El diván victoriano

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Título de la edición original: The Victorian Chaise-longue Primera edición en inglés, 1953 Primera edición en español, 2012 © Jonathan Howard and Lydia Howard, 1953 © Fiordo, 2012 Tacuarí 628 (C1071AAL), Ciudad de Buenos Aires, Argentina correo@fiordoeditorial.com.ar www.fiordoeditorial.com.ar Diseño de cubierta: Pablo Font Maqueta: Diana de la Fuente ISBN 978-987-28386-0-7 Hecho el depósito que establece la ley 11.723

El diván victoriano de

Marghanita Laski

Martín Schifino traducción

Impreso en Argentina / Printed in Argentina Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Laski, Marghanita El diván victoriano. - 1a ed. - Buenos Aires : Fiordo, 2012. 128 p. ; 20x13 cm. Traducido por: Martín Schifino ISBN 978-987-28386-0-7 1. Narrativa Inglesa. 2. Novela. I. Schifino, Martín, trad. II. Título CDD 823 Fecha de catalogación: 11/07/2012

Fiordo ·  Buenos Aires


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Muero en mi muerte y en las muertes de quienes me suceden. T.S. Eliot


—¿Me da su palabra de honor —dijo Melanie— de que no voy a morir? El doctor dijo: —Es una tontería pedirme algo así. Por supuesto que vas a morir, y yo también, y Guy también, y a la larga incluso Richard. Lo que en realidad me preguntas es si pronto vas a morir de tuberculosis, y la respuesta es que no, aunque no te doy mi palabra de honor. Melanie se incorporó del nido de almohadas. —¿Por qué no? —insistió—. ¿Por qué no quiere hacerlo, si está tan seguro? —Recuéstate —dijo el doctor con severidad. Esperó hasta que ella se hundió obedientemente en las grandes almohadas cuadradas, cuyas fundas de lino brillaban apenas con el lustre que las buenas lavanderías aún le sacaban a la buena ropa de cama, confiriéndole un pálido resplandor

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rosado a la cara linda y pálida de Melanie, enmarcada en un cabello rubio de suavidad infantil—. Si no dejas de saltar de un lado a otro… —dijo él, fingiendo reprobación—. ¿Te sorprende que no te haga ninguna promesa? Pero Melanie se sintió más segura en su nido con la sonrisa del doctor. También le sonrió, para transmitirle que lo quería y que confiaba en él, y el doctor se preguntó una vez más por qué la sonrisa de Melanie siempre parecía invitar delicias que, estaba seguro, ella nunca había conocido. —Hace mucho que no te veo sonreír así —dijo; sí, hacía mucho, ahora que lo pensaba, desde que… —Ahora me puedo dar el gusto de sonreír —dijo Melanie—, sabiendo que no voy a morirme. —Pero no pudo evitar que su voz se alzara en un tono interrogativo al final de la frase. El doctor suspiró. —Si hubiera sabido que ibas a armar semejante escándalo porque un solo análisis dio bien —dijo—, no te habría dicho nada. —Arrimó de un tironcito la silla a la cama y por centésima vez calculó mal su peso; irritado, se preguntó por qué Guy nunca le había dicho a Melanie que, por muy lindas que quedaran las sillas de papel mâché con incrustaciones en el dormitorio de una dama, los caballeros que la visitaban querrían sentarse en algo un poco más sólido—. Escúchame con atención —dijo—. Como te has portado muy bien, pudimos contener lo que habría podido ser un ataque muy grave, y si te das tiempo para recuperarte del todo y te supervisamos atentamente, no hay motivo para pensar que vuelva a ocurrir algo similar. —¿Ni siquiera si tengo otro bebé? —preguntó Melanie.

