Libro de los Árboles y los Jardines

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LIBRO DE LOS ÁRBOLES Y LOS JARDINES Santiago Delgado 2022

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Tirada de carácter privado, sin DP, ni ISSN 15 ejemplares Foto de portada: Ana Bernal, fotógrafa

@Santiago Delgado 2022. Murcia

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ÍNDICE I. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38.

ÁRBOLES MÍOS

El nombre de los árboles Moreras podadas Olivera del Morrón en La Murta Ficus desnudo, en Murcia Ficus Antes Ficus Después Las Jacarandas del Museo Gaya Naranjas verdes Cipreses de Toscana El Pino de la Luz Olivera Gorda de Ricote La Aclaradera de la Ciezojosa Olivos de la Tramontana Tejo de Quintanilla del Rebollar Río Segura en Ojós Sierras de Moratalla Arboledas de La Alhambra Álamos del Otoño Naranjos de febrero Drago de Icod de los Vinos Floración en Cieza Naranjas de Salzillo Soneto desde la baranda de Villanueva Álamos del río, en Blanca Meditación en el alto Tus Naranjas por el suelo Acebuche en el Campo de Bullas Álamos de Noviembre en Campo de San Juan Palmeras como seguidillas Una sabina en Zaén Higuera sobre acequia en Patiño Almendros en flor, por El Algar Los Cactus de Salvador Reche Álamos en Las Fuentes del Marqués Mandarinas Tang Gold en Almendricos Llanos del Caxitán Las sequoias de la Sagra Pinares verdes de Capo Comino 4


II. FLORES Y ARBOLILLOS 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48.

Ante un cuadro de Ramón Gaya Violeta marchita Jaramagos junto a la carretera Solano de mi terraza Excursión en mayo Aloes en Menorca Los humildes cerrajones Trigos en el Alto Duerno Vinagrillos Alfombrando Limoneros La Sombra de una Orquídea

III. FRONDA DE PROSA 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 66. 67. 68. 69. 70.

Otoño limonado en Cehegín Amad la hojarasca Hoja de plátano de sombra, al caer Las cañas del río Amor de árboles en Floridablanca Tocad los árboles Flor de Gardenia Loa de los bosques El Árbol Garoé del Hierro Cerezo de Junilla Una piña franciscana La Haya de Glasgow Granado y naranjo en San Ginés de la Jara Campos de Amapolas Aromas de miel de almendro Ramo de miñosas65. Laus Hortensiae Cerezas jumillanas La Morera de Fermosillo Dos Cipreses Caravaqueños El ombú Los almendros que vienen

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PRÓLOGO DE INTENCIONES

Los árboles están ahí. Sólo por eso hay que escribirlos, en prosa o en verso. Los árboles nos salvan, no sólo físicamente, sino hasta espiritualmente. Nos nutren inmaterialmente con su estética y su imagen, y, aparte de ofrecernos sombra, permanecen siempre, o casi siempre, ahí. Mucho más, en todo caso, que el ser humano. Desde que empecé a viajar, salieron al paso mío los árboles; también las flores, las plantas, las matas, las macetas, los arbustos y toda otra manifestación vegetal con que la naturaleza nos abruma y ampara. Y debo manifestar mi pequeña frustración por no haber sabido encontrar un mejor título para este libro que este definitivo que doy por bueno. Busqué un título que abarcase todas y cada una de las botánicas realidades expresadas en el párrafo anterior. Por eso he me he decidido por ese genérico “Libro de los Árboles y los Jardines”, que incluye flores también, como el libro. Hay poemas dedicados, genéricamente, a ciertos árboles; eso, sí con su propio nombre común siempre. Y hay otros a los que se añade la ubicación en donde me salieron al paso, pidiendo verso y/o prosa. Son lugares propios en todo caso. Algunos son lejanos en la distancia; otros son menos lejanos, y algunos terceros pertenecen a la vecindad inmediata. Los fui escribiendo viaje a viaje, excursión a excursión, paseo a paseo. Hoy, los compilo, o casi. Y ya está. Qué duda cabe que me seguirán pidiendo pluma árboles nuevos, en lo que me queda por vivir y escribir, si es que no son lo mismo ambas cosas. Quién sabe si será reeditado alguna vez este libro, nacido con vocación particular, de edición reservada a unos pocos amigos.

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1. EL NOMBRE DE LOS ÁRBOLES Oh, placer de conocer el nombre de los árboles. Y redimirse nombrándolos de la urbana condena del asfalto y las calles. Oh, suceso impar, como fresca brisa que alivia el lenguaje liberando nuestra mente de las palabras banales que la ciudad nos impone como barrotes de cárcel. Oh, la encina y la olivera, el ciprés, el roble y el sauce. Acacias, turbintos, naranjos mínimos y sequoias gigantes. Castaños, cinamomos, gráciles palmeras y dulces frutales. Oh, placer de conocer el nombre de los árboles. Ciertamente, el hombre fue como un dios, el día aquel en que pudo, a su gusto, uno por uno, a todos nombrarles.

