La luz penetraba su filo, y hacía brillar con un fulgor de muerte. Empezó rebanando su delgado cuello, percibiendo como cercenaba cada fibra muscular a medida que más presión ejercía contra la delgada piel que recubría su tráquea. Martín estaba estupefacto, inmóvil, sin posibilidad de respuesta. Restos de sangre violácea comenzaron a salir de su cuello, en forma de chorros por la presión de las arterias cortadas. El asombro lo paralizó a tal punto que creyó estar viviendo un sueño. El peor de todos. Pero, ¿qué era real y qué ficción en ese punto? Él, a esa altura, de lo único que tenía certeza era de su desconocimiento.


El olor a muerte esta vez lo aprisionó sin darle respiro. Lo abrazó hasta fundirse con él. Su ánima comenzó a elevarse cambiando el plano de las cosas. Sin respuesta alguna, parecía estar entregado a algo fantástico. La vía muerta se delineaba ante él como única opción. Dio media vuelta, quedando cara a cara con César. Lo miró fijo. No emitió ningún sonido. Comenzó a advertir la temperatura de la sangre brotando desde su cuello, tiñendo de bermejo todo a su paso. Miró sus manos, ambas bañadas de un rutilante rojo muerte. El cálido sabor de la sangre no era más que el gusto de la muerte materializado. La inconsciencia se instaló y el cuerpo de Martín se derrumbó sin escala, impactando contra el piso de parqué. Una huella invisible dejaba a su paso, como un vestigio que se esfuma y disipa sin razón. César se acercó parsimoniosamente a su torso, se agachó y susurró sutilmente al oído. — Ves, Martín, el reflejo de lo oculto se percibe observando con la mirada. Lo imprevisible de la muerte es lo que hace a la vida interesante. De pronto, un estruendo fragoso como un golpe lo sacó de su órbita y comenzó a resonar en su cabeza. El chasqueo de los dedos de César captó su atención y lo hizo mirar fijamente a sus retinas, con un rostro desfigurado de terror, buscando orientación. Tensión extrema se dibujaba en su fisonomía. Parecía haber estado en un trance diabólico. Lo lúgubre de la luz parecía ocultar la verdad. —Eh, ¿qué te pasa, chabón? Parece que viste un muerto —comentó César al mirarlo.


Martín, obnubilado por la incomprensión, tragó saliva, aclaró su voz y balbuceó apenas. —¿Y entonces? —indagó su amigo mientras observaba su reacción. —¿Entonces qué, César? —¿Qué ves cuando mirás tu reflejo? —insistió sin preámbulos, señalando el cristal.


LEANDRO SE NEGABA A DESPERTAR. ¿Y por qué querría hacerlo? Durante la noche, unas manos sedosas y besos ardientes lo llevaban hacia un estado de placer que no había sentido en toda su vida; mientras que durante el día, el tinte de la soledad lo llevaba al borde de la depresión.

Podría decirse que tenía una vida como Rapunsel, solo que en vez de estar encerrado en una altísima torre, vivía en una casa de madera de dos ambientes. Por suerte, su vida no llegaba al límite de tener que estar encerrado, lo dejaban salir y alejarse de la casa, pero hasta cierto radio. Se le había encomendado trabajar la tierra a su alrededor porque en el futuro le serviría al aquelarre de dónde provenía. Sí, estamos en el siglo veintiuno, pero la tierra y la vida que emanan los elementos en esta, es vital para la magia de los hechiceros. Leandro era especial y por eso fue elegido para esa tarea. Sus manos mágicas le otorgarían poderosas propiedades a la cosecha. Lo necesitaban lejos y seguro,


para que nadie pusiera una mano en él. El hechicero no solo cargaba sobre su espalda el peso de la soledad, sino también la vida de todo un aquelarre que se encontraba en peligro de extinción. —Sabes lo que significas para todos nosotros —le había dicho su padre el día en que lo abandonaron. Su madre se encontraba detrás, llorando. Leandro asintió, cerrando los ojos para no dejar escapar unas lágrimas creadas por la angustia—. El aquelarre depende de tu magia. Si aquellas fuerzas oscuras te encuentran antes de que cumplas treinta años, será nuestra perdición. Antes de retirarse, protegieron la casa con hechizos que contrarrestarían el poder de la oscuridad. Nadie, salvo sus padres, podría llegar a localizarlo. Lo que no previeron fue la magia de Leandro, ya que un deseo desenfrenado que se pudiera generar dentro del alma del pobre hechicero podría llegar a derribar todo escudo impuesto. Y así fue. Una noche lluviosa, mientras leía un libro que hablaba sobre el amor apasionado entre dos personas, dentro de Leandro se generó un deseo que lo condenaría. Quería a ese ser especial, sentirse amado por otra persona que no fuera ninguno de sus padres. Sentirse… acompañado. Anhelaba que esa persona apareciera para llevarlo a otro lugar, donde pudiera construir una vida normal, lejos del aquelarre, donde no sintiera el dolor de la soledad. Tres golpes en la puerta de su casa cambiaron su vida para siempre. Tres golpes que firmaron su sentencia de muerte.


Al abrir la puerta, se encontró con un hombre de tez blanca, pelo oscuro y lacio. Vestía una remera negra ajustada a su cuerpo y un jean azul oscuro. Era una delicia para los ojos del hechicero. Pero la conexión entre sus miradas lo terminó fascinando. Cuando Leandro hizo contacto visual con el verde esmeralda del extraño, la perdición lo abrazó, alejándolo del mundo en el que se encontraba. El hombre se presentó como Cristian. Su auto estaba averiado y necesitaba ayuda. Inmediatamente, Leandro corrió hacia el vehículo y revisó el tanque de nafta, obligando al extraño lanzar una pequeña risa. —Ajá, así que me crees un poquito corto de mente, ¿no? —dijo, esbozando una perfecta sonrisa que Leandro pudo ver entre la lluvia que caía fuerte y pesada. Aunque hiciera frío, el hechicero sintió su cara hervir. El auto tenía el tanque lleno. A continuación, pensó en la batería, pero no podría comprobar aquello hasta que dejara de llover. Una vez que la noche se aclarara, Leandro sacaría su camioneta y con cables comprobarían si ese era el problema. Él sabía que no tendría que haber dejado entrar a su casa a Cristian, pero no pudo evitarlo. El deseo fue más fuerte. El destino quiso que se conocieran a fondo porque la lluvia no cesaba. Cristian era un escritor de novelas románticas y se estaba dirigiendo a un pueblo al norte de Buenos Aires para descansar del ruido de la ciudad.


—Suerte la mía —dijo Leandro, dejando escapar lo que pasaba por su mente. Cristian solo le respondió con una sonrisa que derrumbó toda pared que el hechicero había construido alrededor de su alma. El hombre sonrió y se acercó a Leandro. Primero acarició su brazo, generando un fuerte choque de electricidad que recorrió todo su cuerpo. A continuación, besó su boca, contaminando los labios del hechicero con un fuego paralizante que despojó su mente de todo pensamiento racional. Cuando se despertó al otro día, Cristian ya no se encontraba junto a él. Corrió hacia el living, pero no vio rastro del hombre. Miró por la ventana hacia afuera y notó que el auto no se encontraba. De nuevo la soledad lo había abrazado, pero un sentimiento de felicidad nació dentro de su alma y la sensación de que volvería a verlo se instaló en él. Esa misma noche, Cristian apareció en sus sueños. Cada vez que el verde esmeralda de sus ojos se conectaba con los de Leandro, era desarmado de toda decisión y un sentimiento salvaje despertaba dentro de él. Cada noche era una sesión de placer y, aunque cuando despertaba sentía un vacío porque solo podía ver a Cristian en sus sueños, la felicidad lo invadía porque sabía que volvería a verlo de nuevo a la noche. —Sos tan hermoso —le expresó a Cristian en la quinta noche, al despegarse un segundo de su deliciosa boca. —Lo sé —le respondió con una sonrisa juguetona.


