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Cuando el telón se levante
Rafael España de la Garza
Premio Nacional de la Juventud
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Desde los albores de la humanidad, la historia ha sido testigo de ciclos ambivalentes de paz y vertiginosidad en los corazones de las personas y en el desarrollo de las comunidades. Chispazos de renovación y periodos de transformación han dado paso a etapas de aletargamiento y de rigidez en lo que se concibe como cotidiano, en lo que se entiende como habitual. Dicho de otra manera, es el dinamismo de la evolución de las personas y las sociedades a las que pertenecemos lo que reta o rompe con los esquemas de lo que en cierto momento estático se consideraba normal.
Mi mano inquieta escribe estas líneas desde los confines de la habitación que los últimos meses ha sido un escenario polifacético: salón de clases, oficina, estudio de música, auditorio, gimnasio, restaurante, bar. El lugar que otrora estaba reservado casi exclusivamente para dormir en la espera de las aventuras y desventuras de la mañana siguiente, en un momento se convirtió en el escenario principal de este acto de mi vida.
Y mi mano inquieta continúa. Y no es por la ansiedad acumulada dada la limitación de espacios físicos y la repentina disminución de contacto personal en este acto de mi vida. Tampoco se debe estrictamente a la vorágine de cuestionamientos e incertidumbres que me he ido formando a raíz del bombardeo mediático sobre todo lo que ha acontecido fuera del heterogéneo espacio en el que he dado contenido al transcurrir de mis días. La realidad, estimado lector, es que mi pluma digital no cesa de escribir a gran velocidad porque me hace vibrar la mera idea de que es un auténtico privilegio que un servidor pueda resguardarse bajo su techo mientras miles de personas se ven obligadas a exponerse a los riesgos de la realidad actual, estática; movidos por ímpetus tan agudos como el hambre y la necesidad. No me puedo permitir colocar un punto final sin antes vaciar un poco esta canasta de pensamientos que se puede sintetizar en dos vertientes: la desigualdad y la normalidad.
La desigualdad, me atrevería a decir, es una de las fuerzas más viscerales que existe. Todo cuanto vive es incesantemente desigual: no hay dos orquídeas, ni dos gatos, ni dos personas que sean idénticos entre sí. Y no me refiero únicamente a las características inherentes a cada ser. Algunas plantas florecen antes que otras cada primavera como si la Madre Tierra tuviera preferencia hacia ciertos hijos. Algunos gatos se ven obligados a buscar su alimento entre la basura de hogares donde, desde lo alto detrás de una ventana, son observados por nutridas mascotas felinas. Por ende, reconocer la
brutalidad de la desigualdad como fuerza implica también conectarnos con nuestro lado más humano. Ante los días que vivimos, ser conscientes del privilegio que representa poder resguardarnos en nuestros hogares es tan importante como empatizar y salvaguardar la salud de aquellos que no pueden permitirse ese lujo. Mientras unos estamos esperando la caída del telón para proceder con el siguiente acto de nuestras vidas, otros telones han caído para dar final definitivo a sus obras.
Empero, lo cierto es que empatizar estáticamente en el ahora sin pensar en el dinámico mañana resulta insuficiente y, puesto en perspectiva, cruel e incoherente. Es justo ahí donde entra en juego el segundo vagón de este tren de pensamiento que se materializa a través del acelerado teclear de mis dedos. Muchos hemos sido testigos de titulares en donde el término “nueva normalidad” acapara la atención; incluso hemos sido partícipes de conversaciones donde imaginamos y discutimos los alcances y limitaciones de este término. Incluso voces como la de Chomsky ya se han posicionado al respecto. Abordar este segundo eje rector desde una lente particularmente política o filosófica sería un objetivo que, si bien interesante, es ambicioso y escapa de la línea de reflexión que hace tanto eco en mi mente en el momento en que escribo esto. Más allá de los cuestionamientos a las estructuras socioeconómicas y posturas políticas a raíz de lo que hemos vivido este año, lo que más me hace ruido a título personal en este instante es la resignificación de lo que nos hace ser humanos en la nueva normalidad.

Eventualmente el telón caerá para todos finalizando un acto en nuestras vidas que puede categorizarse como caótico, repentino, incierto. Titúlese 2020, llámese pandemia, colóquese el nombre que guste. Eso es seguro. Lo digno de pensarse, entre el vasto océano de aprendizajes que nos ha regalado este acto, es la persona que aparecerá cuando levantemos el telón para dar inicio al siguiente acto en nuestras existencias.
La soberbia, el egoísmo, la envidia, la mediocridad. Son todos apetitos morales que incitan a la humanidad a automutilarse y olvidarse de la importancia de conectar con las emociones y las necesidades de los demás; que somos grandes gracias a nuestras diferencias y no a pesar de ellas; que unidos es la única manera de progresar. No podemos permitirnos que la subida del telón implique una amnesia colectiva de lo aprendido a lo largo de estos difíciles meses.
Repensar qué nos hace humanos es tatuar en nuestras mentes y en nuestros corazones que en este mismo año fuimos testigos virtuales del asesinato grabado de un hermano afroamericano por razones raciales, de las violentas muertes de hermanas por razones de género, de miles de defunciones fomentadas por la desigualdad y sentenciadas por la ignorancia y la apatía. Repensar qué nos hace humanos es tener presente que estamos destruyendo el único hogar que tenemos y gradualmente vemos cómo ello nos cobra factura de forma directa. Repensar qué nos hace humanos es recordar que somos parte de una familia global y actuar en consecuencia.

Ante la desgracia es entendible sentirse contagiado por el enojo, la impotencia y la frustración. Pero convertir dichas emociones en combustible que encienda la llama de impávido fuego de la responsabilidad compartida no sólo es justo y necesario, es completamente humano. Estamos parados en terreno fértil para la reflexión y la acción en virtud de conquistar el sueño de un mundo mejor. Hemos comprobado las bondades de las herramientas tecnológicas como puentes que unifican y optimizan. Hemos atestiguado que los jóvenes transitamos una etapa donde es posible revertir las inequidades que condicionan el desarrollo de los tantos golpeados por la desigualdad y que debemos de aprovechar esa ventana de oportunidad que representa la transición demográfica. El mundo de mañana nos necesita, pide a gritos que conectemos con nuestro lado más humano, demanda que nos convirtamos en los agentes de cambio que hagan de lo utópico una realidad.
Nos encontramos ante un escenario global que requiere esos chispazos de renovación y transformación que redefinen la normalidad. Tachar de quimérico todo lo anterior implica esclavizarse a las condiciones de las circunstancias actuales. Las crisis abren oportunidades de cambio al hacer evidente la necesidad de responsabilidad y sentido cívico, de unión y solidaridad, de genuina humanidad. Hagamos que valga la pena que el telón se levante nuevamente.