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2.

MORERAS PODADAS Ya podan las moreras la víspera del Pilar. Viudos quedan alcorques sin sombra, en soledad. Del frío y la lluvia, ¿quién a la morera amoroso amparará? Rito del otoño celebra la ciudad. La sierra mutila sombras, y yo… prefiero no mirar.

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3. OLIVERA DEL MORRÓN, EN LA MURTA, CARRASCOY, Olivo de La Murta, ¿en qué momento Surgiste de la tierra frágil y bello, milagro de lo humilde, entre silencios de pinos y algarrobos, con feble viento? ¿Fueron romanos ojos, los que te vieron crecer y echar las hojas, que sombra dieron? ¿Te varearon árabes cuando el Medievo? Lluvias de abril cristianas te bendijeron con hisopo de nubes y algunos truenos. Barrocamente doble, adusto y serio, te nos presentas hoy, Señor del Tiempo, gozo de nuestra vista, corazón nuestro.

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4.

FICUS DESNUDO EN MURCIA, LUEGO DEL COLAPSO DE SU FRONDA, EN 2017 Heroicamente desnudo, como un semidiós clásico, te ves ahora, mágico ficus de mi ciudad. Los troncos lisos, elevados hasta levantar la vista y los anaranjados muñones en que ovalados terminan, nos dicen de un cambio que anuncia tiempos nuevos. El músculo es más bello que la seda que lo envuelve. La anatomía es más honrada que las túnicas y las clámides. La fe más poderosa que el rito. La intención, superior a la retórica. Y la verdad, más potente que la mentira piadosa. Ahora nos muestras tu verdad, Oh, ficus urbano, en la cárcel de la plaza de siempre con tu entorno de suelo cautivo; a las lluvias y a los riegos, alevosamente hurtado. Con el robusto cosmos de tus brazos de gigante, desenmascarados ya del antifaz de tu ubérrima fronda. Así, más tú y más fornido, con tu voz de silencio robusto, y tu escorzo de Laocoonte embravecido, acaso permanezcas tiempo y tiempo, dándonos mensaje nuevo de verdad y medular silencio, que esencias destila, y verdades. Y que, pues atrás son dejados tiempos de gorgonas y medusas como frondas ubérrimas, quieras, virilmente, mostrar tu alma vertical de troncos enhiestos, que ya no quieren acariciar los cielos, con las febles hojas de vegetal natura, sino hendirlos como si rejas de arado fuesen, que firmamentos labrasen. Advierto tu mensaje, ficus sagrado de mi ciudad, y al aire lo proclamo para que sepan todos que tiempo nuevo venido es entre nosotros, robusto y puro, de otra hermosura herido, con otro símbolo a cuestas, que no aquel de la verdad escondida 10


entre la belleza de la copiosa fronda que la verdad auténtica enmascara, y tu fuerza desdibuja en harapos de mendaz realeza y externa beldad caduca.

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5.

TREINTA AÑOS ENTRE AMBOS SONETOS (I)

ANTES En 1987, como reza luego del soneto, construí esto que sigue. Un emblema murciano, abuelo de todos nosotros. De vez en cuando lo saco a pasear por el blog. Bajo él está un amigo de los árboles, Don Ricardo Codorniu. Le debo otro soneto. Al tiempo. La trinidad robusta en que te elevas restos son de gigantes encantados, cabellera es tu fronda sin cuidados, y alba diadema de palomas llevas. Gran Señor de la plaza, te relevas a ti mismo, vigía en los tejados. la tierra toda agarran los crispados dedos de tus raíces en las glebas. Quién en alguna tarde plantaría, cuando eras poco más que casi nada, tu semilla pequeña que dormía... Quién, arbolillo débil, te vería temblar y estremecer de madrugada. Quién, ahora, a tu sombra dormiría...

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6. TREINTA AÑOS ENTRE AMBOS SONETOS (II)

DESPUÉS Hoy, 17 de mayo de 2017, el viejo ficus ha sufrido la injuria del tiempo y la falta de cuidados. Ha caído, quedando reducido a menos de la mitad. Un símbolo de cien años largos se ha perdido. Este nuevo soneto lamenta el desastre. Todos los murcianos perdemos algo con él. Pobre ficus murciano ya caído; con ciento veinticinco años de historia, tu grata fronda habrá de ser memoria de ayer, tan sólo foto sin sentido. La sequía y el peso te han vencido. Te irás, más quedará tu bella gloria en todos nosotros, cual victoria del tiempo sobre tu despojo herido. ¿Quién dirá que te vio, y cómo y cuándo? Mediodías de abril, atardeceres de otoño, o auroras festejando… Ya los niños de ahora, lo que hoy eres, habrán de ver por siempre, recordando al más bello querer de sus quereres.

