Entrevista a Alfredo Alcón por Guillermo Saavedra

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FINAL DE PARTIDA

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ENTREVISTA CON

Por GUILLERMO SAAVEDRA

ALFREDO ALCÓN

Fotos CARLOS FLYNN


LA RARA MÚSICA DE LA DESGRACIA Pocos días depués del estreno de su puesta de Beckett en el Teatro San Martín, el gran actor y director argentino compartió con la revista las ideas y emociones que el texto le suscita desde hace ya más de veinte años. –Si siempre es difícil sintetizar en palabras lo que plantea una pieza teatral, en el caso de Beckett, la dificultad es aún mayor, puesto que todas sus obras carecen de trama y no están sujetas a un tratamiento psicológico ni a una causalidad lineal. –Tienen una trama, por debajo de lo que se entiende por trama, y que va creando imágenes que construyen algo así como un argumento. Hay un hilo conductor que une todo. Uno dice, por ejemplo, en Esperando a Godot: hay dos tipos al final de sus vidas que están todavía esperando algo. Algo que los redima, que los recompense, que les dé una respuesta. Y sin embargo no llega. –En Final de partida, la situación, la expectativa si es que la hay, parece ser de otro orden. –Es una obra cuyo final no es un final. El personaje que tendría que irse permanece detenido, con sus valijas en la mano, y no sabemos si se va a ir.

–El título Final de partida –en francés y en español, al menos–, alude a la vez al final de un juego pero también a la idea de partir. –Sí, en inglés, la ambivalencia desparece: Endgame sólo se refiere al final de un juego. CADA CUAL HACE SU VIAJE –¿Qué clase de juego se pone en movimiento en esa relación tensa, ambigua y cambiante que sostienen Clov y Hamm? Por momentos, parece una dialéctica entre amo y esclavo; en otros pasajes, parece invertirse y hasta disolverse. –Creo que cada espectador le encuentra una explicación distinta. Lo digo por experiencia, ya que he hablado con muchos de ellos debido a que hice esta obra hace muchos años y aún tengo recuerdos. Y eso me resulta maravilloso. Es una obra que no permite la simplificación. Si se la simplifica, es porque no hay ganas de buscar más. Pero tiene tantos colores, tantas respiraciones. Los

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FINAL DE PARTIDA

ENTREVISTA CON

Alfredo Alcón y Joaquín Furriel, en la actual puesta de Final de partida

ALFREDO ALCÓN

“CREO QUE YO HARÍA MAL EN PONER UN LÍMITE AL FUTURO ESPECTADOR DICIÉNDOLE LO QUE CREO QUE ES LA OBRA. TAMPOCO SÉ SI CLOV VA A QUEDARSE O A IRSE. PORQUE MI PERSONAJE NO LO SABE Y, POR LO TANTO, YO TENGO QUE IGNORARLO.”

