Revista Testimonio 75

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de Cristo. Así podrá saberse cuáles son los aspectos en que el Estado moderno se configura como la Iglesia de Cristo y cuáles los aspectos en que la Iglesia se configura como un Estado. Así podrá saberse por qué en América Latina el Estado y la Iglesia ofrecen lo que no pueden cumplir, se han hecho convictos de ineficacia y han dejado de ser creíbles. La conciencia creyente ha de clarificarse no sólo sobre la superioridad intrínseca del Evangelio respecto a la filosofía, la política y la economía científicas sino sobre las condiciones en que es creíble y practicable. Nada ha desprestigiado tanto al Evangelio como las versiones politizadas del mismo. La fe es para la fe, escribió Heidegger. Las propuestas que salen de la fe son prácticas y practicables dentro del universo de la fe. Fuera de este universo, en el de la comunidad civil, por ejemplo, son en el mejor de los casos, utopías. Eso en el mejor de los casos, pues de ordinario operan como ideologías encubridoras de las peores acciones, tal como lo han denunciado Nietzsche, Marx y Freud.

El peso de una herencia Dentro del universo religioso-político que es peculiar de América Latina, la Iglesia está afectada por un lastre que consume valiosísimas energías. Es el gigantismo o el triunfalismo sociales, heredados de la cristiandad medioeval, cuando todo un mundo era movido desde el solio pontificio y el trono del emperador. Esta herencia, que en lo profundo del inconsciente es nostalgia de influencia social, se expresa como politización, o sea como el imperativo de vehicular, la fe en las leyes del Estado. La politización ha dividido el cuerpo de la Iglesia en bandos o partidos que se tienen a sí mismos como encarnaciones de la correcta lectura del Evangelio. La verdad es que un partido político es una agrupación identificada por su peculiar capacidad de presionar el poder estatal. Dentro de esta realidad, nada tan saludable como reconocer la pluralidad de focos del poder con miras a los arreglos para distribuirlo en cuotas bien proporcionadas. El envolvimiento de la conciencia creyente en esta estructura religioso-política ha llevado a muchos guías de la Iglesia a adoptar el pluralismo como un bien de la Iglesia, lo que es aceptar el descuartizamiento del cuerpo social de Cristo, antes que deslindar el universo de la fe del universo del poder. Encontramos también la nostalgia de la influencia social en las invocaciones al “Pueblo de Dios”. Detrás de esta expresión, cuyo sentido legítimo es el de la

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comunidad de cristianos, en cuanto diferenciada de los no creyentes, hay la ilusión de que de los 20, o de los 30, o de los 50 o de los 80 millones de habitantes de cada uno de estos países, son miembros vivos del Pueblo de Dios. Hay en esta clase de llamamientos y de mensajes un diálogo cruzado destinado inevitablemente a quedar en palabras. El “Pueblo de Dios”, en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es una comunidad de personas confiadas. El profeta Malaquías dice que “El inocente, por confiarse, vivirá” (Mal 1, 4) lo cual es repetido por San Pablo: “El justo vive de la fe”. Esta clase de justos, esta clase de pueblo, han de ser distinguidos rigurosamente del ciudadano y de la comunidad civil porque éstos no se identifican como relacionados con Dios sino con el Estado y, lo que la Sagrada Escritura indica para esta relación es precisamente la desconfianza. Santo Tomás de Aquino enseña que el argumento de autoridad que es el más válido para la fe es el peor para la ciencia; así mismo, la confianza, el fiarse, la fe, que es la sustancia de la vida espiritual, es lo último en la vida política cuya ley es la misma que la de la guerra: la desconfianza. En tales llamamientos no es raro que se hablen a las supuestas ovejas de los derechos que han de exigir o que les son negados. El derecho es categoría exclusiva de la relación civil en tanto que lo propio de la relación en la fe es la gratuidad. El ciudadano exige, denuncia, protesta, amenaza; el creyente suplica, confía, espera, agradece y alaba. ¿Cómo puede una misma persona ser al mismo tiempo ciudadano y creyente miembro de la comunidad civil y del pueblo de Dios? ¿Cómo pueden diferenciarse la Iglesia y el Estado cuando, de hecho, muchas son las personas que viven las dos condiciones de ciudadano y de feligrés? Estas preguntas o problemas son estrictamente especulativos y no resisten el primer contacto con la práctica. Lo único que indican es la ausencia de una práctica eclesial suficientemente identificada para no ser confundida con una práctica política y viceversa. El verdadero interrogante está en cómo cumplir dos mandatos del Evangelio aparentemente contradictorios: el de obrar tan en lo oculto para las miradas humanas que ni la propia mano izquierda sepa lo que hace la derecha y el de ser luz del mundo y sal de la tierra. Lo primero exige total intimidad, lo segundo total publicidad. La contradicción pide una salida con especial urgencia en este tiempo en que la conciencia cristiana se empeña en reconocerse obligada a ejercer su influencia a niveles nacionales e internacionales.

Junio 2012

Virtual No. 3

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