FILOSOFÍA Y SOCIOLOGÍA EN JESÚS IBÁÑEZ

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FILOSOFÍA Y SOCIOLOGÍA EN JESÚS IBÁÑEZ: GENEALOGÍA DE UN PENSADOR CRÍTICO

por JOSÉ LUIS MORENO PESTAÑA

Fragmento de la obra completa


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© De esta edición, noviembre de 2009 SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid www.sigloxxieditores.com/catalogo/filosofia-y-sociologia-en-jesus-ibanez366.html © José Luis Moreno Pestaña, 2008 Diseño de la cubierta: simonpatesdesign ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1317-2 Fotocomposición: EFCA, S.A. Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)


ÍNDICE

A MODO DE INTRODUCCIÓN .....................................................................

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1. RUPTURAS Y CONTINUIDADES DEL MUNDO FAMILIAR...............................................................................................

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2. EN EL CENTRO DE LA PROTOSOCIOLOGÍA: FILÓSOFOS EN RECONVERSIÓN ........................................................

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I. II.

ELECCIÓN POLÍTICA, ELECCIÓN INTELECTUAL ........................ FILÓSOFOS MAESTROS DE SOCIÓLOGOS ...................................

17 20

3. MEJOR NO LEER… A QUIENES NO SEAN MÁS QUE SOCIÓLOGOS.............................................................................

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I.

CIENCIA CON ESPÍRITU: EL GEORGE HERBERT MEAD HISPANO

4. PEQUEÑO EXCURSUS EPISTEMOLÓGICO ........................ I.

34 43

LAS VERDADERAS CIENCIAS: GÖDEL, HEISENBERG, LYOTARD Y EL PADRE LÁZARO ............................................................... UNA SOCIOLOGÍA DE «APLICADORES» DE LA FILOSOFÍA .........

43 46

5. LA FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA...................................

53

6. UNA CATÁSTROFE EN LA ELITE DEL RÉGIMEN.............

57

II.

I.

UN COLEGIO MAYOR EN EL QUE TODOS GANARÍAN LAS ELECCIONES ................................................................................... TRANSFORMACIONES DEL CAMPO POLÍTICO E INTELECTUAL ...

57 60

7. EL MERCADO Y EL GRUPO DE DISCUSIÓN......................

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II.

I. II. III.

ACUMULACIÓN ORIGINARIA DE CAPITAL SOCIOLÓGICO .......... UNA TÉCNICA INNOVADORA .................................................... EL CAPITAL SOCIAL DE IBÁÑEZ ................................................

67 71 75

8. UN CAMPO INTELECTUAL DOMINADO ...........................

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V


ÍNDICE

9.

LA CONSTITUCIÓN DEL CAMPO SOCIOLÓGICO ESPAÑOL: LA LUCHA DE CLASIFICACIONES Y LA CREACIÓN DEL POLO CRÍTICO ...........................................

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I. II. III.

CEISA COMO MOMENTO DE REVELACIÓN ................................ ¿QUÉ SIGNIFICA CRÍTICO?....................................................... JUEGO DE POSICIONES.............................................................

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10. ENTRE DOS GENERACIONES: DE LA DISPUTA ENTRE ANALÍTICA Y DIALÉCTICA A LA POSMODERNIDAD ....

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¿CIENCIA CRÍTICA O A SECAS? ................................................. LAS ALTERNATIVAS DEL CUALITATIVISMO ................................

95 99

11. UN POSMODERNISMO HÍBRIDO PRESENTA EL CUALITATIVISMO..............................................................................

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I. II.

I. II.

SOCIO-LÓGICA DE LA PARATAXIA ............................................ EL TEXTO COMO CONDENSACIÓN DE FUERZAS EN TENSIÓN ...

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12. LA ONTOLOGÍA POLÍTICA DEL CUALITATIVISMO.......

113

I. II.

DIFERENCIAS DE ESCUELA, DIFERENCIAS INTELECTUALES ....... COSMOLOGÍA SOCIAL DE LA «CRÍTICA A LA SOCIOLOGÍA»......

113 115

13. DE FILÓSOFO A SOCIÓLOGO EMPÍRICO, DE SOCIÓLOGO EMPÍRICO A FILÓSOFO .............................................

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CONCLUSIÓN ............................................................................................

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OBRAS CITADAS DE JESÚS IBÁÑEZ ..............................................................

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ÍNDICE ONOMÁSTICO ................................................................................

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BIBLIOGRAFÍA GENERAL

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A MODO DE INTRODUCCIÓN

Según Vicente Verdú (1980: 23), Ibáñez era un «personaje singular». Tenía todas las propiedades de lo extraordinario: trayectoria social atípica, una buena parte de su decurso intelectual al margen de la institución académica, saber abarcador que trascendía las fronteras disciplinares, experiencia de investigación creativa en el tajo. Más allá de la sociología, su primer libro, no dejaba a nadie «indemne ante la belleza de su escritura y los prodigios de su pensamiento alumbrador, desobediente y subversivo». Gabriel Albiac (1997) apretaba aún más los dientes en su evocación: «Jesús Ibáñez fue, en los años setenta, el gran innovador de los estudios sociológicos en España. Aportaba a ellos un estilo deslumbrante, hecho, en partes iguales, de erudición espectacular y de escritura vertiginosa. Freud y Lacan irrumpían allí, articulándose con una refinadísima lectura de Marx y de Foucault. Resultaba una máquina de guerra de precisión exquisita. Maestro de una generación, Jesús Ibáñez se colocó a sí mismo en un espacio intelectualmente tan fascinante como incómodo: el del intelectual a quien un enorme cúmulo de sabiduría permitía pensar en voz alta, sin negociar jamás con poder alguno, sin deber jamás fidelidad a nadie o nada que no fuera al propio rigor implacable de su escritura. Eso hizo de él un testigo temible de la sórdida España de eso a lo que una convención penosa disfraza bajo la complaciente nadería llamada “transición”. Testigo nunca mudo, Ibáñez supo siempre preservar una acerada continuidad entre trabajo académico e intervención política. Pocos pensadores, tan empecinados en establecer la verdad: aun la más oscura. Casi ninguno, con una brillantez tan inapelable». No es fácil escribir sobre quien mereció tantos adjetivos pertenecientes casi al dominio de lo preternatural. Porque Ibáñez fue, durante un cierto tiempo, un hombre ejemplar que ofrecía un estilo de 1


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vida y una visión global del mundo. Además se dolía de su escaso reconocimiento. Cuando la revista Anthropos le dedicó un número especial, algo que no le pasa en España a cualquiera, escribió —o consintió que le escribieran— que la bibliografía sobre él era «escasísima. Y casi toda responde a compromisos personales con el autor. Es el destino del pensador nómada, ser consumido y no citado». Un sabio maldito. No resulta difícil imaginar por qué Ibáñez fue, me lo explica Luis Enrique Alonso, el gran sociólogo del Madrid de los años ochenta, el hombre que despertaba respeto académico y admiración entre los profanos, ejemplo de rigor intelectual para muchos y de compromiso izquierdista innegociable para otros. Por si fuera poco era un hombre que desentonaba: Alfonso Ortí recuerda en Ibáñez, junto al intelectual que reflexionaba sobre los ultimísimos avances del conocimiento, a un hombre con rasgos infantiles, los de una persona afectuosa y necesitada de afecto; además, me lo subrayaba Luis Enrique Alonso, era grueso, físicamente cercano, que leía y leía en cualquier lugar y sin importarle la compañía, que destrozaba los libros hasta desencuadernarlos y que solía sorprender por su atuendo descuidado y su desprecio por la etiqueta, no sólo en el mundo universitario, sino también en los diversos —muy diversos— ambientes en los que se desenvolvía. Un intelectual completamente tomado por su tarea y, por decirlo con términos de Erving Goffman, desatento a las reglas de interacción cotidianas. Enrique Martín Criado lo recuerda hundiéndose en su silla mientras disertaba sobre el posestructuralismo francés; la pipa, mientras tanto, llenaba de ceniza su jersey barato y más que usado. Un jersey que Carlos Moya (1993: 15) describe como «grisáceo e informe» y confina en «aquella vieja moda cura obrero Felipe [Frente de Liberación Popular] que también compartió Marcelino Camacho», el dirigente mítico de Comisiones Obreras. A una persona así o se le tiene afecto hasta el aturdimiento o se le margina. Surgió lo primero. Sus amigos, explica Vicente Verdú, le llamaban el «buda» (y supongo que no sólo por su morfología corporal) o el «sabio». Como Buda (Collins, 2005a: 208-210), Ibáñez propuso un modelo de comportamiento y una filosofía densa. Como él, relajó la distancia entre la producción intelectual y los profanos y facturó 2


