Las casas en mi historia. Un ejercicio de memoria

las casas en mi historia un ejercicio de memoria

Sylvia Gabriela Neira Lermanda

Mundo de Papel | Ediciones

Título de la obra: Las Casas en mi historia. Un ejercicio de memoria.. © Sylvia Gabriela Neira Lermanda, año 2020 Primera Edición: junio de 2020 Edición y diagramación: Mundo de Papel Servicios Editoriales.

Corrección: Mundo de Papel Servicios Editoriales.

Diseño e imagen de portada: Mundo de Papel Servicios Editoriales.

© Editorial Planeta de Papel Ltda., 2020 © MUNDO DE PAPEL EDICIONES Errázuriz 1178, Of. 75, Valparaíso planetadepapel@gmail.com

Un libro es más que un objeto, es todo un mundo.

RPI: 2020-A-7988 ISBN: 978-956-9289-27-9 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de recuperación o almacenamiento de información—, sin la expresa autorización del autor.

Impreso en Chile / Printed in Chile

las casas en mi historia un ejercicio de memoria

Sylvia Gabriela Neira Lermanda

Mundo de Papel | Ediciones

LAS CASAS EN MI HISTORIA

¿

Por qué escribir sobre casas? Porque no se trata de cualquier casa, sino aquellas en las que he vivido a lo largo de los años. Creo que pocas personas han vivido en tantas como yo.

Les contaré las experiencias, las vivencias, los hechos, todo lo ocurrido en los años que permanecí en cada una de ellas. Al menos, como los recuerdos me lo permitan.

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LA CASA DE YUMBEL

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esa casa nortina, llegué cuando tenía dos años de edad. Se entraba por una mampara doble, una de madera y la otra con vidrios.

A la derecha estaba la sala, separada del comedor. Por un corto pasillo se salía a un patio con habitaciones solo a un costado. Recuerdo el pasillo de baldosas. En él paseaba a una gallina en un coche azul de madera. Esta imagen la conservo nítida. Es curioso cómo no olvidamos algunos hechos tan remotos que, a la distancia, no parecen importantes y que nadie los evoca.

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Mi hermano mayor estudiaba piano en la sala que daba al patio (parece que lo estuviera viendo). En una ocasión quise entrar, la puerta estaba cerrada con llave. Tal vez para que yo no entrara, pero la niña quería entrar. Mi hermano seguía tocando y yo empujando, hasta que rompí uno de los vidrios de la puerta. No recuerdo nada más. Seguramente mi padre, médico, curó las heridas hechas por el vidrio roto. Años después le pregunté a mi hermano si él habría preferido un hermano. Me tranquilizó su respuesta, «yo quería una hermanita».

Al poco tiempo nos cambiamos.

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LA CASA DE YERBAS BUENAS

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o anterior me lleva a otra situación también relacionada con el piano. Vivíamos en una casa propia, ubicada en una céntrica calle de la misma ciudad, Copiapó. Ya adulta he soñado con esa casa y la veo tal cual era: una entrada donde estaba el estudio y el laboratorio de mi padre, un comedor de diario, la cocina donde se preparaban los dulces para la once ofrecida por mi madre en el día de su santo; la terraza, los cuartos, el comedor donde mi padre celebraba su santo y un gran salón donde estaba el piano.

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En ese piano yo debía estudiar mis lecciones, mi hermano era el encargado de supervigilarme. Después de media hora, un corto descanso para volver a retomar mi estudio. Y ahí comenzaba el problema, yo me negaba a seguir repasando las lecciones. Era una lucha frontal: mientras mi madre insistía, yo desaparecía de la escena. Es posible que la autoridad materna se impusiera. Nunca supe por qué mi mamá insistía que yo aprendiera a tocar el piano. Es posible que pensara que la vocación de mi hermano era la mía. Pero yo no quería estudiar piano, sino ‘tocar piano’ sin estudiar, solo improvisar (al estilo Liverace, ¿lo recuerdan?). Eran tiempos en que los padres imponían sus decisiones, sin derecho a apelación.

Yo era una niña rebelde, hasta donde podía, y en esta como en otras situaciones, me costaba acatarlas, pero no me quedaba otra. Ya adulta pensaba que me habría gustado vivir en épocas posteriores donde las decisiones se toman en conjunto padres e hijos. Seguí estudiando piano, aprobé un examen de teoría en el Con12

servatorio Nacional y di un concierto, cuando tenía diez años, en un teatro de la localidad, acompañada de mi profesora de entonces. Mucho tiempo después, cuando la autoridad materna se había debilitado, dejé de tocarlo. Uno de los instrumentos preferidos es el piano, me gusta escucharlo, pero no estudiarlo.

La casa de Yerbas Buenas tenía al fondo mi pieza de juegos, el único lugar donde yo era la propietaria. Allí invitaba a mis amigas, ahí nació tal vez mi vocación de educadora, allí jugué e inventé tantas cosas, allí fui libre.

Recuerdo mis cumpleaños. Mis padres no eran un matrimonio muy amistosos. No recuerdo la casa llena de invitados, excepto para los santos (en esos tiempos nadie hablaba de los cumpleaños). Para mi santo (el 3 de noviembre, después lo cambiaron al día 5) celebraba el que creía que también era mi cumpleaños. Por toda la casa corrían niñas, con coloridos sombreritos.

En el gran comedor ya mencionado, se servía la once. No recuerdo más detalles de ese día.

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Muchos años después, con mi hermano visitamos la casa de nuestra infancia y parte de mi adolescencia. Estaba convertida en una casa distinta, un lugar de comida. La recorrimos y observamos que todo había desaparecido. Ya no estaba mi cuarto con sus grandes closets, donde yo me refugiaba a leer, en vez de hacer mis deberes escolares, donde la noche de navidad mis padres me dejaban los juguetes; el baño donde yo “nadaba” en la gran tina. Ya no estaban las dependencias de mi padre, ni el cuarto de mi hermano, nada, era otra casa.

El patio donde mi papá cultivaba su huerta y estaba el gallinero. ‘Mi pieza de juegos. Ni el color. No sé si fue buena idea visitarla, pero queríamos saber cómo se conservaba. La verdad es que solo permanecía la estructura, nada más. Sin embargo, en mis sueños la veo como era en su origen, así prefiero mantenerla en mi memoria.

De ahí partí un día que mi mamá determinó que me fuera a estudiar interna a un colegio de la capital, tenía doce años. No fue buena idea, 14

repetí año, porque me dediqué a hacer desorden y no a estudiar. Al año siguiente, volví a mi casa a seguir mi enseñanza en el colegio de la localidad. Esa fue otra decisión en la que no tuve ninguna participación.

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LA CASA DE PICARTE

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tras casas que me vienen a la memoria, son dos ubicadas en Santiago. Ninguna de las dos me gustó, eran feas e incómodas.

La peor para mí, era larga, los cuartos estaban unos después de otros, cuando llovía se pasaba por dentro. Si se invitaba a alguien, el living-comedor quedaba al comienzo, una habitación que daba a la calle, y la cocina al fondo, cuando se traían los comestibles, estos ya estaban fríos.

Mi cuarto estaba al final, lejos del baño, ¿se imaginan en la noche, lloviendo, tener que pa17

sar por las habitaciones de mi mamá y mi hermano?

Para colmo se escuchaba todo lo que ocurría donde los vecinos que peleaban a gritos y con insultos.

Es posible, pienso hoy, que fue un período de ‘vacas flacas’, como se dice. No me lo explico de otra manera. Sin embargo, supe después, tenía un valor sentimental para mi madre: allí vivieron mis padres sus primeros años de casados, ahí nacimos mi hermano y yo.

Debimos estar allí un par de años.