Leandro ya no quería despertar, esperar todo un día para que la noche cayera y así ver a su amado. El tiempo pasaba cada vez más lento, y la ansiedad aumentaba vertiginosamente. Al caer la noche y ver a su amado regresar, no dudó un minuto, lo besó y, en cuestión de segundos, se desnudaron. Fue en ese momento en el que Leandro se dio cuenta del error que había cometido y de quién era realmente Cristian. Esta vez, el cuerpo de aquel extraño ardía, como si fuego corriera en sus venas en vez de sangre. Cuando volvió a mirarlo a los ojos, en vez del verde esmeralda, no encontró pupila alguna. La piel de Cristian se encontraba más pálida, y sus dientes comenzaron a deformarse hasta convertirse en colmillos. Sin embargo, Leandro no podía despegarse de aquel hombre. Recitó algunos hechizos de protección, pero su magia estaba adormecida, al igual que sus sentidos. —Por favor… —susurró Leandro en medio de tanta excitación. Sentía desesperación porque algo oscuro ingresaba hacia su alma y poco a poco iba despojando la luz de su poder, aplacando su vida, desarmando la conexión que tenía con el aquelarre—. No lo… Pero no pudo terminar. Le comenzó a faltar el aire, la sangre repentinamente se le subió a la cabeza, y sintió como si las venas fueran a explotar de tanta presión. Sintió como si alguien lo estuviera estrangulando mientras percibía que le rasgaban el abdomen. De un momento a otro, todos sus músculos se paralizaron. Cristian se puso de pie a su lado, lo observó y se lamió los labios que esbozaban una sádica sonrisa.


Los muebles a su alrededor se desvanecieron en cenizas, siendo reemplazados por paredes de fuego. Cristian se colocó arriba de Leandro y comenzó a besarlo nuevamente. Sus labios empezaron a arder mientras las llamas del alma diabólica del extraño envolvían la de él. Disfrutaba del beso pero a la vez sentía su benigno poder desvanecerse. Leandro observó como las manos del extraño se convirtieron en garras y fueron clavadas en sus brazos, extirpando la piel a medida que los recorría. Sin embargo, no sentía ningún tipo de dolor. La sangre menguaba rápidamente a medida que caía alrededor de sus cuerpos. Sin embargo, solo experimentaba placer, uno que nunca había sentido en toda su vida. Quería más de Cristian. Anhelaba su cuerpo y el alma diabólica que lo había encontrado. Deseaba ser completamente suyo. El calor invadió todos los sentidos de Leandro, percibía su piel quemarse, y sería cuestión de minutos antes de incinerarse. Pero prefería morir a manos de aquel hombre que ser abrazado por la soledad. Cristian continuaba succionando la magia del hechicero, agotando todo tipo de energía que tuviera. Quería llegar a la conexión con el aquelarre y atacar a toda la estirpe. Leandro volvió a mirar al demonio y ya no se encontró con aquel apuesto hombre, sino a una criatura con cuernos y cabeza de cabra. Unas alas negras y puntiagudas se agitaban detrás. Su cuerpo lampiño y musculoso, fue reemplazado por el de un animal asqueroso, peludo y deforme.


La criatura lanzó un chillido que hizo explotar los tímpanos de Leandro. Ahora, solo sentía los débiles latidos de su corazón, la sangre que caía de sus oídos, y el terror que iba poblando cada parte de su ser. Leandro lloró por lo estúpido que había sido. Por su error, varias personas morirían. Él no quería perecer, todavía tenía toda una vida por delante, pero un error tan humano le iba a costar la vida. El íncubo envolvió el cuerpo de Leandro con las alas, y clavó las partes puntiagudas en su espalda, haciendo emanar más sangre y succionándole el resto de vida que le quedaba. Antes de morir, Leandro volvió a ver el rostro carilindo de aquel extraño y el sentimiento de soledad que sintió toda su vida, se desvaneció. Lo único en que pensó antes de que su alma dejara el plano terrenal, fue que no moriría solo.


por Pablo Zumarraga ELLA, SU ABUELA, UNO DE los

seres que la naturaleza de su vida había amado, falleció una madrugada fría de mayo, rodeada de soledad y de algunos extraños facultativos que esperaban aquel momento para dar sentencia sobre el certificado que su muerte acreditaría instantes después. Su tupida edad se enmarañaba entre afiladas arrugas con forma de agujas sobre el atardecer de su rostro. Ochenta y tantos se veían a través de de la piel blancuzca y laminada que translucía toda su estructura ósea de un solo vistazo. Penosamente recuerda que, en el momento en el que ella expiró, se encontraba él en una de las habitaciones de su no muy vistoso departamento. El aire se tornó frío y espeso. Esa extraña presencia incorpórea ojeándolo hasta lastimarlo. Sentía plomo fundido ingresando por sus frágiles venas: intoxicándolo, ennegreciendo la memoria... esa extraña presencia tan ensimismada, oprimiendo la masa ósea. El sabor a metal tras la garganta superaba lo que podía tragar, esta figura lo obligó a desordenar su


mente hasta perderse en inexplicables sensaciones, que hasta hoy lo confunden. Tenía, ella, una hermana dieciocho años por encima de su edad en aquel momento. Su nombre era María Cecilia. Esta había dejado, como quién mira hacia otro lado para no verse a sí mismo, su vida atada a los sermones del corrupto capellán del pueblo de Santa Rosa de los Monasterios. Que por más que se supiera a voz viva de sus fechorías, la piel de cordero debía esconder bien los afilados colmillos licantrópicos. Meses después, su nieto tuvo que visitar la envejecida casa de su tía abuela para hacerle llegar unos papeles que trataban la sucesión y determinaban quién administraría las pertenencias de la difunta anciana. Tras un largo viaje, llegó a su puerta casi de memoria. Algo lo condujo instintivamente, influenciándolo, hasta el imponente caserón dentro de un desolado y árido pueblo santarroseño. Golpeó la pesada puerta dos pares de veces. Podía sentir la impotencia de sus toques enmudecerse ante el antiguo roble, endurecido y ennegrecido por el tiempo, las altas temperaturas y el polvo seco del entorno. Simultáneamente, tenía la certera sensación que la densidad de la misma no dejaba oír a los habitantes de allí su presencia al otro lado. Las paredes grises y descascaradas se dejaban desvanecer frente al sol que con furia las escrutaba sin parpadear. Una señora de voz ronca en el aislado interior, ahogado frente a él, preguntó:


