Medianera

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el patio, la terraza y le aseguraron que no había ningún

intruso escondido. “¿Desconfía de alguien? ¿Tiene enemigos?” la interrogaron. Fany no quería que los oficiales sospecharan del motivo de celos de Ana María. “¡No, por

supuesto! No le encuentro explicación” les aseguró. Los oficiales tampoco. Solo le recomendaron a Fany que cargara crédito a su celular, para llamarlos si algo raro ocurría.

La casa terminó sitiada y Fany tan encarcelada como

Ángel. La mañana siguiente al ataque, Fany llegó a caminar hasta el medio del patio. Pensó que todo había

terminado, pero entonces sintió el disparo, nuevamente

junto a su pie. Corrió al interior asediada por nuevos tiros. Ángel sabía que, si lo hubiese deseado, Ana María ya ha-

bría acertado. Pensó en quién estaría cuidando a los hijos, mientras la madre se dedicaba a esas tareas, o qué había sido de ellos. Le costaba entender cuál era el objetivo de su

esposa. Aunque, fuera cual fuera, estaba teniendo resul-

tado. Fany estaba lastimada; su relación, interrumpida; y, desde el primer disparo, Ángel no había podido recibir ningún tipo de atención: ni agua ni comida, por no hablar

ya de afecto. Realmente se sentía hambriento. Fany intentó arrojarle una fruta desde la ventana, que rodó hasta unos pocos centímetros de la celda. En cuanto la mano de

Ángel se asomó entre los barrotes, un disparo reventó la

naranja en mil partes. Los restos de la fruta atrajeron más insectos de los que ya había en la cárcel por la falta de higiene. Ángel odiaba por encima de todo a las moscas que se le pegaban al cuerpo sudoroso. Y los nervios lo hacían transpirar aún más.

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