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—En fin, en tu lugar no tendría muchos —dijo el doctor con cautela—. Pero, como sabes, el mal estaba al acecho antes de que encargaras a Richard. No creo que se hubiera propagado tan rápido si no te hubieras quedado embarazada, aunque, claro, habría podido declararse en cualquier momento. —Pero tuve suerte de que la enfermedad esperara tanto, ¿no? —dijo Melanie, sonriendo de nuevo. —Mucha suerte —dijo el doctor, con voz seria. Era mejor que Melanie nunca comprendiera del todo la suerte que había tenido al arriesgarse a continuar con el embarazo; la mancha sospechosa se había vuelto activa solo después de que el bebé fuera viable, por lo que la inducción que practicaron de urgencia le había dado un hijo sano. —Pero eso fue, déjame ver, hace solo siete meses —dijo, siguiendo el hilo de sus pensamientos más que la conversación—. De ahora en más y por un buen rato, nada de ajetreo. Vamos a pasar el verano en tanta paz y tranquilidad como sea posible y, en cuanto empiece el mal tiempo, te vas a Suiza con tu esposo para que te cuide como es debido. —Y con Richard —dijo Melanie, que aún dudaba si lo no dicho debía ser considerado con temor o desconfianza. —Y con Richard —concordó el doctor—. ¿A la niñera la ilusiona ir a vivir en medio de extranjeros? —La enfermera dice que sí —dijo Melanie. Empezaba a alegrarse. El doctor sabía que pronto se excitaría y se pondría vivaz y risueña, y que poco después se le agotarían las reservas exiguas de salud, y al día siguiente estaría exhausta, rogándole con voz febril que le prometiera que no iba a morirse.

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—Pero, mientras tanto —dijo él con énfasis—, tenemos que seguir exactamente como hasta ahora, nada de farra, nada de excitación, todo con el mayor cuidado y la mayor circunspección. Tienes que cuidarte como si… —Sus ojos recorrieron el bonito dormitorio, el sedoso empapelado color crema de las paredes, las relucientes cortinas crema estampadas con rosas rosadas, la cabecera de palisandro adornada con cobres franceses llenos de firuletes y el espejo situado sobre el tocador con volados de encaje, querubines rozagantes que entraban y salían de guirnaldas con flores coloridas, y ahí encontró la analogía que buscaba y concluyó— …como si fueras una pieza de porcelana de Dresde. —¿Quién es como una pieza de porcelana de Dresde? —dijo Guy, al entrar con dos vasos de jerez—. ¿Así que mi Melly es una pieza de porcelana de Dresde? —preguntó traviesamente, mientras le daba un vaso al doctor y se sentaba en la cama, sin olvidarse de dejar su propio vaso en la mesa de luz para subirse los sobrios pantalones de raya diplomática, la insignia del abogado prometedor, el joven prometedor simpático y sociable. ¿Por qué no me cae del todo bien?, pensó de nuevo el doctor, nunca lo hubiera esperado; a fin de cuentas, conozco a Melanie casi desde niña. Pero una vez más ahuyentó el molesto pensamiento, diciéndose con ferocidad que no tenía paciencia con las tonterías psiquiátricas; cualquiera sentiría celos de un joven tan bien plantado, que confiaba en el futuro, que podía permitirse faltar durante seis meses a su despacho recién establecido para hacerle compañía a su esposa en Suiza. Y lo bien que hacía, decidió cruelmente; por muchas atenciones que el señorito Guy le haya dedicado a

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ella, no parece un hombre al que han privado de sus caprichos en los últimos meses. —Le decía a Melanie que tiene que cuidarse como si lo fuera —dijo el doctor con sequedad. —Y así lo hará —le aseguró Guy—. ¿No, mi corazoncito? —Se puso a jugar con los dedos de ella y al continuar su voz adoptó un tono pomposamente fingido, aunque no tanto—: El uso de la frase «porcelana de Dresde» como sinónimo de fragilidad cara sugiere que, en el siglo XIX, hubo huecos lamentables en la supremacía que tenía Gran Bretaña en los mercados mundiales. Y qué raro que fuesen los alemanes, que son casi sinónimos de pesadez, torpeza, de todo lo que es la antítesis del objeto del que hablamos, los que aportaron la frase que a usted primero le vino en mente cuando sintió la necesidad de advertir a Melanie que debe ser el objeto de nuestras atenciones continuas e incesantes… —hacía falta tomar aire, después de todo, para completar la oración; Guy lo hizo tan discretamente como fue posible y terminó de manera triunfal— así como de sus propios cuidados. —Qué inteligente eres, querido —dijo Melanie con adoración—. En comparación, me haces sentir muy boba. —Pero me gustas boba —dijo Guy, y así es, pensó el doctor Gregory, observándolos. Pero Melanie no es tan tonta como él cree, ni por asomo; solo es la pura criatura femenina que se convierte en cualquier cosa que su hombre quiere que sea. Yo no diría que es inteligente, sino más bien astuta —sus pensamientos frenaron, se impresionó un poco por la palabra que había elegido, pero continuó resueltamente—, sí, astuta como una banda de monos si alguna vez tiene que serlo. Pero no lo será por el momento, pensó, y se