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7.

JACARANDAS DEL MUSEO RAMÓN GAYA

Hace tanto tiempo que no me merece la pena datarlo, compuse este poema sobre las jacarandas. Es mayo mes de jacarandas. Lo dediqué a mi compañera de Instituto Marta Fernández Crespo, de grata memoria para algunos. Le gustaban las jacarandas y le gustaba su color morado, tan del gusto de su militancia en la causa de la liberación de la mujer. Vaya nuevamente por ella esta recuperación.

Las jacarandas del Museo pensando están sus galas de mayo. El sol, de marzo hasta abril saltando, las escucha, con el silencio azul del hermoso día ya mediado. -Tendré una floración profusa y galana… -dice la más alta. Otra le contesta: -Prefiero tenerla extendida en el tiempo, y que me vea el verano, lleno de luz y de gracia. Habló también una tercera, pero yo seguí andando. Al otro lado de la plaza me esperaba a mesita de un velador un cafelito cortado, mis ganas de escribir y un vasito de agua. Ellas siguieron hablando, pero yo, ya no las escuchaba.

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8.

NARANJAS VERDES Escasos días, semanas pocas, acaso, habrán de vivir esas naranjas, que aún amarillean, diciembre alboreando. Cinco siglos, a su vez, viven ya esas piedras perfectamente serias, cinceladas –sin tregua, ni descanso– en arduos grutescos ascendentes, y en tanto arco de medio punto, vacuas hornacinas encimando. Tan dispares sus tiempos, y son hermanos, sin embargo, esas piedras, esos naranjos, en la serena belleza, en la tranquila calma del aire de esta ciudad, que ahora veis en la imagen y que advirtió al pasar el ojo mío, cuando iba yo por la calle, un día, diciembre alboreando, en los mil afanes del día inmerso, los fútiles asuntos míos cavilando.

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9.

CIPRESES DE TOSCANA

DESCRIPCIÓN EN PROSA Detrás del cerro, más allá del pantano llamado Valle del Frío se divisaban confusamente en la oscuridad, entre los árboles, los muros de la villa de Buonaccorsi. Abajo, en el Mugnoc, estaba el molino de agua. Sobre la cima del cerro se veían esbeltos y negros cipreses. Dmitri Merezhkovski, (Vida de Leonardo) Alineada y firme hueste medieval de verde lanza, se levanta el ciprés sobre las suaves colinas de la noble tierra de Toscana. Sólo el campanile, condotiero de piedra y campana, le disputa el aire altivo de caballero, su fiera estampa por los verdes campos de Italia.

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10.

SONETO RETROSPECTIVO AL PINO DE LA LUZ

No era el mejor pino del mundo, pero para los murcianos de la capital, sí lo era. Su aislamiento del resto de la pinada, y su cercanía al Monasterio de la Luz, una Orden Privativa del territorio murciano, lo hacían muy querido de todos. Simbolizaba algo nuestro... Recientemente, vinieron a podarlo, serrarlo y retirarlo. Se secó. Hacia relativamente poco tiempo que los Hermanicos de la Luz habían desaparecido. Hoy, habitan el cenobio otras órdenes religiosas, que no tienen el carisma de aquellos Hermanicos de la Luz, como los llamábamos. Acaso sintió nostalgia de ellos y se fue, y por eso se dejó vencer de plagas y sequías que, en otras ocasiones, con los frailecicos allí, sí soportó bien. Le he escrito este soneto a modo de epitafio, para ayudar a que no los olvidemos, al Pino y a sus piadosos hermanos de apartamiento del mundo. Los que vengan después, árbol amigo, nunca sabrán de tu alto porte serio de aquella soledad de cementerio civil, que siempre irá en mi alma y conmigo. Alto, adusto pino de misterio, ya cediste al mortal, vil enemigo que acecha, y al que por ti yo maldigo. ¡Qué apagado, sin ti, el Monasterio! Tu tronco, tan derecho, alzado y noble; los dorados ocasos que besabas, sorbiendo Luz muy clara del poniente; Tu copa, con su Luz diáfana y doble; aquellos frailecicos que bienamabas… en todos vivirás eternamente.

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11.

SONETO A LA OLIVERA GORDA, DE RICOTE Ascendiendo el camino, desde el río, a mano izquierda te alzas, Oh señora de los siglos, que el tiempo añeja y dora, como el ocaso largo del estío. El ondulado tronco que hago mío, al abrazarlo, su silencio llora y me bañan sus lágrimas sin hora, ni forma otra de tiempo y desvarío. Hermana de la luna, habitas sola y ninguna olivera milenaria entrelaza sus vientos con tus ramas. Bendición del camino, aureola del valle de Ricote: necesaria presencia mayestática proclamas.

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12.