personajes tienen tanto amor y odio, tanta necesidad de irse y, al mismo tiempo, tanto miedo de hacerlo. Cuando la estrenamos en 1990 en Andamio, el teatro de Alejandra Boero, venía un político y me decía: “Tu personaje es Estados Unidos y el de Clov es América latina”. Para los matrimonios, la obra hablaba de la dificultad de separarse: uno quiere pero a la vez no quiere… Cada cual hace su viaje. Y creo que yo haría mal en poner un límite al futuro espectador contándole lo que creo que es la obra. Tampoco sé si Clov va a quedarse o a irse. Porque mi personaje no lo sabe y, por lo tanto, yo tengo que ignorarlo. –Esa perspectiva es coherente con una decisión suya, explicitada al incluir en el programa de mano una célebre advertencia de Beckett sobre la puesta de su obra: “Hay que negarse a cualquier explicación e insistir en la extrema sencillez de la situación y del tema. (…) Final de partida será mero juego. Nada menos. De enigmas y soluciones, ni una palabra. Para cosas tan serias, están las universidades, las iglesias, los cafés”. –¡Es maravilloso! Me encanta ese final. –Usted concuerda con esa actitud. –Sí, pero no sólo para esta obra. En general, contar el argumento es contar la cáscara. ¡Creo que es mucho más que eso! Por ejemplo, decir que Rey Lear trata de un viejo malo que obliga a las hijas a decir que lo aman es quedarse con un cuentito que no hace falta ir a ver. Lo importante son todas las resonancias de ese texto. Por algo hace quinientos años que se representa. Y se seguirá haciendo y se seguirán encontrando resonancias, cada época encontrará las suyas. Freud lo ha intentado, magníficamente, con Ricardo III, por ejemplo. –La gran dificultad en las obras de Shakespeare, se dice siempre, radica en cómo estar a la altura de realidades que parecen tan alejadas de las nuestras. ¿Cómo ser Hamlet o Lear? ¿Cómo entrar en sus circunstancias? Habría que hacer un trabajo como el de Freud para encontrar qué hay en uno del personaje, en la escala modesta de la vida de uno, que no es príncipe ni rey. –Pero es que no hace falta ser príncipe. A todos se nos ha ocurrido alguna vez festejar el cumpleaños reunidos con los amigos más íntimos para que, en algún momento de la fiesta, deban decirnos cuánto nos quieren. La mayoría va a asegurarnos que nos quiere más que a nadie. Pero, si hay uno (y a ese uno se le tiene cariño) que nos dice: “Mirá, yo te quiero, pero estoy casado y tengo hijos, y a ellos los quiero mucho”, puede pasar que no podamos soportarlo, aunque no lo digamos. Porque lo terrible que le pasa a Lear es que llegó a viejo antes de ser sabio. Y a todos nos puede pasar que necesitemos, por debilidad o lo que sea, parecernos a Lear.

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AFERRADO A UNA MÚSICA –Volviendo a Final de partida, ¿en qué circunstancias de la obra usted, como director y protagonista, encuentra resonancias para trabajar? Porque, además de ese ajedrez íntimo entre Hamm y Clov, están esas presencias degradadas, los padres mutilados y metidos en tachos de basura, y hay también un exterior que parece apocalíptico. –Lo de los padres, ahora lo vamos entendiendo más, porque la gente mayor, aunque no esté en tachos de basura, efectivamente es dejada de lado, es desechada. Eso que hace cincuenta años pudo parecernos extraño ahora está más claro, más cercano. Después, lo atractivo de Hamm y Clov es que mantienen una relación de amor/ odio. Y eso no es algo tan raro como pudiera pensarse. Uno puede querer tanto a alguien como para, en un momento, sentir rabia de ser tan dependiente. No es tan difícil entender que se puede llegar a odiar a quien más se ama; y que, frente a su ausencia, se sienta la inminencia del final. Hamm piensa y se imagina solo, a la intemperie total, sin tener siquiera a alguien con quien pelearse. –Y en cuanto al contexto de la obra, ¿cómo lo piensa? –Puede ser un fin del mundo, como si hubiera ocurrido una catástrofe, un Apocalipsis. –La obra fue escrita en los años ‘50, cuando el mundo salía de la segunda guerra mundial… –Claro pero, si pienso en cómo se han extendido las dificultades económicas (no hablemos de otras) de los seres humanos para poder vivir, lo que pasa en Europa, en países a los cuales hasta hace poco les iba muy bien, me digo: el mundo no será igual, pero al menos es bastante parecido a lo que Clov ve desde su pequeña ventana. La imaginación de Beckett se va pareciendo cada vez más al mundo real; no resulta ya tan apocalíptico, aunque lo sea. Es decir,