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una modulación de la experiencia —académica, política y estética—, la del «sociólogo crítico», que ha dejado una impronta enorme en España. Como Buda, Ibáñez no proponía obediencia sino que «animaba a pensar», esto es, se dirigía al interés de quien le escuchaba y le proponía un camino de conocimiento y de salvación (Weber, 1944: 360-362). Ningún trabajo —me atrevo a decir: infinitamente mejor que éste— podrá reconstruir jamás la intensidad y la efervescencia de quienes vivieron junto a Ibáñez. Toda escritura palidece ante la fuerza emocional que despierta una persona rodeada —porque los merecía— de rituales de consagración procedentes de ángulos del espacio social —la vida política y comunitaria, la vanguardia intelectual, los discípulos, instituciones académicas— que raramente se concilian en sus preferencias y sus aversiones. Para quienes concentraron durante un tiempo más o menos importante de sus vidas su atención en Ibáñez, lo convirtieron en parte fundamental de sus conversaciones, y a su actuar en fuente de estímulo (importa poco si favorable o no) permanente, y participaron de la fuerza emocional que producen tales acontecimientos, todo intento de objetivación tendrá el efecto, siempre desagradable, de lo que realmente es: un outsider mira a los insiders agrupados por un ritual sin haber sido socializado en él (Collins, 2005a: 40-42). Comprender a Ibáñez haciendo una paráfrasis de cuán extraordinario era no es mi opción. No por distancia crítica. Si la crítica consiste en mofarse de los amores, normalmente de otros, y sus inevitables exageraciones, ése no es mi negocio —o no quiero que lo sea—: es muy fácil hacer sátiras, explicaba Spinoza, lo que es menos fácil es comprender que detrás de ellas se oculta una incomprensión —acompañada o no de resentimiento— de la condición humana 1. Yo creo 1

«Los filósofos conciben los afectos, cuyos conflictos soportamos, como vicios en los que caen los hombres por su culpa. Por eso suelen reírse o quejarse de ellos, criticarlos o (quienes quieren aparecer más santos) detestarlos. Y así, creen hacer una obra divina y alcanzar la cumbre de la sabiduría, cuando han aprendido a alabar, de diversas formas, una naturaleza humana que no existe en parte alguna y a vituperar con sus dichos la que realmente existe. En efecto, conciben a los hombres no como son, sino como ellos quisieren que fueran. De ahí que, las más de las veces, hayan escrito una sátira, en vez de una ética y que no hayan ideado jamás una política que pueda llevarse a

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que merece la pena tener modelos y maestros y me parece bien que un hombre como Ibáñez lo fuese para muchos. Aunque eso no importa demasiado, yo, que nunca estudié con él pero que sí tengo muy buenos amigos que lo hicieron y que lo conocieron, sí me tengo por un lector que recurre a él para aclararse. Es decir, también lo tengo, en mi particular anaquel de referencias, como un maestro y, aunque eso importe aún menos, muchas veces detengo su lectura con una carcajada que no es más que el síntoma de un intenso acople afectivo entre el lector y lo leído. Porque para comprender a Ibáñez necesitamos, sobre todo, resaltar cuánto hubo de ordinario en su trayectoria. Sólo así vislumbraremos dónde alumbró lo extraordinario y de qué mecanismos —ordinarios— se nutre. Porque Ibáñez no fue un profeta, aunque entre los profetas —y en el caso de que a él le cuadrara la tipología estaría, como Buda, dentro de la variedad weberiana de los «ejemplares»— y los filósofos existan distancias y también continuidades. Ibáñez defendía la racionalidad y el sapere aude. Por lo demás, formalmente, ni siquiera fue filósofo sino profesional de una ciencia «desencantadora» casi por definición. Comprender a Ibáñez exige discutirle con herramientas surgidas allí donde él quiso jugar en la vida: no en el campo de la novela, no, ni mucho menos en el del ditirambo, sino en el campo de la filosofía y la sociología. Jesús Ibáñez fue sociólogo aunque dejó publicada poca investigación empírica. Evidentemente, se puede ser sociólogo sin publicar trabajos argumentados sobre datos, pero es algo peculiar escoger ese perfil profesional cuando se ha dedicado buena parte de una vida a la investigación concreta y cuando se ha asociado el propio nombre a una técnica de investigación. Un trabajo fundamental sería estudiar la génesis, el desarrollo y la extensión de la sociología cualitativa española y comprender cómo un intelectual es siempre el producto de una red colectiva que concretiza, potencia y amplifica pero también —y no hay juicio alguno en lo que digo porque se trata de un proceso quizá fatal aplicable a casi todos los referentes púla práctica, sino otra, que o debería ser considerada como una quimera o sólo podría ser instaurada en el país de Utopía o en el siglo dorado de los poetas, es decir, allí donde no hacía falta alguna.» Spinoza (1986: I, 1).

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blicos de un trabajo colectivo— 2 suplanta o, si se quiere, representa con un sesgo inevitable 3. Porque volviendo al perfil teórico de Ibáñez, sus textos contienen una filosofía de la investigación social y una filosofía de la estructura social, incluso de la naturaleza. Hay además una constante reflexión política, en ocasiones introducida en sus reflexiones ontológicas o epistemológicas, en otras expresada en textos políticos explícitos. Quienes le conocieron explican que fue un investigador empírico genial. Pero de ello no han quedado demasiados trazos publicados —además de las afirmaciones de amigos, compañeros y de sus alumnos por lo demás, personas completamente creíbles—. Después de recorrer sus textos, el lector encuentra pequeñas ejemplificaciones aquí y allá, algunos fogonazos de experiencia empírica, pero nada sistematizado, ninguna organización de la prueba bien definida, ninguna conclusión construida a partir de una muestra razonada. Ciertamente, es imposible leer sus textos sobre el grupo de discusión —técnica de investigación social que contribuyó con otros a inventar y definir— sin notar cómo tras las proezas teóricas de Ibáñez transpira una enorme sabiduría práctica. Hay algo raro en la escritura de Ibáñez. En este libro, pretendo desentrañar algo de ese misterio. Creo que ayuda a desentrañarlo situar a Jesús Ibáñez y a sus problemas en el meollo de la sociología «posfalangista» española, a su capacidad creativa y a su talante insumiso entre los productos de la formación de un grupo culturalmente poderoso, institucionalmente marginado pero con resistentes conexiones con el centro de la vida académica y política españolas. Las opciones intelectuales de ese grupo, Ibáñez inclui-

2 Este proceso puede incluir desde el sentimiento de alienación que tiene todo representado consciente de su valor individual ante quien lo representa hasta la apropiación del trabajo de otros a mayor gloria de un nombre propio. Véase Collins (2005: 742) y mi discusión del problema en Moreno Pestaña (2007). Por lo demás, que haya diferencias, y fuertes, en una escuela intelectual, es algo que sólo escandaliza a los beatos y sólo sobreexcita a los chismosos. Como decía Ortega (1976: 45) con mucha gracia, las discordancias son lo que separa las escuelas formadas por personas de un grupo de gramófonos. 3 Semejante investigación necesita condiciones institucionales no siempre fáciles de reunir.

