cosas que podría contarte por teléfono

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Mayte Sรกnchez Sempere



Querido lector: Cuando escribo siempre pienso en cómo se escucharía el relato leído en voz alta, me imagino a mi misma contando la historia a una persona, sólo una, porque me espanta hablar en público, pero me encanta hablar. Por eso estos relatos podría perfectamente contártelos por teléfono, a ti, solamente a ti que me escucharías al otro lado. Eso sería si me gustase hablar por teléfono. Pero no me gusta. No llamo nunca a nadie, no porque no me acuerde de las personas a las que quiero sino porque el teléfono y yo nunca nos hemos llevado bien. Sólo llamo a mi madre y a mi hermana, a veces a mi hermano, a mis hijos cuando están lejos; poco más. Sólo me quedaba, pues, hacerte llegar estos relatos por escrito. Es posible que hayas leído ya alguno, todos han aparecido en mi blog o en otros, así que no hay nada nuevo ni inédito en este libro. La ventaja: están todos juntos y hasta hay un índice al final. Puedes llevarlos contigo en tu tablet o lector de libros electrónicos, puedes, si quieres, imprimirlos y leerlos en la playa. Puedes regalarlos o compartirlos, e incluso puedes, si sabes de alguno,

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llevárselos a un editor para que me conozca y decida publicarme. Esto último estaría bien y te lo agradecería enormemente. Por supuesto, los derechos de todos estos cuentos me pertenecen, así que si eres un director de cine que quiera hacer una película o ese editor del que hablaba hace un momento, si quieres que aparezcan en tu revista o te gustaría llevártelos a tu blog, no tienes más que contactar conmigo y nos ponemos de acuerdo. Si por el contrario no tienes intención de lucrarte con estos textos sino que quieres regalárselos a tu hermana o a un amigo, por mi no hay problema. Para eso he escrito estos relatos: para que sean leídos. Gracias por estar al otro lado de la línea.

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Aroma de jazmín La grieta ha ido creciendo a la sombra del tiempo y Mihaela podría señalar sin equivocarse a qué mes de qué año corresponde cada pequeño fragmento de muro quebrado. La parte baja de la grieta tiene ya los bordes suaves, la yema de los dedos de Mihaela, su caricia diaria. Sube la escalera con la mano izquierda rozando la pared. Se ha vuelto a fundir la bombilla. En la oscuridad los escalones lamentan con breves gemidos su propia existencia, como esos ancianos que ya sólo esperan la muerte. La casa moribunda, la grieta que crece, la escalera que quiere rendirse y abandonarse por fin al reposo del escombro. Se ha vuelto a fundir la bombilla y Mihaela guarda en una lata los leí para comprar otra. En la cocina huele a coles, en el salón huele a coles y en el dormitorio y en el baño. La casa entera huele a esas coles que se amontonan en un rincón oscuro del pasillo, que se desbordan hasta el balcón y se asoman a la calle. El frío las conserva pero siempre hay hojas que empiezan a pudrirse en la parte más baja de la pila y hay que moverlas, cambiarlas de posición y limpiarlas.

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Las coles son lo segundo que toca Mihaela después de entrar en el portal. Primero, la grieta, después, las coles. Lo tercero que toca Mihaela es la fotografía de Maria. La niña, sentada en la arena de una playa del Mediterráneo, es luz. Hoy, mientras servía los desayunos en el hotel Mihaela se ha acordado de ella. Una mujer española le ha dado los buenos días, “Bună dimineaţa” 1, con el mismo acento duro que su yerno. La mujer esperaba una sonrisa, pero Mihaela no sonríe. El marido ha desayunado té. La mujer huele a jazmín y duerme con un pijama de hombre. No ha traído perfume, pero huele a jazmín. Mihaela ha entrado en la habitación con Yrina, a curiosear. Hacía tiempo que no venían extranjeros por el hotel. La española no ha traído perfume ni joyas, su ropa es corriente y ni siquiera la ha sacado de la maleta. Sólo han traído una pastilla de jabón negra y un cuaderno rojo. La española ha dibujado en el cuaderno un poste de luz y cinco cornejas. Los cables y las cornejas cruzan la página en direcciones opuestas. No hay nada que curiosear en la habitación de los españoles. Huele a jazmín. Elena escribe a su madre. “… Estamos bien. Mateo es bueno conmigo, no me pega y casi no bebe. No quiere que trabaje, me 1

Buenos días, en rumano.

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quedo en casa cuidando de Maria. Es bueno y nos trata bien. Vivimos cerca del mar y en verano, por la noche, huele a jazmín. Le he pedido que vayamos en otoño a Bucarest, para que conozcas a la niña. ¿Podremos quedarnos unos días contigo?...” La española desayuna caşcaval 2 y huevos revueltos. Sonríe y dice “Mulţumesc3.” Mihaela no contesta. Mihaela no sonríe. La española huele a jazmín. Su marido huele a jabón negro. Hay una sombra de jazmín extendiéndose por el hotel. El olor baja la escalera y se mezcla con el olor a cordero del vestíbulo, sale a la calle, dobla la esquina, entra en el portal y sube la escalera acariciando la grieta con la mano izquierda. En la cocina huele a coles y a jazmín. Mihaela mueve las coles. Mihaela prepara en el dormitorio la vieja cuna de Elena. Da la vuelta al colchón de la cama y saca un edredón bordado de una caja que guarda sobre el armario. El colchón huele a moho. Con la uña hace saltar otro pedazo de yeso de la pared. Quita los trozos sueltos y pasa una bayeta húmeda por el desconchón. Mihaela tapa el cristal roto de la ventana con un trozo de hule floreado. Lo sujeta por dentro con cinta adhesiva, tirante, para que no entre la lluvia. 2 3

Queso típico. Gracias, en rumano.

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Elena escribe a su madre. “… Llegaremos el martes. Mateo quiere conocer la ciudad y salir por la noche. ¿Te quedarás con la niña? Llevaremos regalos, te he comprado un abrigo y un perfume, seguro que te gusta. Mamã, estoy pensando que podrías venir a España con nosotros. La casa es grande y nueva. No hace frío. Piénsalo…” Mihaela dice “Buenos días” y la española sonríe. Mientras le sirve el café, Mihaela se llena de olor a jazmín.

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En el puerto El tacto frío del noray le entumece las yemas de los dedos. Sentada sobre el hierro le da la espalda al sol que apenas asoma por el horizonte. Las casas de lo alto de la colina empiezan a brillar, doradas. La cúpula azul de la iglesia reluce de pronto. Filo mira el mar frente a ella, aún en penumbra; agua quieta por encerrada, agua turbia, por encerrada. El aceite tornasolado sobrenada la superficie casi negra. Huele a salitre. Entre los dientes sujeta una hebra de hilo blanco. La distancia. Las gaviotas ríen, cada vez más cerca. A su espalda, el mar golpea la barra del puerto. La espuma vuela sobre el muro de hormigón y el océano pulverizado brilla a la luz del sol. El pelo de Filo se cubre de minúsculas gotas. Poco a poco aumenta el sonido de los motores y empieza a olerse el gasoil. Los barcos vuelven con el sol, como cada día. Amarran y descargan, y el muelle se llena de brillos plateados y risas de gaviota, de hombres cansados y redes empapadas. El olor del pescado fresco se mezcla con la podredumbre y el salitre. Voces, carcajadas, hambre.

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Entre los dientes de Salva, una hebra de hilo blanco. La distancia. Filo carga tres cajas, una sobre otra. Las coloca sobre su carrito y se seca las manos en el delantal: ─

¡Salva! – llama – Voy para la casa. ¿Vienes?

Ahora voy, Filo, tengo que pasar por la cofradía.

Filo empuja el carrito de dos ruedas. El pescado refleja la luz del sol. Va a ser un día caluroso. Filo se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano y la detiene justo ante sus ojos. El anillo refleja la luz del sol. Al caer la tarde vuelven juntos al puerto, el pelo mojado, la piel limpia y olor a colonia. El agua y el jabón se han llevado los otros olores: el pescado, el sudor, el sexo. La recia mano de Salva aprieta la de Filo. Palma áspera contra palma áspera. El barco les aguarda, escamas secas pegadas a la cubierta, salitre y espinas. Una libélula se para sobre las redes, amarillo sobre verde, sobre azul, sobre hormigón gris caliente. El gato se despereza a la sombra, estira las patas y les mira. Espera. Les mira. De sus manos caerán peces resecos que han pasado el día perdidos en el oscuro vientre del barco. El mar es azul y naranja. Cuando el sol se esconde, cambia el sentido de la brisa y el barco se inunda de olor

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a palmera y jazmĂ­n, hinojo y romero. El pelo de Filo baila, los ojos de Salva sonrĂ­en, sus dedos se buscan. Medianoche, olor a gasoil. Filo y Salva se miran. Entre los dientes sujetan una hebra de hilo blanco que se parte cuando se separan. La distancia.

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Dos espigas y una rama de olivo ─

Sadira –decía Fareeda-, la caja está casi llena – y le enseñaba la lata de cigarrillos Dimitrino, prácticamente llena de monedas.

Sadira –decía Fareeda -, estos son tus ahorros, para cuando te cases – y acariciaba, orgullosa, las monedas de 25 Kuruş 4.

Sadira –decía Fareeda -, mi madre hizo lo mismo; desde siempre en nuestra familia se ha hecho así – y hacía tintinear las monedas dentro de la lata.

Sadira entra en el pequeño apartamento de Spremberger Strasse5 que comparte con Firuze. Huele a café y a canela. Deja sobre la mesa de la cocina la bolsa llena de verduras que ha subido del mercado y empieza a vaciarla, acariciando cada pieza. Los pimientos y las berenjenas brillan. ─

¿Has comprado pescado? – pregunta Firuze desde su habitación.