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LA CASA DE DOMÍNICA

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sta segunda era algo parecida: los cuartos adelante, los dormitorios en fila y la cocina al final. También tenía un patio pequeño que colindaba con los vecinos, buenos para las peleas a gritos. Era más larga, en el segundo patio estaban las dependencias del servicio.

Yo estaba en la enseñanza media (segundo ciclo de humanidades de aquellos años) y tenía que atravesar media ciudad, porque mi colegio quedaba al otro lado de donde yo vivía. Casi no compartía actividades con mis compañeras y tampoco podía ir a algún lado con ellas, 19

porque la orden de mi mamá era perentoria: «debes llegar de vuelta antes que oscurezca».

El problema estaba que en invierno se oscurecía a las cinco de la tarde, o sea del colegio a la casa. Esas ‘leyes maternas’ que nunca entendí ni acepté, pero que debía obedecerlas, aunque no dieran razones para decretarlas.

Cambiaremos de ciudad, me trasladaré al extremo norte del país.

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LA PENSIÓN DEL CHINO LY

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or circunstancias laborales debí trasladarme al norte de país, a Arica, la ciudad de la eterna primavera, según anunciaba su eslogan. Era una ciudad limítrofe y por ello tenía sus propios atractivos, por ejemplo, atravesar la frontera y visitar el país vecino, comprar de todo en las ferias libres; además de almorzar abundante y rico por precios increíbles.

Tenía una playa con aguas cálidas donde pasar mañanas enteras sumergidas en ellas.

Llegué a esta pensión recomendada por una colega. Estaba ubicada en la calle principal 21

(hoy convertida en bulevar). Su nombre, 21 de mayo, me confundió y llegué a otra calle, Arturo Prat, la historia me hizo una mala jugada.

Mi amiga me rescató y me llevó a la verdadera dirección.

La casa tenía dos pisos. En la planta baja, luego de un largo pasillo, se llegaba al comedor, la cocina y a algunas habitaciones de pensionistas. En el segundo piso, estaban el resto de las habitaciones. Mi cuarto era uno de los pocos sólidos, los demás construidos con material ligero.

El dueño de casa era un hombre muy especial, acogedor, divertido, vital y bueno para organizar fiestas. Su pensión no tenía letrero, porque solo llegaba solo gente recomendada Allí conocí a una colega y a una mujer dedicada a la alta costura. Tiempo después fuimos comadres, porque fui madrina de su hijo menor. No volví a verlos, pues viajaron fuera del país tiempos después. Ellos no fueron los primeros ni los últimos que se perdieron en el 22

tiempo y en el espacio. Creo que en esta ciudad fue el lugar donde más gente conocí y la que más perdí en el camino, tal vez comparado con los que conocí en la universidad. Ahí tuve un ‘pololo’ y también un ‘pinche’ tan guapo que parecía gitano. Había nacido el mismo día de mi cumpleaños, es posible que esa fuera la atracción mutua. Ambos desaparecieron de mi vida por circunstancias que desconozco.

Gracias al dueño de casa teníamos fiestas todos los fines de semana. Fueron momentos muy divertidos que me permitieron conocer a gente muy distinta. Durante el tiempo que viví ahí lo pasé muy bien. Además me sirvió para adaptarme a mi nueva vida. Era la primera vez que dejaba, ya adulta, la casa paterna. De ahora en adelante sería responsable de mis actos y decisiones. Era el momento de poner en práctica las enseñanzas de mis progenitores.

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EL EDIFICIO LASTARRIA

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i colega y yo optamos por abandonar la pensión y arrendar un departamento.

Estaba ubicado lejos del centro, donde predominaban la construcción de casas. En ese momento era el único edificio que tenía cierta altura.

Nuestro departamento tenía dos pisos, lo que se llama dúplex. En el primero quedaba el amplio living-comedor, el baño y la cocina. Un gran ventanal con vista a las casas del barrio.

La escalera conducía al segundo. Recuerdo que por esa escalera rodé desde lo alto hasta 25

abajo, no tuve ninguna consecuencia, excepto el golpe. Arriba, dos dormitorios con vista a ambos lados del edificio.

En los tiempos que la situación política se hizo cada vez más violenta, con unos amigos lanzamos baldes de agua para hacer callar a una viejas que gritaban abajo. Fueron momentos muy divertidos, a pesar de la dramática situación.

Hubo un tiempo que también vivió con nosotras otra colega llegada desde la capital. Por su parte, mi compañera trajo una sobrina para ayudarla en su educación.

Allí pasé muy buenos momento: organizamos fiestas y reuniones políticas, recibíamos a nuestros amigos y amigas para charlas y comentar la contingencia que cada día se hacía más preocupante.

Un día debimos abandonarlo. Ya teníamos arrendada una casa. Y cuando el departamento estaba desocupado a mi amiga se le ocurrió escribir en las paredes con grandes letras, con26

signas alusivas a la situaciĂłn polĂ­tica que vivĂ­amos. Fue un gran momento de desahogo. Por supuesto, antes de entregarlo, nuestros amigos nos ayudaron a pintar cada una de las paredes.

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LA CASA DE SAUCACHE

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sta era un chalet. Contaba con tres dormitorios. Dos de ellos lo ocupábamos, respectivamente, mi amiga y yo. En el tercero, dormía invitado el hijo de una pareja de amigos, nuestro regalón. Por ahí anda una foto que tengo con él en brazos. Lo tomábamos de su manito y, sin mirar atrás, caminaba junto a nosotras rumbo a nuestra casa, donde permanecía al menos un par de días. No era la primera vez que me ocurría este acercamiento espontáneo con niños pequeños. Ya había sucedido con Julito, mi primer ahijado. Tampoco 29

sería la última. La vida se encargó de apagar ese sentimiento. Hoy es un destacado profesional.

La casa tenía un antejardín. Tiempo después a uno de nuestros amigos le robaron la bicicleta que dejó allí mientras nos visitaba. Tuvo el buen criterio de no reportar el hecho, no era el momento de involucrarse con policías.

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LA CASA DE YERBAS BUENAS

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e pronto vuelvo a Yerbas Buenas y recuerdo algunos hechos ocurridos allí.

No tengo muy claro por qué discutían mis padres. No recuerdo qué edad tenía, estaba cursando la enseñanza básica. Mi hermano estudiaba interno en la capital, no sabía de estas discusiones. Hoy pienso que se debían a dinero o tal vez al carácter de mi mamá.

También recuerdo un fuerte temblor casi terremoto, que derribó una pared en la casa de Yerbas Buenas. Otro hecho que me impactó fue un incendio en el Club Social colindante 31

con nuestra casa y a mi padre arriba del techo del garaje, intentando sopesar el avanza de las llamas.

Mientras estábamos de vacaciones en el sur del país, avisaron que se habían entrado a robar a nuestra casa. Al regresar, días después, nos dimos cuenta que los ladrones se sirvieron licores, y dejaron abandonada una bolsa con ropa, especialmente de mi papá. Por suerte no se llevaron mi bicicleta que estaba en mi dormitorio. Lo curioso fue que el lugar estaba con cuidadores. No recuerdo qué justificación dieron por tamaño descuido.

Con el fin de cumplir con un requisito, mi padre tuvo que hacer un curso en Santiago.

Hombre de pocas palabras, no explicó ni las razones ni las condiciones. Mi hermano y yo las comprendimos mucho tiempo después.

Esto lo aprovechó mi mamá para organizar nuestro traslado, porque nunca le gustó la ciudad donde había vivido por más de diez años.