LA GENTIL ACLARADERA DE LA CIEZOJOSA.

Hace algunos días, cuando la floración ciezana estaba en todo su punto, unos amigos míos anduvieron esos campos, generosamente bendecidos por la eclosión floral de los frutales. Debería haber ido yo con ellos, mas no lo quiso mi destino. O desatino. Me contaron de cómo vieron y trataron donosamente con una joven que aclaraba las ramas de la demasía floral, ésa que luego habría de estorbar el proverbial calibre de la ciezana fruta. Establecieron educado diálogo con la moza, siempre dentro de las lindes de la cortesía y buenahablancia, no sin bordear los sabrosos límites que el ingenio pone en estas ocasiones. Un paso antes de llegar a lo que la buena cuna de todos impediría. Y por ello, porque ingenio ganó la batalla, en el buen recuerdo de todos sedente posó el suceso. Hubo discusión filológica sobre si debería ser aclaradera o aclaradora, y no se llegó a final de acuerdo alguno. Consultado el erudito local, de probada universalidad, Joaquín Salmerón, antaño guía nuestro por otras zonas de la misma comarca, adujo falta de soporte empírico suficiente. Empero, él había oído decir clareteras, pero insistía, no había base filológica alguna de campo para decirlo. Sólo existía el verbo: aclarar. Posiblemente, sea ésta la ocasión para asentarlo: aclaradera, que sostiene bien la rima de la revisitación de la inmortal serranilla de Santillana. Con todos los honores y buena dedicatoria, vaya el remedo de la Finojosa, para la moza aclaradera, que accedió, gentil y dispuesta, a salir, si no en los papeles, sí en las redes sociales. Muchas gracias. Honores para Alejandro Romero que dio la idea. Moza tan fermosa non vi en la frontera, como la aclaradera de la Ciezojosa Faciendo la vía desde Cieza a Calasparra vencido del sueño, por tierra frutera perdí la carrera, do vi la aclaradera de la Ciezojosa En un florido bancal de melocotones, aclarando ramales con otras comadres, la vi tan graciosa que apenas creyera que fuese aclaradera de la Ciezojosa. Non creo las rosas 19


de la primavera sean tan fermosas nin de tal manera; fablando sin glosa, si antes supiera de aquella aclaradera de la Ciezojosa. Non tanto mirara su mucha beldad, porque me dejara en mi libertad. Mas dije: «Donosa -por saber quién era-, ¿dónde vive la vaquera de la Ciezojosa?» Bien como riendo, dijo: “Bien vengades, que ya bien entiendo lo que demandades; non es deseosa de amar, nin lo espera, aquesa aclaradera de la Ciezojosa. Que tengo yo zagal que me faz dichosa y me agarra nalguera, sin donaire nin cosa de verso palabrera. ¡Ande voacé su camino que esta aclaradera non quiere señor que la faga soldadera!”.

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13.

OLIVOS DE LA TRAMONTANA Los insomnes olivos graves del poniente de Mallorca sueñan dormires verticales, mientras inclinan sus informes, rugosos troncos enormes, acaso torturados por titanes. Ni una queja se oye en la Tramontana de estos olivos formidables. Pero en las frías madrugadas del invierno, cuando el rocío precipita e n gotas caídas del aire, un sereno y fluyente lamento, desde el áspero tronco puede sentirse, que no escucharse. Es la savia que sube hacia las olivas buscando salvarse como aceite sagrado, y así escapar de la honda cárcel subterránea donde penan los silencios su condena eterna, de miedos, soledad y oscuridades.

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14. AL TEJO DE QUINTANILLA DEL REBOLLAR Dicen que, en el Juicio Final, todos cuantos sepan el nombre de cien árboles, habrán de ser absueltos para la eternidad. A mí, desde hoy, me queda un nombre menos. Aprendí el tejo. Estaba en el antemuro interno de la ermita parroquial de Quintanilla del Rebollar, allá en el Alto Burgos, cercano a los Montes Cantábricos. Junto a la cancela que limita el pequeño altozano, sobre el que se erige la ermita, allí se erguía, grave y enhiesto; más orondo que un ciprés, y más adusto que un roble o un pinsapo, majestuosamente serio, el tejo. Los antiguos griegos lo creyeron eterno, y junto a él ubicaban sus tumbas, de lápidas y epitafios. Una voz amiga me lo señaló. Guardián del sacro lugar, y del cementerio aledaño, me pareció apropiada compañía para todo lo que la sobria ermita encerraba: las santas imágenes sagradas y los pocos restos humanos que allí descansan. Qué bien plantado lo encontré, al tejo… con su doble presencia, sacra y profana. El tejo, de hermosa estampa. El tejo, que me prestó su imagen 22


para que la uniera a su palabra. Un nombre de árbol, apenas nada; pero mucho para mí, que despertaba del sueño leve d e ignorar que ignoraba la existencia del tejo, en tanto que árbol, y en tanto que palabra.