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preguntó por qué le daba tanto alivio saber que a Melanie la amaban y protegían y, en la medida en que podían tenerse certezas, estaba a salvo. La miró hacer un puchero y decirle a Guy con angustia fingida: —El doctor Gregory se niega a prometerme que no voy a morir. —Y marido y mujer, con las manos entrelazadas, miraron casi furtivamente al doctor, sin atreverse a mostrar regocijo ni aprensión en sus caras. El doctor empujó la silla hacia atrás y se levantó. —Quieres poner palabras en mi boca, jovencita —dijo—. Y no voy a permitir que te salgas con la tuya. Te diré mi pequeño discurso por última vez. Hace catorce meses, siete meses antes de que naciera Richard, el doctor Macpherson y yo te descubrimos una mancha sospechosa en el pulmón izquierdo, y los dos te dijimos que no sería mala idea renunciar a ese bebé en particular, para empezar con uno nuevo cuando se limpiara el área. Pero tuvimos razón, en vista de cómo salió todo, o de cómo espero que salga, en permitirte tener el bebé; aunque también te dijimos que si las cosas empeoraban, no habría bebé hasta la próxima vez y que esa próxima vez podía estar muy lejos en el futuro. En ese momento teníamos la esperanza de que la mancha sospechosa no se extendiera, pero se puso fea como suelen hacerlo estas cosas, y aunque tuvimos la enorme suerte de poder entregarte un bebé sano y rozagante, no olvides que, por mucho tiempo, tendrás un montón de bacilos de tuberculosis activos flotando en tu organismo. Pero Melanie no lo escuchaba. Le gustaba que hiciera el discurso, le gustaba aquella solemnidad que se centraba de

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manera tan decisiva en ella misma, pero después del final feliz nunca escuchaba la advertencia. —El doctor Gregory habla como si él hubiera hecho el bebé —le dijo a Guy—. Pero no fue así, lo hicimos nosotros, ¿no? —Lo hicimos solos —dijo Guy, pero agregó cortésmente para oídos del doctor—: Aunque debo admitir que se nos brindó una ayuda muy necesaria en el proceso. Acabo de ir a verlo —le dijo a Melanie—. Estaba boca abajo mientras le limpiaban la colita y se chupaba con ganas el pulgar. —¡Ah, qué amor! —exclamó Melanie. Sus ojos fueron de su marido al doctor y preguntó—: ¿Cuándo voy a verlo en serio, no desde la puerta, acá, acá, acá? —dijo golpeando la cama a su lado, en el lugar donde deberían recostar al bebé y nunca lo habían recostado. El doctor suspiró, consciente de que sus advertencias habían sido inútiles, preguntándose si tenía que recordarle una vez más que cualquier motivo de excitación y vehemencia debía evitarse con decisión; pero Melanie veía la vida, como él sabía desde siempre, con excitación y vehemencia. Obediente, llevaba ocho meses guardando cama sin moverse, pero inmóvil de una manera furiosa y tensa y resentida, sin relajarse nunca como se le pedía. Sus grandes ojos azules hablaban apasionadamente de tristeza e impaciencia y anhelos sin necesidad de emplear la voz que se le sugería usar con moderación, para hablar solo de cosas esenciales, sin desperdiciar el aliento en quejas o palabras de amor. Al entrar cada día a la habitación, el doctor solía mirar los ojos de Melanie para ver si se habían resignado, pero ahora sabía que nunca lo harían, que

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habría en ellos enojo y resentimiento hasta que él les permitiera recuperar la alegría. Había que calcular, se dijo el doctor a sí mismo, que Melanie gastaba tanta energía yaciendo quieta como la mayoría de las mujeres al ir de compras durante todo un día. Repitió la advertencia una vez más: —Un solo análisis te ha dado bien, solo uno, y ya te comportas como si fueras a escalar el Matterhorn. —Lo siento —dijo Melanie en tono de súplica—, pero la culpa es del análisis. Desde hace meses y meses me porto bien y de pronto, al saber que el análisis salió bien, me parece que por fin estamos progresando, y siento que ya no puedo más. Tiene que ocurrir algo nuevo y excitante. Más vale que le cuente, decidió el doctor. Dijo: —Bueno, permitiremos que ocurra algo, algo muy pero muy excitante. Esta mañana, antes de venir aquí, hablé de los resultados del último análisis con el doctor Macpherson y decidimos que si se obtienen tres resultados buenos seguidos te dejaremos jugar con Richard. Como era de esperar, antes de que terminara la frase Melanie se había incorporado como movida por un resorte, inundada de excitación. Él suspiró con dramatismo y al instante ella se desplomó de espaldas. En el nombre del cielo, ¿por qué no hacía las cosas más despacio?, pensó el doctor. Incluso entonces, aunque ella yacía obedientemente de espaldas, le aferraba la mano a Guy tan fuerte que se le veía el músculo tenso del brazo. —¿Oíste, querido, oíste? —exclamó—. Me dará el bebé; ah, Guy, crees que me reconocerá, ¿no sería horrible si no me quiere, crees que es demasiado tarde…?