no es que Beckett no corresponda a nuestro cotidiano sino que, quizá, no nos atrevemos a reconocerlo. O no nos damos cuenta de hasta qué punto, al mirar por la ventana, vemos que en el futuro no hay nada. –Pero, más allá de las coincidencias de la obra con la realidad de su tiempo y de sus resonancias en nuestra época, el realismo o el naturalismo no parecen ser los lenguajes más apropiados para acercarse a la lógica propia del universo de Beckett. ¿Cuáles fueron las herramientas que utilizó trabajar con sus actores? –La obra. Simplemente, la obra. Cuando estaba haciendo El público de Lorca en Madrid, hacia fines de los ochenta, un día se acercó un compañero, Vicente Diez, y me dijo: “Ahora que te conozco un poco más, te voy a traer algo que te va a volver loco”. Al día siguiente me trajo Final de partida. Y yo me enamoré. Me pasaba todo el día leyéndola y, de noche, si me despertaba por alguna razón, volvía a leerla. Y decidí dirigirla porque no quería que nadie me dijera cómo había que hacerla. Porque, cuando te enamorás, no le preguntás a nadie cómo llevar adelante el romance. Entonces me di cuenta de que se trataba de una partitura musical, con sus pausas largas o cortas, sus distintas respiraciones. El diálogo te va llevando, no hay que inventar nada. Y, al igual que con una partitura, aunque por momentos no estés tocando con mucho sentimiento o muy metido en situación, si vas marcando las notas que propone el autor, la obra va apareciendo. Por eso me aferré, y me aferro todos los días, a esa música, a ese sonido, a esa respiración que va produciendo el texto. Y esa respiración te va conduciendo al estado… “anímico”, por decirlo de algún modo. –Se va estableciendo cierta lógica del cuerpo y de la imaginación, el cuerpo empieza a fluir a partir de entender cómo jugar ese ajedrez. –Un personaje le dice algo al otro para ver cómo reacciona. Cada

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FINAL DE PARTIDA

ENTREVISTA CON ALFREDO ALCÓN

“NO ES QUE BECKETT NO CORRESPONDA A NUESTRO COTIDIANO SINO QUE, QUIZÁS, NO NOS ATREVEMOS A RECONOCERLO. O NO NOS DAMOS CUENTA DE HASTA QUÉ PUNTO, AL MIRAR POR LA VENTANA, VEMOS QUE EN EL FUTURO NO HAY NADA.”

En página siguiente, adelante, Alfredo Alcón; detrás, Graciela Araujo y Roberto Castro

palabra, cada frase, es una pregunta, aunque no resulte una pregunta desde el punto de vista de la construcción de la frase. –¿Por qué quiso volver a hacer esta obra, veinte años después? –Yo seguía enamorado de ella, un amor vivido y no terminado, porque no se termina nunca. Porque, además, estas grandes obras son como ejercicios de humillación, en tanto uno comprende que allí no va a llegar nunca, por lo que nos queda la añoranza de que pudimos haberlo hecho mejor. Entonces, un día estaba tomando un café con Joaquín Furriel en un bar y me confesó que tenía muchas ganas de hacer Final de partida. Y me volvieron las ganas a mí también. –El equipo artístico que lo acompaña en esta puesta (escenógrafo, vestuarista, iluminador) coincide en que usted tenía ideas muy precisas de lo que quería. –Sí, las mismas que puede tener cualquiera que haya leído la obra y quiera ser fiel a las exigencias del autor. Son tan precisas sus indicaciones que no es posible dudar. Beckett pide un ambiente con dos ventanitas en lo alto: no podés poner cuatro, pide dos. Y así, todo. Luego de leer la obra, nos encontramos con Norberto Laino, Mirta Liñeiro y Gonzalo Córdova y no hubo discusión: a nadie se le ocurrió decir: “Vamos a agregar esto o a quitar aquello”. Hay que tener cuidado con las ocurrencias, porque a veces nos desvían de lo importante. Uno, con ocurrencias, puede llegar a reemplazar los tachos de basura por cofres de Versailles, por ejemplo, como para dar otra interpretación. Suelen ser estupideces que, al pensarlas en casa, parecen genialidades, pero sería mejor que nos las guardásemos. –¿Qué ventajas y desventajas tiene actuar y dirigir, estar adentro y afuera al mismo tiempo? –Bueno, siempre me sentí adentro, nunca adentro y afuera. Cuando dirijo, pero también cuando me dirigen, me gusta que cuenten conmigo. Mi poca experiencia como director la usé para hacer saber a los actores que no quería que ellos hicieran el papel como a mí se me ocurrió. Hay directores muy buenos pero que ya vienen con la obra puesta, y uno sólo tiene que alcanzar, en los dos o tres meses de ensayo, la sabiduría de ellos. Un papel que a casi nadie le gusta hacer. En cambio, hay directores que no tienen vergüenza de decir: “No sé cómo mierda se hace esto”. Y me ha pasado con directores de mucho nombre y prestigio. En esos casos, uno sabe que lo necesitan y se siente más parte del proyecto. A diferencia de directores que sólo quieren actores que cumplan sus deseos, como Gordon Craig con sus marionetas. ENTRE LA RISA Y EL LLANTO –En el mundo de Kafka, los personajes parecen condenados a una desesperanza cruel e impersonal. En el de Beckett, suele haber una fuerza, algo interno en el fluir de las obras que deja una puerta abier-