Sí… y pan.

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Kuruş: moneda fraccionaria turca Calle berlinesa del distrito de Kreuzberg, conocido como “pequeño Estambul” por el número de turcos que viven en él. 5

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Sadira se afana en la cocina recogiendo la compra. El pescado brilla. Firuze, a contraluz, pregunta desde la sala pintada de azul intenso: ─

¿Hace falta leche?

No, creo que queda bastante.

¿Qué vas a hacer esta tarde?

Iré al museo…

¿Otra vez?

Sí.

Firuze se despide y baja las escaleras. Sadira se queda sola. En el armario de su habitación la lata llena de Kuruş inservibles aún guarda el olor a rosas de su madre. Sadira acaricia las monedas de Fareeda: dos espigas, una rama de olivo. El relieve le llena los dedos. En el museo, Sadira mira otra vez a través del cristal de la vitrina. Monedas persas. Los ahorros de alguna antigua Fadeera, fusionados con forma de vasija, descansan ahí dentro. ─

Sadira –decía Fareeda -, mi madre hizo lo mismo; desde siempre en nuestra familia se ha hecho así.

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Los ahorros para una boda, enterrados bajo un olivo o en un campo de trigo, perdidos durante siglos. Monedas persas. Tan inútiles como sus Kuruş. ─

Madre… Soy un árbol sin raíces 6, como la rama de olivo, como las espigas de tus Kuruş. Madre ¿dónde están mis raíces?

Sadira es alemana y no se siente alemana. Es turca y no se sabe turca. Sadira es griega, por su bisabuela y búlgara por su abuelo. Sadira es un árbol sin raíces. Sólo las monedas la unen al pasado, los Kuruş de su madre, las monedas del museo. El relieve del metal ya sólo sirve para unir las yemas de sus dedos con las de su madre. Un puñado de círculos de acero extrañamente cálidos le traen del pasado las caricias de Fareeda. Mira las monedas de la vitrina. En su relieve, el tacto de alguna antigua Sadira añorando a su madre muerta. ─

Soy persa – le dice a Firuze -, las dos somos persas.

No – contesta Firuze –, somos turcas.

Tu nombre es turco7, tus padres son turcos, nuestra comida, nuestro café, son turcos. Pero eres tan persa como yo.

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No deberías ir tanto al museo…

El nombre Sadira hace referencia al azofaifo. Firuze significa “turquesa”.

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Firuze, somos persas. Bajo los pies, siempre, una tierra demasiado pequeña y un camino interminable por delante. ¿No te das cuenta? Tenemos el lapislázuli y la canela: somos persas, porque no podemos ser otra cosa.

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Tres milagros La abuela cierra las manos en dos flores pequeñas a punto de abrirse, un pellizco al aire, las puntas de los dedos juntas. Las niñas sonríen y acercan los labios. Cada una, un beso. La abuela mete los dedos en el hueco de la harina lleno de leche tibia. Entre sus dedos, se disuelve la levadura. Después los mueve despacio, rozando apenas las paredes del volcán. Las niñas se empinan para mirar. Con las pestañas rozando la madera y los deditos salpicados de blanco, contemplan el horizonte del milagro. Los dedos de la abuela giran expertos, pegajosos, rápidos. La masa aparece y come harina. El volcán desaparece. Las niñas se asombran y quieren tocar la bola amarillenta que rueda sobre la mesa. Las manos de la abuela golpean y estiran y aprietan. Con las pestañas salpicadas de blanco las niñas esperan. La abuela tapa la masa con un retal deshilachado. Espera. En el segundo volcán se pierden dos huevos de dos yemas. Con las pestañas salpicadas de espera las niñas sonríen. Los dedos de la abuela rompen las cuatro yemas y las llenan de azúcar y ajonjolí. 15


Giran deprisa, pegajosos y suaves; de nuevo golpean, estiran, aprietan. Las palmas amasan, los dedos voltean, la harina salpica mesa, pestañas, espera, sonrisas. La abuela destapa la masa. Primer milagro. Sobre la madera, dos bolas de masa: la grande y la chica. Sobre la mesa, los deditos de las niñas esperan. Las dos masas se unen, la abuela suda y un mechón gris se le pega a la frente. Golpea, estira, aprieta. La abuela mira a las niñas y sonríe. Ahora hay tres bolas de masa sobre la madera. Con las pestañas salpicadas de sonrisas, las niñas golpean, estiran, aprietan, dividen la masa, la retuercen. Sobre la madera, seis trenzas. La abuela las tapa con un retal deshilachado. Espera. La abuela destapa las trenzas. Segundo milagro. Los deditos salpican azúcar y ajonjolí sobre las trenzas brillantes, pintadas de amarillo yema. La abuela mete las trenzas en el horno. Tercer milagro. Las niñas sonríen y comen trenzas doradas y dulces y guardan el secreto del milagro: un beso en las puntas de los dedos. 16


Escucha, Renate Renate, levántate. Despierta y levántate. Sí, es de noche todavía pero tienes que levantarte. ¿No oyes el ruido? No, no lo oyes, estás dormida… escucha bien, atiende. ¿Lo oyes? Viene de la cocina. Levántate y ve a ver qué pasa. Cuidado. Has dejado el pantalón en el suelo. Se oye ruido en la cocina ¿verdad? ¿No lo oyes? ¡Espera! Parece que hay luz. Respira hondo, te has asustado; tranquila. Estás sudando. Tranquilízate, respira hondo. Hay alguien en la cocina. Escucha. Ahora no se oye nada, pero hay luz ¿lo ves? Despacio, con cuidado… ─

Renate ¿eres tú? Perdona hija, ¿te he despertado? Iba a tomarme una aspirina y se me ha caído el vaso.

No la escuches Renate, no la creas. Lo ha hecho a propósito, como siempre. ─

Hija ¿te encuentras bien? Estás pálida…

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Te está mintiendo, Renate. Lo de la aspirina es una excusa. Ha vuelto a hacerlo. No puedes permitir que te manipule, Renate, no puedes permitir que te trate así. ─

Vas a coger frío, anda, vuélvete a la cama. No te preocupes, ya lo recojo.

Es su estrategia, Renate. El ruido, el vaso roto, la luz… provoca un accidente para que te preocupes por ella, para manejarte a su antojo. No debes permitirlo, Renate. ─

Renate, estás sudando y hace frío. Venga, hija, acuéstate.

Se empeña en llamarte hija. ¿Por qué te llama hija, Renate? No es tu madre, mírala, no lo es. Renate, no es tu madre. Mira sus ojos. Son otros ojos. Los de tu madre no son así, Renate, no tienen ese odio. ─

¿Qué pasa Renate? ¿Quieres que te acompañe?

¡Que no te toque Renate! ¡No dejes que te toque! ¡No es tu madre! ─

¡No me toques! ¡Tú no eres mi madre!

Venga hija, tranquila. Mírame…

¡Déjame! ¡No me toques!

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Renate, cielo, te voy a dar la pastilla roja ¿de acuerdo? Escúchame, hija, mírame. Así, mírame… te tienes que tomar la pastilla ¿de acuerdo? Estás temblando…

No es tu madre, Renate. No te tomes la pastilla. ¡No es tu madre! Quiere matarte. No la dejes que te envenene. La pastilla no es tu medicina, es veneno. Quiere matarte. ¡No es tu madre! Renate: mira esos ojos… no, no es tu madre. No dejes que te toque. Quiere matarte, quiere envenenarte, Renate, ¡quiere envenenarte! ─

A ver cariño, abre la boc…. ¡Renate, deja ese cuchillo! ¡No! ¡Por Dios, hija mía, no! ¡Renate! ¡Socorro!

Eso es, Renate. No era tu madre. Eso no era tu madre. ¿Qué ha hecho con ella? ¿Dónde está tu madre, Renate? ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? Hay que limpiar la cocina, mamá… hay sangre por todas partes, estoy asustada, mamá… ¡¡Mamá!!

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Art Nouveau Siempre llueve en París. La lluvia empapa el chal negro de Marie, se condensa en sus pestañas y en la punta de la nariz helada. Marie sube despacio hacia la buhardilla con cuidado de no tropezar; los escalones de madera, gastados y desiguales crujen bajo sus pies. En las manos, una pequeña jarra de porcelana desportillada llena de chocolate. En el estudio hay goteras y hace frío. Siempre hace frío en París. Marie busca en la mesa, manchada de pintura, un espacio vacío para dejar la jarra. Deja el chal mojado sobre el diván y los botines ruedan bajo una silla. Por la ventana entra una luz gris, triste y fría. Los tejados de Montmartre brillan empapados, los colores se disuelven en la lluvia otoñal y Marie, sin darse cuenta, se muerde el labio inferior. “Mediocre”, murmura. Conscientemente, como en un acto de reafirmación, da la espalda al París del otro lado de la ventana. Los lienzos pintados se acumulan apoyados contra las paredes del estudio, que huele a humedad, a pintura y a verdura hervida. Sobre el caballete una tela blanca, como un altar preparado para la ceremonia, domina el pequeño espacio en que Marie ha pasado

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los últimos años. “Mediocre”, vuelve a murmurar con los ojos fijos en el rectángulo inmaculado. Marie se sienta frente al caballete. La silla tapizada en damasco deshilachado cruje bajo su peso. Acerca la nariz al lienzo y mira con atención una esquina donde se transparenta ligeramente una forma gris. Necesitará más pintura blanca. Con cuidado acaricia la tela. A través del relieve de las pinceladas tapadas vuelve a ver el cuadro cuidadosamente borrado: Marie desnuda, sonriente, sentada en una banqueta de madera y apoyada en una mesa sobre la que un frutero tumbado vuelca su contenido, como un cuerno de la abundancia. La postura es forzada, casi grotesca de tan retorcida. El desnudo pretendía ser erótico y delicado pero el artista no ha sido capaz de dotarlo de sensualidad. Las manzanas están demasiado cerca de sus pechos y se les parecen de una forma ridícula. Es, simplemente, un cuadro malo. Tan malo que el artista no ha podido venderlo y se lo ha regalado a Marie como pago por las horas de posado. “¡Las musas también comemos!”, le gritó Marie. Musa y amante de un artista o de varios, según el momento. Musa, amante y artista en Montmartre, 1900, donde las buhardillas escupen cuadros y las esculturas asoman por las

