Somos normalistas 6

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VIDA, CIENCIA Y ARTE

Decepcionada salió mi madre de la recamara y al paso de unas tres horas regresó con refuerzos. La tía que se había ido a EUA, también había estudiado en la Normal, (como mis padres) y para ese entonces ya estaba de regreso en México ejerciendo su profesión. Ella había obtenido dos títulos, uno como educadora y otro como profesora de educación primaria. Cuando escuché que tocaron de nuevo a la puerta, entraron a mi habitación las hermanas (mi madre y mi tía) con una sonrisa envidiable, segura estoy que ya habían diseñado la estrategia perfecta para persuadirme y finalmente convencerme para ser maestra, lo cual lograron. Comencé mi formación como docente en agosto de 1998 en el Instituto Superior de Educación Normal del Estado de Colima (ISENCO). Pronto me convertiría en una “maestra”, como suelen llamarnos a los docentes. Una maestra con ímpetu de locutora, una maestra con sueños por cumplir, pero no en las aulas, sino en una cabina de radio. Una maestra amante de la comunicación y apasionada con las letras. Pensar en ello me frustraba, me asustaba. Cuando inicié las jornadas de observación a la práctica docente fue el acabóse, veía a esos pequeños saltando, gritando y haciendo desorden, me imaginaba vociferando y regañándolos para que se mantuvieran en orden, me parecía imposible concebir cómo algunos docentes de los que observaba no hacían algo para calmar a esos “diablillos”, y mi mente soñadora e ingenua pensaba que a mí no me sucedería lo que a ellos, inclusive en mi mundo, un tanto rebelde, cimentaba mis propios constructos respecto a lo que debía ser una clase modelo. En ese momento existía en mí una brecha en relación a los aprendizajes necesarios para impartir clases y como consecuencia, escasez de experiencias que me permitieran concretar el significado pragmático de estar frente a grupo. Algo que disfrutaba bastante en mi pasaje por las escuelas observadas era escribir “el diario”, instrumento básico y necesario para la reflexión y el análisis de lo adquirido en las jornadas pedagógicas, sin embargo, debo confesar que yo tenía dos diarios. Sí, uno el diario que le entregaba al docente de observación del proceso escolar y el otro, mi diario de enseñanzas personales. Éste último llamaba más mi atención, pues según el programa de la asignatura, en el primero no debíamos

externar juicios acerca de lo observado, nos limitábamos a narrar solamente lo que se veía en la clase y en el contexto. Pero en el segundo, mi favorito, era el espacio donde escribía todo aquello que no quería hacer cuando impartiera clases. Anotaba ideas novedosas que me permitieran hacer mejor mi labor como futura docente y diseñaba un mundo que normalmente no veía en las aulas observadas. Sin darme cuenta comenzaba a enamorarme en secreto de mi carrera, pero no del todo, cuando pasaba cerca de una escuela primaria, comenzaba a sentir un pánico terrible y prefería voltear el rostro hacia otro lado para no sufrir. Asimilar la carrera que estaba estudiando no fue sencillo, pero al comenzar a realizar mis primeras prácticas docentes, pude adquirir la noción de lo que me esperaba en un futuro, sin embargo, de nuevo me sentaba en la silla principal del titular del grupo y observaba a todos esos pequeños, del grado que fueran, los veía y me decía: “Yo no deseo hacer esto durante toda mi vida, qué pena con estos niños y sus familias, ¿y si no lo logro?, ¿y si los echo a perder?, bueno, de todos modos como dice el dicho, echando a perder se aprende”. A pesar de estas ideas que me confundían, debo señalar que como estudiante normalista puse todo empeño y finalmente egresé con Mención honorifica en el 2002. Tuve la fortuna de ingresar por primera vez al sistema educativo estatal y como iba “fresca” en conoci-

mientos y con muchas ganas de trabajar, “recién horneada”, como decimos en Colima, se prestaba la ocasión para que mi autoridad inmediata me diera la noticia de que sería la maestra de primer grado en una escuela primaria de nueva creación. “Qué dulce noticia, qué amable maestra, qué niños tan tiernos, qué vida la mía. ¿Cómo voy a enseñar a leer y a escribir a esos diminutos seres?”,todas esas expresiones y más, rodearon mi cabeza. Al paso de tres meses, ver el avance de mis alumnos y lo que podía lograr con ellos fue una experiencia apasionante. Convertí el aula en una gran cabina de radio, el micrófono de las ceremonias cívicas me permitía imaginarme como una locutora, los niños y sus formas de pensar y de expresarse eran las mejores melodías para escuchar diariamente. Borré de mi mente el “no quiero ser maestra” por un “amo ser maestra”. Me encantaba ver sus rostros cada día, inventaba escenarios diversos con material lúdico en el salón de clases para que fuera llamativo y los pequeños de primero disfrutaran su estancia en la escuela. Veía a sus padres y a los niños como una gran familia y comenzamos a hacer de manera colaborativa un trabajo conjunto en pro de sus hijos. En diversas ocasiones también cometí errores, no solamente en los procedimientos de enseñanza, sino en la toma de algunas decisiones referentes a lo extra curricular, constantemente aprendí de los padres, de la direc-


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