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do, se forjaron en los mercados que, en su tiempo, les permitían consagrarse: ello permitirá comprender por qué para ocupar su posición —académica, intelectual y política— Ibáñez necesitó y deseó vestirse con todas las galas teóricas que tuvo a mano. Sobre la investigación empírica, claro está, escribió (no podía ser menos en un catedrático de «Metodología y técnicas de investigación social»), pero a menudo lo hacía con desgana, intentando siempre decir que todo era demasiado difícil, que la transparencia de las técnicas era una confusión, que producir e interpretar un dato requería decisiones filosóficas de enorme peso. Ibáñez no era de los que pensaba que para aprender a nadar había que tirarse al agua —como recomendaba otro pensador español, Manuel Sacristán (1987: 119)—, sino de los que exigía un curso de natación intensivo y concienzudo. Tanto que al realizarlo corría uno el riesgo de chamuscarse en una insolación teórica mientras intentaba comprender a Lyotard o a Kristeva 4. Hay en los textos de Ibáñez muchas autoridades teóricas que suenan envejecidas y cuya pertinencia para el asunto tratado resulta, cuanto menos, oscura; pero no del mismo modo que puede sentir envejecidos ciertos textos de Louis Althusser o Rudolf Carnap, de HansGeorg Gadamer o de Émile Durkheim el lector de buena voluntad —es decir, no para el sectario o el dogmático cuya economía mental consiste en no respetar otros textos que los que él lee y seguirá leyendo pase lo que pase—. No me refiero a ese tipo de envejecimiento, resultado de que toda gran inteligencia es hija de los dioses y demonios de su tiempo, su círculo —y cómo no, de los suyos propios—, y fuera de ellos no acaba el lector de ver la importancia del problema tratado ni en ocasiones la conveniencia de la manera de resolverlo. Ibáñez no es completamente responsable de ese problema que aparecerá en las últimas páginas de este libro: tiene que ver también con el peculiar proceso de importación intelectual —dependiente del lugar de España en la «división internacional del trabajo intelectual»— que permite en España ganar reconocimiento y ascender en los mercados intelectuales. Por tanto, comprender cómo un gran sociólogo empírico acabó produciendo filosofía de las ciencias sociales —e incluso de la natura4 Como profesor, sin embargo, animaba a sus alumnos a lanzarse a investigar sin dejarse atemorizar por las carencias teóricas.

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leza— requiere intentar reconstruir la trayectoria de Jesús Ibáñez en el punto en el que nos interesa: cómo el sujeto puede y se ve obligado a expresar su experiencia personal, social, científica y académica en unos textos. El texto, él lo explicó muy bien, es lo que queda cuando se habla, objetivado como una obra terminada y ajeno a la energía que exigió para ser construido. Para comprender bien un texto, para rendirle un verdadero homenaje, no hay que venerarlo amorosamente sino reconstruir la fuerza que se expresó en él: la historia del que lo produjo, la lengua teórica y disciplinar al que la destinó, el modo en que necesitaba ser escrito para poder ser recibido, apreciado, consagrado. Ibáñez (1985a: 149-150) explicaba que un texto es una articulación de las diferentes experiencias sociales de un individuo: de su economía íntima surgida en una configuración libidinal determinada, de las diferentes posiciones que va ocupando en el sistema de reparto del trabajo y del poder, de los códigos lingüísticos que fue interiorizando y, por supuesto, de los universos de conocimiento más o menos impersonales en los que ingresó y a los que se adaptó; por fin, un texto contiene también las marcas de cómo, en qué orden, con qué plazos un individuo fue atravesando distintas posiciones, de ciertas experiencias del mundo que se sedimentaron en su juicio y de cómo unas y otras fueron formando un marco categorial con el que percibir la realidad y analizarla. Para realizar dicha reconstrucción mi primera guía es Ibáñez. Fue, en mi opinión, un excelente sociólogo y dejó analizada su propia experiencia con sinceridad y enorme competencia analítica. Debe aprenderse —mucho— sobre lo que dijo de sí mismo, de su época, de sus trabajos y del sentido de los mismos. En ocasiones, me distanciaré de su testimonio y explicaré que la realidad tuvo otras aristas que Ibáñez no supo, no pudo o no quiso ver. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones me limitaré a recoger lo que Ibáñez dijo y a ordenarlo con los esquemas analíticos que él mismo recomendaba. Esa reconstrucción contendrá reconsideraciones muy críticas sobre ciertas conclusiones a las que llegó. En cambio, no habrá en ella ningún género de reproche a la trayectoria de Ibáñez (que no fue persona amante de leyendas y que dejó muy claro lo que otros ocultan: allá cada uno si no quiere leerlo y sacar las debidas conclusiones) y si insisto en ciertos as7


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pectos de la misma es porque sólo puede comprenderse una obra si se entiende la lengua en la que fue escrita (esto es, el sentido que las oraciones tenían en un sistema simbólico preciso), las opiniones específicas que se defendían en cada libro (aclarándolas, aislándolas e intentando comprenderlas en su articulación compleja no siempre exenta de tensiones) y, por fin, cómo la trayectoria de un individuo y su experiencia del mundo penetran en una obra y cómo, para terminar, esa obra fue recibida, incitada, concretada y consagrada por un conjunto de públicos heterogéneos y poseedores cada uno de ellos de criterios particulares de juicio 5. Hacerlo no es tarea fácil y excederá sin duda mis fuerzas 6. 5 El lector de Spinoza reconocerá una paráfrasis del capítulo VII del Tratado teológico-político y de sus consejos metodológicos (todos ellos demasiado claros, precisos y productivos como para que sean tenidos en cuenta). Véase Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, 100-102 (1986b: 194-196). El capítulo VII del Tratado teológico-político (TTP) ofrece importantes herramientas epistemológicas para un análisis racional de los textos. Todo él puede leerse como un ataque contra la tendencia hermenéutica (buscar algo profundo que dé coherencia al texto) y una defensa de los procedimientos más de superficie a la hora de abordar los textos. Spinoza, como ha explicado Warren Montag (2005: 36), invierte la tendencia de todas las tradiciones interpretativas: éstas persiguen la coherencia detrás del aparente caos textual; Spinoza comienza leyendo el texto como si fuera coherente, para acabar reconociéndolo lleno de lagunas, incompleto y defectuoso. La primera posición presume que si el texto ha sido venerado la lectura debe mostrarse a la altura de semejante dignidad; la segunda posición interroga la calidad del texto en su superficie y, normalmente, acaba descubriendo fallos donde otros leen misterios geniales o arcanos merecedores de eterno comentario. A este respecto, Spinoza (sobre todo en el capítulo XII) propone una teoría de la fuerza pragmática de las palabras, esto es, de la modulación que deben adoptar para que sea posible que muevan a reverencia, piedad o devoción. «Las palabras sólo tienen un significado fijo en virtud del uso». Las mismas palabras pueden mover a acciones completamente distintas según la forma que adoptan. Spinoza explica cómo la fuerza de las palabras depende de las prácticas rituales en las que se insertan: son ellas las que le otorgan su signo de distinción; cuando tales prácticas desaparecen «entonces ni las palabras ni el libro tendrán utilidad ni santidad alguna» (TTP, XII, 160, 20-30). Spinoza propone también un proceso de deflación semántica del texto: hay que «recoger las opiniones de cada libro y reducirlas a ciertos temas capitales, a fin de tener a mano todas las que se refieren al mismo asunto» (TTP, VII, 100, 10). El propósito es distinguir entre frases oscuras y claras: no en el sentido de que exijan más o menos esfuerzo intelectual a la razón sino de que nos permitan reconocer su sentido en el conjunto de enunciados del texto. Spinoza no duda en señalar que debido a las contradicciones de la Escritura, sobre ciertas afirmaciones debemos suspender el juicio y señalarlas sin más complejo

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Algo más antes de terminar con esta introducción. Este texto comenzó como un proyecto de presentación a una selección de textos en los que Ibáñez era considerado un clásico del pensamiento crítico. Durante años fui lector de Ibáñez y consideré dicha oferta como la posibilidad de escribir sobre una figura que no presentaba dificultad alguna para mí. Poco a poco me di cuenta de que tenía dificultades para comprender qué decía Ibáñez (una epistemología endiabladamente especializada) y qué no decía (un trabajo empírico sistemáticamente ocultado y poco explotado en su escritura). Para intentar comprender intenté situar a Ibáñez en un contexto y en un proceso, tanto intelectuales como institucionales. He utilizado para ello los datos biográficos disponibles, los estados de la cuestión de la sociología española en los que aparecía así como, evidentemente, los propios textos del autor. Soy consciente de que podía haber utilizado más fuentes desde las que mejorar mi razonamiento. Por una parte, podría haber recurrido a las entrevistas con aquellos que conocieron, más cerca o más lejos, al autor. La producción de una situación de entrevista a propósito de un intelectual que funciona aún como una referencia dentro del campo en el que los entrevistados se desenvuelven y desean prosperar es bas-

como incoherentes. La incoherencia, por lo demás, surge de la pluralidad compositiva: pluralidad de autores detrás de las escrituras, pluralidad de disposiciones cambiantes dentro de un cuerpo creador y productor. Por fin, Spinoza nos exige, como señalo en el texto, conocer la vida de los profetas que escribieron los libros; la de los individuos que los convirtieron en sagrados, la historia de las lecturas concurrentes que intentaron apropiárselos; la de los procesos por los que un conjunto de libros se convirtieron en una obra, merecedora de una lectura que supone unidad y sentido compartido. Introdúzcase esta última exigencia —claramente sociológica— a lo largo de todo el proceso interpretativo: en lo que respecta al análisis pragmático de las palabras; sobre la potencia simbólica de cada lengua, de sus usuarios y de sus consumidores; respecto al modo en que distintos tipos de frases muestran las diferentes formas de tensiones y disposiciones sociales que producen un texto. Spinoza sería, en tanto que historiador racional de la Escritura, uno de los ejes sobre los que debe pivotar todo análisis de los discursos cultos, de todas aquellas escrituras que, por una u otra razón —«la disposición de las palabras»—, han ascendido a mayúscula su primera vocal. 6 Sobre el marco teórico en el que me inspiro, véase Randall Collins (2005) y los balances de los útiles de Pierre Bourdieu y Erving Goffman presentes en Moreno Pestaña (2005a: 13-42) y «Consagración institucional, consagración intelectual y autonomía creativa. Hacia una sociología del fracaso intelectual» (que aparecerá en un libro colectivo dedicado a Manuel Sacristán y coordinado por Jacobo Muñoz).