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ventanas. Musa con hambre y frío, artista “mediocre”, como la calificó hace apenas unas horas el crítico que acudió a su estudio. Hace meses que los huesos intentan transparentarse en sus mejillas, meses en que cada moneda ha supuesto un dilema: ¿comida o pintura? Musa a la que algunos artistas han pagado con francos y otros con tubos de oleo, modelo cada vez más fría, amante a veces, a cambio de comida y algo de calor. Y artista, aunque solo ella lo crea. Marie observa atentamente la forma gris en el cuadro y poco a poco sus pupilas adquieren el brillo de la locura y la creación. Ve algo, algo que nadie más podría ver porque es la artista la que mira. Su mano se dirige de forma automática hacia la mesa y coge un pincel con el que acaricia la tela. Las pinceladas imaginarias dibujan ante sus ojos una escena que no puede esperar. Ve a una mujer enflaquecida arrodillarse ante otra vestida de gala, una mujer semidesnuda toda huesos alargando la mano para rozar simplemente una capa de piel; una mujer reseca que abraza un capitel de mármol derribado, una artista que se muere de hambre y suplica en busca de un mecenas. En el rostro de Marie se dibujan las expresiones de las dos protagonistas del cuadro a medida que el pincel seco acaricia la superficie blanca. La imagen ya está dibujada, solo le falta el color. Con gesto desesperado sus ojos 22


recorren la superficie de la mesa. Tubos vacíos, costras resecas de pintura, nada con que pueda fijar sobre la tela la imagen que baila entre sus dedos. De pronto sus ojos hambrientos se detienen en la jarra de chocolate, todavía humeante en el frío del estudio. Sin pensarlo, moja el pincel en el líquido templado y extiende el pigmento marrón sobre el oleo blanco. Demasiado líquido, el chocolate escapa del trazo y se extiende en goterones que escurren hacia abajo. Marie acerca la cara al lienzo y lo lame. El sabor dulce le recuerda el hambre que tiene. Su lengua acaricia las pinceladas tapadas, borra el trazo, lo limpia. De nuevo empapa el pincel en el chocolate y mancha la tela, de nuevo su lengua borra lo que su mano dibuja. Extiende el chocolate con el pincel y con los dedos de la mano izquierda le da forma, con la lengua y los labios borra y modifica. El dibujo empieza a tomar forma, Marie pinta con los dedos, con la boca, con el hambre. En el centro del estudio la tela descansa en marrones. Recostada en el diván, la jarra vacía entre las manos manchadas, Marie saborea su obra.

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Junto a la Penélope de Bourdelle ─

¿Y dónde dices que está? – preguntó ella mirando el mapa.

Muy cerca… mira, cruzamos el puente y a la izquierda… 37 Rue Bûcherie, eso es. ¿La ves en el plano?

Vale. ¿Entramos aquí antes?

¿En Notre Dame? ¿Para qué? Es una iglesia… – el gesto despectivo en la cara del joven no dejaba lugar a dudas. Parecía que había pisado una mierda.

Hombre, una “iglesia” es, pero no cualquier iglesia. Y además, sí quisiste que entráramos en Sacré-Coeur…

No tiene nada que ver. Ya has hecho la foto ¿no? Pues ya está. Hemos venido, la hemos visto por fuera, a correr. No pienso pagar ni hacer cola para ver esta iglesia.

Vale, vale… pero ya me dirás qué quieres ver, porque el Louvre te pareció un timo y un ¿cómo lo llamaste?… abrevadero de ganado. “Tienen sed de cultura pero beben en cualquier sitio”, dijiste.

Pensé que estabas de acuerdo…

No. Te dije “El Louvre no es cualquier sitio” y entonces te enrollaste con la ceguera del turista, el museo como destino

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obligado si no quieres pasar por paleto, la Gioconda asediada y sobrevalorada… ¿sigo? ─

Vale, vale… pero es que pensé que estabas de acuerdo.

Pues no, pero no me diste opción. Me llevaste a rastras a ver una docena de cuadros, como mucho, y se acabó. Y prefiero no hablar de la torre Eiffel…

¿Querías subir?

Hombre, no me voy a morir por no hacerlo, pero llevamos dos días en París y no hemos hecho más que andar, mirar escaparates, beber coñac, comer sopa de cebolla, tropezar con la gente que pasea junto al Sena y hacer fotos a todo el que lleva boina o va en bicicleta…

Cariño, no somos turistas, somos escritores – y la miró con un aire de superioridad que daba risa.

Ya, escritores… pues los escritores no solo disfrutan de los cafés de Montmartre, también entran en los museos y se mezclan con la gente, no se limitan a fotografiarla. ¿Sobre qué piensas escribir, sobre la gente con boina de París? – preguntó ella enfadada.

La vida real es fea, deberías saberlo.

Las boinas no son feas y en la vida real también están La Victoria de Samotracia, que no me dejaste ver, Notre Dame, la

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torre Eiffel y las parejas que se besan en los puentes de París, aunque a ti no te guste. ─

Eso son gilipolleces. La gente se deja llevar y hace lo que se supone que hay que hacer. Nosotros no somos así, nosotros nos rebelamos y mostramos al mundo lo que hay detrás de esa “belleza” de postal.

Habla por ti. Si quieres esperarme, bien. Yo entro.

Él se quedó parado mirando como la delgada espalda de ella se alejaba, tensa, enfadada, en dirección a la entrada de la catedral. Se sentó en un banco a esperar y sacó de la mochila un libro. Abrió por la página marcada, hacia el final del libro y fijó su mirada en un párrafo subrayado con lápiz azul. “Atravesando en una fresca mañana el Puente de Austerlitz, dejando atrás el Zoológico del Quai St. Bernard, donde un antílope permanecía en medio del rocío matinal, pasando luego ante la Sorbona, tuve mi primera visión de Notre Dame, extraña como un sueño perdido.” Levantó los ojos hacia la catedral. ─

Extraña como un sueño perdido, eso es.

Ella salió sonriente. No había tardado demasiado. ─

Había misa, no se podía visitar, pero he visto un poco desde la entrada. Es preciosa. 26


Extraña como un sueño perdido – dijo él, con tono afectado.

Vaya, te ha venido a ver la musa – sonrío ella.

Él guardó el libro en la mochila y se puso en pié. ─

Vamos.

Oye, después de la librería podíamos ir al museo Bourdelle…

Bueno, es posible.

¿Cómo que “es posible”? Me tienes harta. ¿Sabes quién fue Bourdelle, conoces su obra?

No, la verdad. No será muy importante…

¡Oh, Dios! No soporto tu arrogancia. ¡Sí es importante! Para mi lo es y voy a ir al museo contigo o sin ti.

Pero cariño, no te

pongas

así.

Reconoce

que

ese

“Burloquesea”… ─

¡Bourdelle!

Lo que sea… reconoce que no es conocido. Nadie viene a París a ver su museo.

Te juro que no te entiendo. ¿No dices que no quieres hacer lo que hacen todos? Pues esto no lo hacen todos, no está en el “circuito oficial”. Y además, yo quiero verlo y con eso debería bastar.

Vale, vale, no quiero discutir. Pero primero, vamos a la librería.

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Cruzaron el Petit Pont y enseguida llegaron a “Shakespeare and Company”. Entonces, a la vista del brillante cartel amarillo y el escaparate de madera pintada de verde cuajado de libros a él le cambió la cara. ─

¡Mira! Ahí está, tal como la imaginaba…

Sí, está bien. Me gusta la fuente…

¡La fuente! No sabes lo que estás viendo ¿verdad?

Voy a arriesgarme… ¿una librería? – contestó ella con un fingido aire inocente.

¡Bah, no merece la pena! Estás de mala leche, se nota. Pero no me vas a amargar el momento más importante del viaje.

¿Esta librería es el momento más importante del viaje?

Somos escritores, para ti debería serlo también. Este es el templo de los jóvenes escritores en París, por aquí pasaron Ginsberg, Hemingway, Joyce y Kerouac.

¡Acabáramos! Kerouac… ya lo entiendo.

¡Pues sí, Kerouac! – y le brillaban los ojos. Sacó de la mochila el libro subrayado, “El viajero solitario”, de Jack Kerouac y levantándolo sobre su cabeza continuó entusiasmado – Kerouac pasó por aquí, recitó aquí sus poemas. Estas paredes están llenas de él, estas paredes…

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Ella miraba el libro, comprendiendo por fin. ─

Perdona, cariño – le interrumpió -. Si no te importa, le cuentas eso a otra. Yo me voy al museo Bourdelle y luego ya veré que hago.

Pero cielo, no puedes irte… – dijo él, incrédulo y dolido.

Puedo. Y tú puedes continuar tu viaje con él – y señaló el libro -. Es lo que hemos hecho hasta ahora ¿verdad? “Huimos de las masas”, decías, “inventamos nuestro camino”. ¡Y una mierda! Hemos estado siguiendo sus pasos por París ¿a que sí? ¿Vino él también desde Avignon en tren? No contestes, me jugaría el cuello y seguro que no lo perdería. ¡Se acabó! No voy a ir a Londres contigo, con vosotros.

Pero cariño, no es… no… bueno, sí, es verdad que… pero yo…

¡Por favor! No hace falta que digas nada, está clarísimo. “Cariño, si quieres ir a París, iremos a París. Por ti, lo que sea”. ¡Una mierda!

