Septiembre 2012
Página 12
Emilio Trigueros
La elusiva conciencia de la energía
T
odavía no se ha dado el gran salto en la eficiencia energética global que permita limitar el calentamiento de la atmósfera en dos grados en el siglo XXI. El 31 de marzo se celebró la hora del planeta, una buena ocasión para revisar el estado de la lucha contra el cambio climático, un asunto alrededor del cual las opiniones tienden a polarizarse en los extremos. Para unos, la evolución del clima a varias décadas vista, no puede predecirse con certeza; es imposible que las grandes potencias pacten un asunto económicamente tan complejo; además, la humanidad ya se adaptará al cambio cuando se agrave. Para otros, el planeta está abocado a catástrofes encadenadas, nuestro modo de vida supone una irresponsabilidad moral y las futuras generaciones se preguntarán "¿cómo podían seguir tan tranquilos con sus vidas?". Quizás esos arquetipos generen una confusión excesiva e innecesaria: porque la cuestión climática es, ante todo, un asunto de ciencia y razón. Merece la pena distinguir entre lo que ha sucedido y la ciencia explica sin incertidumbre, y lo que puede llegar a ocurrir y la ciencia pronostica, en un rango de probabilidades estimadas mediante modelos matemáticos sobre el pasado. Los hechos incuestionables son simples: las emisiones de CO2 provenientes de combustibles fósiles consumidos en actividades humanas se han triplicado desde 1965 hasta sobrepasar los 33.000 millones de toneladas anuales en 2010; en el mismo periodo, la concentración de CO2 en la atmósfera, medida con instrumentación
directa desde 1960, ha aumentado desde 315 a 390 partes por millón (ppm); medidas de la concentración de CO2 en perforaciones polares han demostrado que ese nivel de 390 ppm está fuera del rango que ha existido en la atmósfera de la Tierra al menos en los últimos 650.000 años; el fundamento de que la estructura molecular del CO2 produzca un efecto invernadero está perfectamente determinado por la física teórica; la temperatura media del planeta subió cerca de 1°C en el siglo XX, más acusadamente en su segunda mitad; la superficie cubierta por la nieve en invierno está disminuyendo; el océano Ártico está perdiendo masa de hielo, igual que los glaciares de montaña; ha aumentado la frecuencia de sequías y
huracanes. A pesar de todo, siempre puede dudarse: ¿Y si esas alteraciones climáticas simultáneas suceden por casualidad, y no debido a la mayor concentración de CO2? Quizás bastaría con responder: "¿Y por qué si no, qué otro fundamento primario del clima se ha alterado en el último siglo?" Pero hay más: el IPCC, un panel de científicos fundado por Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial, lleva 25 años compartiendo mediciones y modelos para determinar si, como parece intuitivo, existe esa causalidad así como para valorar qué futuro nos espera si las emisiones continúan aumentando ilimitadamente. Las proyecciones del IPCC tienen en cuenta tanto factores amortiguadores del calentamiento que produce el CO2 (entre ellos, curiosamente, el efecto pantalla a corto plazo de la contaminación) como factores multiplicadores (la desaparición de masas de hielo aumenta la radiación solar absorbida por la superficie terrestre, por ejemplo); los modelos se ajustan periódicamente a series de datos actualizados. Las conclusiones del IPCC se establecen mediante consenso horizontal, un procedimiento que, de causar algún sesgo, parece creíble que sea hacia una búsqueda demasiado prudente del mínimo común denominador, más que hacia posiciones radicales. La conclusión más importante del IPCC es que, si las emisiones siguen acumulándose al ritmo de la última década, sabemos con certeza que existe un serio riesgo de llegar a un calentamiento medio de 6°C durante el siglo XXI. ¿Cómo es posible que, si se trata de un problema tan evidente, no estemos haciendo nada, y permanezca lejano un acuerdo global? De entrada, es falso que no estemos haciendo nada; países relevantes han dado pasos relevantes. Alemania presentó, en