—¿Quién es? —Irregulares habían sonado las palabras que conformaban su expresión, ya más cercana y clara, su voz repitió entrecortada: —¿Quién es? Pudo notar que la excesiva cantidad de saliva que de su boca brotaba incesante, impedían que el habla fuera fluida... entrecortaba sus palabras en asquerosas e indómitas espumas blancuzcas. —Soy Vicente, tía, su sobrino. Le he traído unos papeles de Buenos Aires que debe firmar —dijo él en un tono no muy convincente. Como envolviéndose en los pliegues de su timidez. No se oyeron más voces por un incierto instante. La puerta empezó a desprenderse de la pared formando un oscuro hueco cada vez mayor. Arrastrándose sobre el chirriante suelo. Cortésmente, del otro lado, el sobrino, comenzó a empujarla para terminar de ensanchar el corte entre el cemento y la madera. Logró ingresar a través del mínimo espacio, un áspero hueco por el que cedió su anatomía, era más parecido a una leve mueca de maldad que a una apretujada bienvenida. Ya desde el interior, sintió un frío lacerante emerger desde lo más profundo de su carne, silenciando las aceleradas vibraciones de un sistema nervioso activo. Por más que lo rodeasen unos cuarenta grados centígrados provenientes de lo más alto del cenit... co-


menzó a helarse, solo por un instante su cuerpo se confundió con una inmovilidad cristalizada. Luego de unos instantes, ese gélido ardor comenzó a abandonarlo en su lugar. Volvía a poder sostenerse a través de su respiración enviciada de ultraje. Le pareció extraño que su tía aún estuviese postrada en la cama, ubicada en el centro del comedor, de espaldas a la puerta de ingreso, y no por el contrario abriendo la puerta como él había creído desde un primer momento, aquel en el que la sísmica superficie robusta se movió. La única luz que empalidecía el interior era el relampaguear de la polvorienta y descuidada pantalla del televisor, la cual mostraba señales difusas. El rancio hedor a cuerpo exámine, claustro encerrado entre esas paredes que hacía tiempo nadie se había ocupado en ventilar. Hay gente que muere a destiempo, fuera del compás de sus movimientos. Atrapados en sus carcasas corpóreas, horizontales, áridos de toda avidez; descomponiéndose paulatinamente como todo lo que se halla estancado. Vicente veía su nuca tupida de enmarañado cabello blancuzco y despeinado. Su mano huesuda como cinco agujas de coser sostenían el control remoto de su TV. Cuando dio su primer paso hacia ella, lo frenó con voz imperativa, como un martillazo en la sien: —¡Cierra bien esa puerta!


Devolvió sus pasos sobre el enmugrecido suelo y se dispuso a cerrar las nueve cerraduras del inmenso y ancho portal de roble. De nuevo enfocado hacia la anciana, se acercó despaciosamente, su piel se iba estremeciendo mientras observaba la decoración del lugar: Una chimenea humeante grasosa de hollín, la alfombra de piel de oso en la cual uno de los extremos emergía la cabeza sobre una dura superficie de madera negra, repisas llenas de muñecas de porcelana, espadas entrecruzadas carcomidas por el húmedo óxido, esbeltas cabezas de alces de pelaje artificial. Sobre una pared amarillenta y antiséptica colgaban desprolijamente cruces sombreadas y maltrechas por el moho del ancho vertical. Vicente, rompió el silencio e intentó entrar en confianza al preguntar: —¿Está usted sola en toda esta inmensidad? El lugar en donde se encontraba era amplio y frío. La distancia paralela que había entre una pared y la que la enfrentaba enredaba las voces en una maligna reverberancia. Los rincones eran oscuros y sombríos; producían un sentimiento de corrosiva inseguridad inhospitalaria. Todavía no lograba verla, sino que su pelo y el yaciente cuerpo latían bajo el velo de una pesada y áspera frazada añeja. Acomodada sobre el respaldo, no contestó la pregunta pero sí dijo con un tono despectivo: —Deja eso que traes con vos, lo ensucias con tus dedos de ensoñada juventud. Puedes irte.


Miró, él, a su alrededor y contestó por sí mismo su interrogante. Nadie más estaba con ella en la casa. Se encontró en un principio algo desorientado pero optó por restar importancia al asunto, hacer lo que debía hacer e irse lo más raudo posible. Se acercó, depositó los papeles sobre una mesita polvorienta y dijo casi sin mirarla: —Hasta luego tía, que tenga usted buen día. El volumen del televisor parecía en aumento, lo cual Vicente tomó como un insulto. Al emprender la vuelta se dio cuenta que al costado de la puerta había una repisa cargada de fotos familiares, la cual no había visto antes. Se aproximó sigilosamente, sin cometer ruidos ni generar sombras, para que la vieja no dijera palabra. Allí distinguió entre esas fotos a su marido muerto ya hacía cuarenta años, a quién, por supuesto, no conoció. Ella le llevaba a él diez o quince años, no recordaba con exactitud. Distinguió a uno de sus abuelos, entre esas manchas de papel velado, también había fallecido él. Comenzó a dudar de la edad de su tía puesto que su abuelo también era menor que ella... ¿O mucho menor? Todas las fotos estaban envejecidas y desgastadas desde aquel monocromático revelado de aquella primera época al añejo y amarillento matiz deteriorado por el tiempo. En cada una se encontraba un difunto que había pertenecido a la familia y de menor edad que la señora sobre la cual, Vicente, cargaba todos sus recelos sobre su longevidad y inmortalidad. Las fotos los mostraban abrazados y sonrientes.


Pero... ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Ella debería estar más muerta que el más joven de todas esas fotos? Tomó la última foto de la hilera perfectamente acomodada entre la suciedad. Era su querida abuela, culpable en cierto modo de que él estuviese hoy aquí, entre ellas se llevaban dieciocho años. Harto, depositó con vehemencia la foto donde había estado anteriormente, el polvo se levantó súbitamente y, como arañando su respirar, se hizo dueño de todas las bocanadas de aire puro. Al lado de esta última, había un encuadre, deshabitado de funestas muertes. Su vidrio se encontraba disímil al resto, limpio y cristalino. Sintió curiosidad porque era bello, había algo en ese porta—retrato que lo atraía, que no dejaba de despertar sensaciones incorregibles que brotaban disueltas como borbotones en su mente, la cual se retorcía de ansiedad. Pensó en ocultarlo entre sus ropas y extraerlo de la repisa mugrienta. Se acercó, su rostro comenzó a dibujarse en él, a reflejarse, su cara había encuadrado perfectamente en el cristal. Lo miró fijamente y al poner una de sus manos sobre uno de sus inmaculados bordes, para hacerlo propio, el vidrio estalló, se quebró en incontables minúsculos fragmentos cortantes. Se sintió fuera de sí, ultrajado nuevamente por una quebrantable y opresiva coagulación que blanqueaba todos sus recuerdos, sus silencios se hicieron profundos y otra vez comenzó a desprenderse del delgado hilo con el que su vida anidaba dentro de su propio cuerpo, bajo las capas de piel.


Esa última foto puso en su papel su silueta y quién él había sido. La imagen los mostraba juntos: Ella, su tía. María Cecilia, sonriente pasando su mano sobre la espalda de él, Vicente. Cuando terminó su pútrida alma de digerir la suya, la vieja con un leve movimiento perpetuóse por quién sabe cuántos años más. Lánguidamente cambió de canal en su televisor, el cual iluminaba tenuemente su agitada y temblorosa mano venosa.


registraron en las últimas semanas en las cercanías de villa San Cayetano. Personas de todas las edades han sido reportadas como “perdidas” en lo que se sospecha que es consecuencia de una guerra narco. Por otro lado, la selección Argentina… UNA SERIE DE DESAPARICIONES SE

El Lana era conocido entre los vecinos por su eterno gorrito tejido de lana negro, ese gorrito que le valió el apodo. En un lugar donde predominaban las viseras deportivas, o con inscripciones en inglés (las letras metálicas eran las preferidas en esos días), El Lana destacaba, sobre todo en el caluroso verano que recién arrancaba en la villa San Cayetano.