El joven poeta entró en “Shakespeare and Company” mientras su espalda, delgada, tensa, enfadada, desaparecía por la rue SaintJacques, camino al museo Bourdelle donde una gigantesca Penélope la acompañaría en la espera.

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Encuentros Sentado de espaldas a la marcha, hablaba por el móvil sin parar de gesticular. Le miré molesta varias veces, sin discreción ni ánimo de tenerla sino más bien con esa cara de maestra jubilada, agria, condenatoria. Sin efecto. Continuó su perorata durante casi todo el trayecto, indiferente a las miradas de los demás pasajeros que empezaban también a aburrirse de su parloteo engolado, su tono de superioridad y sus constantes insultos hacia quien sabe qué desgraciado. A tres paradas del final de la línea cortó la comunicación y los demás usuarios del autobús respiramos aliviados. Ella subía rebuscando en el bolso su billete mientras trataba de sujetar bajo el brazo un grueso libro forrado con papel de regalo. Los objetos parecían querer huir de ella, de sus dedos nerviosos que apenas lograban mantenerlos bajo control. Parecía milagroso que mantuviera el equilibrio mientras revolvía el bolso, se sujetaba y soltaba de la barra y daba inseguros y extraños pasos de medio lado para no caer.

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Afirmada ya sobre sus botas rojas, pagado el viaje e instalada junto a una barra estaba a punto de abrir el libro cuando sus miradas se cruzaron. ─

¡Natalia!

¡Ramón! No te había visto… - se disculpó ella mientras, sonriente, desandaba de nuevo parte del pasillo otra vez a punto de caer, dando saltitos como un gorrión.

Claro, estabas tan ocupada buscando el abono… oye, que me alegro de verte ¿cómo te va?

Bien, sigo allí y…

¿No me digas? Joder… yo hice bien marchándome, ahora estoy en otra compañía, muy bien situado, no como allí… ¿los demás? ¿estáis los de siempre?

Bueno, casi, el año pa…

Joder, aquello debe parecer el día de la marmota ¡Ja, ja, ja! Yo acabo de conseguir un ascenso, ya sabes, si no me dan lo que pido, me largo… y a estos les tengo cogidos por las pelotas, ¡Ja, ja, ja!

Vaya, nosotros…

Oye ¿sigues con aquel chico? Nicolás, ¿no?

No, ya no segui…

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Me alegro. Yo tampoco sigo con Silvia, nos divorciamos el año pasado. Mejor ¿eh? ahora hago lo que me sale de los huevos. ¡Ja, ja, ja!. ¿Estás con alguien?

Bueno, la verd…

Podríamos quedar a cenar, ya sabes, por los viejos tiempos… y me cuentas, que estás muy callada, como siempre… pero guapa ¿eh? te veo más guapa, te han sentado bien estos años…

Graci…

Oye ¿y Gabriela? ¿sigue igual de maciza? ella si que estaba buena, ¿eh?, ¡Ja, ja, ja!. Yo ya ves, me cuido… llevo dos años sin fumar y voy al gym, pero las cervezas no las dejo ¿eh? eso es sagrado, ¡Ja ja ja!. Creo que estoy incluso mejor que entonces, ¿no te parece?

Pues yo te encuentro tan gilipollas como siempre, pero mucho más calvo.

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Sólo del pie derecho ─

¿Sólo del pie derecho?

Sólo.

El policía miró al detenido con curiosidad. Parecía un tipo normal, mediana edad, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo. Alguien que pasaría desapercibido incluso encontrándose sólo en una habitación. ─

Y ¿está seguro de que las otras veces también ha sido él?

Hombre, seguro, seguro, no… pero no me negará que tiene toda la pinta.

Ya, pero entienda que no se puede formular una denuncia sin estar seguro.

Pues póngalo como sospechoso.

Si no le importa, eso de “sospechoso” lo decidimos nosotros.

Vale, vale… lo que le digo es que estoy convencido de que las otras veces también fue él.

Pero no tiene pruebas ni recuerda haberle visto.

No, pero tengo ojo para estas cosas.

Está bien, vamos a dejarlo así… esta vez le hemos cogido y se sospecha que pueda haber actuado anteriormente.

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Mientras el dependiente y el policía continuaban con los trámites, el detenido permanecía quieto, casi sin pestañear, con una expresión desolada y abatida. El otro policía, el más joven, no le quitaba ojo. No parecía un tipo peligroso, a fin de cuentas solo había cometido un hurto menor, pero resultaba tan chocante. ─

¿Por qué sólo del pie derecho? – le preguntó al detenido.

Ya ve…

Hombre, no es habitual.

Tirando del hilo en un interrogatorio que más parecía una relajada conversación de sobremesa el detenido lo contó todo. Se había especializado en esas zapaterías siempre atestadas de gente. Entraba, daba una vuelta, miraba, elegía y cuando encontraba el modelo que le gustaba se las arreglaba para esconderlo en alguna bolsa de plástico llena de otras compras. En esas tiendas los zapatos no tienen chivato. Sólo exponen el del pie derecho y ¿quién va a querer un zapato para un solo pie? ─

Vamos a ver, el método lo entiendo pero ¿por qué?

Por amor.

Ya… una novia coja ¿no?

No señor, ella tiene dos pies... al menos eso creo.

¿Entonces? 34


¿No ha leído usted "La cenicienta"? Pues eso…

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Universo en expansión ─

Sin puntos de referencia estables, no se puede medir el espacio. Sin un espacio medible, no se puede medir el tiempo. En un universo en continua expansión debemos buscar puntos de referencia estables para poder saber cuántos segundos transcurren desde que la estrella revienta en mil pedazos hasta que nos alcanza uno de ellos. Uno pequeño que se acerca atravesando un espacio que se dilata continuamente y hace que su carrera se alargue y la agonía de este planeta se prolongue. La esfera de mi reloj es un espacio medible, el movimiento de las manecillas nos sirve para medir los segundos, los minutos, las horas. Pocas. Muy pocas horas, dicen, le quedan a este pequeño punto sin importancia dentro de un universo en continua expansión. Fíjate bien, quizá la aguja grande no llegue a dar la vuelta completa. El reloj no se expande, es un espacio finito y estable, el tiempo se queda dentro y sólo gira. ¿Comprendes lo que te quiero decir?

Desnuda sobre la arena ella le mira sin decir palabra. En el cielo azul una luz crece. El pedazo de estrella se acerca y ella se siente estúpida. ¿Para qué echar el último polvo? ¿Qué sentido, que no sea el que le ha buscado más de un guionista de televisión poco 36


imaginativo, qué sentido tiene terminar en pelotas gimiendo de placer mientras el mundo se desintegra? ¿Para qué recurrir a algo tan conocido? ¿No sería mejor probar algo nuevo, hacer algo cuyas consecuencias sabes que nunca vas a tener que pagar? Sea lo que sea, nadie te va a pedir cuentas mañana porque mañana, en un universo en continua expansión, los pedazos de este pequeño punto insignificante viajarán a toda velocidad en todas direcciones, provocarán cráteres en Marte y Venus, se quedarán prendidos de la órbita de Júpiter o llegarán hasta el Sol portando restos de adn de un sinnúmero de especies que el hombre aún no ha llegado a entender. Se levanta y se mete en el agua. Él la mira extrañado. ─

No tardes, casi no queda tiempo.

Ella empieza a nadar hacia el horizonte. El agua está fría. Nada hacia la luz que se acerca, alejándose del reloj, de lo sabido, de él. Por fin, sin miedo, alejándose de él. En un universo en continua expansión, a veces, las líneas rectas se curvan y las órbitas se modifican o, sencillamente, una mujer nada hacia el horizonte y la eternidad se instala entre sus piernas, allí dónde un hombre esperaba morir y sin embargo, no le queda más

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remedio que seguir buscando un punto de referencia, un espacio estable, una medida para el tiempo, ahora que ella se ha ido.

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Ardiente Adonis ¿Cuántas formas hay de matar? Infinitas, diría alguien sin pensarlo mucho… y algún cursi añadiría “tantas como formas de amar”. Acabo de recibir un correo de esos que traen pegadas con almíbar fotografías de puestas de sol, gatitos y ramos de rosas. ¿Tengo o no tengo motivos de sobra para matar? Bueno, pues no, no se trataba de matar al remitente del correo aunque también se lo merezca ni tampoco de matar a cualquiera, no: necesitaba matar a alguien concreto, no soy una psicópata, ni una sociópata ni ninguna otra cosa terminada en “ópata”. Se trataba de “Defensa Propia”, un concepto que a todos nos resulta familiar (de hecho, mi madre tiene una tía que se llama así). Teniendo ya el móvil, tocaba planear el crimen… lo que viene siendo “la premeditación”, que a pesar de ser absolutamente necesaria resulta que es un agravante. ¿Es que pretenden que una mate así, a lo loco, sin planificar ni nada? Eso sí debería ser agravante: matar de cualquier manera y sin pensarlo. Pero es que en esta sociedad parece que se premia la chapuza y si una decide cometer un crimen será mejor que lo haga a plena luz del día, improvisando y dejándose coger para evitar los famosos agravantes: nocturnidad, premeditación y alevosía. ¡No me jodas! 39


