Análisis de Las criadas por Jorge Monteleone

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s Victoria Almeida y Paola Barrientos

“‘NO IGNORO QUE DE UN HECHO SINGULAR, Y SIN POSIBILIDADES DE CONDUCIR A UNA MORAL, DEBE EXTRAERSE UNA ESTÉTICA’, ESCRIBIÓ GENET. ALLÍ, AL SERVICIO DEL SIMULACRO, DONDE UNA CEREMONIA VANA HONRA LA NADA, LA IRREALIDAD DEL TEATRO ERA SU ÚNICA VERDAD.”

ción con la Señora, porque ella es irremediablemente “buena”. El francés ofrece una ironía suplementaria: Les bonnes es el nombre original de la pieza. La criada, la sirvienta es “la bonne”. Ese vocablo resuena como un eco sarcástico: Clara, bajo el disfraz de la Señora, dice: “Je suis bonne” (“Soy buena”) y más tarde, como criada, repite: “Madame est bonne” (“La Señora es buena”), pero Solange le replica que la Señora las ama tal como a sus sillones y que es fácil ser buena en esa condición: “C’est facile d’être bonne, et souriante et douce. Quand on est belle et riche! Mais être bonne quand on est une bonne!” (“Es fácil ser buena, y sonriente, y dulce. ¡Cuando una es bella y rica! ¡Pero ser buena cuando una es criada!”. Como en la lengua, el pasaje al acto tiene en el tres su sentido espectral: ¿a quién se está matando y quién es la asesina?, ¿quién castiga a quién?, ese crimen, ¿no es a la vez un homicidio, un asesinato real y a la vez un suicidio? Basta que la escena se duplique otra vez –escena en la escena, como en Hamlet– para que el deseo de asesinar a la Señora se vuelva acto y, siguiendo su papel hasta el fin, la criada muera simulando ser la Señora. LOS JUEGOS PELIGROSOS Genet llamaba “lo real” a todo hecho que pueda constituir el punto de partida de una moral, es decir, de una regla en la cual se asientan las relaciones humanas. En cambio, escribió, “una actitud irreal lleva, naturalmente, a la estética”. Sabía que las criadas alzan su delirio en el reverso de la mirada social, pero que hay un lugar utópico donde esa mirada colectiva halla su espejo, sus dobles, el consentido simulacro: el teatro. Como allí la vida burguesa se abisma, también el escenario puede poblarse de objetos de consumo. En Las criadas, hay dos tipos de objetos: por un lado, todo aquello que viste a la Señora y la

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inviste con el poder de su clase. Como las niñas, las criadas se disfrazan de la Señora y obtienen así su toque sagrado: “el ropero de la Señora es para nosotras la capilla de la Virgen”. Usan sus vestidos, acarician el terciopelo, los encajes, las pieles, las joyas, los zapatos, la veste suave que orna su vesania. Por otro, están los objetos domésticos que sólo ellas tocan en su trabajo, los utensilios, el resumidero, los guantes de goma, los trajes oscuros de tela ordinaria, todo lo que usan cada día y a veces profana el espacio sagrado del Ama. Y de pronto esos mundos se trizan, el azogue se rompe y ahora los objetos las abandonan, las acusan, las traicionan: “Debemos ser muy culpables para que los objetos nos acusen con tanto encarnizamiento”, dice Clara. Y Solange: “¡Su vestido es el rojo de nuestra vergüenza!”. Imaginan, descubiertas en su delación, que la mirada condenatoria de la moral burguesa las ve rumbo a la cárcel, al cadalso, a la humillación de ser culpables. Pero esa culpa las excita y exalta. Solange fantasea con esa escena: baja la escalera escoltada por la policía, el verdugo y todas las criadas del barrio que llevan coronas, flores, estandartes, mientras tocan a muerto. Y Clara, inspirada en el papel de la Señora, exige aquella taza de tilo que llega desde la cocina, cargada secretamente de veneno: último objeto de su desgracia, resolución de su infamia en un goce sombrío. En la pompa del simulacro, Genet disuelve la mirada colectiva y arroja sobre los espectadores el oropel de la vacua ceremonia, que remeda y a la vez irrealiza los presupuestos del mundo social. Pero el castigo y la muerte de las criadas no es el triunfo del bien, sino el dominio del mal como un acto de anonadamiento, una pura acción vacía que anula lo real con la irrealidad de una belleza oscura, nocturna. Cierta vez, alguien le contó a Genet que vio a unos chicos jugando a la guerra en una plaza. Era el luminoso mediodía pero sentían que debía caer la noche. Entonces decidieron que uno de ellos –el menor de todos, el más débil– representaría a La Noche. El chico se volvió elemental y poderoso y fue también El Tiempo, El Instante, Lo Indecible: “parecía llegar desde lejos con la calma de un ciclo repetido, pero grávido de la tristeza y la pompa del atardecer. Mientras se acercaba, los otros se ponían más nerviosos. Había ido más allá de sí mismo: y entonces todos, tropas y jefes, decidieron suspender a La Noche, que volvió a ser un soldado raso... Bastaría comenzar con esta simple fórmula para que el teatro me deleite”, escribió Genet. Las criadas es como ese juego de niños, pero peligroso, donde el teatro es una fuerza nocturna que va más allá de lo real, que a la vez fascina y produce malestar. “No ignoro que de un hecho singular, y sin posibilidades de conducir a una moral, debe extraerse una estética”, escribió Genet. Allí, al servicio del simulacro, donde una ceremonia vana honra la nada, la irrealidad del teatro era su única verdad.

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