Reporte SP 60

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FASCISMO, FASCISTIZACIÓN, ANTIFASCISMO Ugo Palheta 19

E

Del fascismo

l fascismo puede ser definido en términos clásicos a la vez como una ideología, como un movimiento y como un régimen. Designa en primer lugar un proyecto político de «regeneración» de una comunidad imaginaria —en general, la nación— que supone una amplia operación de purificación o, dicho de otra forma, la destrucción de todo lo que, desde el punto de vista fascista, representa un obstáculo a una homogeneidad fantaseada y una traba a su quimérica unidad, es decir, todo aquello que aleja a la comunidad de su esencia imaginaria y disuelve su identidad profunda. En tanto movimiento, el fascismo se desarrolla y gana una gran audiencia presentándose como una fuerza capaz de desafiar al «sistema» reestableciendo al mismo tiempo «la ley y el orden». Es esta faceta profundamente contradictoria de revuelta reaccionaria, mezcla explosiva de falsa subversión y de ultraconservadurismo, la que le permite seducir a franjas sociales cuyas aspiraciones e intereses son esencialmente antagonistas. Cuando el fascismo llega a conquistar el poder y a convertirse en un régimen (o, más precisamente, en un estado de excepción), tiende siempre a perpetuar el orden social independientemente de sus pretensiones «antisistema» que, algunas veces, llegan a presentarse como «revolucionarias». Esta definición permite establecer una continuidad entre el fascismo histórico, el del período de entreguerras, y el que denominaremos aquí neofascismo, es decir, el fascismo de nuestro tiempo. Como veremos más adelante, afirmar una continuidad de este tipo no implica permanecer en la ceguera frente a las diferencias de contextos.

Crisis de hegemonía (1)

Si bien su ascenso supone como trasfondo la crisis estructural del capitalismo, la inestabilidad económica, la frustración de las aspiraciones populares, la profundización de los antagonismos sociales (de clase, de raza y de género) y el pánico identitario, el fascismo está en el orden del día solo cuando la crisis política alcanza un nivel de intensidad tal que deviene insuperable en el marco de las formas de dominación política establecidas o, dicho de otra forma, cuando la clase dominante no logra garantizar la estabilidad del orden social y político por los medios corrientes asociados a la democracia liberal o mediante la mera renovación de su personal político. Se trata entonces de lo que Gramsci denominaba crisis de hegemonía (o «crisis orgánica»), cuyo componente central es la incapacidad creciente de la burguesía para imponer su dominación política mediante la fabricación de un consenso mayoritario de forma adecuada, es decir, sin apelar a un aumento considerable de los niveles de coerción física. En la medida en la que el elemento fundamental que caracteriza esta crisis no es un ascenso impetuoso de las luchas populares, ni mucho menos una sublevación capaz de crear fisuras profundas al interior del Estado capitalista, este tipo de crisis política no se deja caracterizar como crisis revolucionaria, aun si la crisis de hegemonía puede, bajo ciertas condiciones, desembocar en una situación de tipo revolucionario o prerrevolucionario. La incapacidad proviene especialmente del debilitamiento de los vínculos entre representantes y representados o, más precisamente, de las mediaciones entre el poder político y la ciudadanía. En el caso del neofascismo este debilitamiento se traduce por la pérdida de fuerza de las organizaciones de masas tradicionales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones), sin las cuales la sociedad civil se convierte en una consigna


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