Los pibes estaban arriba de El Lana por culpa de la gorrita, sobre todo su primo Wally. “Los vigi te re marcan con esa mierda gil” le decía a la vez que se la volaba de un manotazo. Pero El Lana no iba a cambiar de opinión. La gorrita era lo único que dejó su papá antes de borrarse para siempre. Antes de que empezara el desfile de violentos y degenerados por la casilla de chapa, los que le tiraban unas monedas a su vieja. A El Lana no le importaba lo que hiciera Daniela, su joven mamá. Para él, ella tenía la culpa con sus infidelidades de que su viejo se tomara el palo. No le importaba su vieja, la escuela (a la que ya no iba), ni las turras que ocupaban gran parte de la conversaciones entre la bandita del Cayeta, todos ya pasando los trece años. Al Lana no le importaba casi nada. Solo Lucía, su hermanita de cinco años, la única de todos los hermanos que aún vivía en la casilla con él y su mamá. Por Lucía empezó a salir a meter caño con Wally y algunos de los chicos. Quería hacerse unos pesos y escaparse con la nena, antes de que su vieja se avivara y la vendiera como un combo “madre+hija” a algún habitué de su selecta clientela. Claro que salir a “laburar” exigía también compartir tiempo con la monada, así que El Lana se tuvo que prender a la caravana. Jarras, poxi y veinticinco paraguayo estimulaban las larguísimas noches en la placita de tierra seca, donde ellos eran la máxima autoridad. Organizaban los golpes y (sobre todo) fantaseaban con las cosas que iban a hacer con la guita. Y los fines de semana, se iban todos juntos a la bailanta del centro, a buscar chicas, a


divertirse, a disfrutar un poco de los colores que ofrecía el boliche y que en su vida extremadamente gris escaseaban. Esta noche. Informe especial: Descontrol en la bailanta. Menores, drogas y violencia. Estuvimos durante el fin de semana a la salida de un conocido boliche de cumbia. Los vecinos ya no saben qué hacer con el decadente espectáculo que tienen que presenciar todas las mañanas. A continuación, imágenes impactantes. Pero la bandita era la excepción. San Cayetano, como el patrono lo indicaba, era una villa de laburantes. A pesar de no tener cloacas ni cemento, todas las familias trabajaban de lo que se podía para parar la olla. Solo El Lana y los pibes eran barderos. Afortunadamente los vecinos estaban contentos con ellos, no metían gancho en el barrio, y a la policía no le interesaba entrar a esos pasillos laberínticos buscando a pinches por hechos menores. Los chicos venían de las familias más rotas del lugar. Algunos incluso no tenían casa donde volver después de la placita. Dormían ahí, en los bancos de cemento. El Lana mismo pasó varias noches a la intemperie, rancheando con sus amigos. Igual nadie se quejaba de esas postales. No les tenían miedo, eran pibes traviesos que no se metían en cosas pesadas. Pero todo cambió el día que llegó Alan. Alan era un pesado de verdad, se había ganado un respeto a fuerza de balas y sangre. Lo envió la mafia peruana a poner en orden en los tres kioscos de droga de la


villa que pretendían “independizarse”. En una noche de pesadilla, Alan, de solo veintidós años, prendió fuego las tres casillas (con los rebeldes adentro) e instauró un nuevo orden social en San Cayetano. Y la bandita del Cayeta, la que se dedicaba a los celulares, era parte fundamental del plan. Incendio en la villa. Tres casas ardieron durante la madrugada en San Cayetano. Las autoridades informaron que el fuego se originó por desperfectos eléctricos. Afortunadamente no hubo heridos. Los pibes terminaron siendo soldados de Alan. Como eran menores, podían entrar y salir del instituto si los llegaban a agarrar con algo de mercadería. Y eran ambiciosos, sin nada que perder. Ahora había cinco kiosquitos nuevos que tenían que atender las veinticuatro horas, no solo para la gente de la villa, también para los chetos que venían a pegar desde el otro lado de la autopista. Y los del Cayeta tenían que controlar todo, bajo la mirada severa de Alan. El Lana tuvo que cuidar uno de los kioscos y ganaba un poco más de teca que cuando vendía los celulares en la cuevas de la ciudad. Y empezó a andar calzado. Era uno de los pocos que ligó un fierro limado por si la cosa se ponía brava. Simplemente tenía que pasar todo el día encerrado en un rancho de chapa, con una sola ventanita, una mesa y un balde para cagar, controlando y despachando la cantidad de papelitos o piedras que Wally le


pedía desde afuera. Adentro del lugar solo se respiraba un denso olor a meo mezclado con faso barato. Alan, aparte de la nueve milímetros, también abastecía a El Lana con poxi y un poco de milonga para que pasara el tiempo más entretenido. A la madrugada, cuando terminaba su turno, El Lana salía muy zarpado, muy loco. No había nada que le bajara las revoluciones, salvo encontrar más cosas para meterse en el cuerpo. Wally estaba en la misma que El Lana. Hacer de transa era terriblemente opresivo. Terminaron siendo solo ellos dos tirados en la plaza, mal nutridos y con la cabeza frita. El Lana cada tanto se acordaba de Lucía y su promesa incumplida, de rescatarla de la casilla. Hasta a veces tenía ganas de pasar a visitarla. Pero pensar dolía. Apenas se le cruzaba una idea por la cabeza, la mataba con alguna sustancia. —Y como candidato, ¿qué opina de esos chicos que salen a robar drogados, que matan por un par de zapatillas? ¿Hay alguna solución? —Mire, yo hace años que vengo luchando por bajar la imputabilidad a los diez años. Que sean juzgados como adultos si cometen una infracción, que tengan un abogado defensor. Si los delincuentes están dispuestos a todo, en el Estado de derecho también tenemos que estar dispuestos a todo. Es momento de tomar medidas drásticas porque la inseguridad que se vive en la calle es límite...