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15.

PAISAJE DEL RÍO SEGURA EN OJÓS Los jopos, el río, la palmera y los frutales. Y al fondo, los montes que, sin quererlo, hacen de alto telón de fondo a este claro teatro que tiene por escenario el aire. ¡Oh, por Ojós, mágico Valle del Segura! Mañanica de invierno con plácido sol azul del mes de enero murciano y su templado misterio de invisibles celajes. Transparencia sutil y donaire fresco del hermoso paisaje que los ojos alegra, el alma sosiega, y a lo que somos, más cerca del Creador nos lleva, en ascenso imparable que ninguno percibe, humano alguno aprecia, ni advierte nadie.

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16.

SIERRAS DE MORATALLA

Para Enrique Castillo Azules días del otoño, aún verdecido del verano. Tímidos dorados de las ramas altas de los álamos. Campo de San Juan, sierras de Moratalla, paisajes que amo tanto. Hacia vosotros me iba yo un día. Y era octubre en el calendario. Altas aves navegaban por el cielo de cobalto. Hilachas de los aviones dibujaban, en lo alto, pintarrajos de cal contra el lienzo extenso y azulado. Y las encinas, como abuelas, guardaban calladas el campo, la sierra, los huertos y el sembrado. Abandonados cortijares, de ventanas invadidas por trepadoras y hierbajos, decían su estrofa triste de otras horas y trabajos. Maternales oliveras, dulces nanas cantando –con el viento de las frondas haciendo de siringas– a l agua de los arroyos dormían en la cuna del barro. Repartidos por vaguadas, laderas y rellanos, pensarosos nogales meditaban, mientras cayendo iban al suelo las nueces bravas, como duras lágrimas de quien llora sus quebrantos. Y, nada más, nada más pasó aquel día en que fuimos, 25


ya con el otoño en el calendario, a las sierras de Moratalla, la amistad nuestra celebrando. Oh, el goce de vivir sereno, nutriendo el común recuerdo con risas, voces de ingenio y de abrazos.

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17.

ARBOLEDAS DE LA ALHAMBRA EN OTOÑO En tanto que otros cantan, con muy mayor fortuna y mejor plectro, a las hermosas fuentes y altos muros de la humilde hermosura de La Alhambra sírvame a mí decir de la dorada escena de las ramas de su otoño. Son los planos limones de los álamos, y las pardas pentalfas de los plátanos de sombra, y el rojizo de los arces. Con muchos otros más árboles de nobilísima estirpe, en cuyas hojas lloran los colores de la gama del fuego, el duelo anticipado de las hojas que verde gloria dieron los días del estío transitado. Los suelos hermosean, hermanando arrayanes con hojuelas. Y las carpas naranjas de los estanques compiten con ellas, moribundas de hermosura, en tonos y en matices de irisada coloración del ocre hasta el almagre. Felices sean quienes te contemplen, silente otoño plácido de La Alhambra con gala de noviembre vestida, y sol azul en todo el cielo. Que te recuerden siempre como viva acuarela que pintaran ellos mismos sin darse cuenta apenas, con etéreo pincel, sobre el cándido lienzo del ocaso inmortal, aquí, en La Alhambra.

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18.

ÁLAMOS DEL OTOÑO Álamos del otoño, no quiero cantar esa hermosura dorada vuestra que el sol de la tarde os brinda generoso. Tantas veces lo hice, que fuera hoy, pienso, un repetir acaso ocioso. No es mi deseo, tampoco, encontraros la metáfora del tempus fugit, siempre tan a mano para explicar el otoño. Creo que sois dignos de un poema nuevo que cante lo que no se ve, ni lo imaginado tampoco. Un poema que diga, s in necesitar a los ojos, ni aludir a la cultura, lo que tan callado tenéis: eso que sois en el plan de Dios, cuando de la nada hizo el Cosmos.

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19.

NARANJOS DE FEBRERO Los naranjos de la ciudad donde vivo cargados están de su fruto ácido y hermoso. Las oscuras verdosidades de su fronda se ornan con las llamas redondas y jóvenes por doquier, justo donde el azahar floreció sin pedir permiso a nadie, donde quiso y le plugo. Cumple el invierno el tercio último de su ciclo, y el sol, ya levantado de su anual postración, anda subiendo por el cielo, camino de su auge estival. Pero ahora son los naranjos quienes nos muestran mil soles pequeños, que la mirada calientan, dejando alegres las pupilas soñolientas del otoño, harto oscuro de tardes cortas y ramas desnudas, de lluvias y de vientos inclementes. Los naranjos cargados nos redimen de no sé qué condena de exilio y destierro del país de la bonanza y el dulce clima acariciador. Ellas, las naranjas, ¡qué buen mirar que tienen! ¡y qué dulce su resbalar cándido y obsequioso por nuestro recuerdo de las cosas mejores! Febrero avanzado tiene eso: los sagrados naranjos ofreciendo su dádiva generosa de hermosura para todos los sentidos nuestros. Yo agradezco la ofrenda, y les hago estos versos 29


que el viento cibernético habrá de llevar por no sé qué otros ordenadores de almas hermanas, que, como yo, agradecen el rico legado, la cuajada fronda de tantos soles encerrados en estas naranjas sagradas.