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tante difícil. La experiencia con alguna de las entrevistas que realicé me convenció de que cuanto se iba a decir estaba rodeado de cláusulas de defensa importantes: al hablar de Ibáñez se concedía o se quitaba razón a quienes pueden considerarse sus herederos o se privilegiaba a un grupo o a otro de los mismos. Ibáñez no es una referencia pasada sino un símbolo presente y respecto a él las precauciones son enormes. En este trabajo, evidentemente, queda por analizar mucho de cómo la vida familiar de Ibáñez (la de su familia de origen y la de su familia de elección con Esperanza Martínez-Conde) influyó en su trayectoria y en sus preocupaciones intelectuales. Pero no sólo podía este estudio haber ganado en intensidad en la descripción: también hubiera sido posible partir de Ibáñez para situarlo como un punto en una red más amplia: red que comparte con Salustiano del Campo 7 (su opuesto complementario: cada uno testimonia las tensiones de una matriz común de formación, tanto institucional como teórica), tejido que le une a la red de producción de elites políticas y culturales que se forjó en el Colegio Mayor César Carlos, al trabajo intelectual que cristalizó en la investigación de mercados, al que le convirtió en referencia de una red conflictiva de discípulos que tomó su nombre como emblema. Pese a sus límites, este texto se esfuerza por situarlo como uno de los productos posibles de un determinado entorno intelectual, de una red de capital social y de un punto del campo intelectual y de los mecanismos de reproducción de la universidad. Pero quedan muchas tareas que realizar para la reconstrucción de la historia de la sociología cualitativa española. Espero emprenderlas en un futuro: en ellas, el nombre de Ibáñez merecerá la misma atención que quienes se reclaman de él —y otros, insisto, que se construyen contra él y su grupo. Y es que en el conflicto se forjaron, de algún modo, los rostros comunes de los contendientes. He querido hacer un caso de la trayectoria de Ibáñez: a través de ella, intento leer algunos de los rasgos del campo de las ciencias socia-

7 Y, por tanto, con el crítico de Ibáñez, ya en una generación posterior, José Félix Tezanos (2001). La dinámica intelectual consistente en que los maestros se comportan con galantería y los discípulos se destrozan con ataques abiertos es un síntoma que merece una reflexión para comprender los códigos de relación entre intelectuales y la realidad y la irrealidad de las disputas entre escuelas.

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les y humanas en España después de la Guerra Civil. En tanto que filósofo, no puedo dejar de discutir algunos desarrollos de Ibáñez. Cuando un autor escribe, suele presentar como evidentes sus puntos de partida teóricos, y la reconsideración crítica de los mismos ayuda a percibir que el sitio del que alzó el vuelo tenía otros itinerarios razonables y las conclusiones a las que llegó no derivaban indefectiblemente de los rigores del encadenamiento lógico ni de la contundencia de las pruebas empíricas. Digo esto porque alguna de las lecturas amistosas de este manuscrito considera que oculto mediante disculpas retóricas una posición que es muy crítica respecto a Ibáñez. Como ya he dicho, pero no me importa repetirme, si criticar consiste en acorralar moral, política e intelectualmente aquello que se analiza, yo no soy crítico. Ciertamente, cuando se discute un proceso en el que se engarzan acciones, actitudes y razonamientos, el autor pone en juego sus propias categorías teóricas y en ellas (pegado como los labios a los dientes, que decía alguien) se encuentra también algo, o mucho, de su propio humor personal, político e intelectual. No conozco otro modo de construir la historia intelectual, la consideración sociológica o el juicio filosófico de un acontecimiento. Y el lector deberá juzgar cuánto en lo que de ellos resulte «desmitificador» procede de un inconsciente poco gobernado intelectualmente (y, como sucede a veces, el desmitificador se revela mixtificado) o de que cuando se analiza un objeto consagrado, todo intento de enhebrar conceptualmente la trama que lo hace inteligible puede parecer profanadora. Cuando sólo se trataba quizá de adoptar una mirada profana y de comprobar los rendimientos que ofrece.

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1.

RUPTURAS Y CONTINUIDADES DEL MUNDO FAMILIAR

Jesús Ibáñez nace en 1928 en una pequeña aldea pasiega (San Pedro del Romeral), hijo de madre soltera y procedente de una familia —según caracteriza Alfonso Ortí (1997: 39)— de la «pequeña burguesía patrimonial rural (es decir, simplificando, de la derecha histórica)». El lugar en el que nació Ibáñez era, siempre según Alfonso Ortí (1993: 119), una comunidad «casi insular, marginada y perdida, sobre la base dispersa —“cabañas vividoras”— de un duro pastoreo trashumante; pero de una densa, casi asfixiante personalización comunitaria de las relaciones que radicaliza cuanto toca». Años más tarde, durante una gestión en comisaría, Jesús Ibáñez tuvo que aclarar que el único apellido que acarreaba era el materno. Ibáñez siempre fue muy discreto sobre un asunto que no era precisamente un rasgo de prestigio en la España franquista (Morodo, 2001: 420). Es, como todo buen estudiante, un chico solitario del que —no es nada raro— los iguales sospechan que es marica. Ibáñez no se dejará humillar por su condición de diferente, convirtiéndola, como tantos otros triunfadores con fallas originarias, en conciencia de privilegio: escribirá que su lugar marginal coincide con un observatorio epistemológico de primer orden que le permitirá contemplar el mundo como totalidad. En el transcurso de una movilidad geográfica y social importante 1, Ibáñez rompe con su madre. Un día, descubrió que deseaba que 1 De acuerdo con los datos recogidos en el interesante estudio de Benjamín Oltra sobre los intelectuales políticos (que incluye a miembros de su entorno generacional y a otros del inmediatamente anterior), Ibáñez desentonaba fuertemente: la reproducción económica de clase (sólo un 5% procedía de grandes y medios propietarios agrícolas y otro 5% de pequeños propietarios agrícolas y el 62% procedía de lo que Oltra llamaba clase media: funcionarios de carrera, catedráticos de universidad, otros altos funcionarios, profesiones liberales y pequeños empresarios y comerciantes) y sobre

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FILOSOFÍA Y SOCIOLOGÍA EN JESÚS IBÁÑEZ: GENEALOGÍA DE UN PENSADOR CRÍTICO

se acabase el verano, es decir, el tiempo en que el fin del colegio le devolvía con ella; más adelante, encontrará en el psicoanálisis una defensa contra una madre sobreprotectora. Oblato consagrado a la institución escolar, Ibáñez transpira —en coherencia con la autoconciencia de sí como un genio— disposiciones competitivas. En primer lugar, en la elección de sus redes relacionales: una vez llegado a Madrid, escribirá, sus amigos «iban a tener apellido. Iban a ser algo más, y algo menos, que amigos» (Ibáñez, 1990: 12). En segundo lugar, en el sentido deportivo que introducía en las relaciones afectivo-intelectuales. Al menos en dos lugares insiste en la competición con los amados y en la soledad —y en el goce— que le acarreaba: «Seguía avanzando, sin mirar hacia atrás: cada vez más alejado de amigos queridos que no habían podido soportar la carrera. Hacia 1954 estaba ya solo: esto es, empezaba a ser libre»; «durante un tiempo escondido tras mis mentores (Bugeda, Herrero, Ortí). Hasta que un día descubrí que todos aquellos que admiraba habían quedado rezagados» (Ibáñez, 1990: 12 y 21). No en vano, Ibáñez se identificaba con el cuclillo, el ave rapaz que se aprovecha del nido de otros. Esta conciencia de excelencia —de «excepcionalidad», según sus palabras (Ibáñez, 1985b: 73)— y esta disposición competitiva le permitirán despreciar al trepa académico vulgar sin dejar, como mostraré, de cuidar cuanto pudo —y siempre que las catástrofes lo permitieron— su propia carrera universitaria. En las palabras de todo creador parpadea el sesgo peculiar con el que se acoplan su cuerpo y las cosas del mundo. En los textos de Ibáñez no faltan las referencias a una naturaleza omitida por el mundo tramposo y sofisticado de la civilización: fingimos no haber escuchado un pedo igual que los sociólogos aparentan ignorar cuánto se escapa a los moldes de la ideología dominante; el progreso significa que la solidez del mundo es reducida a materia asimilable, manipulable, susceptible de circular. El mundo de lo sublime es el mundo de la sublima-