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Dentro de un minuto, se echará a llorar si nada la distrae, pensó el doctor con gravedad. Dijo: —Y ahora tienes un incentivo para quedarte tranquila. ¿Qué te parecería darte un pequeño gusto para ir empezando? Pero tienes que quedarte tranquila un minuto y dejarme que te cuente. —Por supuesto que puedo quedarme tranquila, estoy tranquila —dijo Melanie, mirándolo con sus ojos implorantes, y él dijo: —¿Qué te parecería un cambio de paisaje? No es que no haya una linda vista desde la ventana, con las acacias y todo, pero probablemente has tenido suficiente por un rato, y a todo el mundo le viene bien un cambio. —¿Quiere decir —exclamó Melanie— que voy a poder salir de la habitación? El doctor asintió. Cuando habían decidido comprar la casa, saboreando la incredulidad escandalizada de las dos parejas de padres que habían insistido en que nadie podía vivir ahí, detrás de las vías, al lado del canal, caramba, era prácticamente un arrabal, Melanie hubiera creído imposible que la bonita habitación planeada llegaría a parecerle una cárcel. Cómo habían disfrutado ella y Guy de la superioridad bien informada con que habían derrotado las protestas de sus padres, al señalar que un pintor y un arquitecto ya habían comprado casas recuperadas en aquella misma cuadra olvidada del período Regencia («Los pintores y arquitectos no son abogados», había dicho el padre de él. «Esa gente no hace las cosas como nosotros»), y más tarde dos casas más habían sido recuperadas y reformadas, una por

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un joven profesor y la otra por un alto funcionario cuyo nombre incluso conocían los padres de Guy, lo que dejaba solo una casa firmemente en manos de la clase trabajadora, blanco de las complicadas estratagemas que hacían los demás propietarios en las noches de verano, cuando salían con sus vasos de jerez a los jardincitos delanteros, enfrente del estrecho camino asfaltado que bordeaba el canal. Y cuánto habían cambiado las casas desde que los Langdon se habían instalado ahí dos años atrás. En aquella época parecían todas iguales, ladrillo sucio y pintura sucia y cortinas de encaje sucias, y solo los jardines eran distintos: por aquí un adorno de rocas y por allí un gnomo y más allá una empalizada verde y blanca en miniatura. Ahora los jardines eran idénticos, cubiertos de gruesas lajas rectangulares y con un juego en cada uno de delgadas sillas y mesas de hierro pintadas de blanco; y eran las casas las que se habían diferenciado entre sí y se habían modificado, con atributos como ser una puerta de entrada gris y una turquesa, una negro satinado y una color roble claro consciente de su gracia, el estudio arriba de la casa del pintor y, en la casa de Melanie y Guy, regalo de los padres de Guy, el nuevo piso de arriba, que contaba con baño, una habitación diurna y una nocturna para el bebé inminente. —Pero claro que tiene que elegir los colores usted —había dicho la enfermera Smith, alentándola cuando Melanie rechazaba las muestras, con la excusa de que de todas formas no importaba, porque el bebé no sobreviviría y ella tampoco. La enfermera había tenido razón en insistir pacientemente en que Melanie tomara las decisiones,