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LA CASA DE SAUCACHE

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i memoria me lleva nuevamente a Saucache. Tenía una entrada de autos que nos trajo serios problemas cuando ocurrió el golpe de Estado en el país: un amigo dejó un jeep que no nos pertenecía y que hubo que justificar, posteriormente ante las autoridades, sin mucha convicción de parte de ellos. Debido a eso vivimos momentos de mucha tensión. Se impuso el toque de queda, mi compañera fue tomada prisionera y yo fui exonerada.

Lo anterior me obligó a abandonar la casa y la ciudad precipitadamente.

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No alcancé a despedirme de mi amiga. Nos volvimos a encontrar, años después cuando la visité en Estrasburgo, Francia. Falleció en el exilio debido a un accidente de automóvil.

Con su muerte se diluyeron en el tiempo años de amistad y numerosos proyectos comunes que teníamos al volver a la patria.

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EN EL INTERNADO

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o puedo olvidar mi año en aquel colegio.

Fue una decisión materna y acatada por mi padre. Tuve que llevar mis sábanas, fundas y servilletero con mis iniciales bordadas. Aún conservo el baúl que llevé y que me ha acompañado en todos mis traslados posteriores.

De ese colegio recuerdo el patio donde me paseaba con “mi amiga del alma” (y que no volví a ver). Los dormitorios, en ellos jugábamos arriba de las camas, hasta que llegaba la inspectora y se hacía un silencio total. La sala de estudio, donde yo no estudiaba, sino que 35

me dedicaba a mirar fijamente a la inspectora, ya mayor, que nos vigilaba.

Un párrafo aparte merece la clase de lenguaje. La profesora era una mujer mayor que pertenecía a la élite cultural del país, una de esas personas intocables que se les denomina por ello “vaca sagrada”, haciendo alusión a estos animales así considerados en la India.

Nos exigía tener un portafolio con distintas secciones, por ejemplo, vocabulario, resumen, entre otros que no recuerdo. Lo que sí recuerdo es cómo debían ir los títulos: escritos con una pluma especial con punta doble que se untaba en tinta negra o azul. La página debía estar impecable, sin una mancha, sin una arruga. Durante la clase, nos ponía en semi círculo y empezaba a interrogarnos. Si alguna de nosotras no respondía, le preguntaba «¿por qué no estudió?» Si la alumna no contestaba, porque lo más probable era que no sabía, alzaba el tono de voz hasta casi gritarla. Una situación aterradora para chicas de doce años. Nos ha36

cía dictados: si tenías una falta, la nota era un uno, sin faltas un siete. Estos recuerdos los tengo nítidos en mi memoria, hoy considero que no tenía estudios de pedagogía, torturar a niñas pequeñas, sin conocimientos de evaluación, no merecía el título de educadora. En esos tiempos los estudiantes no reclamaban. Parece que yo sí me sublevé: no sé por qué me echó de la clase. Mis compañeras me decían que me expulsarían, era lógico, me atreví a desafiar en clases a la ‘vaca sagrada’. Me alegro haberlo hecho, se lo merecía y no me importaba, tampoco me expulsaron. Muchos años después me encontré con una compañera de entonces.

Se acordaba de mí, pero no de ese episodio.

Ahora pienso que éramos niñas sometidas a las normas (buenas o malas) impuestas por adultos con poca o ninguna capacidad para tratarnos. Nuestro refugio eran las propias compañeras en quienes nos apoyábamos las más jovencitas. Hoy día todo eso ha cambiado, quizás se han exagerado las cosas, pero 37

los docentes ya no gritan a los estudiantes y aplican rigurosamente los criterios de evaluaciรณn.

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LA CASA DE LOS ALERCES

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onstruida por mi padre en un barrio residencial al oriente de Santiago. Un chalet con todas las dependencias de una casa tradicional: living con chimenea, comedor, cocina, tres dormitorios, escritorio, baño y dependencias de servicio. De material sólido y piso de parqué. El living tenía además, una gran ventana que daba al antejardín. En él lucían hermosas rosas, de variados colores, orgullo de mi madre y admiración de los transeúntes. Por una puerta lateral se accedía a la amplia terraza. A ambos costados de la casa, había parro39

nes con sabrosas y distintos tipos de uvas. Todas ellas maduraban durante el verano, lo que nos permitía disfrutarlas por un largo período.

Esta fue la casa más bonita y cómoda en la que viví.

Sus dimensiones eran quince metros de frente por cincuenta de fondo. Recuerdo que había una higuera que daba frutos dos veces al año. Cuenta la leyenda que a Jesús le dieron a probar uno de ellos y lo encontró tan exquisito que determinó que desde entonces produciría dos tipos de frutos. Cierta o no, el hecho es que en diciembre produce higos y en marzo, brevas. Ambos muy dulces. Aunque nunca fui buena para recitar o memorizar, recordé los primeros versos del poema La Higuera de Juana de Ibarburu: Porque es papera y fea, porque tiene sus ramas grises, yo le tengo piedad a la higuera

Recién construida, yo empezaba mis estu40

dios universitarios. Caminaba hasta el Instituto Pedagógico. En una ocasión invité a unos compañeros a estudiar, mi madre no estuvo muy de acuerdo. Permanecimos encerrados en el escritorio toda la tarde. No volví a estudiar en grupo, lo hice siempre en solitario.

Recuerdo que mis amigas me organizaron mi cumpleaños previo consentimiento y autorización de mi mamá. No recuerdo otro evento similar. A pesar del tiempo transcurrido, ocurrió lo mismo que en la casa de Yerbas Buenas: aquella vez como en esta, mi cumpleaños sirvió para llenar la casa de gente y algarabía.

Aunque eso es lo que siempre me ha gustado: estar con mis amigas y amigos, muy pocas veces lo logré en casas de mis padres.

En esta casa, cursé todos los años de mi profesión, allí preparé mi tesis y mi examen de graduación, también de ahí partí a hacerme cargo de mi primer puesto docente, allí sentí lo que se dice ‘el primer amor’, a ella volví, muchos años después, desde mi exilio.

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LA CASA DE AMIGOS CHILENOS

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l golpe de Estado y mi exoneración, me obligaron a partir al extranjero. Gracias a la generosidad de un matrimonio amigo, viajé a Costa Rica, en cuya casa permanecí un año. Fue una experiencia extraordinaria por distintos motivos. En primer lugar, era la primera vez que vivía en el extranjero y de ‘allegada’ (“persona que vive temporalmente en casa ajena”). Ahí tuve alojamiento y manutención gratis. Había viajado con muy poco dinero y sin un contrato previo de trabajo. La acogida de mis amigos me hizo sentir como en casa.

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Dormía en el cuarto de uno de los hijos.

Aunque siempre tuve habitación sola, me adapté sin problemas.

Ayudaba en las labores del hogar. Como no estaba acostumbrada, mientras hacía las camas, ordenaba los cuartos y ayudaba en la cocina, pensaba para mis adentros, “viajar desde tan lejos para esto”. Sin embargo, como siempre fui buena para adaptarme, no tuve problemas para almorzar muy temprano, ver películas al mediodía y esperar que encontrara trabajo.

Y así fue.

Recorrimos con mi amiga, varios colegios repartiendo mi currículo. Gracias a ello me llamaron para que hiciera un remplazo en uno de esos establecimientos educacionales. Fue mi primer salario en el extranjero.

Posteriormente, me contrataron en el sur del país, debido a gestiones hechas por amigos y conocidos.

Debo reconocer que gracias a estos amigos, que me tendieron la mano en el momento pre44

ciso y con mucha generosidad, pude iniciar mi autoexilio y permanecer en el paĂ­s hasta que el gobierno de Chile cambiara de dictadura a democracia.

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LA CASA DE LAS PROFESORAS

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lamada así porque sus habitantes eran solo docentes que trabajaban en los colegios diurnos y nocturnos de la localidad. Yo fui la única que lo hice en la sede universitaria.