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ta a la esperanza. ¿Por dónde pasa esa esperanza en Final de partida? –Hay una parte en la obra, cuando Hamm dice: “Antes de irte, decí algo. Algunas palabras… que yo pueda repetir… en mi corazón. Sí. ¡Sí! Algunas palabras que yo pueda recordar, al final, con todo lo demás, las sombras, los murmullos”. Y al final de todo, cuando la obra casi está por terminar, le dice a Clov: “Gracias”, a lo que él le responde: “¡Ah, no, perdón! ¡Soy yo quien te da las gracias!”. Es un momento de una intimidad y de un afecto que permite entender que estos personajes también se querían. Se querían mucho, retomando lo que hablaba antes de la relación amor-odio. Después, Hamm le pide algo cariñoso y Clov le canta: “Bello pájaro, dejá tu jaula. / Volá hacia mi amada, / anidá en su corpiño, / decile qué porquería soy”. Ahí está resumido lo que les pasa a los personajes entre ellos y en relación con los demás. –¿Qué le gustaría que le pasara al público con esta obra? –Cada espectador hará su propio viaje. Lo que sí siento que hay una atención en la sala y algo muy importante: se ríen en los muchos momentos de humor que tiene la obra. Porque hay quienes creen que,

como se trata de un drama, no hay que reírse. Nos pasó en Andamio que alguno del público se riera y surgiera una señora lo reprendiera diciendo: “¡No sé para qué vienen al teatro sin no entienden nada!”. –Alberto Ure, hombre perspicaz si los hay, decía que, hasta que llegó Beckett, había teatro “de reír” y “teatro de llorar”. Y desde que apareció Beckett el problema es que uno no sabe cuándo reír y cuándo llorar. Beckett nos dice: “Estamos condenados a vivir una vida cuyo sentido desconocemos, pero debemos seguir viviéndola”. Y esa verdad tan dura, a la vez, puede llegar a ser muy graciosa. –Claro… Hay una frase en la obra que dice: “No hay nada más divertido que la desgracia”. Por otra parte, todas las grandes obras tienen humor, sólo que no nos reímos porque no estamos acostumbrados, fuimos educados en la solemnidad a la hora de ir a ver Shakespeare; y no nos reímos, a ver si metemos la pata. En cuanto a nuestra puesta, por el silencio que reina en la sala, tiendo a pensar que el público está expectante, tratando de comprender qué pasa. Está dialogando con la obra. Vaya a saber qué le dice el espectador a la obra, pero que la obra le dice cosas al espectador, no caben dudas.

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