todo de capital cultural era importantísima (aunque éste tenía una lógica, explica Oltra, bimodal: el 25% de los intelectuales procedía de familias sólo con primaria completa y el 52% con estudios superiores). En lo que no desentonaba tanto era en proceder de regiones mayoritariamente rurales: aunque la suya, según explica Ortí, tenía componentes especialmente distintivos. Véase Oltra (1976: 86, 91-92).

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RUPTURAS Y CONTINUIDADES DEL MUNDO FAMILIAR

ción, de la rectificación absoluta, «del artificio llevado al límite» (Ibáñez, 1985b: 33, 99, 102); semejante poder artificioso nos da mierda para comer (Ibáñez, 1997a: 99-101) a la vez que expulsa al cuerpo de su entorno cotidiano 2. En tales referencias se expresa un umbral con sensibilidad peculiar (tradicionalmente característico del campesinado), rural, cercano a la materia sin elaborar, a los olores, los tactos y los gustos más elementales (Grignon y Grignon, 1980: 531-569). Ese umbral de sensibilidad, nacido en el grupo de origen, se hiperboliza, en el caso de Ibáñez, hasta la provocación en contacto con el grupo de destino. Semejante actitud de provocación resulta difícil leerla como una simple boutade: en ella se expresa una violencia íntima (Ibáñez, 1979: 205) 3 —de origen social y que no es rara entre los parvenus triunfantes— que parece sostener muchas de las disposiciones críticas de Ibáñez. Esta dimensión paradójica del habitus de Ibáñez —entre amor al reconocimiento mundano y reivindicación, al límite de lo escatológico, de una sensibilidad diferente— será subrayada por Alfonso Ortí (1990: 37) como una de las claves de las disposiciones intelectuales de su amigo y maestro. Clave poderosa para explicar su consagración intelectual tanto como su disgusto con el mundo que le aplaudía.

RESUMEN 1.

a)

Dos disposiciones íntimas enfrentadas

Tendencia centrífuga del grupo de origen: huida del medio familiarrural a través del medio escolar.

b) Tendencia centrípeta del grupo de origen: vindicación de los valores menos legítimos del grupo de origen.

2

Por ejemplo en Jesús Ibáñez (1994a: 11-18). Las referencias escatológicas son constantes en la escritura de Ibáñez. 3 La fuerza que no queda asumida por los signos que permiten hacerla presentable —a costa de alienarla y empobrecerla— no desaparece; queda suspendida y puede retornar. Es el momento, concluye Ibáñez de manera inquietante, en el que se ajustan las cuentas.

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2.

I.

EN EL CENTRO DE LA PROTOSOCIOLOGÍA: FILÓSOFOS EN RECONVERSIÓN

ELECCIÓN POLÍTICA, ELECCIÓN INTELECTUAL

Como muchos intelectuales españoles de su tiempo (por ejemplo, Manuel Sacristán o Carlos París), Jesús Ibáñez fue falangista. Fue su amigo Lulys —durante su condición de interno en el Colegio de Padres Escolapios de Villacarriedo 1— quien le introdujo en aquel universo en el que, como explicó en un balance tan sincero como cabal, se disparataban «sentimientos nobles con ideas atravesadas». Posteriormente, Ibáñez estudió en la facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Madrid. Prefería la filosofía, pero «si hubiera estudiado filosofía, hubiera tenido que ir a vivir a casa de unos familiares, en Valladolid». Además, los estudios de letras (y algo menos, derecho) estaban perdiendo poco a poco prestigio frente a las ciencias sociales (Oltra, 1976: 119). La facultad en la que estudiaría Ibáñez la impulsó directamente el caudillo y estaba llena «de pulcros caballeros que portaban attachés y estaban vestidos de gris o de marrón desde las puntas del pelo hasta las raíces del alma. De vez en cuando se levantaban a hablar con una voz campanuda perfectamente torneada. “La socia-li-za-ci-ón de la so-CIEDAD”. Eran tontos solemnes pero yo no lo sabía» (Ibáñez, 1990: 12). Aprendería pronto filosofía, pues el ambiente no sólo permitía la germinación de especialistas sin espíritu. Ibáñez cayó en un medio de filósofos en procesos diversos de reconversión a las ciencias empíricas. Sociología en España había poca y según anotaban en 1939 dos 1 La educación religiosa no singulariza en absoluto a Ibáñez (Oltra, 1976: 100103). Sin embargo, ciertas de sus opciones teóricas (crítica a lo técnico, reivindicación de la filosofía y de los tópicos del humanismo frente a la ciencia…) tienen uno (entre muchos otros de los que sólo se puede separar analíticamente) de sus anclajes en un habitus con componentes religiosos.

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observadores extranjeros (Barnes y Becker, Historia del pensamiento social) ello se debía a la supremacía del Derecho y la Filosofía sobre la Sociología (Tezanos, 2001: 208). La facultad de Ciencias Económicas y Políticas se creó en 1944 y tenía el objetivo de educar a la elite del régimen. En cada curso no había muchos estudiantes (30 o 40) y permitía —según testimonio de Salustiano del Campo, un amigo de la época, que será central en la carrera de Ibáñez— huir tanto de la filosofía tomista como de la hegemonía del derecho sobre las ciencias sociales. En aquella época, Ibáñez y sus compañeros asisten y comentan el debate entre Rafael Calvo Serer y Pedro Laín Entralgo (Del Campo, 1997: 31, 33). Ese debate ejemplifica bien las alternativas intelectuales —e institucionales— que se abrían en el conflictivo campo de la intelectualidad franquista para el joven Ibáñez. Laín —destacado intelectual falangista junto a Antonio Tovar y a dos personajes a los que enseguida nos referiremos: Enrique Gómez Arboleya y Javier Conde— había publicado un libro (España como problema), en el que se interrogaba sobre la pertenencia o no a lo español de las innovaciones de la cultura del exilio y de las procedentes de Europa. El filósofo católico integrista Rafael Calvo Serer le respondía en España sin problema: tal debate se había cerrado tras la Guerra Civil cuando la victoria de la cultura asociada a Franco definió de una vez para siempre los problemas de identidad de España. Las fracciones intelectuales que se disputaban en los años cincuenta la hegemonía eran, por un lado, el nacionalcatolicismo —del que procedían los antiguos heraldos del fascismo europeo en proceso de reconversión tras la derrota del Eje— y, por otro lado, el integrismo católico y tecnocrático representado por el Opus Dei. Hay que cuidarse mucho, cuando se argumenta, de mostrar los acontecimientos históricos como si fuesen la simple realización de propiedades generales. Una escena no reproduce automáticamente, jamás o en rarísimas veces, los rasgos estructurales de los actores que se encuentran en la misma: las retraduce y las embrolla con dimensiones de la interacción puramente situacionales. Por lo demás, a veces pueden narrarse los acontecimientos biográficos como si remitiesen al conjunto de una esencia vital, como si la existencia fuese una aburrida metonimia que alude siempre a un perfil cerrado y global. Establecidas estas precauciones, para no caer en la tendencia a que cualquier 18