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20.

DRAGO DE ICOD DE LOS VINOS Alto Drago Milenario del poniente tinerfeño, déjame que te mire como se mira a un dios ajeno: con este prudente, recatado celo en mi asombrado rostro, y el más hondo de todos mis respetos. Desde el Mediterráneo vengo, por traerte la salina mirada de unas playas de oro que otros dioses conocieron. A tus pies dejo mi credencial de amaneceres romanos y griegos. Y, haciéndote reverencia cordial, a mis horas y trabajos vuelvo. Llevaré la elegancia esencial de tu alta copa de milenios en la mirada mía por siempre, hasta el fatal suspiro postrero; pues no podré olvidar jamás ese haz de verticales troncos, La altura de tu perfil señero.

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21.

FLORACIÓN EN CIEZA

La floración de Cieza es un regalo que hace el invierno a la mirada nuestra. Las dulcísimas rosas en las ramas de los alineados frutales todos flotan airosas, a la exacta altura de las extendidas manos que suplican saborear el tacto sutil, bello… de los innúmeros, y muy esparcidos, botones de los apretados pétalos; puros emporios breves de hermosura. Quién pudiera volar, tan invisible como es el aire mismo: invisible, y contemplar el ajedrez cromático de los malvas, los blancos y los fucsias en los ciezanos campos de secano; de su yermo destino secular redimidos al fin y para siempre por humanas urdimbres laboriosas. Sol y agua juntamente, y ordenados, supieron ofrecer la maravilla de franca y moderada irisación. Oh, Campos entre Cieza y Calasparra, cantad con clara voz la gracia impar, ese donaire simple de belleza que os viste de gala en el justo tiempo en que el invierno parte, y primavera se apresta para abrir cielos, colores, y formas por los campos de la Tierra, empezando por estos nobles pagos que albergan los paisajes que aquí os digo.

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22.

NARANJAS ORNANDO A SALZILLO, PLAZA DE SANTA EULALIA

Estas naranjas honran tu memoria, Francisco de Salzillo y Alcaraz. Naranjas son de luz, que te señalan como el único nombre perdurado que todos siempre en esta tierra saben. El nombre claro de un paisano suyo que, hace un tiempo, labrara inimitable, a pasión toda del mismo Jesús, desde la Última Cena hasta la Cruz.

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23.

SONETO EN LA BARANDA SOBRE EL RÍO, EN VILLANUEVA DEL SEGURA Bien merece un soneto esta mirada: balcón de Villanueva del Segura, fértil vega de verde y hermosura, con luz mediterránea iluminada. Terraza sobre alcor de media altura, férrea baranda y sombra de pinada a las feraces huertas asomada. Tranquila vista, plena y con dulzura. Cercanos montes guardan el tesoro, ubérrimo y frutal, quizá durmiendo sueño largo de siglos, sobre el río. No me cansa mirar y no me azoro. Lo llamo paraíso, aun temiendo llaméis a mi consejo desvarío.

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24.

ALAMOS DEL RIO EN BLANCA Limonea el otoño las verdes monedas de los álamos del río. El agua discurre o susurra, mañana del domingo. De la mano pasean, -Alameda de Blancael día nublado y su novia de frío. (no se gasta la hermosura de un paisaje porque lo miremos; se muere cuando la damos al olvido) ¡Ay, Alameda del Río, más allá de mis cenizas quiero que llegue, de ti este grato recuerdo mío! Por eso lo memoro a solas, y le hago verso antiguo que rimo, para que pueda -tras vencer al tiempoalcanzar algunos ojos, otros que los míos.

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25.

MEDITACIÓN EN EL VALLE ALTO DEL RÍO TUS Las hojas del plátano de sombra –puro verde en el estío– tornan color de paja seca. Pardo será lo que fue amarillo. Sumisas o conformes se muestran al comienzo de su fatal destino. Termas galanas que ciñen cuerpos como cálida piel o abrazo de amigo. El pincel del otoño va ocultando los matices vivos de las frondas sobre el río. Desfiladero del Tus, aguas transparentes, rocas de lisura, aires limpios. La tarde nublada se asoma indecisa, como temiendo ser inoportuna sin sentirlo. Por las altas rocas ríe la brisa entre los pinos. Parece heraldo que anuncie, en calma, la estación del frío. Aquí venid todos si, por la sierra perdidos, ansiáis, no del cuerpo solo, mas también del alma, cobijo.