Se llegaba a la ciudad, atravesando “el cerro de la muerte”, se conocía con ese nombre porque en el pasado moría allí mucha gente. El clima del país es húmedo y caluroso, pero la altura del cerro lo hace muy frío. Ese cambio de temperatura tan brusco fue la causa de tantos fallecimientos.

Mi permanencia en esta casa significó un 47

constante aprendizaje para mí: convivir con mujeres que no conocía, en un país con costumbres y lenguaje propios, fue todo un desafío.

No obstante, mi capacidad de adaptación me sirvió una vez más. La recepción que tuve, también me ayudó. Han pasado los años de mi retorno al país, y aun conservo la amistad de algunas de ellas.

Constaba de cuatro dormitorios. En cada uno de ellos dormían dos de nosotras, excepto en el que ocupaba la muchacha que nos atendía. La puerta de entrada siempre estaba abierta, porque hacía mucho calor. En el baño, la ducha estaba separada del inodoro y el lavamanos, lo que llamó mi atención.

Respecto a la dieta alimenticia me lo habían advertido: frijoles y arroz al desayuno, almuerzo y cena, arroz y frijoles (porotos para nosotros) todos los días, lo único que varía es el huevo revuelto al desayuno y un picadillo o guiso al almuerzo. En vez de pan, plátano frito 48

o tortilla. Ya lo había probado cuando recién pisé el suelo costarricense donde viví tantos años. Como dice el dicho, “el hombre es un animal de costumbre”, me acostumbré y lentamente aprendí a saborear esta comida que al comienzo me pareció incomible. Utilizan la harina de maíz, no de trigo, para las empanadas, por ejemplo y las tortillas, a su sabor también aprendí a disfrutarlo. Hoy aún cocino los frijoles y los plátanos.

La casa quedaba lejos del Centro Regional donde yo impartía clases. Debía caminar varias cuadras entre ambas bajo un sol abrasador y un calor húmedo que se te pegaba en la piel. Recordándolo hoy, no me explico cómo fui capaz de soportarlos, yo que soy lo que se llama “acalorada”. Pero no tenía alternativa y resistí.

Tengo muy buenos recuerdos de mi paso por esa casa, fueron años de aprendizaje que me sirvieron para sobrevivir durante el resto de mi permanencia en el país. Me trasladé a la 49

capital, San José, y no volví a ella, aunque la recuerdo con cariño. Ahí conocí a estupendas mujeres, ahí tuve mi primer contacto con el país por dentro, ese que solo se conoce viviendo con sus gentes y sus costumbres.

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EL EDIFICIO LOS ÁNGELES

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o recuerdo cuánto tiempo permanecí en el Centro Regional, tal vez dos o tres años.

Se me presentó la oportunidad y me trasladé a la Sede Central. El departamento que arrendé en la capital, San José, era muy pequeño, largo y estrecho: living-comedor-cocina de entrada, todo junto, un patio de cuatro por cuatro, un dormitorio y baño. Tenía una ventaja, en el mismo edificio vivía una compatriota con quien compartí muchas horas de conversación y ayuda mutuas. Con ella aún mantengo contacto, a pesar de la distancia y los años transcurridos.

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Un día llegué y la oscuridad era total en su interior. Creí morir. Fue como entrar a una bóveda. ¿Qué había pasado? Al fondo existía un ventanuco con vidrios biselados por donde entraba la luz, ¡lo habían tapiado del otro lado de la pared! Aún recuerdo lo desesperada que me sentí. No podía vivir en esa oscuridad eterna. Desde el patio apenas entraba algo de claridad, necesitaba la ventana despejada. Detrás del edificio había un sitio vacío. Por razones que ya olvidé decidieron tapiar la ventana, quizás creyeron que a través de ella se veía al otro lado, no pensaron que ese tipo de vidrio no lo permite. También olvidé con quién hablé, qué argüí, el hecho fue que conseguí que despejaran la ventana. Volvió a entrar la luz al pequeño departamento y con la luz, mi tranquilidad. Es increíble lo bien que puede hacerte vivir en un espacio iluminado y lo mal que te hace la oscuridad.

Es como si se te apagara el espíritu, como si de pronto te hubieras quedado ciega. Por esa ventana no solo entraba cierta luminosidad, 52

sino también mi bienestar. Lo comprendí en el momento que lo perdí, no antes.

Viviendo en ese departamento me compré un auto cero kilómetro que me llevó a mis lugares de trabajo y a mis recorridos por el país.

En ese angosto espacio estudié, durante casi tres años, las asignaturas de un doctorado en lingüística. Un colega amigo me convenció de ingresar al programa. Él se retiró en el primer año, yo lo hice después, cuando me di cuenta que ese no era mi tema.

También viviendo en él, conocí a la pareja con quien conviví durante varios años.

Después de algún tiempo compré casa y me cambié de barrio.

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LA CASA DE LAS PROFESORAS

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a memoria es caprichosa, en cualquier momento te vuelve a hechos que has olvidado sin proponértelo.

Recordé que cerca de la casa de las profesoras existía un salón de baile. Mis compañeras acostumbraban ir todos los fines de semana.

Yo las observaba acicalarse y partir muy entusiasmadas. Aunque siempre me invitaron, yo me resistía a aceptar. No era mi costumbre: a un salón de baile se va acompañada nunca sola. Al día siguiente, sus comentarios eran los mismos: los hombres todos juntos en la barra 55

y ellas esperando bailar, lo que no ocurría. Y para qué van, pensaba yo. No obstante, al sábado siguiente volvían a ir y volvían las quejas.

Una sola vez decidí ir con ellas. No estaba segura de ser capaz de caminar hasta el salón de baile. Una reunión en la sede central me salvó del suplicio de estar esperando que alguien me invitara a bailar. Los tiempos han cambiado.

Ante la escasez de hombres o su indecisión, las mujeres bailas solas o entre ellas, lo importante es disfrutar los contagiosos ritmos tropicales.

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LA CASA DE CUATRO REINAS

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o era la quinta, según mi pareja. Cuatro Reinas, ese era el nombre de la urbanización (población para nosotros). La casa tenía un antejardín, cochera, living-comedor, dos cuartos, baño, cocina y patio. Estaba pegada a mis vecinos de ambos lados.

La vida es un remolino que te da vueltas como quiere, tal vez para que aprendas o para que “agaches el moño”, como decimos popularmente. Cada paso que di durante mi estadía en el extranjero, me sirvió para aprender, adaptarme y decir una y otra vez “nunca digas 57

nunca jamás”. Lo pienso ahora, porque ‘nunca’ viví en una población y menos en una casa pegada a otras. Pero ahí estaba, era mi casa y propia. Además, fue la primera vez que compartía mi espacio con una pareja. Los otros fueron encuentros y desencuentros esporádicos.

Tuve buenos momentos en ella, o mejor, casi todos fueron buenos. Tenía tres perritos: Catcher, Pitcher y Monona. Unas mascotas que me acompañaron y me divirtieron mucho.

Lo triste fue que una murió y al otro me lo robaron desde el jardín. El que sobrevivió viajó conmigo de vuelta a mi país.

En mi casa paterna siempre hubo perros y gatos. Mi madre era afecta a ellos y mi padre los toleraba. Eso permitió que mi hermano y yo fuéramos muy querendones con ellos y siguiéramos la tradición. Son seres fieles, incondicionales, que parecen comprender tus emociones, que te miran como si te hablaran.

