Revista Número 71

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decirte, estimado Alejandro, que hay una diferencia trascendental entre querer ser escritor y querer escribir. Estimo que quien va por buen camino pone el énfasis en la acción –escribir– y no en el resultado –ser escritor–. ¿A qué me refiero?, te preguntarás. Quien quiere escribir se obliga a permanecer recluido, solo, enfrentado a la palabra y a la tradición, a la duda, mientras quien quiere ser escritor se mostrará en cuanta vernissage literaria se programe. El trabajo de quien escribe es duro y regala pocas satisfacciones. Lo dijo mejor de lo que yo podría decirlo el editor norteamericano Lewis H. Lapham: «En el gueto de la vida literaria el dinero es poco, el alojamiento sencillo, el círculo de amistades necesariamente limitado (como el de un club canino o de motociclistas), la conversación paranoica, la gente casi nunca bella». Revisa tus prioridades, Alejandro. ¿Buscas el reconocimiento que procura poner en las tarjetas de los hoteles, frente a «Profesión», la categoría de «Escritor», o buscas trabajar pacientemente con las palabras durante años, recluido en tu casa con disciplina, para llegar a algo que se acerque al arte literario? Repasa en el fondo de tu pensamiento cuáles son tus ambiciones. Creo que, en últimas, ninguna vale más o menos que otra, la cuestión es tener claras las propias. En los relatos de tu libro noto que has leído a los autores canónicos del género: Poe, Chéjov, Maupassant, Borges, Cortázar, García Márquez, Onetti, Ribeyro, Rulfo... Conoces el género, y eso es importante. Parece un comentario dictado por Perogrullo, pero no: te sorprenderías con la cantidad de personas que quieren escribir poemas sin leer poemas, de novelistas que apenas han leído dos docenas de novelas en su vida, de cuentistas que no reconocen la prosa de Chéjov o una trama de Poe. Y cuando digo leer no estoy pensando en una tumbona o una hamaca, sino en un destornillador y una llave inglesa: quien quiere escribir instala a su lado un cuaderno de notas. Quien quiere escribir relee, repasa, pregunta, conecta, discute. Quien quiere ser escritor –y aquí insisto en la diferencia– se puede contentar con leer solapas y novelas de temporada. Noto asimismo que no eres muy afecto a leer poesía. La prosa que no está sostenida –podría decir: ani-

mada– por la poesía se reconoce a primera vista, y no es amor lo que despierta sino cansancio. Conoces la importancia que le concedo a la poesía porque estuviste en mi curso, y recordarás que iniciábamos cada sesión con la lectura de un poema y un par de comentarios al margen sobre el autor y la pieza. Quería con ello invitarlos a leer poesía, a conocerla. Veo que no atendiste esa señal. Mis actuales estudiantes tampoco: incluso escucho a algunos –de los que quieren ser escritores, como tú en esos tiempos– vanagloriarse de que no leen poesía. En justicia debo agregar que nunca oí salir de tu boca esa pamplina, simplemente eras indiferente al asunto. La lectura permanente de poesía, querido Alejandro, regala economía, mesura, oído. Anima a la asociación inteligente, al adjetivo inesperado. Quien lee poesía de manera frecuente termina por conocer el valor de cada palabra, pero todavía más: conoce la música que esa palabra produce cuando se combina con otras en armonía. La música se pega de manera inevitable, apreciado amigo. Oye la música de la poesía. Tener claro qué se quiere: si escribir o redactar, si escribir o ser escritor. Conocer y honrar la tradición: puedes quebrarla, moverla, intentar tumbarla –como veo que quieres hacer en algunos de tus relatos–, pero hay que conocerla. Hay que conocer a los maestros, reconocerlos, releerlos. Buscar la poesía, leerla mucho, leerla siempre. Esos tres, creo yo, mi querido Alejandro, son fundamentos irrenunciables si quieres prosperar con seriedad en ese oficio tan poco agradecido. Lo demás es negociable: que una frase vaya así o asá, que una palabra sobre o falte, que una coma pueda ponerse o quitarse, que el último párrafo quedaría mejor como primero, que un protagonista se desvanece y no debería: todo eso es modificable. Para ello te será de mucha ayuda contar con un lector quisquilloso, franco, atento, que te diga por dónde vas bien, que te señale las rugosidades de tus escritos. Me ofrezco a servirte de apoyo a partir del momento en que recibas esta misiva. Tu amigo siempre, Emiliano Ramón

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