Además, había que elegir el arma. A mi las armas de fuego siempre me han provocado terror, es algo entre enfermizo y ridículo. Cuando veo a un policía armado, por ejemplo, se me quedan los ojos enganchados en el arma (la de fuego) y se me pone la piel de gallina. No importa la distancia a que esté ni lo que ocurra a mi alrededor: los ojos se pegan al arma y tengo la sensación de necesitar vigilarle, por si acaso. Se ha dado la circunstancia de que el policía se moviera, cosa que suelen hacer con alguna frecuencia, y yo ahí, girando para controlar el arma aunque fuera por el rabillo del ojo hasta dar la espalda por completo a la persona con la que estaba hablando. Nunca se lo he contado a mi psicólogo, bastante tiene con lo suyo… Bien, tenía un motivo importante, tenía claro que debía aplicarme con los agravantes porque sin ellos el desastre estaba asegurado y logré acceso a un arma quizá poco usual pero teóricamente efectiva. La víctima, que al tratarse de un caso de Defensa Propia debería llamarse de otra manera para no confundir… la víctima, digo, Ardiente Adonis, me envió un mensaje para citarme a una hora determinada en un lugar determinado. No desvelo todos los detalles para no traicionarme. Por tratarse de una cita a ciegas,

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convinimos en llevar ambos una camiseta roja, pero como eso no iba a ser suficiente para reconocernos en un día de partido de la selección nacional, convinimos también en portar un paraguas verde, un delantal rosa con flores azules y unas botas de charol amarillas. Casualmente ambos contábamos con esas prendas en nuestros respectivos guardarropas. Fijamos la cita en un bar concurridísimo del centro, porque en uno con poco público podríamos haber llamado la atención. Ardiente Adonis resultó ser menos Adonis que Ardiente, aunque eso ya lo sospechaba. Como puede adivinarse por mi forma de redactar, soy una persona bastante leída y con una cultura amplia, así que las referencias a la mitología me pierden, pero no fue su nombre lo que me llevó a él, sino la casualidad. Soy librera, tengo una pequeña librería-papelería en un barrio de Madrid y paso horas allí sola, esperando que alguien necesite una cartulina blanca o un lápiz HB. Internet es un lugar maravilloso para encontrar almas afines, que dicen los cursis, y los foros temáticos son como las plazas de los pueblos: lugar de cotilleo, ligue e intercambio de insultos. Fue en el foro de Libreras Liberadas donde supe de la existencia de ese tal Ardiente Adonis,

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que ni es librera ni liberada, sino un representante de papelería con una libido del tamaño de Australia. El tipo chateaba, participaba en los foros, opinaba, intervenía, pero siempre lo hacía dejando bien clara su triste situación conyugal, su necesidad de encontrar al amor verdadero, sus puros sentimientos y su desgraciada suerte. Nosotras le consolábamos y aconsejábamos, insultábamos a su pérfida esposa y competíamos por sus atenciones. Yo, personalmente, estaba segura de ser su preferida, tal como él me hacía entender en sus correos privados, en los que me agradecía el apoyo y me calificaba de “ángel de bondad” y “brillante luz que alumbra mi camino”. Sí, lo sé, es un poco cursi pero yo también necesito esas cosas, de vez en cuando. ¿Cómo se convirtió Ardiente Adonis en una amenaza que me hiciera recurrir a la Defensa Propia? Por casualidad, ya lo he dicho. En los foros a la gente le gusta organizar quedadas. Yo no soy muy amiga de esas cosas, prefiero crearme una imagen ideal de las personas

antes

que

comprobar

lo

estúpidas

que

son

personalmente. Pero tanto insistieron que acabé cediendo y acudí a la quinta cena de Libreras Liberadas en un mesón de un pueblo de la sierra. Comimos como escritores, como si llevásemos un año 42


de ayuno. Bebimos como poetas. Y entre unas cosas y otras, alguien pronunció el nombre de Ardiente Adonis. Se hizo el silencio y todas se volvieron a mirar a la que imprudentemente había introducido en la conversación al objeto de la discordia, que casualmente era yo. Por lo visto había un acuerdo tácito y un poco idiota para no hablar de él en las quedadas… pero era mi primera vez y no se me había informado. ¿Qué culpa tengo yo de que las Libreras Liberadas tengan la misma madurez que un grupo de adolescentes? La bronca fue de espanto. Al parecer, todas creíamos ser la favorita y cada una aireaba sus mensajes privados para demostrarlo. De la correspondencia, que resultó ser calcada para todas, pasaron a desvelar sus citas, hasta aquel momento secretas por voluntad del interesado. Y resultó que el desgraciado Ardiente Adonis aprovechaba todas las visitas comerciales a las librerías para colocar a las propietarias lotes inútiles de bolígrafos verdes y ya de paso consolar su alma herida… Tenía un calendario estudiadísimo, de manera que no pasaban dos días sin que nuestro desdichado viajante hallase consuelo entre las sábanas de algún “ángel de bondad”.

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Por aquello de la competitividad, ese rasgo humano que nos conduce a tratar de hacer el imbécil mejor que el vecino, mentí a mis compañeras de foro y profesión e inventé encuentros con el vendedor de la discordia. Me sentía ultrajada. ¿Por qué yo, que creía ser su favorita, no había recibido aún la visita de aquel Adonis

en

mi

librería? ¿Por qué

tenía

que

continuar

conformándome con mensajes privados cuando todas las demás gozaban de un trato diferente? Hay borracheras que acaban en llorona y aquella nuestra terminó en un sollozo épico y pasamos de la descripción detallada de noches acrobáticas a desnudar nuestros sentimientos. Y resultó que el tal Ardiente Adonis había prometido matrimonio a todas y cada una de sus conquistas, asegurándoles que en cuanto su malvada esposa firmase el divorcio, él dejaría el odiado domicilio conyugal para elegir junto a su amada un nidito de amor a la medida de su pasión, que alcanzaba, así a bulto, los 120 metros cuadrados. Echamos cuentas y convinimos que era imposible que cumpliese su promesa con el sueldo de mierda que decía ganar. ¿Veinte niditos de amor? Bueno, dieciocho, porque dos de las afectadas todavía convivían con sus legítimos esposos… diecisiete si me descontamos a mi, que como ya he dicho mentía por despecho. 44


¿Tengo o no tengo razones para matarle? Si uno se fija bien en la historia verá que no solo se trata de Defensa Propia sino también de Justicia, otro término tremendamente familiar (de hecho, mi padre tiene una tía abuela que se llama así). Y habrá quien pueda argumentar que lo mejor para defenderme de Ardiente Adonis habría sido cortar todo contacto con él en lugar de engatusarle para que me propusiese una cita. Pero chico, el despecho es lo que tiene y una vez concertado el encuentro ya no podía echarme atrás: parecería una mojigata y eso no es propio de una Librera Liberada. Volvemos pues en el relato al bar concurridísimo del centro, los paraguas verdes, los delantales rosas con flores azules y las botas de charol amarillas. A los cinco minutos de encontrarnos, Ardiente Adonis ya me había cogido la mano, a los diez, intentaba besarme y a los quince me metía mano por debajo de la mesa. Tenía claro que estaba en peligro así que no había motivo para posponer el crimen. Pero a pesar de la terrible afluencia de público, habíamos conseguido sin proponérnoslo llamar la atención de todo el mundo, lo que estropeaba un poco mis planes de cargármelo allí mismo. Por suerte, la premeditación da para mucho y la nocturnidad era cada

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vez más densa, así que eché mano de toda mi alevosía y recurrí al plan B. El plan B era sencillo, rápido y eficaz. Utilizando la fórmula infalible para sacar a un hombre de un bar, es decir, “¿Vamos a un sitio más cómodo?”, salimos a la calle y conduje a mi babeante conquista a lo más oscuro de un parque. Tenía localizado un pequeño claro rodeado de arbustos que, una vez nos tumbásemos en el suelo nos ocultarían por completo. Tan oscuro y oculto estaba el claro que ni siquiera nos veíamos bien, lo que resultaba perfecto para mis aviesas intenciones (¡qué bonita palabra, “aviesas”!). Sus intenciones no eran mucho más decentes que las mías, se notó en que a los quince segundos de llegar al claro ya tenía los pantalones en los tobillos y me levantaba la falda con idéntica pericia a la de un elefante intentando hacer encaje de bolillos. Para disimular, me dejé hacer. Disimulé durante un buen rato, para que negarlo, pero después de tres horas ya no me quedaban más ganas de disimular, así que aproveché que Ardiente Adonis dormitaba agotado para ejecutar mi plan. Saqué del bolso el tirachinas y la caja de lápices afiladísimos. El primero le atravesó la garganta justo por debajo de la nuez. Abrió los ojos y miró hacia arriba, pero creo que no le dio

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tiempo a darse cuenta de lo que ocurría. Los otros 11 lápices HB con goma le atravesaron metódicamente distintas partes de su patética anatomía hasta dejarlo convertido en un objeto de escritorio muy poco práctico. Me fui del parque tranquilamente, tiré los guantes de látex a la papelera de una fábrica de patatas fritas, de esas que venden aceitunas y chucherías, y el tirachinas al contenedor de residuos orgánicos que hay junto al colegio y que cada noche está lleno de varitas de merluza, judías verdes, plastilina y vómito infantil. Ahora, en el foro de Libreras Liberadas he abierto un hilo nuevo que se titula “¿Alguien sabe dónde anda Ardiente Adonis?”. Ya han picado dos que dicen haberle visto hoy y otra que asegura estar a punto de recibirle en casa. ¡Qué prácticos son la competitividad y el despecho para crear pistas falsas!

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Color de Rosa Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que quizá pequé de ingenua. Creo que nunca sabré qué habría sido de mi vida si no hubiera empezado a trabajar en la Curtis & Newton’s, pero si sé que fue precisamente aquello lo que dio a mi existencia un giro brutal. En principio no debería haber sido así, pero lo cierto es que desde el primer día de oficina nada volvió a ser como antes. Hacía tan solo tres meses que me había casado después de 15 años de noviazgo. La hipoteca, el coche, los muebles, esas cosas cotidianas que a todos nos preocupan contribuyeron a que Carlos y yo decidiésemos que volviera a trabajar. Yo había ayudado durante años a mis padres en la tienda pero nunca me había enfrentado al mundo laboral como tal. No me costó demasiado encontrar empleo, era un buen momento y mi suegro contaba entre sus amistades con Alonso Mendieta, jefe de personal de la Curtis & Newton’s en España. Así que entré a trabajar como administrativa en su departamento de marketing. El trabajo era sencillo, el horario bastante bueno y el sueldo y los beneficios sociales, tentadores. Lo que no era tan bueno era el ambiente de trabajo.