En esa casa, conocí estupendos vecinos con 58

quienes compartí fiestas y celebraciones. Ellos me despidieron cuando ya estaba a punto de regresar a la patria. Recuerdo que en un breve y emotivo discurso, les prometí volver. Aunque en ese momento no estaba segura de cumplir, he vuelto una y otra vez, gracias a una vecina de entonces que se convirtió en mi amiga hasta hoy.

En esa casa preparé las lecciones que impartí a mis alumnos, futuros docentes. En ella recibí a mi mamá y hermano. En ella conocí a amigos de mi pareja. En ella aprendí a cocinar empanadas chilenas, yo que nunca fui aficionada a la cocina. Allí terminó mi relación afectiva, es posible que así tuviera que ser, pero en ese momento no me pareció, volver a estar sola como en un principio te hace pensar que las vidas están escritas en alguna parte, no sé dónde y que no queda otra que aceptarla. Allí preparé mi vuelta a Chile. Ya era hora: la dictadura había sido derrotada en un plebiscito. En fin, tantos hechos y experiencias que ocurrieron en esa casa, era lógico, allí viví durante tantos años.

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Un compatriota tuvo acceso a un convenio entre ambos países lo que nos permitió pensionarnos, algo impensable años atrás. Yo ejercí mi profesión durante muy pocos años en Chile, esos años se reconocieron y se adjuntaron a los trabajados allá. Así fue posible pensionarme. El resto de ese año me dediqué a seleccionar los libros, a vender todos los enseres y a eliminar todo el papelerío relacionado con la docencia, porque no me dedicaría a la enseñanza ‘nunca más’ (recuerda, “nunca digas…”).

También tuve que preparar a mi mascota: obtener un certificado de salud y una especie de pasaporte. Siempre fue un animal libre, ¿cómo entrarlo en una jaula? Ahí estuvieron mis amigos y vecinos para lograrlo. El pobre lloró hasta subir al avión. Uno quiere a esos seres tanto que sufre con ellos, pensé.

Dejé la casa de Cuatro Reinas con una mezcla de tristeza y alegría. Tristeza, porque en ella se quedaban tantos momentos que no vol60

verían y que hoy intento recordar con mucha emoción. Alegría, porque volvía a mi propio país después de tantos años, lo que significaba volver a estar en casa.

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LA CASA DE YERBAS BUENAS

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na vez más la memoria me lleva a esta casa, en particular a mi cuarto de juegos.

Un día llegó una muchacha para que ayudara en los quehaceres domésticos. La trajo su abuela desde un pueblo del interior. Prácticamente se la regaló a mi madre. Al poco tiempo, me percaté que no sabía leer ni escribir y decidí enseñarle y nos instalamos en mi cuarto de juegos. Impartirle “clases” me gustaba mucho, hacerle dictados, corregirle. No tengo idea qué metodología apliqué, el hecho fue que aprendió a leer y a escribir. Existía en esos 63

tiempos un programa llamado de alfabetización popular. Es posible que como mi padre era conocido, le vinieron a tomar examen a la alumna, un trámite para reconocer la labor de la joven profesora. Ella fue aprobada y yo recibí mi primer diploma como docente. La muchacha tenía catorce años, yo diez. El hecho se publicó en uno de los diarios locales, esto motivó a un periodista para escribir acerca de mi temprana vocación en un diario de la capital, para vergüenza y enojo mío, porque pensé que la culpable era mi mamá de tantas publicaciones. Ella siempre lo negó (anexaré el artículo).

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LA CASA DE LOS ALERCES

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i bien es cierto hubo otros momentos que volví a esta casa, por ejemplo cuando supe que mi padre estaba enfermo, en una especia de despedida, y también a ayudar al traslado de sus enseres a la nuestra, entre otros. Esta vuelta era la definitiva, al menos así pareció en ese instante.

Mi mamá ya había fallecido, solo habitábamos en ella, mi hermano y yo, sin olvidar a la gata Mimí, la perra Sultana y mi perro Catcher, recién llegado. Este último, acostumbrado a ser el azote de su barrio desde donde venía, intentó conquistar a la Sultana, fracasando una y otra vez.

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Son tantos los recuerdos que tengo de esta vuelta que no sé cómo ordenarlos. Los relataré a medida que vienen a mí memoria.

Ocupé el cuarto de mi mamá. Tenía una ventaba que daba al patio y una puerta, al parrón de la derecha. Una tarde, desperté después de la siesta, con unas tercianas como si estuviera tiritando de frío. No era posible, estábamos en febrero, pleno verano en Chile, con mucho calor. El doctor determinó que tenía una infección en el oído izquierdo. Eso significó perder algo de audición en ese oído. No me afectó mucho, porque con el derecho escuchaba perfectamente.

Al volver a mi país me di cuenta que muchas cosas habían cambiado, yo había cambiado o yo no las recordaba: en el habla se usaban términos distintos; para comprar en las grandes tiendas estaban las tarjetas de crédito, que te permitían no cancelar en efectivo sino con ellas tiempo después. Esto favoreció un consumismo desatado que dura hasta hoy. Se 66

habían instalado tiendas con ropa de segunda, casi nueva, traída desde el exterior. Allí compraban hombres y mujeres, adultos y jóvenes, sin importar el poder adquisitivo. Con ellos se había perdido la habitual elegancia, especialmente, de la mujer chilena. Era habitual vestirse de cualquier manera, lo que también ha perdurado hasta hoy.

Por mi parte, me percaté que, a pesar de estar en mi país, prácticamente no existía: no tenía identificación y carecía de la licencia de conducir. Como mi pensión venía desde el extranjero, no podía acreditar un sueldo que me permitiera solicitar, crédito o una cuenta bancaria. Todo esto me pareció tan paradójico que me aboqué a solucionarlo a la brevedad.

Es posible que me favoreciera que aún mantuviera mi nacionalidad. En la universidad donde trabajé, permitían conservarla. Terminados los trámites me sentí ciudadana chilena y dejar de ser una persona que está de paso, que no aspira a nada, excepto vegetar.

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Como eso no ha sido mi manera de ser, busqué algún quehacer. En primer lugar, me inscribí en un programa de inglés. Siempre hice cursos en ese idioma, porque soñaba con hablarlo algún día. Nunca lo he logrado y esa vez tampoco, aunque eran muy buenos, entretenidos y lo pasé muy bien.

En segundo lugar, participé en un taller de cuentos sin saber cómo se escribía uno, solo los leía. Tuve cinco guías, todas escritoras, algunas de renombre, quienes me enseñaron los trucos de este género literario, el más difícil de todos. Fue una magnífica experiencia que me ha servido hasta hoy, aunque me faltaba un largo camino por recorrer.

El tercer paso fue el más atrevido que di hasta ese momento: postular a un Magister en literatura. Hacía veinte años que no me dedicaba a ella y no tenía el promedio exigido.

Así todo me presenté a la entrevista ante un grupo de académicos, cinco o seis, que me sometieron a diferentes preguntas. No recuerdo 68

cuáles ni tampoco mis respuestas. No deben haber sido tan disparatadas, porque permitieron matricularme. Ahora pienso que como era mayor pensaron «dejemos a esta viejecita, no llegará hasta el final». Algo así como un acto de misericordia.

Sin embargo, se equivocaron. En la casa de Los Alerces estudié y preparé cada asignatura, con dificultad, con momentos de abandonarlo todo, dos años a tiempo completo.

Eso me recuerda cómo eran los inviernos y los veranos en esa casa. Volví a fines de año, en verano, para aclimatarme, pensé entonces.

En Santiago el calor es intenso y seco, lo que lo hace insoportable. Nuestra casa en su interior, fresquita, muy agradable, mientras afuera el calor te sofoca. Pasé los primeros meses del año siguiente encantada con el frescor interior.