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porque así, cuando sus pensamientos vagaran por la casa, sabría que la habitación diurna era blanca y escarlata y la habitación nocturna amarilla y azul; pero aunque la enfermera había intentado entretenerla con pequeños bocetos, Melanie era incapaz de imaginar los cuartos cabalmente y estar segura de qué aspecto tenía una de las sillas en tres dimensiones, pues la veía siempre como una mancha rectangular sobre un pedazo de papel con la palabra «silla» en la letra de la enfermera, y la única realidad tridimensional que perduraba era la habitación de la que hacía rato habían huido el sabor del amor y la alegría y el placer. —Creo que se lo haremos saber a la enfermera —dijo el doctor Gregory, para levantarse de la silla y abrir la puerta que llevaba a la sala de estar; ahí, esperando con paciencia, estaba la enfermera (Melanie la veía desde su cama), de pie junto a la ventana, hojeando el último número de Vogue. Siempre salía de la habitación en cuanto terminaba la parte estrictamente profesional de la consulta, pero esperaba en la sala por si la necesitaban, sin subir a la habitación azul y amarilla donde dormía, después de que la niñera aceptara de buen grado que, por el momento y en vista de las circunstancias, ella y el bebé podían arreglárselas lo más bien en la habitación del frente. —Le comentaba a la señorita Langdon que a nuestro parecer se merece un cambio de aire —dijo el doctor traviesamente, y la enfermera hizo eco de su afabilidad en su marcado acento irlandés: —No creo que se niegue a algo así —dijo, y los dos miraron con benevolencia a Melanie, la niña buena a la que se le concede un gusto.

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—Veamos —dijo el doctor Gregory, de nuevo en la voz con que había hecho su apreciación profesional de la situación—. Aquí miras al este, ¿no es cierto?, de manera que ya te da todo el sol de la mañana. Pero si te dejamos pasar a la sala de estar por la tarde, podríamos dejarte bien tostada en cuanto se decida a comenzar este dichoso verano. —No tiene mucho sentido ir de un lado a otro si sigue lloviendo —dijo Melanie, descubriendo que un cambio, después de tanto tiempo, era alarmante. —Ay ay ay, los afortunados siempre se quejan —dijo la enfermera sin suficiente ligereza—. A ver, no me sorprendería ni un poquito que el sol mismo hiciera un esfuerzo especial para brillar por el bien de usted. —La cuestión práctica que hay que considerar —dijo el doctor Gregory— es dónde se encontraría cómoda en la sala de estar. —Volvió a abrir la puerta que comunicaba las habitaciones, y Guy se levantó de la silla que estaba junto a la cama de Melanie y miró por sobre su hombro. A primera vista, la sala no parecía muy alentadora. Enfrente del hogar había un sofacito pintado estilo Imperio en el que Guy y Melanie siempre habían evitado sentarse, aunque los invitados nunca se quejaran abiertamente y nadie negara que era muy agradable y que quedaba perfecto con las elegantes urnas de oro del empapelado imitación estilo Imperio. Había dos cómodos sillones modernos y una sillita sin apoyabrazos recta y acolchonada en la que Melanie se había imaginado sentada tejiendo durante los últimos meses de su embarazo, con la cabeza dorada inclinada sobre la lana blanca y con la cara retraída y celestial que compensaba el cuerpo deformado. Pero desde antes

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siquiera de poder comprar la lana, Melanie estaba confinada en su cama, indefensa y encolerizada, y quien había tejido a su lado, con rapidez y perfección, pero sin duda no con el mismo amor, era la enfermera Smith. Los recuerdos de Melanie siguieron la mirada exploradora del doctor por el cuarto, y cuando este se volvió a decirle a Guy: —No veo dónde… —Melanie lo interrumpió: —Podría recostarme en el diván victoriano. —¿El qué? —exclamó el doctor, volviéndose rápido, y Guy dijo: —Sí, Melanie tiene toda la razón. ¡Mire! —Y, tras tomar del brazo al doctor, lo hizo pasar por la puerta para echarle un vistazo a la pared que ocultaba la abertura. Y ahí estaba el diván victoriano. Era feo y macizo y extraordinario, de más de dos metros de largo y de un ancho proporcional. Sobre unas patas y un armazón elaboradamente tallados, la cabecera y el pie se curvaban como para reunirse una con el otro, sosteniendo una superestructura de fieltro borravino. En el extremo de la derecha un respaldo lateral curvo y acolchonado se arqueaba hacia atrás con fiorituras labradas; y bajo el marco tallado el relleno llegaba hasta la mitad del espaldar. Probablemente, su ancestro de estilo Regencia había sido delicado y encantador; aquel descendiente era burdo y no se lo habría aceptado en una casa como la de Guy y Melanie de no ser por la sorprendente calidad del bordado de lana en punto cruz que se extendía por el fieltro desvaído, formando enormes rosas inflamadas, desde el respaldo curvo y la punta de la cabecera hasta el borde del asiento.

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