Un día Wally no apareció más. Ni en el kiosquito ni en la placita. El Lana no tenía forma de ubicarlo. Solo quedaba esperar. No rezaba, dudaba seriamente que existiera Dios, pero tenía ganas de hablar con su único amigo para no estar tan terriblemente solo. Y Wally apareció. Una noche, tambaleando en la plaza, más flaco que nunca, con la piel finita como un lillo barato, ojeras púrpuras y unos dientes menos. Pero sorprendentemente feliz. —¿¡Dónde estabas pedazo de guacho!? —Nada, por ahí amigo, haciendo lío. —Tené cuidado gil, Alan está re zarpado con vos. No te lo crucés, te la tiene re jurada. —No pasa nada amigo, si yo estoy re bien, no le tengo miedo a ese gato. Vine a buscarte a vos, guacho. Te tengo que llevar a un lugar. —Tengo que laburar gil, no me puedo borrar como vos. —Vos vení conmigo, tengo un amigo que te quiere conocer. —¿Quién? —Oruga. Si nunca escuchaste hablar de Oruga, no eras del Cayeta. Hablar, porque nadie lo había visto. Era como el hombre de la bolsa de los pasillos, un gordo deforme que se llevaba a los borregos malcriados que no hacían caso. “Portate bien pendejo que vas a terminar en la casa de Oruga” amenazaban las viejas. La famosa casa del Oruga,


la única de material con puerta de madera, que estaba en la parte vieja de la villa. Una casa que nunca nadie vio tampoco. “Vení, vení, seguime. Confiá, guacho” le decía Wally mientras se metían por los pasillos del rancherío. La pálida luz de la luna parecía marcar el sinuoso camino entre los pasillos que encaraba Wally. Nadie se asomaba a chusmear qué andaban haciendo esos dos que ahora narqueaban. Parecía que las casillas estaban vacías, habitadas por fantasmas. Ni los perros paseaban sus huesos por ahí. Y cuanto más profundo se metían, más cerca de la parte vieja, esa sensación de extrañeza aumentaba. El Lana estaba acostumbrado al miedo. Pero el miedo que imponía un chumbo, los clientes de su mamá, Alan. Pero no al miedo de lo sobrenatural, eso que escapaba del raciocinio y que se instalaba en las bolas como el pinchazo de una aguja. El Lana quería pegar la vuelta, pero ya no sabía cómo era el camino de regreso. Y Wally no le daba pelota, solo caminaba y doblaba por los pasillitos sin cortar el ritmo. Un fresco desubicado de ese febrero eterno justificaba, al fin, la famosa gorrita de lana. Mientras más se acercaban al corazón de la parte vieja, más gélido se volvía todo. Wally dobló en una esquina de chapas, cuando cruzaban un pasillito tan angosto que dos pibes flacos como ellos tenían que andar de costado. El Lana también dobló repentinamente, no sin antes recibir un tremendo rasguño en el hombro con un clavo filoso que parecía puesto a propósito. Una profunda línea de sangre brotó y empezó a


recorrer el brazo, hasta llegar goteando a la tierra, donde formó un charquito de barro espeso. El Lana quedó paralizado. Ahí estaba la casa de material con puerta de madera que tantas veces había escuchado nombrar de pendejo. La luna bañaba la vivienda y le daba un brillo espectral, que acrecentaba la punzada que El Lana sentía en los huevos. La casa de material se erigía solitaria en un área desierta, similar a la placita de tierra. Rodeada por una fortaleza de chaperío y ese único pasillito angosto que la comunicaba con el resto de la villa. Wally nunca cortó la marcha hasta llegar a la entrada. Golpeó incasablemente. Ningún perro ladró, en el lugar solo se oía el TOC TOC en la madera. La puerta se abrió y Wally entró sin dudarlo. “Pasá guacho, está todo piola acá dentro”. Acá el problema es con los de afuera. Yo hace treinta años que vivo en San Cayetano y nunca tuvimos problemas. Alguna reyerta de vez en cuando, pero nada grave, como en cualquier barrio. Pero cuando esto se llenó de bolitas empezó el lío. Bolitas, paraguas, perucas, de todo hay ahora. Hasta chinos tenemos acá adentro con un super, pero con esos no me meto porque son capaces de cortarte los brazos. Aparte venden barato los chinos. Muy bueno el programa, lo escucho todas las mañanas. El Lana entró a la casa de Oruga chorreando sangre por el brazo. Adentro, vio un espacio muy parecido a la casilla donde trabajaba doce horas todos los días: una


mesa y dos sillas. Pero estar ahí dentro era distinto, parecía que te estabas cayendo en un abismo. La oscuridad borraba los límites de las paredes. La mesa ocupaba el centro de la escena, un largo mueble fabricado con la misma madera que la puerta. En una punta, cerca de la entrada, había una silla vacía. En el centro, una segunda silla que fue ocupada rápidamente por Wally. Y en el extremo más alejado, esperaba sentado Oruga. El tipo hacía justicia a lo que contaban las viejas. Gordo, obeso, enorme. Llevaba un poncho negro que lo cubría desde la mandíbula hacia abajo. Unos ojos que El Lana juraba rojos (en el iris, no en la parte blanca como él mismo los tenía desde hacía semanas) lo miraban fijamente. Largos mechones de pelo gris y grasoso caían libres hasta los hombros. Y una voz gutural, profunda, emergió desde la garganta de Oruga. —Hola Marcos. Acá tu primo me habló mucho de vos. Estamos trabajando juntos desde hace un tiempito. Nos llevamos muy bien. ¿Te contó qué estamos haciendo? El Lana escuchó Marcos y tuvo que tragarse las lágrimas. Era su nombre de verdad, uno que hacía rato que no escuchaba. Su papá ausente fue el último que lo llamó así. —No le conté nada, Oruga, lo traje al trote al guacho —le contestó Wally—. Ya lo tenés acá, ¿me podes abrazar? Hace mucho que no me abrazas Oruga. Por favor. “SILENCIO” gritó Oruga. Por primera vez en su vida, El Lana vio a Wally obedecer sin chistar.


Oruga se levantó de su silla con una agilidad sorprendente, como si pesara diez kilos. Paso a paso, con calculada lentitud, se fue acercando a Wally. —Marcos, seguro oíste hablar de mí. Hace mucho que vivo por acá. Mucho. Yo no molesto a nadie, pero de vez en cuando necesito algunas cosas. Wally me está ayudando a conseguirlas. Es un buen pibe tu primo, pero mis necesidades son inmediatas. Necesito otro par de manos. Vos me conseguís lo que te pido y yo te pago con algo muy especial. Un abrazo. Un abrazo… distinto. Oruga se ubicó detrás de Wally. Wally trenzó sus dedos y tensionó los brazos entre las rodillas. Cerró los ojos y apretó los pocos dientes que le quedaban. El Lana pudo ver cómo empezaban a brotar lágrimas de los ojos de su primo. Y gotas de orina expandiéndose en su jean. Con un preciso movimiento de brazos, Oruga se deshizo del poncho negro y quedó al descubierto, en cuero. Un leve sonido, similar al hueso de la pata de pollo cuando se quiebra, acompañó a la mandíbula de Oruga, que comenzó a dividirse. Una línea que le recorría el pecho desde la garganta hasta la pelvis empezó a desprenderse. El Lana, de golpe, se acordó de las media reces en la carnicería del super chino. Planas y llenas de costillas que sostenían la carne. En algo así se convirtió Oruga, solo que en vez de costillas, una interminable fila de dientes y muelas se abrieron como una boca imposible. Wally seguía esperando su abrazo mientras Oruga lo sujetaba de los hombros y lo acercaba su salivosa boca de un metro. Una lengua, finita y larga como un avispón, emergió desde el interior del cuerpo de la criatura. Delicadamente, la lengua saboreó la nuca de Wally mientras


la boca cubría la espalda del chico, hasta quedar literalmente tapado por la “humanidad” de Oruga. Antes de que la boca se cerrara, la lengua se enterró en la base del cráneo de Wally. El pibe puso los ojos en blanco y comenzó a babear por la mueca de satisfacción que se le formó cuando Oruga lo abrazó. Fueron segundos nomás. Oruga soltó a Wally que quedó colgado en la silla, con esa estúpida sonrisa en la cara. El Lana presenció todo sin moverse de su silla. Su pobre cerebro no llegaba a procesar toda la información. El pánico quería emerger, pero su estropeado sistema nervioso retrasaba la reacción. Antes de que pudiera decir algo, Oruga recuperó su forma y se tapó con el poncho negro. —Marcos, yo vendo algo que por acá escasea: felicidad. Mis abrazos cumplen tus sueños. Tu viejo, tu hermanita, los chicos, todos pueden volver a estar juntos durante unas cuantas horas. Solo dejame abrazarte. Fue un pinchazo en la nuca, nada más. El horrible olor de la boca (inclusive más apestoso que el kiosquito, si eso era posible), la baba que lo bañaba, la dentadura deforme. Todo desapareció apenas la lengua dura se posó en su bulbo raquídeo. Y era tal cual Oruga describía. El Lana fue inmensamente feliz. Su papá hacía un asado mientras él jugaba con Lucía en el patio de su casa. Wally y los chicos peloteaban en la plaza cubierta de pasto verde, como la Bombonera. Los vecinos de San Cayetano lo saludaban amablemente “¡Hola Marquitos!”. No había maldad en el mundo.