Llegó el otoño y luego el invierno, no estaba preparada. Viví en el norte del país y en centroamérica donde el frío es casi inexistente. Acá conocí las estufas y los baños de agua caliente, 69

y la frialdad de la casa, lo que se enfrentó con una estufa en cada habitación. Esta situación de extremos, adentro y afuera, la soporté los dos años de mi estudio.

Recuerdo que estaba recién llegada, tuve un resfrío tan fuerte que creí que me moría y no es un decir. Una tarde me senté frente a la chimenea donde crepitaban unos troncos que daban un acogedor calorcito. Al poco rato de disfrutarlo, el fuego pareció disminuir. Me levanté y fui hasta la bodega a buscar más leña.

El brusco cambio de temperatura me llevó a la cama por varios días. Todo fue por mi falta de experiencia. Debo cambiar de ciudad donde el clima sea más benigno, pensé.

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LA CASA DE SAUCACHE

H

ay hechos que una cree olvidados o quizás los quiere olvidar y los guarda celosamente en algún rincón de la memoria para que no afloren, pero esta te los trae cuando menos lo piensas.

Así ocurrió con estos recuerdos que voy a relatar.

Un día, no estoy segura qué año, empecé a sentir molestias estomacales. No le di importancia, porque las sentía siempre. No obstante, estas eran distintas y muy persistentes. Decidí consultar a un médico, un internista, de esos 71

que saben de todo. Después de examinarme, dio su diagnóstico: ¡estaba embarazada!

La sorpresa me impidió reaccionar en ese momento. Al salir de la consulta, camino a casa, sopesé la situación. No estaba preparada para tamaña responsabilidad y una mezcla de egoísmo (era libre como un pájaro y quería seguir siéndolo) y temor (la opinión de mi madre aún me pesaba), me llevó a tomar la decisión.

Eran otros tiempos, nadie te acusaba de nada y existían médicos que hacían el trabajo en la mayor asepsia e impunidad.

Muchas veces pensé si hice bien o mal, no con un sentimiento de culpa, sino con ese, qué hubiera ocurrido si… y eso es todo y el pensamiento vuelve a sumergirse hasta que la memoria te la trae, como ahora. Otras muchas he dudado si realmente ocurrió, pero la persona testigo del hecho falleció hace tiempo y no puede corroborarlo o no. Hoy pienso si él, mi amado de entonces, lo hubiera sabido, ¿la situación habría cambiado? Pero las oportuni72

dades no vuelven, solo los recuerdos para que no olvides.

Hoy existen opiniones tan opuestas, que el aborto es un crimen, por un lado; la mujer es dueña de su cuerpo, por otro, pienso que esta decisión es tan personal y tan íntima que el ideal es tomarla en pareja, así la carga no es tan pesada. El problema es realizársela en forma clandestina, porque ahí se corre un gran riesgo. Felizmente en nuestro país hay leyes que favorecen estas situaciones, por cierto aprobabas con la férrea oposición de los grupos tradicionales.

El segundo hecho ocurrió el 11 de septiembre de 1973.

Hacía poco que estaba incorporada a la universidad con el fin de impartir clases de literatura. Me encontraba en mi casa preparando un curso sobre Juan Rulfo y el cuento social hispoamericano. Hasta entonces trabajaba en un colegio local, ser docente universitaria era para mí un gran compromiso como también 73

para con mis estudiantes. En la radio se había interrumpido la música y alguien hablaba. Al poner atención, me di cuenta que se trataba de un bando de la Junta Militar, que había derrocado al gobierno democrático, instalando la dictadura que duró dieciséis año y cambió tantas vidas, entre ellas la mía. Esto me obligó a viajar al extranjero a buscar mejores expectativas, porque la dictadura me las negó por razones ideológicas.

74

LA CASA DE LOS ALERCES

E

n el patio aún estaba la higuera dando sus exquisitos frutos. Mi mascota no los conocía y desde que los probó no dejó de engullirlos, seguramente supo saborear su dulzor.

La higuera ahora estaba rodeada de árboles frutales. Recuerdo un damasco cargado de frutos. Fue la primera vez que me atreví a cocinar una mermelada. Mi madre era la experta, yo nunca había hecho hasta entonces. Después seguí con las ciruelas y es posible que con los higos, no estoy tan segura. De lo que sí estoy segura es que me quedaban muy ricas. Mucho 75

después aprendí a hacer dulce de membrillo, no seguí haciéndolo después que una de las fuentes se llenó de hongos.

Dos hechos tristes ocurrieron en la casa de Los Alerces. Primero falleció la Mimí en medio de fuertes quejas. Luego mi perro enfermó de cáncer y hubo que dormirlo para que no siguiera sufriendo debido a su metástasis. Nunca se quejó y eso hasta hoy me apena mucho al pensar lo valiente que fue. ¡Mi pobre Catcher, mi compañero de tantos años!

Anteriormente me referí a mis estudios de Magister. Tenía pendiente la tesis, requisito para graduarse. Antes de dejar la capital, contacté a un académico, doctor en literatura, para que fuera mi profesor guía en el desarrollo de mi tesis de magister. El tiempo me confirmó que no pude elegir mejor.

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EDIFICIO LOS AROMOS

F

inalmente, vendimos la casa de Los Alerces a muy buen precio, porque el avalúo fue alto. Mientras mi hermano compró departamento y se quedó viviendo en la capital, yo me vine a vivir a Viña del Mar, “la ciudad bella”. La región tenía buen clima y un desarrollo cultural que había que aprovechar.

No conocía a nadie, excepto a Hugo, sí, el mismo a cuya pensión llegué en el norte y a un matrimonio también de aquellos tiempos. Sin embargo, poco a poco fui conociendo gente debido a las actividades en las que me involu77

cré. Cuando empecé a encontrarme en la calle con gente que me saludaba, al principio me sorprendí, pero como cada vez fue más frecuente, dejó de llamarme la atención. Hoy eso es muy habitual, me satisface saber que en los años vividos aquí se han ido estrechando lazos muy importantes para el desarrollo de la convivencia diaria.

Hugo me acompañó a buscar departamento. Después de mucho recorrer, llegué al edificio Los Aromos, ubicado en pleno centro de la ciudad. También me acompañó a comprar todo lo necesario para instalarme en él. Siempre agradecí su solidaridad: los primeros días almorcé con él y su esposa y, siempre preocupado de mí, me llamaba por teléfono para saber cómo había amanecido. Estos gestos se agradecen en especial cuando una no conoce a nadie y se siente como extranjera en un lugar donde recién llega. Años después volvió al norte, su ciudad natal. Me hizo falta su presencia, como ha ocurrido con tantos amigos y amigas que han partido.

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El departamento estaba en el tercer piso, sin ascensor, yo estaba en buena forma así que no tuve problemas… al principio. Un día me dio un gran dolor en mi columna y tuve que quedarme en cama, imposible bajar y subir los tres pisos.

Me gustaba el barrio, había de todo: pastelerías, panadería, fruterías, peluquerías, fotocopiadoras, un centro médico, hasta una comisaría. De todo se encontraba allí y todo de buena calidad.

El departamento tenía tres habitaciones, dos baños, living-comedor y cocina. Sé que tenía esas dependencias, pero no recuerdo muy bien su distribución. Por ejemplo, no sé dónde estaba mi dormitorio, uno de los baños y la cocina. En cambio, sí me acuerdo que en la entrada había un cuarto y un baño y al fondo otro. ¿Dónde estaban mi dormitorio, mi baño y la cocina? Imposible recordarlos, borrados completamente. Jugarretas de la memoria, digo yo. Ahí recibí a una amiga y su hijo, ahí 79

me junté con amigos, ahí empecé a redactar mi tesis y a viajar a la capital a reunirme con mi profesor guía.