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acto remite a cualquier otro gracias a la prestidigitación retórica del analista (Passeron, 2006: 305), Alfonso Ortí nos ha legado un relato que ayuda a captar con qué se confrontaba el joven Ibáñez —y el propio Ortí— cuando quería actuar intelectual y políticamente. Fue en 1953, en Santander, en un curso de La Magdalena, dirigido por Manuel Fraga. Había expuesto Gonzalo Fernández de la Mora, próximo a Calvo Serer, tecnócrata —y cabría añadir: culturalmente «menendezpelayista», políticamente heredero del último Maeztu (Oltra, 1976: 182-183)—. Ibáñez se enzarzó con el ponente. En este episodio juvenil, pueden perfilarse muchos rasgos vertebrales de la personalidad del, a partir de entonces, amigo de Ortí: Ibáñez jamás defenderá social y políticamente el «liberalismo elitista altoburgués» (en palabras de Ortí) ni culturalmente será un aislacionista defensor del rescate de la tradición intelectual española. En la época, enfrentarse a tales rasgos, en el entorno y con la trayectoria de Jesús Ibáñez, visto el modo en que ese entorno sociopolítico y cultural se materializaba en individuos, supuesto el impacto que esos individuos tenían en la sensibilidad del joven pasiego 2, eso significaba, entre otras pocas opciones posibles (entonces: porque era el espacio de los años cincuenta no el de los sesenta ni el de 2007) ser falangista 3. (Y en el periodo en que, 2 En este punto, la orientación que inspira la sensibilidad de clase (que articula sobre su base filias y fobias políticas) es primordial. Ángel de Lucas, hijo de un conserje que había experimentado una brutal trayectoria descendente, y trabajador manual él mismo durante diez años (como atador de periódicos, en un taller...), me explica (en conversación mantenida el 2 de agosto de 2007) que frecuentó «señoritos» cuando entró en contacto con la izquierda. Hasta entonces conoció bien a un proletariado que llamaba «barojiano», y sus amigos de juventud incluían gente económicamente humilde y algún, inevitable en el ambiente falangista, aristócrata. 3 El mundo del falangismo era, no podía ser de otra manera, heterogéneo. Carlos París (2006: 91) cuenta la diferencia entre el falangismo revolucionario que conoció en Madrid y el que se encontró —era el de la Falange de los «paseos»— como catedrático en Santiago de Compostela. Esa misma diferencia —entre los reaccionarios y una experiencia «revolucionaria» del falangismo, extendida por lo demás— puede detectarla fácilmente quien lea el artículo que el joven Manuel Sacristán (2007: 71-79) escribió a principios de los años cincuenta sobre un José Antonio Primo de Rivera «orteguiano» y «marxistizante». Raúl Morodo (2001: 41) tiene toda la razón —a propósito de Santiago Montero Díaz— de insistir en que el fascismo fue «un capitalismo no democrático con miedo y con armas», pero también, para muchos intelectuales, «la tarea y reflexión de revisar el Estado liberal-clásico, con un parlamentarismo caduco e ineficiente, y construir un nuevo Estado, superador del capitalismo y más participativo».

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intelectualmente, éstos van dejando en el trastero sus viejas querencias germanófilas para concentrarse en la importación de productos culturales menos marcados ideológicamente.) No es difícil captar en el conjunto de mundos posibles del joven Ibáñez su transformación en sociólogo izquierdista y cualitativo. Pero, para que éstos acontecieran, tuvieron que ocurrir otros acontecimientos que podrían no haberse dado: la salida de la universidad y la creación de una bohemia crítica en sociología, el efecto unificador, intelectual y político, de la invención y el desarrollo del grupo de discusión, la elección de una epistemología posmoderna —por parte de Ibáñez— para dar cuenta teóricamente de dicho instrumento… Ibáñez no estaba incluido dentro del joven falangista que reñía en Santander con Fernández de la Mora: pero tampoco su futuro, el del Ibáñez que conocemos, representó una mutación social y afectiva inconmensurable con lo que se perfilaba en su juventud.

II.

FILÓSOFOS MAESTROS DE SOCIÓLOGOS

Perfiles que se adquirían en un mundo donde Enrique Gómez Arboleya —al que Ibáñez se refiere raramente— jugaba un papel central. Gómez Arboleya obtendrá la cátedra de sociología en 1953 en la facultad en la que Ibáñez se licenció. Procedía del círculo de García Lorca y de Manuel de Falla y había realizado una tesis sobre Hermann Heller, el oponente del ultraconservador Carl Schmitt, tan admirado éste después por Fraga y los filósofos y científicos sociales del primer franquismo. Fue ayudante de cátedra de Fernando de los Ríos y asistió con temor a la muerte de García Lorca: después de la guerra formaba parte, según Miguel Cruz Hernández (1988: 50), de los «cuatro grandes del pensamiento falangista: [Javier] Conde, Gómez Arboleya, [Pedro] Laín y [Antonio] Tovar». Se orientó hacia la sociología y su trayectoria simboliza la de toda una generación. Germanófilo y filósofo de formación, Gómez Arboleya se acabó suicidando en 1959: una postrera fe ciega en la sociología norteamericana cuantitativa y su incapacidad de dominarla le terminaron, a decir de algunos que le conocieron, deprimiendo profundamente (Tierno Galván, 1988: 238; Mo20


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rodo, 2001: 223). Tenía, según Jiménez Blanco (1988: 120), un, para Gómez Arboleya muy malsano, «enrarecido clima alrededor», «enemigo de cualquier vuelo filosófico o teórico» y en el que destacaba Salustiano del Campo, según una descripción poco amistosa de Raúl Morodo (2001: 223), un «leninista americanizado». A primera vista parece difícil comprender qué pudo aportar este especialista en Francisco Suárez a Jesús Ibáñez. Pero algún poso pudo dejarle. Gómez Arboleya, en un texto publicado en la Revista de Estudios Políticos (núm. 76, 1954, pp. 3-33), y más preocupado por demostrarse conocedor de la filosofía de Zubiri que por concretar sociológicamente, ponía en la teoría del grupo social «el presupuesto fundamental de toda investigación sociológica» y consideraba que sólo con ella se podría establecer un objeto propio para la sociología. Ésta analizaba la realidad como configuración de estructuras y no, como la historia, según la perspectiva de una sucesión de eventos. Así, «el límite ideal del trabajo del sociólogo sería ofrecer leyes puras de estructura del grupo como todo y de la sociedad como totalidad de grupos, irreductibles a las singularidades de sus partes, y en donde muchos de los caracteres de éstas se dedujeran; utilizando así una especie de procedimiento plástico que ofrecería el volumen más que el detalle» (Gómez Arboleya, 1982: 607). No es una mala descripción del objetivo teórico de lo que, con otros autores y otras referencias, pretende el capítulo 4 de Más allá de la sociología. Sobre la común dependencia, de Gómez Arboleya y de Ibáñez, respecto del pensamiento de Zubiri hablaré muy pronto. Filósofo procedente del grupo de Ortega y antiguo catedrático de Filosofía del Derecho en Oviedo era Salvador Lissarrague Novoa, uno de los protectores (junto a Carlos Ollero Gómez) de Jesús Ibáñez. Lissarrague ganó la cátedra de Filosofía Social en 1955 en la facultad de Ciencias Políticas. Antes había enseñado «Teoría de la Sociedad y Sociología y Metodología de las Ciencias Sociales» en la facultad de Ciencias Políticas y Económicas, temas que serán caros en el pensamiento del que fue su discípulo (Del Campo, 2001: 174175). Poco a poco, según el informe publicado por Gómez Arboleya (1990: 44) en 1958 (Revista de Estudios Políticos, núm. 98), se fue decantando también —como todo su grupo— hacia el pensamiento anglosajón. Lissarrague era especialista en Francisco de Vitoria y enemigo, según su discípulo Enrique Martín López (1967: 32), de «las 21