Pero la felicidad artificial costaba cara. Oruga se lo hizo saber apenas El Lana recobró la conciencia. Oruga estaba dispuesto a abrazarlo todas las veces que hiciera falta, pero necesitaba alimento. Necesitaba que le lleve alguna persona asustada a la casa. Lo suficientemente nerviosa como para que Oruga pudiera darles una última dosis de terror cuando ingresaran a la casa. “Mientras más asustada, más deliciosa” repetía. El Lana no comprendió ni la mitad de lo que le dijo Oruga, pero sí lo básico. Y tenía a la víctima ideal para arrancar. Esperó paciente a Alan en el kiosquito. Apenas puso una pierna adentro, El Lana disparó con la nueve. Alan quedó tirado en un rincón, cubierto de sangre. El Lana lo saltó y huyó. Rengo como estaba (no era el primer corchazo que recibía), Alan lo persiguió a los tiros por toda la villa. Hasta que llegó a un pasillo muy finito, desconocido. Pero el narco no dudó en meterse ahí con tal de hacerle pagar al pendejo desagradecido. Apenas asomó por el final del pasillo, con su pierna brotada en sangre, Alan vio una casa de material con una puerta de madera y su corazón comenzó a latir nervioso. Como nunca. Una guerra de bandas se está desarrollando en el interior de villa San Cayetano. Distintas mafias se disputan el poder luego de que desapareciera el líder de la banda de menores que asola a los vecinos. Gendarmería apostó una guardia permanente a la veda de la autopista para que la guerra no se expanda a los barrios cerrados de la zona.


El cuerpo de El Lana era un vago recuerdo de lo que solía ser. Extremadamente flaco, ojeroso, con muy pocos dientes y solo trece años. Los pedidos de Oruga eran constantes, pero también los abrazos. El débil estado en el que s encontraba, y estar marcado como “traidor” en la villa por haber entregado a Alan, hacía muy difícil conseguir víctimas para su nuevo capanga. El Lana nunca ingresó a la casa mientras Oruga se alimentaba, pero los gritos desgarradores que escapaban del interior le daban una de pista del tormento que ese ser podía aplicarles a sus víctimas. No pensaba desobedecerlo. Ni renunciar a sus abrazos. El último hecho no salió nada bien. Quiso zarparse con una chetita del country, cuando le tiró una piedra al parabrisas al Audi, mientras cruzaba la autopista. La mina frenó y se bajó a las puteadas. Cuando vio al negrito con gorra de lana acercarse con un palo (más grueso que el propio agresor), la chica, rubia y alta, sacó el gas pimienta de la cartera y le echó fuego en esos ojos destrozados. El Lana, arrastrándose, volvió a la villa casi ciego. Cámaras de seguridad registran el brutal intento de asalto que sufrió la hija de la ex modelo Delfina Pueyrredón. Afortunadamente, la joven no sufrió ninguna herida. En minutos, más información. En eso estaba El Lana, ciego, desnutrido, oculto en un caño de cemento que hacía veinte años que tendría que


estar bajo tierra integrando una inexistente red cloacal. Quería recibir el abrazo de Oruga, pero tenía que cumplir con su parte. ¿Pero a quién iba a poder llevar para la casa de material a la fuerza, cuando no podía ni caminar? Ya no tenía a nadie. Wally hacía rato que había desaparecido en lo de Oruga. Nadie iba a confiar en él. Bueno, tal vez una persona. Esperó en la parte de atrás del rancho. Escuchaba atento los jadeos de su vieja mientras culeaba con algún villero cualquiera. Luego de un rato de silencio, logró oír cuando la pareja se iba, no sin antes escuchar la amenaza habitual de Daniela “¡No hagás lío, pendeja del orto, que en un rato vuelvo!” Apenas estuvo seguro de que Lucía estaba sola, El Lana fue tanteando con los dedos hasta llegar a la puerta. —Lucía. Soy yo, Marcos. Vení, rajemos antes que llegue mamá. Vamos a ir a lo de un amigo. Vamos a estar bien. Felices. El Lana sintió la suave mano de la niña en su palma y se perdieron juntos por los pasillos infinitos de la villa.


tan largas. Acaba de cumplirse un año, la semana pasada. Josefina lee junto a la salamandra. Afuera la nieve, unos cincuenta centímetros. Casi se está bien, con esa luz naranja, la manta tejida, la taza humeante. Todavía hay té. Aunque a veces cueste conseguirlo, es de esas cosas que parecerían no acabarse nunca. LAS TARDES, YA, NO PARECEN

Cada tanto, suena el teléfono. Desde la semana pasada que recibe llamados, como si todos se hubiesen acordado de repente de Manuel, de la ausencia de Manuel. La que más llama, la que siempre tiene algo para decir, es Marta. Aunque también hay otros. Todavía. ¿Y qué importa que se haya cumplido un año? ¿Por qué no a los once meses, o en cualquier otro momento? Pero es cierto que hay algo en la fecha, el mismo día, solo que un año después, que revivió cosas. Josefina lo admite, aunque le moleste. Como cuando revisa los papeles de Manuel, para tirar, reclasificar, archivar, y se cruza con alguno fechado el día de su cumpleaños. Un día como cual-


quier otro, pero que condensa sentidos, que agita fantasmas. Ni siquiera la guerra, ahora, es una amenaza. Los combates se fueron trasladando a las afueras, cada vez más lejos. Ya no caen bombas, ya nadie tiene que correr a los refugios, ya nadie gana, o pierde. Las noticias son confusas, pero se transmiten con una calma diáfana. Una semana, los independientes ocupan un cuartel, fusilan generales, toman prisioneros. A la siguiente, los nacionalistas recuperan terreno, decapitan rivales y clavan sus cabezas en picas. Ya no importa quiénes o cuántos mueren, ni los detalles sangrientos. Todos vieron, más veces de las que pueden recordar, a los carros pasando, desbordados de cadáveres enredados, los límites entre un cuerpo y otro confundidos. Todas las semanas hay bajas, todas las semanas hay victorias y derrotas de uno u otro bando. La guerra se volvió deporte, lo importante es competir. También está el hambre, la falta de provisiones. Pero siempre se consigue algo, llegan cargamentos oficiales, o clandestinos. Y para cuando no, hay reservas; latas o frascos escondidos, de la época en que ambos bandos llevaban a cabo requisas para alimentar a sus soldados. Si hay escasez, siempre hay alguien que invita, para luego recibir cuando no tiene. Pero hasta esa solidaridad tiene un sabor rancio, la gente regala comida como si se la sacara de encima. Y los que no tienen, la reciben sin haberla pedido. A nadie parecería importarle. Josefina lee, entonces. Y suena el teléfono. El sonido es grave, apagado. Ella no lo ve, lo busca sin ganas. Levanta los almohadones, porque están a mano, y lo encuentra ahí debajo. La foto de su suegra, o exsuegra, sonr-