Recuerdo que una mañana revisé los mensajes en mi teléfono (solo tenía un teléfono y este los grababa). Me encontré con la voz de un amigo que decía venir a verme con su esposa. Le comenté a Hugo y él siempre dispuesto, se ofreció para prepararme el almuerzo. Yo encantada, porque lo sabía estupendo cocinero. No recuerdo todo lo que cocinó, siempre lo hizo en grande, lo que sí tengo clarito es la fuente con pollo que estaba en el centro de la mesa. Y empezamos a esperar a mis amigos.

Como la hora pasaba y no llegaban, decidí llamar. Mi amigo estaba en su casa y no tenía intenciones de venir. Revisé la grabación, me había equivocado de fecha. El sabroso almuerzo lo disfruté varios días.

Gracias a los contactos de una sobrina de Hugo, llegué a impartir talleres de relatos dependientes de la Municipalidad. Fue una ex80

periencia increíble. Se reunió un grupo de adultos mayores, casi todas mujeres y un par de hombres que permanecieron poco tiempo.

Trabajé con ellas durante tres años. Les llevaba textos de narradores y poetas y ellas escribían recuerdos, vivencias, anécdotas. Esto nos servía para conversar y discutir las distintas opiniones. Tengo tan buenos recuerdos de esos momentos. Aún mantengo contacto con una de las señoras y su hija. Todo tiene su ciclo, al cabo de los tres años el grupo se dispersó.

Sin embargo, quedó un folleto de cada uno de esos años donde las señoras estamparon sus creaciones. Posteriormente, impartí, por poco tiempo, otros talleres donde las asistentes escribieron interesantes narraciones. Debo reconocer que nunca me había planteado la posibilidad de desarrollar talleres de literatura, pero necesitaba hacer algo que me sirviera contactarme con el ambiente. Además, debo agradecer las enseñanzas que recogí de las escritoras a cuyos talleres asistí y que me sirvieron para organizar los propios.

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El tiempo avanzaba y yo me sentía muy a gusto en mi nuevo lugar de residencia. Estaba conforme con el barrio, con la gente que estaba conociendo y con el departamento donde vivía. Pero tanta belleza no podía durar demasiado tiempo. Una tarde, recibí la llamada de la hija de la dueña: «necesito que deje el departamento, mi mamá debe irse para allá, porque aquí le afecta el frío de Los Ángeles». Escuché espantada sus palabras a través del teléfono.

Nada podía hacer sino buscar dónde trasladarme. Ahora estaba sola, sin Hugo para que me apañara. Fui a una empresa de corredores de propiedades en la calle principal de la ciudad.

Ellos encontrarían algo, y así fue. A los pocos días todo estaba arreglado y yo me cambiaría en cuanto el actual arrendatario se fuera. Sin embargo, las cosas se complicaron. El arrendatario postergó su partida y mi arrendataria optó por posponer su venida. Ante la disyuntiva no sabía si quedarme y desestimar el contrato con el nuevo arrendamiento o quedarme en el que estaba. Pasé por momentos muy di82

fíciles y no tenía a quién consultar. Un sueño me aclaró las cosas y no me cambié, permanecí en el departamento donde ya casi cumplía dos años. Puede parecer poco verosímil, pero no fue la primera ni sería la última vez que los sueños me ayudaron en mis decisiones. Hubo otros que se adelantaron a situaciones. Participé en un par de talleres que me permitieron comprender este mundo tan misterioso e insondable y a veces ser capaz de interpretar sus mensajes.

En el intertando seguía desarrollando mi tesis. Había escogido analizar una novela de un autor costarricense, país donde permanecí mis dieciséis años de exilio. El texto relataba la llegada de Hernán Cortés a México, narrada desde el punto de vista de un indígena. Con el acertado apoyo de mi profesor guía, logré hacer un buen trabajo que me permitió obtener el grado de Magister, era el año mil novecientos noventa y ocho.

Con la traumática experiencia que tuve con 83

mi arrendataria, ya era el momento de cambiarse a uno propio. Con un par de amigas y mi futuro abogado, empezĂł la bĂşsqueda.

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LA PENSIÓN DE LA SEÑORA MARINA

U

na circunstancia actual (el repentino fallecimiento de una amiga), me hizo retroceder en el tiempo y volver a esta pensión que la tenía olvidada.

La señora Marina era una mujer de cierta edad, muy blanca y robusta. Llegamos, mi amiga Margarita y yo, después de dejar la pensión del chino Ly. Alguien debe habernos dado el dato y, como se trataba de dos profesoras, nos aceptó de inmediato.

Se entraba por un pasillo, con habitaciones a un lado y luego se llegaba al patio donde se85

guía la hilera de cuartos. El mío era el último de material sólido, el resto estaba hecho con cholguán. Eso no era problema, porque en la nortina Arica nunca llovía. Pero un día sí llovió y las goteras inundaron las pequeñas habitaciones. Eso ocurrió en toda la ciudad, no estaba preparada, con sus precarias construcciones una leve lluvia lo inundaba todo, casas y calles.

En esa pensión conocí a mi pololo Alex y a su amigo camionero que llegaba de sus viajes trayéndome los últimos discos publicados.

También llegó un tipo alto, rubio, muy bueno para contar chistes, a medida que los decía los representaba y ahí estaba su gracia. Me decía «cómo vas, Segovia», porque en ese entonces yo cargaba una guitarra, recién estaba tomando clases que después abandoné como tantas cosas que he empezado en la vida y no he terminado.

Allí conocí también a otra profesora de castellano recién contratada en la universidad y a 86

una hermosa joven que entraba a estudiar su primer año universitario.

No puedo dejar de recordar a la señora María y sus jugosas empanadas de horno muy difíciles de superar y a su ayudante, una muchacha boliviana, que cuando la dueña de casa caía en cama, nos decía «está con el nervio». Nunca supimos qué significaba exactamente eso.

Recuerdo que la pensión tenía un único baño muy grande. No sé cómo nos turnábamos para usarlo. Otra experiencia a la que tuve que adaptarme fuera de casa.

Vivir en pensión tiene, creo yo, muchas situaciones favorables. Por ejemplo, se conoce y se comparte con una gran variedad de personas; se aprende a tolerar las opiniones y costumbres de otros. En el momento que viví en ellas, era muy joven, sin las exigencias y comodidades que se van adquiriendo con el paso de los años.

En una de mis visitas a Arica pasé por el frente de la casa, la puerta estaba cerrada y no 87

habĂ­a rastros de la pensiĂłn. De todos modos fue muy bueno recordar mi estancia en ella.

Un hito importante en mi largo recorrido habitacional.

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EDIFICIO CUMBRE DEL ALBA

D

esde que entré a este departamento me encantó, porque tenía una vista espectacular al mar, mi querido mar, con su azul profundo y su horizonte infinito, en cuyas aguas navegué a propósito de viajes que se organizaron. Aquí tengo que vivir, pensé, y ahí me quedé por otros dos años. Ya estoy llegando al término de este recorrido que empecé allá cuando tenía dos años y que pensaba sería el final.

El departamento, uno de los pequeños, tenía living-comedor, cocina, un cuarto, dos baños y 89

un dormitorio en suite, llamado así porque la habitación y el baño están separados del resto por una puerta. Supongo que lo inventaron los profesionales de la construcción. Fue otra de las novedades que encontré al regresar al país. La vista al mar me obnubiló a tal punto que no eché de menos que no tenía ni siquiera un pequeño balcón donde tender ropa. Pero el sol llegaba a raudales y eso me agradaba.