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retóricas superficiales y de las banalidades cuantificables» 4, y en 1948 había publicado una Introducción a los temas centrales de la Filosofía del Derecho, en la que consideraba que la ética no podía ser completamente absorbida por el derecho ya que éste se apoya sobre una comunidad de valores congelada. Si ésta desapareciese, el orden social se desvanecería y sólo podría hablarse de un orden personal. La misma preocupación entre la totalidad y la conciencia individual se expresaba en un texto de 37 páginas publicado en 1956 por la facultad en la que era catedrático. El filósofo se interrogaba sobre si el orden social podía ir más allá del ajuste mecánico de los hombres a las normas y desembocar en la simple obediencia de éstos a su convicción íntima. Lissarrague respondía negativamente. El orden social siempre será un híbrido entre cosificación de las conductas y acciones surgidas de la libertad de la conciencia; el hombre es libre determinación pero que sólo se ejerce desde un contexto histórico concreto 5. Jesús Ibáñez fue profesor ayudante de Lissarrague y es difícil saber cuánto le influyó éste. En cualquier caso, dejó escrita una frase que testimonia que las preocupaciones de su —hasta 1956, y con la mejor voluntad de Lissarrague— padrino académico le calaron hondo. Ciencia social, escribía Ibáñez (1979: 55), no se puede hacer del esclavo —con la física es suficiente— ni tampoco del hombre libre —la ética serviría para dar cuenta de él. Otro profesor de Ibáñez fue el catedrático de «Fundamentos de Filosofía» desde 1944 hasta 1949 Juan Zaragüeta Bengoechea. A Ibáñez le confirmó profundamente que Zaragüeta, en voz alta, le diese la máxima nota mientras que a todos sus compañeros les endosaba un cero. Zaragüeta había realizado una tesis en Lovaina sobre la sociología de Gabriel Tarde, así como otra sobre psicología —lo que seguro que después le familiarizaría con su futuro puesto de director de la Escuela de Psicología de Madrid—. Su nombre sonó en 1940 como posible director del Instituto Luis Vives de Filosofía en el CSIC, pero su presencia en los medios intelectuales durante la República y su catolicismo abierto 4 Citado por Amando de Miguel (1974: 79). Sobre la diferencia entre acción por «estricta convicción» o «neto ajustamiento» como criterio ordenador de la sociología, véase Salvador Lissarrague (1998: 108-113). 5 Véase Salvador Lissarrague (1944: 111) y Gonzalo Díaz (1995: 715-718).

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no agradaban a los más integristas del naciente Estado (Corominas y Vicens, 2005: 467). Cuando Amando de Miguel se interrogue sobre la reflexividad sociológica en 1974, escribirá —con toda la razón— que la sociología de los sociólogos —que en la época aconsejaba el sociólogo crítico norteamericano Alvin W. Gouldner— iba a convertirse en una moda pero se sorprenderá —con menos razón— de que ésta hubiera sido aconsejada por Zaragüeta. Efectivamente, en las páginas de la revista Razón y Fe (núm. 504, 1940, pp. 19-41) se pedía para las ciencias sociales el mismo aguijón destructivo que éstas aplicaban a sus objetos de estudio: «Está todavía por hacerse pero no es inabordable, la Psicología de los psicólogos, o la Sociología de los sociólogos o la Historia de los historiadores, que sometiera sus afirmaciones a una crítica análoga a la disolvente de las convicciones vitales más arraigadas del hombre, que tan en boga se halla en muchos de entre ellos» 6. Zaragüeta no era el único abogado de una sociología reflexiva y sus exigencias nada tenían de raro en un hombre de su formación. Había estudiado en el colegio de los marianistas de San Sebastián donde serviría de tutor a un joven escolar al que continuaría guiando, no sin conflictos, durante buena parte de su vida: Xavier Zubiri. Eran los tiempos de la encíclica de Pío X Pascendi Dominici Gregis que condenaba toda tentación modernista (entre ellas, por ejemplo, la defensa de la autonomía del método científico respecto de la verdad revelada o la reducción del Reino de Dios a la justicia social terrena). El director del colegio de los marianistas, Domingo Lázaro, optaba por una clara defensa del catolicismo, pero que fuese instruida, como la representada por la Universidad de Lovaina (donde estudiarían Zaragüeta y el propio Zubiri). Para Lázaro había que conocer las ciencias y demostrar así que éstas contenían tantas fragilidades como la religión. Zubiri conservó las lecciones de Lázaro y buena parte de su obra y, como vemos, la de Zaragüeta, tienen en su maestro una importante matriz. En uno de sus textos («La crisis religiosa y la mentalidad contemporánea»), que Zubiri conoció en 1909 y cuya copia mecanografiada conservará durante toda su vida, Lázaro decía: «Los ataques a la religión en nombre de la ciencia tienen un valor absoluto entre nuestros contemporáneos, máxime si al nombre de la ciencia puede aña6

Citado por Amando de Miguel (1974: 175).

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dirse el epíteto de matemática; pero la pregunta es si la matemática no esconde algún síntoma de contingencia bajo este aspecto de infalibilidad con que se nos presenta» (citado por Corominas y Vicens, 2005: 46). Cuando los posmodernos agiten el teorema de Gödel o una crítica desmedida de las ciencias, y con ello pretendan ajustar cuentas con una razón supuestamente muy dogmática y muy peligrosa, pocos comprenderán que continúan con una venerable tradición religiosa antipositivista que filtró duraderamente la vida escolar española. Volveré más tarde. No sólo aquí, la «sociología del conocimiento» fue una insigne representante de la revuelta filosófica conservadora contra las ciencias empíricas (Ringer, 1995: 386-399). Se trataba de enseñarles a las ciencias presuntuosas que ellas partían de una filosofía del mundo irreflexiva que daba forma a sus objetos, orientaba su conocimiento y se enclavaba en lo más profundo de sus conceptos; además, sus formas de conocimiento estaban ligadas irremisiblemente a formas de acción, la semántica, como dirá Ibáñez más tarde, iba fatalmente acompañada de una pragmática. Jesús Fueyo (1954: 65), profesor de «Introducción a la administración pública» en la facultad de Políticas, cercano a Raúl Morodo y Carlos Moya, luminaria teórica del falangismo y eterno aspirante a ministro del Generalísimo, advertía, muy libertario él, como nos corresponde a los amantes de las «genealogías», que el sociologismo podía llevar a una «utopía del infierno» orwelliana, en la que un «Ministerio de la Verdad» rija los espíritus y les proporcione la verdad, la moral y la historia de cada hora «suprimiendo todo rastro o testimonio que pueda ponerla[s] en tela de juicio». En un medio donde se disponía más de capital filosófico que de competencias científicas, era normal que, antes incluso de conocer los rudimentos de la investigación empírica normal, la demanda de reflexividad comenzase a ponerse en guardia contra la misma. Los nombres de Max Scheler o Karl Mannheim abundaban en los escritos de Salvador Lissarrague y de Javier Conde (Del Campo, 2001: 167, 172). Como explicaba Gómez Arboleya (1990: 44), la investigación sociológica en España había comenzado por la historia de la sociología y dominaba mucho mejor los problemas teóricos que los prácticos. Referirse a Javier Conde exige hablar de la otra institución en la que atracó Ibáñez como posgraduado. Conde había sido socialista 24


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(Corominas y Vicens, 2005: 377) y dirigía el Instituto de Estudios Políticos —una institución en contacto permanente con la facultad en la que estudió Ibáñez— que se creó el 9 de septiembre de 1939, y contenía cursos de derecho y administración pública. Había sido el teórico del Estado totalitario hispano (en su Teoría del caudillaje) y como toda su fracción falangista (Laín, Tovar, Ridruejo, Lissarrague…) estaba en proceso de aggiornamento: de ahí a decir, como lo hace Ibáñez (1990: 13), que era un rojo disfrazado 7 (y que había convertido el instituto en un nido de rojos) hay un trecho que sólo puede cruzar, bien el acceso de Ibáñez al juego con la identidad resultado de la participación del individuo en diferentes escenas o bien un uso relativamente flexible y relacional de la categoría de rojo —o bien el comprensible maquillaje de la autobiografía (las diferentes posibilidades, evidentemente, no se excluyen entre sí)—. Sucedía que, por razones que analizaré más adelante, los filtros ideológicos severos se compadecían mal con la circulación de los retoños de las elites en los centros neurálgicos del sistema educativo. «Siente a un rojo en su cátedra», parecía la moda según Raúl Morodo: habría que ver qué tipo de rojos eran, de qué origen social y con qué trayectoria académica. Una cosa estaba clara: que fueran «rojos» no era la variable fundamental para que el catedrático los escogiese (Morodo, 2001: 222). Cuando Miguel Espinosa (1990: 13-40) retrate al catedrático Cipriano Castillejo, paradigma de trepa y verbosidad vacía en la universidad franquista, no se olvidará de señalar que éste «pronto adhiriose a la facción de cierto ilustre catedrático, llamado F. J. Conde, famoso por una “Teoría sobre el Mando Único y Totalitario”». Espinosa fue muy mordiente con el héroe intelectual de Castillejo —insertando para ello algunas perlas de sus escritos—, si bien otras recuperaciones del personaje han subrayado la consideración personal de algunos de sus contemporáneos (Fernández de la Mora, Tierno) así como su enjundia intelectual (Novella, 2007: 224-225).

7 A tenor de lo que escribía en 1942, muy bien disfrazado: «El aniquilamiento real del Estado bolchevique es juicio inequívoco de Dios y es también venganza implacable de la historia contra un sistema de doctrinas que creía poseer su secreto más íntimo y soñaba con haber sujetado a cálculo toda la hondura inconmensurable de sus energías vivas» (Conde, 2006: 67).