íe desde la pantalla. La llamada se corta antes de que Josefina se decida a atender. Pero el teléfono vuelve a sonar. ¿Cómo estás?, ¿mejor?, pregunta Marta. Ella asiente y luego dice sí, mejor. Pero mejor que qué, o cuándo, no lo sabe. Está acostumbrada a los silencios, a hablarse a sí misma con gestos. A reconocerse en el espejo. A veces no sabe si está triste, cansada o aburrida, hasta que se mira y se ve la rigidez en la comisura de los labios, los ojos entrecerrados, o el gesto etéreo que tanto le gustaba a Manuel. Te voy a visitar, dice Marta, conseguí almendras, nueces. Las traen del Norte, riquísimas. Tengo que hacer, responde Josefina. Quiere estar sola. Te llamo mañana, pasado, dice cuando Marta insiste, guardame algunas nueces, pero un puñado nada más, aprovechalas vos. Está bien, responde Marta. Y en el silencio que sigue, Josefina adivina lo de siempre; el llanto contenido, las mismas pregunta una y otra vez. ¿Cómo puede haber explotado en su mano? ¿Estaba fallada o no la tiró a tiempo? Y la más dolorosa, que tiene sus variantes pero es siempre la misma: ¿para qué se alistó?, ¿para qué se quedaron en la quebrada?, ¿para qué defendieron esa franja de tierra muerta que no le importa a nadie? Josefina odia esas preguntas, odia considerar la posibilidad de que todo podría haberse previsto. Tengo que cortar, dice, nerviosa ante el silencio de Marta, que ahora no responde. La imagina asintiendo, en silencio, dos o tres lágrimas juntándose en las bolsas debajo de los ojos. Casi no


duerme, Marta. Desde que a Manuel le explotó la granada en la mano, casi no duerme. Bueno, responde ahora en voz baja, hablamos en estos días. Y corta. Josefina deja el teléfono bajo un almohadón. Está molesta. Siempre que llama, Marta la deja pensando en la obstinación de Manuel, en esa voluntad de ir siempre hacia delante, en que no supiera quedarse quieto. Si hay trabajo, los hombres trabajan. Y si hay guerra van a morir, una y otra vez. Josefina tampoco duerme, pero es estoica. Su dolor es íntimo, no tiene por qué compartirlo. Lo piensa como una cría enferma que requiere cuidados constantes. Y solo ella puede atenderlo. Mejor así, mejor tener en qué ocupar toda su atención, algo que la mantenga concentrada en un punto, algo que impida que se disuelva. No le molesta que no haya habido entierro, que el cuerpo haya estallado en pedazos que nadie se molestó en juntar, que la guerra no deje tiempo para esas minucias. Es así. Y conviene no pensar en los detalles. Mejor quedarse con ese dolor crudo, perpetuo pero soportable. Josefina se estira hacia la pava, que se mantiene caliente sobre la salamandra. Se sirve más té, envuelve sus pies en la manta y retoma la lectura. There we two, content, happy in being together, speaking little, perhaps not a word. Relee la frase dos, tres veces. No le importa estar sola, no le molesta no hablar, que no le hablen. Así, si estuviese Manuel, los dos callados, sería lo mismo. Casi como si no hubiera pasado nada.


Josefina cierra el libro, mira la foto de Whitman en la portada. Desde que empezó la guerra, o desde que vieron que nunca iba a terminar, los ancianos del pueblo comenzaron a dejarse la barba. Juraron no cortársela hasta que volviesen los hijos y los nietos, que ya no van a volver. Josefina ve a Whitman en todos lados, el pelo canoso, teñido de amarillo alrededor de la boca por el tabaco, los sombreros que volvieron a ponerse de moda. Quizás los sienten como una protección, aunque ilusoria. O tal vez sean el único detalle con cierto estilo, porque todos tienen que vestirse igual, con lo que hay, con ropa vieja y gastada. Se imagina a Manuel, como si hubiese llegado a anciano, sentado en ese mismo sillón, acariciando su barba, mirando el fuego y aprendiendo a distinguir sus matices. Un hombre sabio, atento. Dos golpes en la puerta la hacen volver. Marta, piensa Josefina con un dejo de molestia, y se levanta tras algunos segundos. Tiene las piernas entumecidas. Antes de que llegue, dos golpes más. La puerta, sólida, como ya no se hacen, resuena con un eco grave. Josefina abre y se sorprende. No es Marta. Son dos hombres de uniforme, que la saludan con gesto marcial y piden permiso. Ella se corre a un lado sin decir palabra, les señala la mesa. Los ve pasar y sentarse. Ve los distintivos, que no reconoce pero parecen referir a rangos de mando. Tenientes, quizás. Josefina se queda parada. Ofrece té. Los dos hombres niegan con la cabeza, agradecen, señalan la silla libre. Josefina la mira un momento, como se mira a un objeto extraño cuyo uso se desconoce, pero se sienta.


Lamentamos traerle esta noticia, dice uno de ellos, de mandíbula fuerte y ojos pequeños pero penetrantes. El coronel Manuel Leighton, su marido, falleció en combate la semana pasada. Josefina asiente, quizás sin oír. En el último año se acostumbró a los pésames. Los recibe con una sonrisa, un gesto leve, y trata de ignorarlos. De pretender como sea que Manuel murió y que ese es un dato más entre tantos otros, sin mayor importancia. Murieron miles, todas las mujeres son viudas, todos los niños son huérfanos, y el invierno está por terminar, y hay que reparar los techos de las casas, y esta semana llegaron bananas al mercado. Hace cuánto que no llegaban bananas. Ese es un dato destacable. Una granada detonó, dice el otro hombre, más flaco, rubio, de bigote; fue en el combate de la quebrada, que logramos tomar. Era una posición estratégica, estamos ganando. Esto era de él, dice el otro. Y apoya sobre la mesa un cuchillo con mango de caoba, con funda de cuero, que había sido del padre de Manuel. Josefina, por un instante, se emociona. Recuerda a Manuel afilando la hoja. Lo levanta, observa la superficie pulida. Queríamos hacerle entrega del cuchillo, dice el hombre rubio, es lo único que pudimos recuperar. También nos parecía importante informarle del deceso personalmente, aunque desconozcamos los pormenores del incidente. Lo lamentamos mucho. Josefina asiente, se pone de pie. Los hombres la imitan. Ella les abre la puerta y mira hacia fuera. Sigue