Sin embargo, las continuas visitas me hicieron ver que necesitaba más espacio. Cambiarse una vez más ya parecía un vicio, así que pensé que debía permanecer ahí, porque estaba a gusto en él, además, pertenecía al comité de propietarios y eso me permitía cuidar del edificio y sus dependencias.

No obstante, el destino determinó otra cosa.

En el costado, en la acera contraria, empezaron a construir un edificio. Tuve que acompañar a una amiga que quería comprar uno y visitar los distintos departamentos, eso, finalmente, me ayudó a tomar la decisión.

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EDIFICIO PUERTO WILLIMS

T

odos los que entran a este departamento, al igual que yo, opinan que es cómodo, amplio y con la vista al mar que se observa desde una gran terraza. Aparte de todo ello, ahora tengo mi escritorio donde trabajo regularmente mis libros. También tiene una piscina que me permite disfrutarla durante los meses de verano.

Llevo viviendo en él varios años (unos quince, me parece) y no tengo intenciones de abandonarlo… por el momento. A mi edad, no es posible asegurar nada. La vida es demasiado 91

impredecible y los humanos, muy vulnerables, no sabemos cómo será nuestro mañana. Así que hoy vivo en él, eso es lo único válido.

En este departamento ocurrieron hechos muy relevantes para mí. Cuando regresé al país, después de mi estadía obligatoria en el extranjero, viviendo en la capital, participé en talleres de cuentos. Había escrito algunos y estimé necesario publicarlos.

Durante el año 2004, ingresé al Círculo de escritores de la V Región. Los socios de entonces fueron mi público en esa mi primera presentación. Una ceremonia muy sencilla, pero muy apreciada por mí. No obstante, desde siempre quise escribir una novela, pero no sabía cómo se escribía una. El destino me deparó la oportunidad y me contacté con un joven escritor que impartía talleres de narrativa, novelas entre otras. Bajo su atenta e inteligente asesoría empecé a escribirla, con momentos difíciles, pero que terminaron con su publicación final. Con esta primera novela me di por 92

satisfecha, no necesitaba más. Pero nuestro trabajo ha continuado durante los siguientes años: adaptamos mi tesis al formato de ensayo, dos libros de cuentos y microcuentos, una autoficción y una última novela. Seguimos trabajando en un libro de cuentos, una novela y unas memorias. Escribir es una actividad que disfruto grandemente. Espero seguir haciéndolo hasta que la vida y la lucidez me lo permitan, con el apoyo incondicional de mi amigo escritor.

93

PALABRAS FINALES

A

l terminar de escribir acerca de las vivencias que he recordado, concluí que Recordar es un ejercicio maravillo y muy entretenido. Es interesante cómo al evocar los lugares, van surgiendo las remembranzas que una creía olvidadas.

La memoria es un recurso que sorprende, porque no es lineal, al menos eso es lo que se piensa. Por eso es que en el relato hay momentos que vuelvo atrás, porque la memoria así lo requiere.

Todo lo que se narra en el texto es real, en 95

la medida que la memoria me permitió reconstruirlos y en eso reside su valor: ser capaz de no esconder nada, aunque nos cueste decirlo.

Lo vivido en distintas épocas, me dio la oportunidad de hacer algunas modestas reflexiones, tal vez para justificar algunos hechos o afianzar otros.

Por último, debo aclarar que en su mayoría viví en casas. Sin embargo, también permanecí en pensiones y departamentos. En todos ellos los recuerdos también afluyeron.

96

ANEXO

NOTICIAS DEL DÍA

Maestra precoz *

Felices aquellos a quienes la vocación se les

presenta en hora oportuna de la vida en forma de un impulso irrefrenable, y en condición al más escondido temperamento. Ya se sabe que el niño que ansía para Navidad un rompecabezas, tendrá que ser ingeniero; el que solicita una colección de cuentos de Calleja –todavía existen- ha de ser un literato; el que pide una imagen de la Virgen o San Pancracio, habrá de tender al sacerdocio, y el que se afane por un casco prusiano y una espada de latón, tendrá que terminar en soldado. Estos afanes de la niñez adelantan el conocimiento de la vocación, 99

sino en forma definitiva, por lo menos con cierta seguridad hipotética que suele ser siempre comprobada con el correr de los años.

Pero a ningún niñito o niñita se le ha ocurrido en su más tierna edad, enseñar al que no sabe e iluminar el espíritu de otros niños mayores, como perfeccionados maestros. El preceptor antiguo, raído, magro, y blanco de la hilaridad piadosa, no era sino la encarnación de una vocación que se hizo carne en sus primeros años. Aunque tuviera un “chaqué” raído, los dedos llenos de tinta, usara unos quevedos empañados, muchas veces empañados por la lágrimas, fue, porque ya no lo es por desgracia o por ventura, la formal representación de una voluntad pedagógica que se había iniciado en la infancia. ¡Cuántos preceptores no tuvimos a quienes miramos sin miedo y con ternura! Pero ya no están, ya no son. A uno, el de caligrafía, le llamábamos Metifogo. Era bueno como el pan. Nos decía que nació siendo maestro. ¿Cómo no enternecerse, entonces, ante 100

aquella niñita de Copiapó, alumna del Liceo de Niñas, que está en sexta preparatoria, y que acaba de recibir un diploma de honor del Cuerpo Cívico de Alfabetización, por haber enseñado a leer a una niña mayor que ella, en las horas que disponía para sus juegos y descanso? Silvia Neira Lermanda, es ya maestra, y maestra de perfecciones. A sus cortos años ya sabe de las delicias de trasmitir el conocimiento, a dar luces a los cerebros oscuros, de ofrecer el pan del espíritu a los que han tenido hambre de reciprocidad en las honduras del alma. Ya sabe Silvia Neira que no podrá equivocarse en su vocación, tragedia de tantos que nunca hemos sabido cuál era la nuestra, y que solo servimos para hacer estas pequeñas cosas que viven en “el espacio de una mañana”. ¡No podría, esta pequeña maestra precoz y adivina de la tortura humana, tantas cosas que no sabemos! Ya lo hará algún día con otros seres, si la existencia no le tuerce el venturoso camino de tan noble dedicación. Ahora, ya abierto los ojos del alma de una niña mayor que ella; mañana derramará 101

paz, confianza, ventura interior y fortaleza del espíritu en quienes no habrán de olvidarla ¿No empezaría así la divina Gabriela? ─B. *Artículo aparecido en 1949

102

Índice

Las casas en mi historia

|7

La casa de Yumbel

|9

La casa de Yerbas Buenas

|11

La casa de Picarte

|17

La casa de Domínica

|19

La Pensión del Chino Ly

|21

El edificio Lastarria

|25

La casa de Saucache

|29

La casa de Yerbas Buenas

|31

La casa de Saucache

|33

En el internado |35 La casa de Los Alerces

|39

La casa de amigos chilenos

|43

La casa de las profesoras

|47

El edificio Los Ángeles

|51

La casa de las profesoras

|55

La casa de Cuatro Reinas

|57

La casa de Yerbas Buenas

|63

La casa de Los Alerces

|65

La casa de Saucache

|71

La casa de Los Alerces

|75

Edificio Los Aromos

|77

La pensión de la señora Marina

|85

Edificio Cumbre del Alba

|89

Edificio Puerto Williams

|91

Palabras finales

|95

Anexo |97 Noticias del día |99

C O L O F Ó N Un libro es más que un objeto, es todo un mundo.

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de la imprenta Emergencia Narrativa en Valparaíso.

En el interior se utilizarón las fuentes Garamond, Georgia, Chaparral Pro y Minion Pro, sobre papel bond ahuesado de 90 gramos.

La portada fue impresa en couché de 300 gramos, termolaminado opaco.

Se imprimieron 100 ejemplares.