Historias de Doña Arminda

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Una vez enterrada, los conocidos comenzaron a irse de la misma forma que lo presenciaron todo, en silencio. Más tarde, se retiraron las amistades, todavía con copas de vino en la mano y brindando por haber conocido a tan extraordinaria persona. Sólo quedaban los familiares más allegados y los hombres se fueron lentamente, cargando en sus brazos a los más pequeños, que ya dormían. Se resistían a abandonarla y miraban atrás, con las lágrimas lamiéndoles las mejillas.

Cuando las mujeres se quedaron solas, se sentaron sobre la lápida y grabaron con cinceles su epitafio en el pedernal: “Aquí sólo descansan los huesos de Arminda Nava-Grimón Casas, porque ella sigue recorriendo el mundo”.

Su nieta Carlota fue la encargada, con la ayuda de un punzón, de poner el punto y final, entonces apareció una gran luna roja que iluminó la noche y les ayudó a contemplar cómo la difunta Doña Arminda volaba sobre sus cabezas acompañada de su madre, de una sirena y de su tía Iris que llevaba de la mano un pequeño diablillo, que les sacaba la lengua. Una sombra negra planeaba penosamente siempre detrás de aquellas almas voladoras y traviesas. La nieta más pequeña se estremece y pregunta por qué aquel pájaro negro las acompaña. “Es el anunciador de la muerte que se encontró con vuestra tía Ángela todavía joven. Y ella, que nunca fue una mujer obediente, decidió morir de vieja. Desde entonces el cuervo la espera, ocupando su lugar entre las ánimas de nuestra familia. Pero ese es otro contar y deberíamos recogernos, el aire anuncia tormenta.”

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