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26.

NARANJAS POR EL SUELO Naranjas caídas de ciudad, pronto seréis pisadas o aplastadas por los coches. Vosotras, que fuisteis azahar un día, aroma urbano, gloria del aire, esplendor de la fronda y ornato impar de esta calle que ahora tan sólo el asfalto, os ofrece, el cemento frío del invierno y la soledad. Ningún dios piadoso vendrá ya a recogeros, Y no podréis ser nunca flor de cumplido frutero en mesa ninguna de bodegón doméstico. Naranjas caídas de ciudad, Requiem por vosotras canto, esperando que hasta algún dios le llegue y de vuestra triste suerte se apiade, y os deposite para siempre en la memoria de quién, al paso, os vea y breve momento os conceda. Amén

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27.

ACEBUCHE EN EL CAMPO DE BULLAS A la vera del camino vide el acebuche. Hermoso, sereno y plácido, erguíase apuesto y altivo como un dios antiguo al que no le importa haber sido olvidado. Mi cabeza incliné ante él, en leve respeto rápido. Y seguí mi camino, en las cosas mías pensando. Que no quiere el acebuche zalemas de emperador, ni liturgias de rito raro. Tampoco poemas inmortales que lo puedan sacar de su vida de siempre de arbusto solo en el campo. A la vera del camino, el acebuche meditaba. Yo me alejé callando.

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28.

ÁLAMOS EN NOVIEMBRE Los álamos del otoño son otros álamos; aunque sean los mismos, que en el verano. Cambian las hojas verdes, –que ya pasaron– por éstas gualdas, nuevas que les miramos. Los colores, al monje le cambian hábito. Álamos somos todos. Y así mudamos el gesto, y la palabra de uno en otro año. Y negamos mudanza como si engaño fuera el tiempo que pasa, y lo negamos. Igual que álamos somos tú y yo, hermano.

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29.

PALMERAS COMO SEGUIDILLAS Seguidillas de altura son las palmeras. Suspiros levantados desde la tierra. Mirarlas es oírlas cómo se quejan de vivir sin galán que las requiebra. No escuchan a los vientos cómo las besan. Enamorado quieren que bien las quiera. No tiene enamorado la alta palmera. La hizo sola el Buen Dios, y sin pareja. Abrazarse al amado siempre quisiera. Y así sentirse amada como cualquiera. Subir a sus alturas lograré apenas. Daréle amor del bueno a la palmera. Tronco esbelto me haré, por ser palmera. Y vivir abrazado junto con ella.

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30.

UNA SABINA EN ZAÉN A la sabina de partido tronco orlaba el sol tranquilo del otoño. Desde las Cuevas de Zaén, paso a paso, al Bahil llegamos todos. Octubre finaba entre bostezos como un dios pobre, solitario y ocioso.

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31.

A UNA HIGUERA SOBRE ACEQUIA, EN PATIÑO, MURCIA Las ramas desnudas de la higuera entechaban el sombrío quijero. Y el agua breve, agotada la tanda, despacio se marchaba, hacia otras heredades, buscando la Vega Baja. Aquella tarde, me fui hasta la huerta de invierno. y escuché con mis ojos el verde nuevo que las hierbas nuevas mostraban Cándido y tibio, el sol de la mañana el dulce paisaje de acuarela con pincel maestro acariciaba. Sin prisa, todo pasaba y todo quedaba. El tiempo, como un viejo huertano, del legón jubilado, y de la azada, invisible y tenaz, me miraba mirarle, sonriendo apenas. Y nadie lo notaba.

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32. ALMENDROS FLORECIDOS EN EL CAMPO DE CARTAGENA Los almendros miran, el camino pasa. La montaña duerme, soñando que sueña que el invierno pasa. Heraldos primaverales, tienen los almendros el mismo color del alba. Se vuelven mis ojos de azúcar y nácar los almendros mirando, cuando media febrero y anda sola la mañana.

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33.

LOS CACTUS DE SALVADOR RECHE Los cactus… de belleza exclusiva y dulce agresividad quieta, cómo pasan ajenos al propio silencio suyo. No es el silencio de los cactus como el silencio de otras plantas nuestras. Es silencio de soledad, de adusta independencia altiva. Verdes secretos jugosos ocultan en sus entrañas viscosas, como si tesoros fueran de un pirata del desierto. Verticales, redondos, rastreros, trepadores… crecen discretos, dando lección de geometría exacta y libre naturaleza tranquila. Los pinos y las hipomeas, las buganvilias y aligustres, de mediterráneo aliento y templado clima estacional, atónitas escuchan su lenguaje ultramarino de insólitas cadencias. Inmigrantes señeros son, linaje de allende los océanos les avala. Y su nobleza de botánica estirpe y exóticos blasones les da ese engreimiento que respetamos con orgullo de iguales. Desde Egregias Cortes Reales de Altas Cordilleras e Insignes Llanuras llegaron a estas tierras donde nosotros, cotidianos moramos otros silencios viejos, de frondas y arbustos, de rugosos troncos o lisuras de hojas de tegumentos revestidas. Vuestras presencias reverencio, Oh, cactus que ahora os veo, o me miráis, en estos parterres que son vuestro palacio de aire y sol, de soledad rara y arcana médula 44


del ser que sois. Por otro dios, seguramente fuisteis hechos, por otro dios, que no el mío. En paz seáis aquí por siempre y en paz os multipliquéis.