nevando. El invierno se estira. Piensa en los soldados, en las trincheras congeladas. Hay una imagen que, aunque intente, no logra sacarse de la cabeza. Se la relató Manuel en una carta, con demasiada precisión. Un hombre se había quedado dormido, recostado contra la pared de la trinchera. Durante la noche nevó y el hombre despertó con el brazo congelado, pegado al barro por la escarcha. Tuvieron que amputarlo ahí mismo, a la altura del hombro. Josefina se pregunta si los dos que la visitan habrán estado en el frente, o si serán burócratas. ¿Habrán peleado junto a Manuel?, ¿lo habrán visto matando enemigos?, ¿lo habrán visto morir? Ese instante vuelve a perturbarla, el momento antes de que la granada explote. Imagina la expresión de Manuel, ¿sabría lo que estaba por sucederle? Pero no, no hay que pensar en los detalles. Cualquier cosa que necesite…, dice uno de los hombres, parado derecho, mientras termina de cerrarse el abrigo. Estoy bien, gracias, responde Josefina. Y los dos tenientes se quedan un momento más, mirándola, como si el ritual hubiese quedado trunco, como si faltase algo. Quizás esperan que Josefina llore, quizás vinieron listos para contenerla, para poner una mano firme sobre su hombro y decirle que Manuel Leighton fue un héroe, que murió por la causa, que no será en vano. Pero ella no espera nada y los hombres, desilusionados, salen al frío. Josefina cierra la puerta, agarra el cuchillo. Lo mira una vez más. Abre el último cajón de la cocina y encuentra el otro, idéntico, el que le dieron hace un año. Un error, piensa, aunque imposible, tiene que ser


un error. Deja ambos cuchillos en el cajón y lo cierra. Se sirva más té, se sienta, abre su libro y relee la última línea. Perhaps not a word. Pasó una semana, como todas las semanas. Luego de la nieve salió el sol. Las calles se llenaron de barro. Pero hubo otra helada y el barro se congeló. Marta se resbaló volviendo del mercado. Ahora está en cama con una costilla fracturada, y llama más seguido. Conseguir analgésicos es casi imposible, dice que hablar la distrae del dolor. Pide que Josefina vaya a visitarla, hay un álbum de fotos que nunca le mostró. Manuel en su cumpleaños número doce. Ella promete ir. Se lo promete a Marta aunque sepa que es mentira. La última semana fue distinta, como si la llaga se hubiese sensibilizado, como si algo que había sanado volviese a sangrar. Sabe que lo conveniente es ignorarla, que la herida se cura mejor si no se la escarba. Las ráfagas de viento llegan a los cuarenta, cincuenta kilómetros por hora. Y son heladas. La despensa está llena y Josefina apenas come. Queda leña para un tiempo, hay té, hay libros para leer, libros para releer. Es martes, o miércoles. Durante la noche hizo más frío que de costumbre. Josefina mira por la ventana. Los árboles, secos, parecen congelados, parecen de piedra. De repente, un auto frena en la puerta. Bajan dos hombres de uniforme, se acercan a la casa. Josefina se queda quieta, escucha dos golpes.


Pasa un minuto y golpean de nuevo. Uno de ellos, morocho, alto, se acerca a la ventana, pero el vidrio está empañado y su cara es una mancha. Josefina se siente descubierta, pasa una mano por el vidrio, lo mira a los ojos. Los del hombre son verdes, con manchas oscuras, como los de Manuel. Los distintivos parecen de mando. Tenientes, quizás. Josefina abre la puerta. Los hombres piden permiso y, antes de entrar, golpean las botas contra el marco para limpiarles la nieve sucia. Ella les señala la mesa y los tenientes pasan, se sientan. Esperamos no interrumpir, dice el más joven, de la edad de Manuel. El uniforme parece viejo, gastado, y se le notan los remiendos. Marta le dijo que reutilizan los uniformes de los muertos. Que la guerra es cara y que pasó demasiado tiempo, no tiene sentido confeccionar nuevos. La frase del hombre queda inconclusa, quizás porque Josefina parece no estar escuchándolo. El otro, el de ojos verdes, carraspea. Ella lo mira. Lamentamos traerle esta noticia, dice, pero su marido… Josefina asiente. Ya lo sé, gracias, dice. No necesito nada, estoy bien. Los hombres parecen confundidos, se miran. Josefina se para y camina hacia la puerta. No sabíamos…, debe ser un error, dice uno de ellos. También está esto, dice el otro, y saca un cuchillo con mango de caoba, dentro de una funda de cuero. El hombre extiende la mano, pero Josefina no lo agarra y él lo apoya sobre la mesa.


Josefina agradece. Los hombres se ponen de pie. Uno de ellos dice algo sobre la batalla de la quebrada, dice que están ganando, que era un posición estratégica. Pero Josefina no responde. Los hombres, antes de salir, saludan con un gesto respetuoso. Estamos a su disposición… Josefina cierra la puerta. Después guarda el cuchillo en el último cajón de la cocina, con los anteriores. Los tres alineados, en la misma posición, iguales. Agrega un leño en la salamandra y se queda mirando el fuego un momento. Después se sienta, se sirve té, abre un libro. La fractura de Marta tarda en sanar, quizás porque no se queda quieta, porque está sola y tiene que levantarse de la cama sí o sí. Josefina decidió salir y fue a visitarla hace unos días. Los cráteres que dejaron las bombas la obligaron a tomar varios rodeos, por zonas que no conocía tan bien y que además habían cambiado. Caminó por las calles desiertas sintiéndose extranjera, mirando los edificios en ruinas, los ambientes como decorados en un escenario. Un baño sin la cuarta pared, o la habitación de una nena, en un tercer piso, con un estante lleno de peluches. En lo de Marta, miraron las fotos, comieron nueces. Manuel, a los doce años, corriendo por un parque soleado, pateando una pelota, cortando la torta, sonriendo y señalando el agujero donde había estado su último diente de leche. Si hubiesen tenido…, dijo Marta, y la voz se le quebró. Josefina le agarró la mano, los dedos largos, huesudos, de pianista.


Es así, quiso decirle, ya no está, pero no lo dijo porque temía estar hablándose a sí misma. Entonces dijo otra cosa, algo que no recordaba haber pensado y que le surgió con la espontaneidad de una epifanía: Manuel, para nosotros, es una idea, una imagen, como esas fotos. Y lo sigue siendo, sigue estando. Marta la miró, le agarró la mano, dijo sí. Es martes, o miércoles. En el mercado sigue habiendo bananas, pero ya no son novedad. Josefina duerme en el sillón. La despiertan dos golpes en la puerta. Son dos hombres con distintivos de teniente. Lamentamos interrumpirla, dice uno de ellos. Tiene una cicatriz que le cruza la boca, ambos labios. El otro también, la misma. Josefina los mira. Parecen idénticos, pero a la vez no. Quizás sean los uniformes. Josefina camina hasta la mesa y se sienta. Los hombres la imitan. Uno de ellos saca un cuchillo con mango de caoba y funda de cuero. Parecen cansados, como si esta visita fuese una entre muchas que les toca hacer en el día. Josefina los deja hablar. La quebrada. Una posición estratégica. El accidente. Cuando terminan, dice gracias. Los hombres se van y ella agarra el cuchillo, lo guarda en el último cajón de la cocina.


Marta llama una y otra vez. Josefina, al fin, la atiende. Estaba preocupada, le dice su suegra. Estoy bien, responde ella, pero apenas le sale un hilo de voz. Tranquila, dice Marta, va a estar todo bien. Te llamo para contarte que Manuel me escribió, están llegando a la quebrada. Tiene que organizar el campamento y después le dan un permiso, en unos días lo tenemos de vuelta. Tenemos que festejar. Josefina asiente. Se queda en silencio. ¿Estás ahí?, pregunta Marta. Sí, murmura ella, acá estoy.















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