Bolsillo de cerdo

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Federico LevĂ­n

Bolsillo de cerdo


1. Frío en el A basto

No hay nadie más que ellos en toda la cuadra: sólo El Sapo y Dionisio caminan juntos, bastante juntos, hasta se tocan en los bordes de los abrigos. Son amigos porque se acompañan sin entenderse del todo, se disfrutan a la distancia y caminan por la noche de la calle Lavalle, especialmente fea y vacía en invierno. Se tocan apenas por el contorno en movimiento desigual: Dionisio es de los que reman con los brazos tocando con las manos huesudas el aire frío, la intemperie. El Sapo guarda sus manos rellenas en los bolsillos de su inmenso saco de corderoy gris gastado; lleva también un pantalón de corderoy de color impreciso, tirante a la altura del vientre, y una bufanda negra tejida. El Sapo avanza por la calle fría como esos hombres cuyo aspecto está marcado por el hecho casual de cumplir años en invierno: todas sus ropas de abrigo guardan cierta elegancia, y aunque amontonadas sobre el cuerpo sin ningún criterio, mantienen un aire, al menos a la distancia, de buen gusto. Cuando llega el verano, estos mismos hombres visten las ropas que no han recibido como regalo de las mujeres de su entorno, y vuelven a verse como en realidad son: si no desnudos, al menos mal vestidos. 9


Dionisio, en cambio, ya no cumple años ni tiene mujeres fijas en su entorno desde tiempos que no atina a capturar con la memoria. Su realidad es intermitente, carece por completo de ritmo y de un hogar estable que marque un claro paso del tiempo, y se viste por estas épocas sólo respetando el principio de acumulación: camisetas, camisas, sacos y más sacos que ha ido superponiendo para llegar al pico del invierno y entonces empezar a desvestirse de a poco, semana a semana, para llegar cómodo al verano que, siempre, y esto lo ha aprendido hace no mucho, siempre vuelve. Pero falta mucho para el verano, y no ha llegado ni siquiera el pico del invierno. Ahora por la calle hay que convivir con un frío enfermizo pero ni un poco trágico, sin ventarrones épicos, sin tormentas finales, sin la mudez de la nieve ni el estruendo de los granizos, un frío estúpido, banal, medio escenográfico. El Sapo resopla porque ya está cansado de caminar, van casi cuatro cuadras, y al resoplar se forma alrededor de su boca una burbuja de vapor difusa, breve, no como las pelotas de humo blanco que escupen los hombres solos en la noche de San Petersburgo, apenas como un globito de historieta carente de diálogo: El Sapo no habla. Dioniso habla, una respiración apenas dotada de sentido, y dice algo: “Vamos, Sapito, que falta poco, no te me vas a quedar acá”, todo esto murmurado en un segundo y medio, sonriendo, porque él sí sabe a dónde van, para él sí tiene sentido la comparación de sus vapores con los de San Petersburgo. El Sapo no responde porque sabe que no hace falta: Dionisio lo invitó a una especie de banquete, una comilo10


na de antología, y ya eso sólo lo mantiene caminando a pesar del frío. El frío para El Sapo tiene características singulares. No se relaciona con la temperatura de cada día sino con una concepción del frío bastante poco urbana: él cree en la noción del frío que entra y que sale, o no sale. Durante las primeras semanas, tal vez meses, el frío no entra porque se detiene, se reabsorbe y reinventa en las sucesivas capas de grasa que lo mantienen a resguardo. Pero si una noche de invierno el frío, finamente, entra, entonces es muy difícil que salga, que desande en sentido inverso las capas de grasa y sea devuelto a la atmósfera. Eso es lo que El Sapo cree, y lo que siente caminando por la fea Lavalle de invierno a la noche. Una creencia tal vez no tan “poco urbana”, ya que, de hecho, lo que él supone que le pasa a su cuerpo es lo mismo que le pasa a su departamento interno de cuarentaiocho metros cuadrados en el barrio del Abasto. Es tan interno su departamento, tan encerrado entre otros y son tan gruesas las paredes de su encierro que el frío verdadero del invierno tarda unos largos meses en instalarse. Una vez que llega, a El Sapo le alcanza con salir a la calle para disfrutar de un calorcito reparador. Así se ve El Sapo a la distancia, avanzando por la vereda como un departamento que salió esta noche a pasear, acompañado por el espectral empleado de una inmobiliaria ambulante. Cualquiera puede ver en un departamento que avanza por la vereda una intromisión, o al revés, un desplazamiento ominoso, perturbador. Tal vez por eso caminan solos, El Sapo da dos pasos mientras Dionisio tres, porque los transeúntes se 11


alejan con miedo o apuro, o se alejan para verlos enteros en cuadro y reírse un rato. El Sapo avanza sin sentirse observado en absoluto, apura el paso arrastrando a Dionisio tras de sí y conteniendo adentro el frío, su morador, que imagina como un bichito simpático con dientes afilados y gorro peludo. El morador de su cuerpo departamental lo recorre por dentro desde hace días, lamiéndole los huesos con cariño, pero internándose súbitamente, a cada rato, con fruición y ponzoña, en el centro mismo de su estómago. Entonces El Sapo necesita, se olvida de todo y sólo quiere, apura el paso y sólo tiene: hambre. Así va como una tromba hacia delante y sin darse cuenta sigue de largo cuando Dionisio se detiene frente a una puerta vidriera en medio de un gran ventanal. El Sapo vuelve tras sus pasos y se junta con Dionisio, intenta abrir la puerta, sin dudar entre empujar o tirar, simplemente lanzado a la aventura de probar y entrar, pero ni: ni se tira ni se empuja, está cerrada con llave. Ven en el interior del restaurante una mesa poblada de gente rubia y reunida: ellos miran hacia la puerta sin expresiones traducibles a la distancia, hablan entre sí mirando hacia la puerta. Se turnan para amagar y nadie se levanta. De atrás de los rubios sentados surge una señora, una mujer mayor que rodea la mesa y avanza hacia la puerta, decidida, mirándolos y mostrándose. El local es largo y la caminata dura un poco más de lo esperable. El Sapo y Dionisio la miran, la esperan. El Sapo más bien la espera con urgencia, Dionisio la mira, con paciencia. La mujer llega a la puerta y están demasiado cerca, aunque el vidrio los separe, a 12


una distancia nada habitual entre desconocidos. Ella parece festejar lo incómodo o exótico de la situación y se demora un rato. Juega con las llaves, le cuesta elegir una y después tarda un poco en hacerla andar en la cerradura, se ríe de sí misma, les habla pero no se oye. Se escucha el ruido seco de la llave que abre la puerta hacia adentro. Ella se inclina en una reverencia microscópica y dice varias palabras sueltas, que se guardan en la superficie de sus memorias, pero se guardan, al fin. Como no tienen sentido coordinado ellos las guardan, las atesoran para codificarlas en algún momento. Escuchan: “bienvenidas”, y la ven sorprenderse risueña por la confusión de género. Escuchan “espera” o “esperar”. Escuchan “casa”. Y escuchan “Zharkoie”. Esta última, la única palabra rusa de todas las que enuncia la señora de pronunciación rusa, es el nombre del restaurante.

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