En el umbral de la espiritualidad viatoriana - Pierre Laur

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adquiere su máxima expresión en la misericordia. La misericordia que se juega en el torbellino de la fiesta y de la libertad es lo que nos rehace constantemente a la imagen y semejanza de nuestro Dios. El cristianismo surge como anuncio y celebración de la alegría de la libertad. Alegría de la presencia de Cristo resucitado. Jesús de Nazaret desde la resurrección no vive sólo a través de su recuerdo y de su mensaje liberador de la conciencia oprimida. Nos invita a esta vivencia de resucitados. Nos invita a la manera de Cristo resucitado, en la experiencia de un amor que nos hace verdaderamente libres. Vivir en cristiano, es abrir los cerrojos de las cárceles interiores, sociales y religiosas. Vivir como resucitados, es andar con los ojos abiertos. Como los discípulos hacemos la experiencia de la resurrección progresivamente. Los apóstoles reconocieron a Jesús paso a paso, a través de los signos. Nuestra vida tiene también este carácter progresivo. Uno resucita a medida que opta por la debilidad, volviéndose niño, optando por la pobreza del propio Jesús. La vida cristiana es esta contemplación que nos abre a una transfiguración mutua, progresiva, en la experiencia del pan compartido, donde reconocemos a Jesús resucitado en medio de nosotros. Vivimos de esta presencia que orienta nuestra mirada para descubrir la realidad penetrada por los resplandores de la resurrección. El mundo se hace, por la resurrección de Cristo, diáfano y transparente. Se prepara la fiesta sin fin. Una fiesta que hemos de descubrir... Jesús nos mira (Jn 1,42; Lc 22,61; Mc 10,21... ) Pedro ha traicionado, ha negado a Jesús: “Jesús se volvió, dice Lucas, y miró a Pedro” y cuando se sintió mirado por Jesús se puso a llorar y salió. Dios nos mira con infinita ternura, con un asombro tierno. Y Jesús con los niños... Jesús hace visible la mirada amante de Dios. (Cf. las miradas de Jesús: a Natanaél, al joven rico, a Pedro,...). Cuenta Anthony de Mello, en “Como un canto de pájaro”: “Mis relaciones con el Señor eran bastante buenas. Le pedía cosas, conversaba con él, cantaba sus alabanzas, le daba las gracias. Pero siempre tenía la sensación desagradable que quería que lo mirara a los ojos... No me atrevía. Le hablaba, pero evitaba su mirada cuando sentía que se fijaba en mí. Evitaba su mirada. Y sabía por qué ¡Tenía miedo! Temía encontrar en esta mirada una acusación por no lamentar alguna culpa. Pensaba que iba a descubrir alguna exigencia o algo que esperaba de mí. Un día me atreví y miré. No había ninguna acusación, ningún pedido. Los ojos sólo decían: “Te quiero”. Largamente fije estos ojos, los escruté. Pero siempre el único mensaje era: “Te quiero”. Entonces como Pedro, salí y lloré.” Sí, Dios ve todo, pero siempre en la luz de su amor. Tanta gente se siente sola, abandonada, ignorada, sin nadie que les mira y les entiende. Sin nadie para compartir sus penas y alegrías. Ironía trágica, pues en este mismo momento, alguien toca su puerta. Alguien que quiere entrar y compartir. “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer, yo con él y él conmigo” (Ap. 3,20). Este visitante nos conoce perfectamente en la luz de su amor benevolente. Hoy me está llamando. ¿Abriré la puerta?


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