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Al principio pensé que a mis compañeras les había llegado alguna información sobre la amistad de mi suegro con Mendieta y me consideraban una enchufada. Estuve cerca de dos semanas comiendo sola y sin bajar a desayunar. Me dedicaba únicamente a trabajar y a escuchar sus conversaciones, intentando conocerlas pero sin atreverme a intervenir. Me resultó muy duro, llegaba a casa por la tarde y sólo me apetecía llorar. Carlos intentaba animarme, pero creo que yo, inconscientemente le culpaba de lo que me estaba ocurriendo. Rechazaba sus mimos, me encerraba en mi misma e incluso me mostraba irritable. Él, por su parte, estaba muy enfrascado en su trabajo y al cabo de unos días optó por hablarme lo imprescindible, nada más. La situación llegó a su punto álgido hacia el final de la segunda semana. Una compañera que estaba embarazada llevó unos pasteles para celebrar que pronto daría a luz y dejaría de trabajar. Invitó personalmente a todo el mundo, lo sé porque lo vi y lo oí a través de las mamparas a media altura que conformaban los distintos despachos. En mi despacho trabajábamos cuatro administrativas; se dirigió a las otras tres y a mi ni siquiera me miró.

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Aquel día llegué a casa decidida a dejar de trabajar. Pasé horas llorando. Pero cuando, a las 10 de la noche llegó Carlos, mis planes cambiaron. ─

Me han despedido -. dijo, mientras arrojaba contra el sofá un montón de papeles que traía en la mano. Eran los bocetos de las últimas campañas en que había estado trabajando.

Me tragué las lágrimas, asumí como pude mi papel de amante esposa e intenté apoyarle. Estaba hecho una fiera, así que ni se me ocurrió hablarle de mis problemas. Lo peor fue cuando me di cuenta de que toda nuestra economía dependía de mi trabajo. A la mañana siguiente pensé que no sería capaz de entrar en la oficina. Incluso se me pasó por la cabeza entrar en un bar y tomarme un copazo. Pero, contra todo lo previsto, las cosas cambiaron. Aquel día volvió de vacaciones Mari Carmen. A media mañana, cuando salían a desayunar, se acercó a mi y se presentó: ─

Hola, soy Mari Carmen. Llevas poco aquí ¿verdad?

Quince días. Me llamo Rosa -. Me pilló tan de sorpresa que no sabía qué decir.

¿Te vienes a desayunar?

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En aquel momento veía a Mari Carmen como a mi salvadora. Me daba la impresión de que debía ser una persona importante cuya opinión respetaban y seguían las demás. Llegué a imaginar que las otras chicas no me habían aceptado en su grupo a la espera de que ella diera el visto bueno. Me sentía como un niño al que su madre rescata del patio del colegio. Mari Carmen no paró de hablar durante el desayuno. Había estado de vacaciones en la India y nos enseñó fotos, mapas y algunos recuerdos. Yo, que jamás había salido de España estaba impresionada con todas aquellas maravillas y me sentía un poco paleta al lado de las demás, que parecían acostumbradas a ese tipo de viajes. Pasé el resto del día como en una nube, convencida de que por fin empezaba a encontrar mi sitio en aquella oficina. Me parecía todo más luminoso y alegre. Y para rematar la jornada, cuando estábamos a punto de salir, Mari Carmen vino a nuestro despacho: ─

Chicas, el sábado en mi casa.

¡Claro! – contestó Patricia, una de mis compañeras - ¡Es tu cumpleaños!

¡Qué memoria! Venga, os espero a todas. 51


Y acercándose a mi mesa me dio una tarjeta de visita. ─

Las demás ya saben venir. Si tienes problemas para encontrar la casa, me llamas.

Me besó en la mejilla y se fue. Cuando llegué a casa era otra persona diferente a la que se fue por la mañana. La angustia había desaparecido, me sentía capaz de todo y hasta dejó de preocuparme el despido de Carlos. Sin embargo él estaba hundido. No se había quitado el pijama, no se había peinado ni afeitado. Lo encontré tumbado en el sofá encima de los papeles que trajo la noche anterior. Llevaba todo el día viendo la televisión, sin moverse ni para comer. Eso sí, se había fumado por lo menos dos paquetes de tabaco y había hecho tres quemaduras en la alfombra. Me impresionó verlo así, a él, que siempre había llevado las riendas de nuestras vidas, que siempre sabía qué hacer y cómo hacerlo. Por suerte, la nueva situación en la oficina me permitió ver las cosas de una forma nueva. Si Carlos no podía, podría yo por él. A base de mimos y carantoñas conseguí que se duchase y se arreglase y me lo llevé a cenar. Pensaba en esas ejecutivas de las 52


películas americanas que dominan sus vidas y a los demás como desde un pedestal. Yo ahora me encontraba aupada por las circunstancias: todo dependía de mi y supuse que era capaz de tomar el control y mantenerlo. Me sentí en la cima del mundo. Estuve dudando si ir al cumpleaños de Mari Carmen hasta el propio sábado por la tarde. Carlos me animaba: a él siempre le gustó alternar con sus compañeros de trabajo. Así que finalmente me decidí a ir. Camino de su casa pasé por un VIP’S y le compré el último éxito editorial. La casa me pareció preciosa, grande, luminosa, decorada con gusto. Estaba llena de objetos exóticos, seguramente procedentes de sus viajes. Había preciosos muebles de teca y sobre los sofás blancos, brillantes cojines de seda bordada con motivos árabes. Entre las plantas de interior magníficamente cuidadas destacaba una colección de jaulas indias. Las alfombras persas cubrían el suelo por completo y sobre los aparadores se alineaban doce figuritas de marfil representando seres mitológicos. Yo me había arreglado lo mejor posible y gracias a eso no perdí la seguridad en mi misma al ver al resto de mis compañeras. Aquello parecía una fiesta de la alta sociedad: vestidos largos, moños altos y collares anchos. Por suerte mi conjunto de pantalón de seda azul 53


marino y mi gargantilla de perlas no desentonaban en absoluto. Mi regalo, sí: no vi un solo libro en toda la casa. Mari Carmen me recibió con una sonrisa encantadora, como si nos conociésemos desde hacía años. Me presentó a su marido Omar, tan exótico como la decoración. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida: alto, musculoso, moreno, ojos verdes. Mari Carmen me explicó que era de origen egipcio: ─

Como Omar Shariff, pero más guapo – rió mi anfitriona, dándome un codazo. Tenía razón.

La fiesta resultó más bulliciosa de lo que supuse en un principio: la bebida no era de muy buena calidad, la música era estridente y estaba muy alta y mis compañeras criticaban a voces a personas de las que yo ni siquiera había oído hablar. Agobiada por el ambiente, salí a la terraza. Omar estaba allí sentado fumando tranquilamente. Me ofreció asiento y tabaco y acepté. Acepté eso y más. Debo decir en mi descargo que había bebido más de lo conveniente. Lo cierto es que me dejé llevar. Cuando Mari Carmen nos descubrió, estábamos besándonos prácticamente desnudos sobre la hamaca. Jamás en mi vida me había sentido tan humillada. Sin darnos tiempo a vestirnos, Mari Carmen nos empujó chillando dentro del 54


salón. Yo intentaba adecentarme como podía mientras mis compañeras reían a carcajadas y de paso echaban miradas cargadas de intención a Omar. La esposa despechada me arrastró hasta la puerta gritando: ─

¡Eres una puta desgraciada! ¡Te traigo a mi casa y así me lo pagas, cabrona! ¡Toma tu mierda de libro y métetelo por el culo!

De un portazo me dejó en la escalera con los pantalones desabrochados, el top enroscado alrededor del cuello, el sujetador en la mano y sin zapatos. Muerta de vergüenza, me vestí tan rápido como me lo permitió un temblor de piernas incontrolado. Dudaba si llamar a la puerta y pedir mis zapatos cuando salió Omar, sonriente, llevándolos en la mano. ─

Menudo numerito -. Me dijo, mientras cerraba la puerta. Dentro, Mari Carmen continuaba gritando, ahora insultos hacia su marido.

Omar me apartó con delicadeza el pelo de la cara, me besó en los labios dulcemente y me dijo: ─

¿Terminamos en otro sitio?

