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Novelar la oscuridad

Felipe Rosete

Publicada en 1933 e inédita hasta ahora en español, El valor desconocido narra la vida de Richard Hieck durante los meses que van de la primavera al otoño de un año crucial en su vida, de esos cuyos sucesos lo afectan a uno de tal manera que termina transformándose en otra persona. Y no es solo porque en ese lapso se tituló como doctor en Matemáticas, o porque consiguió un puesto de trabajo en el observatorio astronómico de la ciudad, sino por haber visto de cerca, cara a cara, al amor, por un lado, y a la muerte, por el otro.

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Corpulento, patoso, de rostro angulado, Richard desprecia todo aquello que escapa de esa luminosa y resplandeciente red de causas y leyes que le sirve para descifrar el mundo: lo impredecible, lo pecaminoso, que para él cobra vida en la risa de una mujer, en su forma de mirar y caminar, en su voz, en su pelo, sonidos y gestos que, sin embargo, se le presentan en todas las manifestaciones terrenales. De esa oscuridad huye e irremediablemente a ella regresa, como todos. Desde niño se aferró a la escuela para poder asir esa red, pero siempre fue consciente de que esta no puede abarcarlo ni explicarlo todo, de que al final todo es resultado de una casualidad tremenda y, por tanto, nada es seguro.

Tanto Richard como sus hermanos se enfrentan a la tarea de labrar su propia persona reelaborando la herencia que late en su interior, la de un padre ausente y misterioso, un ser absolutamente oscuro que los deja marcados para siempre. Y así como él lo intenta a través de la ciencia y el conocimiento, su hermana Susanne, profesora de trabajos manuales, maestra en educación infantil y aspirante a monja se aferra a la religión —al grado de convertir su habitación en una cámara nupcial en espera del Novio Celestial—, y Otto, el menor, emprende el camino de la pintura, el futbol y las mujeres. Tres maneras de aproximarse al misterio, al valor desconocido que subyace a un cielo estrellado, lo mismo que a un estanque lleno de flores caídas, a los pinos de un bosque meciéndose al ritmo del viento entre cuyo follaje se asoma el furor enrojecido Con una maestría que lo ha de un sol crepuscular, a lo infinitamencolocado entre los mejores te grande y a lo infinitamente pequeño. Ese algo innombrable e irrepresentanovelistas europeos del siglo ble que se apodera de Richard al mirar xx, Hermann Broch exhibe en el brillante traje de baño negro de Erna Magnus, una talentosa y desenfadada el drama de sus personajes joven, recién salida de la piscina comuesa tensión permanente, la nitaria en pleno verano. Ese fantasma —el horror de la libertad— que lo imconflictividad eterna de unos pulsa a besar torpemente a Ilse Nydseres que pretenden por un halm, otra compañera de la universidad, para luego sentirse como un condenado lado descifrar el mundo y sus junto a ella, aunque plenamente dichosecretos para sentirse segu- so. Las mismas potencias que hacen que

ros, pero que por el otro son completamente incapaces de conocerse a sí mismos y entender, no digamos dominar, sus pasiones, sus obsesiones, sus pensamientos.

Susanne viva a la espera de un Dios que nunca llega, las que impulsan a Otto a salir de la cama en medio de la noche para subirse a la bicicleta en busca de un beso eterno. Las que llevan a Katherine Hieck, la atractiva madre de estos y de otros dos hijos que hace mucho decidieron estar lejos de su familia, a sentirse atraida por Karl, amigo de Otto, amparada en su creencia en el milagro del amor. La vida, pues, esa fuerza oscura, infinita, inalcanzable, inasible y aterradora que se adueña de uno: tal es la incógnita irresoluble de la ecuación.

Con una maestría que lo ha colocado entre los mejores novelistas europeos del siglo xx, Hermann Broch exhibe en el drama de sus personajes esa tensión permanente, la conflictividad eterna de unos seres que pretenden por un lado descifrar el mundo y sus secretos para sentirse seguros, pero que por el otro son completamente incapaces de conocerse a sí mismos y entender, no digamos dominar, sus pasiones, sus obsesiones, sus pensamientos. Seres aterrados que no pueden existir sin aferrarse a algún sucedáneo. Poseídos por la oscuridad que nos es propia, de la que intentamos salir, pero a la que todos volveremos en algún momento: la de la noche, la de la ceguera, la del vientre materno, la del universo, la de la muerte. Esa oscuridad de la que las luces de la ciencia y el pensamiento no han podido alejarnos como lo prometieron, cuyo estallido se manifestó con estridencia durante toda la vida adulta del escritor —que nació en Viena en 1886 y murió en 1951 en Estados Unidos, adonde se había refugiado tras haber huido de una detención por parte de la Gestapo—, uno de los periodos más irracionales y oscuros en la historia de Occidente. De ahí que el profesor Weitpretch, el más sabio y anciano de todos, como si estuviera aludiendo al papel de la ciencia en la erección de toda aquella maquinaria de muerte y destrucción —que hoy en día está acabando con el planeta—, le diga a Richard en uno de sus últimos diálogos: «Yo creía en el conocimiento, y en nombre del conocimiento he hecho mucho mal».

Pero la crítica de Broch apunta no solo a los efectos del conocimiento, sino también a las formas en las que se produce, es decir, a la academia: «Dígamelo usted mismo —le dice el profesor Kapperbrun a Richard Hieck—: ¿no es un horror esto, esta jerarquía, este escalafón, este acechar como los buitres para conseguir saltar al peldaño libre…? Es asqueroso… ¡Y usted hablando de conocimiento!». Escalafones en los que, además, las mujeres no tenían cabida excepto como ayudantes al servicio de los varones.

Y aun cuando el conocimiento no puede abarcar ni explicar todas las cosas del mundo, a pesar de ser utilizado en favor del mal, del poder, de la destrucción y la locura humanas, de ser producido a través de esos entramados jerárquicos y enmohecidos en los que descansa la respetable academia; aun así, dice Broch a través de Hieck, es necesario combatir y erradicar el pecado de no saber, la cerrazón de no querer saber, pues eso es «lo que incita a la gente al asesinato, lo que la capacita para contemplar la muerte del otro con indiferencia».

Es el conocimiento lo que nos permite ir más allá de los límites del mundo y, con ello, alcanzar la claridad y el gozo que todos perseguimos. Se trata de comprender lo imprevisible a través de lo previsible, asumiendo la radical división que existe entre ambas partes. La totalidad del conocimiento descansa sobre la muerte porque es la unión de la vida y la muerte lo que forma la totalidad del ser. De la muerte surge la vida, de la noche el día, de las tinieblas la luz, y del deseo el amor. La cabeza pensante conforma un todo con el tronco animal. Toda claridad se forma previamente en lo oscuro. El cielo nocturno brilla como un traje de baño mojado. Todo esto aprendió Richard Hieck en aquel año decisivo y transformador. 

El valor desconocido

Hermann Broch

Traducción de Isabel García Adánez Narrativa Sexto Piso 2021 • 162 páginas

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