Revista Número 71

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a longue durée es una expresión utilizada por los historiadores de la Escuela de los Annales para señalar una aproximación que les da prioridad a las estructuras históricas a largo plazo sobre los eventos a corto plazo. La frase la acuñó Fernand Braudel en un artículo publicado en 1958. Básicamente, estos historiadores sostenían que la escala temporal a corto plazo es del dominio de cronistas y periodistas, mientras que la longue durée se concentra exclusivamente en estructuras permanentes o de lenta evolución. Así, con los giros y reveses de cualquier sistema económico, que parecerían grandes cambios a la gente que los vive, subyacen «viejas actitudes de pensamiento y acción, marcos resistentes y persistentes, a veces contra toda lógica», escribió Braudel. Un derivado importante de esta investigación es el trabajo de la escuela de Análisis de Sistemas Mundiales (wsa1), con Immanuel Wallerstein y Christopher Chase-Dunn, que se enfoca igualmente en estructuras a largo plazo, como el capitalismo. El «arco» del capitalismo, de acuerdo con wsa, es de cerca de 600 años de duración, desde 1500 hasta 2100. Es nuestra particular (des)ventura estar viviendo el comienzo del fin, la desintegración del capitalismo como sistema mundial. Este fue principalmente el capital comercial en el siglo xvi, evolucionó hacia el capital industrial durante los siglos xix y xx, y luego se transformó en el capital financiero: dinero creado por el dinero mismo y por la especulación con divisas, en los siglos xx y xxi. La última vez que ocurrió un cambio de esta magnitud fue durante los siglos xiv y xv, cuando el mundo medieval comenzó a desintegrarse y luego

lo remplazó el moderno. En el estudio clásico de este periodo, El otoño de la edad media, el historiador holandés Johan Huizinga describió la época como de depresión y agotamiento cultural –como la nuestra, no muy divertida–. Una de las razones para esto es que el mundo está, literalmente, al borde de un abismo (descrito en forma brillante al final de La tempestad, de Shakespeare). Lo que se espera es básicamente desconocido, y tener que soportar esa ignorancia durante mucho tiempo resulta bastante aburrido. Lo mismo sucedió durante el colapso del imperio romano (de cuyas ruinas surgió lentamente el sistema feudal). Estaba divagando sobre esto la semana pasada cuando me topé con un notable ensayo de Naomi Klein, «Capitalismo vs. clima» (The Nation, 28 de noviembre de 2011). En lo que parece ser un cambio radical en ella, regaña a la izquierda por no entender lo que la derecha percibe correctamente: que todo el debate sobre cambio climático es una seria amenaza para el capitalismo. La izquierda, dice ella, quiere suavizar sus implicaciones, desea dar a entender que la protección ambiental es compatible con el crecimiento económico, que no es una amenaza para el capital o el trabajo. Quiere llevar a todos a comprar un carro híbrido, por ejemplo (lo que personalmente comparo con el cheesecake dietético), o utilizar bombillos más eficientes, o reciclar, como si esas medidas fueran adecuadas para la situación. Pero la derecha no se engaña: ve en el Verde al caballo de Troya del Rojo, en su intento de «abolir el capitalismo y remplazarlo con una clase de ecosocialismo». Considera –de manera correcta, por demás– que las políticas sobre calentamiento global son, inevitablemente, un ataque al Sueño Americano2, a la totalidad de la estructura capitalista. Así mismo, Larry Bell, en Clima de corrupción, argumenta que la política ambiental consiste esencialmente en «transformar el modo de vida americano de acuerdo con el interés de la distribución de riqueza global», y el bloguero británico James Delinpole anota que «el ambientalismo moderno fomenta exitosamente muchas de las causas queridas de la izquierda: redistribución de la riqueza, mayores impuestos, mayor intervención y regulación estatal».

1. Por la sigla en inglés de World Systems Analysis (nota del traductor).

2. En este artículo, América se refiere a Estados Unidos de Norteamérica (nota del traductor).


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