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Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Todo lo que había sucedido me había despejado por completo, había recuperado la conciencia: yo estaba casada y él también. Sin embargo nunca había sentido aquella urgencia, aquel deseo casi doloroso. Conscientemente, me olvidé de Carlos y de Mari Carmen, acepté la mano que me tendía y me fui con él. Amanecimos en un hotel céntrico. Llamé a Carlos y le dije que lo sentía, que la fiesta se había alargado, que no se preocupase, que íbamos a tomar un chocolate con churros, que ya llegaría, que ya le contaría… Sentada desnuda en la cama de un hotel con un hombre distinto de Carlos por primera vez en mi vida, me di cuenta de que algo había cambiado para siempre. Pensé que jamás podría volver a mirar a mi marido a la cara, pero pude. Para ser la primera vez que mentía a Carlos lo hice con mucha soltura. Estoy convencida de que no se dio cuenta de nada. Él seguía hundido en su depresión. Durante todo el domingo no me dirigió la palabra más que lo estrictamente necesario: “tráeme una cerveza, sube la tele, no tengo hambre, no hagas tanto ruido”. Yo, por mi parte, pasé el día pensando en cómo iba a enfrentarme a mis compañeras al día siguiente y esperando una llamada de

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Omar. Habíamos quedado en que me llamaría para ver que tal en casa y quedar para cuando yo pudiera escaparme de nuevo. La mentira me pesaba dentro como algo físico, pero me producía mayor placer recordar a Omar que la culpabilidad que sentía al mirar a Carlos. Su apatía y abandono me justificaban en cierta manera. Y la emoción de la aventura me llamaba a seguir adelante. El lunes llegué a la oficina encogida y nerviosa. Salí del ascensor colorada como un tomate, incapaz de mirar a nadie a los ojos. Sentía las miradas de mis compañeras, escuchaba sus risitas y no era capaz de contestar a sus saludos más que con un hilo de voz. Pasé la mañana enfrascada en mi trabajo, tratando de no pensar en nada, intentando no escuchar sus conversaciones en voz baja. Estaba segura de que hablaban de mi. Por supuesto, no bajé a desayunar ni me moví de mi sitio; trataba de evitar el inevitable encuentro con Mari Carmen. Cuando ya me iba, a punto de pulsar el botón del bajo en el ascensor, Mari Carmen se coló dentro. Pude ver la cara de asombro de una de mis compañeras que también iba a salir pero que dio un paso atrás, dejándome sola con ella en aquel mínimo espacio. Quería morirme. 57


Gracias -. Me dijo en voz baja, y me alargó un papel doblado por la mitad.

Salió del ascensor con prisa y cara de pocos amigos, cruzó el vestíbulo a toda velocidad y salió a la calle antes de que me diera tiempo a reaccionar. Abrí el papel y leí: “en media hora en la cafetería del número 17”. ¿Qué hacer? No parecía furiosa, pero no tenía ninguna gana de hablar con ella, aunque en cierto modo se lo debía. Decidí ir. Mari Carmen me esperaba sentada en una mesa al fondo del local. Casi no me atrevía a mirarla. Me senté frente a ella y articulé un tímido “lo siento”. ─

No te preocupes. No es culpa tuya.

Mira, no sé lo que ocurrió, yo nunca…

No has sido tú, ha sido una trampa.

¿Una trampa? – no podía entender de qué me estaba hablando. ¿Su marido me había tendido una trampa?

Sí, una trampa, un montaje. Siento que te haya tocado a ti pero no tenía otra opción, las demás no son de fiar.

Me quedé mirándola con la boca abierta, incapaz de comprender nada.

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Omar no es mi marido, es un actor al que contraté para interpretar ese papel. En esta oficina, ya lo habrás notado, son todas unas envidiosas, malas personas que sólo se fijan en las apariencias. La casa tampoco es mía, la alquilo todos los años para la fiesta. Realmente no tengo nada, no viajo, paso las vacaciones con mi madre en el pueblo y luego busco por internet fotos, cojo mapas y folletos en las agencias… en fin, que es todo mentira.

Pero… no entiendo… ¿por qué yo? ¿para qué?

Necesitaba deshacerme de Omar, de la casa, de todo. No soporto esta vida de teatro, pero tampoco puedo confesar. Necesitaba una buena razón y decidí que tú eras perfecta. Nadie sabe nada de ti, no tienes nada que perder…

¿Nada que perder? He mentido a mi marido, le he sido infiel…

Bueno, eso tampoco es tan grave ¿no? No tiene por qué enterarse.

No tienes vergüenza – estaba indignada, me habían tendido una trampa y yo había caído como una estúpida.

Mira, lo mejor es que lo olvides. Omar ya ha cobrado por todo y me ha asegurado que no volverá a aparecer por aquí durante un tiempo. Yo voy a pedir un traslado a Burgos, que está más cerca del pueblo. Y tú, serás la heroína que ha acabado con la

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perfecta Mari Carmen. Sólo te pido que no digas nada de todo esto. Salí de la cafetería como si me hubiera tomado tres whiskys en lugar de un café. Todo me daba vueltas. Omar no iba a llamarme, todas sus palabras y caricias estaban pagadas, había puesto en peligro mi matrimonio por culpa de un grupo de locas incapaces de relacionarse de una manera normal. De pronto, sonó el móvil. Me temblaban las piernas y no acertaba a sacarlo del bolso pensando que quizá fuera él. Pero no… ─

¿Rosa? Soy Javier, el socio de Carlos. Dile de mi parte, si le ves, que es un cabrón –. la voz sonaba alterada y al borde de las lágrimas.

Pero ¿qué pasa?

¿Que qué pasa? Pregúntaselo a él, si le ves –. y cortó.

La media hora que tardé en llegar a casa fue la más larga de mi vida. Cuando abrí la puerta encontré el salón completamente desordenado. Faltaban libros en la estantería, el portátil no estaba en su sitio y el televisor tampoco. Corrí al dormitorio a comprobar si estaba el joyero. Estaba todo revuelto, la cama deshecha, los armarios abiertos, los cajones de Carlos vacíos y el joyero, en su

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sitio. Recorrí la casa llamando a mi marido pero lo único que quedaba de él eran los huecos que habían dejado sus cosas. Sobre la mesa del comedor encontré una carta. “Lo siento” decía “debería decirte esto a la cara pero no tengo valor. La razón de que me despidiesen fue que tengo una relación desde hace tres años con Patricia, la mujer de Javier. Él lo descubrió. Patricia y yo hemos decidido que queremos seguir juntos. En unas semanas te llegarán los papeles del divorcio. Espero que puedas perdonarme”.

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Castigados por la tormenta Los niños han dejado por fin de llorar. Menuda noche. No sé si alguno habréis vivido la experiencia de una tormenta nocturna encajonada en un valle casi circular. Las nubes giran como tratando de escapar del cinturón de montañas y cada pocos minutos, desorientadas, descargan de nuevo como si hubiesen olvidado que ya lo han hecho antes. Los rayos caen otra vez casi en el mismo lugar, haciendo temblar la casa. Y los niños lloran. Lloran como la tormenta, de forma circular: empiezan bajito, asustados por un rayo, después suben el tono y casi gritan, acompañando al ruido de la lluvia que golpea el tejado. Según la tormenta se aleja un poco, ellos gimotean y empiezan a dormirse hasta que de nuevo el trueno les despierta. Y así la tormenta y el llanto me han mantenido despierta toda la noche. Amanece un día limpio y despejado, con ese aroma fresco de la tierra mojada, lavada por la lluvia. Preparo café bien cargado, enciendo la chimenea y tuesto el pan de ayer. Pongo a calentar leche y abro un frasco de mermelada de ciruelas, la que más les gusta a los niños. Se merecen un buen desayuno después de la noche de tormenta.

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Se levantan legañosos y despeinados, tres hombrecitos que huelen a sueño. Ahora se hacen los valientes. ─

¿Viste el rayo que cayó arriba, donde las cabras?

Bah, ese era pequeño… el del campanario sí que era grande.

El más grande fue el que nos cayó encima, que movió la casa ¿a que sí mamá?

No discutáis, eran todos iguales.

Desayunan a toda prisa; están deseando salir a jugar. Mientras recojo la cocina ellos se visten y buscan las botas de agua. ─

¡Mamá! ¡Sólo encuentro una! ¡Dile a Juan que no me esconda la otra!

¡Yo no he sido! ¡Mamá, Pablo es un mentiroso, yo no la tengo!

¡Mamá! ¡Juan y Pablo se están pegando!

La bota aparece debajo del arcón de la entrada. ─

¿Os habéis lavado la cara?

Los tres corren empujándose al aseo a quitarse los restos de mermelada y las legañas que siguen pegadas a sus brillantes ojos. Están despeinados pero no les digo nada, tienen demasiada prisa por salir.

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Damián abre la puerta y los tres frenan en seco, se quedan paralizados mirando hacia fuera. ─

¡No está!

Mamá…

¡Ah!

Desde la cocina sólo veo sus siluetas recortadas contra la luz que entra por la puerta. ─

¿Qué pasa?

Mamá…

Me acerco secándome las manos en el delantal, preguntándome qué clase de destrozo habrá provocado la tormenta para que estén así de impresionados. ¿Habrá tirado la cerca? ¿El rayo habrá carbonizado el roble? ¿Se habrá inundado el camino? Pero nada de lo que pueda imaginar se acerca ni de lejos a la realidad, porque la tormenta no ha sido una tormenta normal y sus consecuencias no pueden ser normales, parece hasta lógico, si lo pienso con calma. Calma. Eso es lo que me digo a mi misma cuando contemplo desde el umbral lo que hay ahí fuera. ¿Qué hay? Nada. Bueno sí, una nube gris, eso hay. No hay montañas, ni rio, ni roble, ni

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campanario, ni pueblo… no hay nada más que el color gris de la nube y la casa sobre ella. Calma. La casa sobre la nube gira sobre el valle, la casa forma ahora parte de la tormenta que sigue azotando el valle. Los niños empiezan a llorar otra vez y yo sólo soy capaz de decirles que tendrán que esperar un rato para salir.