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Conde estaba próximo a Zubiri y acabaría dedicándose a la vida diplomática. En 1948, en el Instituto de Estudios Políticos, creó un curso de sociología y, a partir de 1954, habría en el mismo una sección dedicada a la sociología (creada por Gómez Arboleya) y otra dedicada a la administración pública (Del Campo, 2001: 163-165). Del Instituto de Estudios Políticos saldrían todos los sociólogos que harían su acumulación profesional originaria en Estados Unidos. Entre ellos no se encontraría Jesús Ibáñez. Y ello fue determinante para su orientación teórica, política y para su irregular travesía académica. Conde fue un fascista dogmático (con el tiempo dejará de estarlo: de hecho, en la Guerra Civil, ya se había acostumbrado, como Gómez Arboleya, a mudar sus creencias políticas) y un intelectual muy competente. Y con mucho orgullo por serlo. Una carta abierta a Jean-Paul Sartre muestra las angustias de quienes tenían grandes recursos intelectuales, pero habían quedado marcados por un valor político estigmatizante. En mayo de 1950, un número de la revista Les Temps Modernes había publicado una crónica («La culture espagnole sous le régime de Franco») del exiliado republicano Alfonso Ayensa (Molina, 2006: XL) en la que se decía que no quedaba ni un creador cultural apreciable en la España del Caudillo. Conde (1950a: 7-9) escribía al filósofo para aclararle que la carta estaba firmada por alguien indigno de ampararse en la revista «tan brillantemente dirigida por usted»: se trataba de (¡Conde lo decía y a la vez señalaba que los españoles eran humildes y sencillos!) un «español renegado, periodista de tres al cuarto, o menos, que, si no recuerdo mal, andaba pegado a la cola de un diario madrileño cuando otros, mal que le pese a tal sujeto, ejercíamos ya con decoro y mérito el magisterio universitario». (Esto último no debió emocionar a Sartre, entre cuyos defectos no se contaba el amor por las cátedras.) Para desmentir a un «actor de siniestras fuerzas internacionales», «un modorro más en la triste genealogía de los detractores de España», Conde le enviaba a Sartre uno de sus libros entre una selección del pensamiento producido en la España franquista y le rogaba que se tomase «la molestia de examinarlos o hacerlos ver por los buenos especialistas franceses de historia, filosofía, literatura, crítica de arte, física, matemática, derecho, ciencias naturales, etc.». Si Sartre los leyó, tal vez comprendió que Conde y sus representados eran fascistas pero también intelectuales y 26


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no forzosamente de los malos. La imposibilidad de seguir siendo las dos cosas a la vez —fascista y actor reconocido en el campo intelectual— 8 explicará en buena medida las opciones ideológicas de la generación que continuará a Javier Conde. Sobre sociología del conocimiento, Conde publicó varios trabajos. En uno de ellos (Conde, 1950b: 11-30), explicó que conocimiento y práctica son dos planos de una misma actividad humana. Por dos razones. Primera, porque toda forma de acercarse al mundo reposa sobre una forma de vida práctica, sobre un ethos. Segunda, porque gracias al saber el hombre convierte las cosas en elementos a su disposición. Conde sitúa a la inteligencia en el marco de la historia mundial y concluye lamentándose de que nuestro tiempo haya convertido el saber político en ciencia positiva, la administración de los asuntos humanos en reglas burocráticas y todo ello unido a una creciente desconfianza en el valor de la inteligencia para la política. Karl Manheimm, Max Scheler o Moritz Geiger servían para que Conde concluyese que la política «no se deja positivizar bajo especie de “hechos”» y para acabar lamentando la posibilidad de un mundo completamente administrado por expertos y promovido tanto por los marxistas como por el americanismo. Alfonso Ortí me contaba cómo cuando empezaron a leer a la Escuela de Frankfurt en los años sesenta se toparon con pensadores que llegaban a conclusiones similares a las que ellos ya tenían 9. Ciertamente, entre las afirmaciones de Conde acerca del «Ethos que tiene a su base cualquier tipo de saber» y las de Habermas (1987: 84) que solicitaba «una revisión de la filosofía social científica desde el punto de vista bajo el que la doctrina clásica de la política podía entenderse como la sabia conducción de la praxis», existe una común base filosófica aristotélica (patrimonio de un gran número de pensadores) y una angustia por sobredimensionar la dimensión tecnocrática y positivista de la política contemporánea. Cuando Conde exige al positivismo que confíe en las cosas mismas y 8

En los años cincuenta, como escribirá un entonces joven miembro de la revista barcelonesa Laye, Alfons García Seguí: «Todo lo que no era franquista era marxista o protomarxista. Se metía en el mismo saco a liberales, derecha civilizada, izquierda, marxismo, etc. Unamuno, Ortega y Gasset, Baroja, eran considerados tan subversivos como Marx o Lenin» (Marsal, 1979: 154-155). 9 Entrevista con Alfonso Ortí, 6 de septiembre de 2006.

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FILOSOFÍA Y SOCIOLOGÍA EN JESÚS IBÁÑEZ: GENEALOGÍA DE UN PENSADOR CRÍTICO

no en esquemas metódicos «porque no todas las realidades se dejan recortar de la misma manera para someterse a los esquemas de la ciencia», dispone a su lector para recoger favorablemente al Adorno (1975: 144) que afirma que «la lógica dialéctica es más positivista que el Positivismo, a pesar del desprecio en que éste la tiene, ya que respeta como pensamiento lo que hay que pensar, el objeto, incluso cuando éste no se pliega a las reglas mentales». Ciertamente, para Conde el positivismo podía llevar la versión política del Anticristo al poder temporal (lo que demuestra una vez más, que, en 1950, si era un rojo al menos no escribía como tal…) y para los frankfurtianos el problema se trataba con coordenadas muy diferentes. Pero aun así nadie podrá decir que la fricción entre los críticos hegelomarxistas y Conde (1953a: 31) fuera enorme cuando éste, en un trabajo que formaba parte de las selecciones intelectuales del catedrático arribista retratado por Miguel Espinosa (1990: 26), situaba el pecado de la Ilustración en Aristóteles: la Dialéctica del iluminismo de Horkheimer y Adorno (1970: 61-101) exageraba tanto o más situándolo en los poemas homéricos. Una vez graduado, Ibáñez encontraría en el Instituto de Estudios Políticos a José Bugeda y a Salustiano del Campo (con él y con José Luque, Ibáñez formaba parte de un cogollo escogido de becarios), es decir, a dos amigos, el primero de los cuales le introducirá en su objeto privilegiado de estudio y el segundo se convertirá en su protector institucional (director de tesis, garantía de su cátedra universitaria…). Más adelante Ibáñez (2002: 139), confundiendo (en sentido tanto negativo como positivo y descriptivo del término), como buen dominante, su historia personal con la historia colectiva, escribirá que «Bugeda (sic) fue el abuelo, del Campo es el padre de nuestra sociología». El lector se pregunta si se trata de la sociología española o de la sociología «crítica»: ambas posibilidades son susceptibles de respuestas justificables. Bugeda enseñaba técnicas de investigación social en el seminario de sociología patrocinado por Gómez Arboleya, e Ibáñez y del Campo le ayudarían a traducir un legendario manual de sociología escrito por William F. Ogburn y Meyer F. Nimkoff, que sería la referencia durante tiempo en la facultad de Ciencias Políticas. Bugeda participaba en la revista La Hora con artículos que marcarían a Ibáñez. En uno de ellos («Reencuentro con el pueblo»), que impactaría en Alfon28


EN EL CENTRO DE LA PROTOSOCIOLOGÍA: FILÓSOFOS EN RECONVERSIÓN

so Ortí y Jesús Ibáñez, se lamentaba por la suerte de las clases populares y por la desvergüenza con la que las elites traicionaban el proyecto joseantoniano. La Hora era uno de los centros de cristalización intelectual y en ella se daban cita desde Alfonso Sastre hasta Rafael Sánchez Ferlosio pasando por Manuel Fraga y José Manuel Caballero Bonald (Juliá, 2004: 420-426). Bugeda introdujo a Ibáñez en el Instituto de la Opinión Pública. En el Instituto de Estudios Políticos Ibáñez conoció como becarios a Juan García Hortelano y Javier Pradera. El capital social (los amigos con «apellido») de Ibáñez iba creciendo a pasos agigantados.

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