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El huerto de Adela Como cada mañana, nada más levantarse, Adela sale a la puerta de la vieja casa y mira al cielo. Cubierto, gris oscuro en el horizonte, casi blanco donde debería estar el sol. Tras el café con leche y las dos magdalenas habituales, vuelve a la puerta y mira al cielo. Cubierto. Si no despeja, podría ser el día. Alegre por la idea de que, quizá, haya llegado el momento, se viste canturreando. Se calza las botas de goma, se pone el impermeable, coge el cubo de plástico azul y sale de casa. De camino al huerto saluda a las vecinas, a las esquinas, al perro de nadie y a la sombra, tenue, de la iglesia. El huerto la recibe húmedo y esponjoso, la tierra fértil se deja hollar y las berzas presumen de verde. Adela acaricia cada hoja con una mirada llena de sabiduría. Tú, la berza más pequeña, tú, la mata de judías más débil, tú, el ciruelo con dos ramas tronchadas por el viento. Junto a la entrada del huerto, el perro de nadie la mira, amarillo y triste. Adela saca del bolsillo una magdalena y se la lanza. “Hoy es el día, perro de nadie”, le dice en un susurro y él contesta con un breve ladrido. 66


Adela mira al cielo, con la punta del pie abre un hueco en la tierra casi negra, musita una oración al dios de las cosas imposibles y poco a poco se va despojando de la ropa. El perro de nadie escapa de la lluvia que comienza a empapar el cuerpo desnudo de Adela. Brilla la piel blanca en contraste con el verde profundo de las berzas. Cuando sale el sol, el perro de nadie conduce a las vecinas hasta el huerto. Un colchón de tierra y coles abraza el cuerpo repentinamente grávido de Adela. Las vecinas la cubren, le acarician la frente y, aún ausente, la llevan a casa. Con la llegada del calor, las berzas del huerto paren pequeños seres blancos y Adela, otro niño verde que en el otoño se perderá en el bosque en busca de sus hermanos.

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Un jardín de dos por cuatro Acabo de comprarme una compostadora. Por internet. No sé para qué sirve. Ciento cuarenta euros con noventa y cinco, seiscientos litros de capacidad y no sé para qué sirve. Además es fea como un demonio y ocupa demasiado espacio en el jardín trasero del chalet. Pero todo el mundo en la urbanización tiene compostadora y a mí no me gusta llamar la atención. Por eso acabo de comprarme una compostadora. Hace unos días le pregunté a mi vecina Manuela qué hacía ella con las hojas secas del jardín y me dijo: ─

Mujer, pues lo que todo el mundo, echarlas a la compostadora.

De acuerdo, tengo una vaga idea de para qué puede servir la dichosa caja de plástico verde gigantesca que ocupa medio jardín, pero es demasiado vaga y en mi jardín jamás habrá seiscientos litros de hojas secas porque mi jardín mide cuatro por dos y tiene un solo árbol. Miro la compostadora. Creo que ella también me mira. Estamos condenadas a entendernos. Recojo las seis hojas del césped y las

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echo dentro. Oigo la puerta de casa de Manuela. Corro a la entrada, cojo a toda prisa la bolsa de la compra, el monedero y las llaves y salgo a la calle. ─

Manuela, qué casualidad…

Hola Rosario.

Caminamos juntas hacia la única tienda de la urbanización. Cada cuatro metros el muro de ladrillo se abre a una puerta verde con cerradura de seguridad. Junto a cada puerta, un buzón blanco y un farol. ─

Me he comprado una compostadora.

Qué bien, ya verás como el huerto te lo agradece.

¿El huerto? ¿Qué huerto? ─

Claro, el huerto – contesto.

¿Qué has plantado?

Aún lo estoy pensando…

Yo acabo de poner habas. Me alegra que te hayas decidido, es superecológico y superrelajante, ya verás. El contacto con la tierra me encanta. Es lo bueno de tener jardín.

De vuelta a casa salgo de nuevo al jardín. En una esquina está el árbol. En la otra, la compostadora. Entre ambos quedan un par de 69


metros que podría aprovechar para poner el huerto. Tengo hojas secas y una compostadora, tengo un pequeño espacio para un huerto, solo me faltan las semillas y enterarme de cómo la compostadora puede ayudar el huerto. Por la tarde ya he encargado semillas de habas por internet. Manuela vuelve a casa, acabo de oírla aparcar en la calle. Salgo corriendo para coincidir con ella en la puerta delantera. ─

Vaya, coincidimos otra vez – digo.

Eso parece – contesta arrugando la nariz.

Oye, quería comentarte… me he decidido también por las habas. Tú ¿cuántas has plantado?

Dos líneas.

Líneas. No sé qué son líneas. ─

Ya.

Es que las alcachofas ocupan mucho y tardan en salir, así que no me queda mucho más espacio.

Claro, las alcachofas…

Vuelvo a mi jardín. Miro la compostadora, el árbol, el recuadro de césped reseco. Cuatro metros por dos. Cuando Javier vuelve del trabajo estoy deprimida, muy deprimida. 70


Cariño, recuérdame por qué vinimos a vivir aquí.

Mujer, por los niños…

No tenemos niños.

Pero los tendremos ¿no?

¿Cuándo?

Pues cuando acabemos de pagar la hipoteca, claro.

Te recuerdo, cariño, que para eso faltan treinta y dos años…

Mujer, seguro que podemos ir amortizando cuando me suban el sueldo y entonces podremos…

¿Podremos?

Pero ¿qué te pasa hoy?

Que he comprado una compostadora.

¿Una compostadora? ¿Qué es eso?

Lo mismo que la barbacoa pero más grande. Algo que aquí tiene todo el mundo y te lo restriegan por las narices y te dicen que es “genial” para las habas y “superecológico” y ocupa la mitad de ese pedazo ridículo de tierra que llamamos jardín.

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Rencor Los rumores se adueñaron del pueblo cuando el hermano Aurelio, en medio del mercado semanal, se subió el hábito hasta la cintura y se puso a mear, una meada épica de casi tres minutos contra la fachada de la sede del Partido Comunista. Por más que el padre prior intentó hablar con él, el hermano Aurelio no salía de su mutismo, en el que llevaba encerrado cuarenta años, dos meses y tres días: exactamente el tiempo que había pasado desde aquella otra jornada memorable en la que Justo, el líder comunista del pueblo, se bajó los pantalones en medio del mercado semanal y se puso a mear en la fachada de la Iglesia, algo que, por otra parte, solo recordaban el padre Aurelio y el propio Justo, tan anciano ya que únicamente salía de casa para tomar el aire sentado a la puerta. ─

¡Pero, hermano! –increpaba el padre prior-. No me lo explico, sinceramente. ¿No podía esperar a volver al convento?

El hermano Aurelio callaba, cabizbajo. ─

¡Qué espectáculo! ¡En medio del mercado, con todas esas mujeres mirando! ¡Qué escándalo!

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El hermano Aurelio callaba, cabizbajo y con una leve sonrisa. ─

¡Y nada menos que tres minutos!

¿Tres minutos? –rompió su silencio el hermano Aurelio- ¿Tres minutos? ¡Jódete Justo, te he ganado por uno!

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El negro más triste del mundo Muchas veces nos habló Pierre de su padre, el negro triste. Pierre no era tan negro ni tan triste como su padre. Pierre era un mulato de paso, siempre de paso en todas partes porque su hogar estaba con su padre, el negro más triste del mundo y su padre ya no estaba en este mundo sino en algún lugar más allá de la choza en la que se había quedado solo el día en que Pierre se marchó, harto de tanta tristeza, tanta negritud y tantas cebollas. Pocas veces nos habló Pierre de su madre, la rubia alegre. Por eso Pierre no era negro, ni blanco, ni triste, ni alegre. Por eso Pierre no era nadie, mejor dicho, no se sentía nadie. Porque su madre ya no estaba en este mundo sino en algún lugar más allá de la torre Eiffel, que es donde conoció al negro más triste del mundo y decidió seguirle en su camino de vuelta a un valle africano que ella imaginó lleno de negros tristes con nombre francés. Y ella, que se llamaba Aisha, que no es nombre de francesa ni de rubia, que ni siquiera era realmente rubia, se encontró de pronto frente a los acantilados de Bandiagara y supo, sin lugar a dudas, que la tristeza de su negro no era de este mundo.

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Pierre, que no era nada ni nadie, en su propia opinión, pocas veces habló de su madre, quizá porque no la recordaba o quizá porque ella, tan rubia, tan alegre y tan muerta llevaba demasiado tiempo lejos de los dogón y sus cebollas. Supimos que se fue de aquel valle, que dejó allí a su negro triste y a su hijo, el pequeño que había nacido en el suelo de tierra y había llorado tan fuerte que el cielo se había cubierto de nubes. Supimos, mucho después, que Aisha había vivido en París recordando a su hijo y añorando a su negro y que nunca volvió a cocinar cebollas porque le sabían a tierra y mijo. Lo supimos por Charlotte, la menuda y pecosa morena que cerró los ojos de Pierre y besó su frente el día en que el hombre que no era ni blanco ni negro, ni alegre ni triste, se reunió con su padre más allá de la choza. Pierre, que había dejado la choza y la tristeza y lo negro para ir a buscar la torre y la alegría y lo blanco, encontró en París un apartamento frío y vacío, demasiada lluvia y un olor a cebollas que no se sabía de dónde venía. Quiso volver al valle, pero ya no tenía padre al que volver. Nunca supimos por qué Aisha dejó a su hijo, ni supimos el nombre del padre de Pierre. Ante el cuerpo frío y rígido, ni blanco ni negro, 75


definitivamente muerto de Pierre, Charlotte, absolutamente embarazada, derramaba las lรกgrimas mรกs tristes del mundo.

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Índice Querido lector: .......................................................................... 2 Aroma de jazmín ....................................................................... 4 En el puerto ............................................................................... 8 Dos espigas y una rama de olivo .............................................. 11 Tres milagros ........................................................................... 15 Escucha, Renate ...................................................................... 17 Art Nouveau ............................................................................ 20 Junto a la Penélope de Bourdelle............................................. 24 Encuentros .............................................................................. 30 Sólo del pie derecho ................................................................ 33 Universo en expansión ............................................................ 36 Ardiente Adonis ....................................................................... 39 Color de Rosa .......................................................................... 48 Castigados por la tormenta ..................................................... 62 El huerto de Adela ................................................................... 66 Un jardín de dos por cuatro ..................................................... 68 Rencor ..................................................................................... 72 El negro más triste del mundo ................................................. 74

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