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34.

ÁLAMOS EN LAS FUENTES DEL MARQUÉS Oh, Fuentes del Marqués, lisura amada de aguas en soledad bella y perdida. Oh, ninfeo amenísimo, florida hojarasca de otoño en la enramada. La mirada recoge la calmada estampa de la tarde que, dormida, acuas dulzuras sueña, bien mecida entre sonrisas leves de la nada. Hoy, llegado hasta ti, en paz envuelto, escucharé el susurro de la tarde igual que la balada de una brisa insomne, que, a través de álamo esbelto, silente resonara en franco alarde, que acompasado, hermoso se improvisa.

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35.

MANDARINAS TANG GOLD EN ALMENDRICOS

a LF del R Ubérrimo mandarino que das a mis ojos, plenitud de luz y de color, en las preorillas del Mediterráneo, por mor del milagro del agua traída de allende las cárdenas sierras: ¡EXULTA Y REGOCÍJATE sobremanera! pues has de saber que hoy te rindo admiración, –en esta mañana de amenes novembrinos– por causa de ver cómo es que enseñabas luz al sol, color a los yermos baldíos y fulgor al cielo azulísimo que traía muy limpio el viento norte. Sobre estas lomas que, en un antaño reciente, dormían el paupérrimo sopor de la sequía y la irredenta y estéril condición de la tierra sin lluvia, sin río, y con apenas hondísimos pozos, has sabido, Oh ubérrimo mandarino, sacar para la belleza del mundo tu impar hermosura de riqueza que a la humanidad redime.

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36.

LLANOS DEL CAXITÁN

Llanos del Caxitán, nobles secanos de trigo, ascéticos pinares solos, azules cielos amigos; cercanos horizontes abrazados al aire y las sierras, en breve y modesto infinito. Ondulado Caxitán, sea tu cabal recuerdo siempre conmigo. Que yo nunca te olvide y pueda soñar tu silencio siempre que, aturdido, sienta en la conciencia, doler los errores míos. Bálsamo serán tus llanuras, bendición tus bajas lomas y amoroso perdón l as frondas altas de tus gigantes pinos. Oh, Caxitán, sobrio y moderado paraíso, hoy que hemos venido hasta ti, danos tu paz y el callado, silente amor de tu paisaje adormecido.

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37.

LAS SEQUOIAS DE LA SAGRA A quienes conmigo lo vieron

Mirando las sequoias de La Sagra en un atardecer del mes de enero, con el sol ya rozando el horizonte, iluminando las enverdecidas ramas y los añejos troncos rojos con sus recias estrías todos juntos, bajo aquel cielo azul, tan claro y tan limpio del invierno, al amparo de la mole nevada del macizo majestuoso que enseñorea toda la comarca... pensé estar contemplando las columnas de un templo o catedral maravillosa que la naturaleza hubiera construido con la celeste bóveda. Y el tiempo, que, vestido de luz y arrodillado, consumía de la fugaz jornada los instantes postreros que le fueran dados de vida, mi impresión ahondaba al cambiar su brillante colorido de tarde por los apagados grises del cansado crepúsculo. Mis ojos, sorprendidos por la cambiante luz, decidieron enviar recado al alma mía para que fuera ella, que no ellos quien encargada fuera de guardar tan bella imagen mientras habitado fuera este cuerpo mío, tan caduco, por la más ínfima porción divina, aquélla que la gracia nos concede de apreciar la hermosura de las cosas del mundo, la belleza tan inefable que todo lo creado muestra y posee. La misma que, aquella tarde se asomó por mis ojos para ver cómo la luz mudaba, y el color, de las grandes sequoias de La Sagra.

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38.

PINARES VERDES DE CAPO COMINO ¿Dónde pondré yo ahora el verde esplendente de estos pinos? En qué lugar, en qué sitio, si ya no me quedan en la memoria mía de colores, carpetas, cajones ni archivos, para todos los verdes conocidos. ¿Dónde os pondré, copas verdes de los pinares de Cerdeña, en Capo Comino? El sol de la tarde alargada del estío os viste de fiesta y gala bajo el cielo inmaculado y vivo, sobre el mar aquietado, junto a las rocas bermejas de bravo perfil liso. Porque sois únicos, altos, verdes, redondos, gratos pinos de Capo Comino, que sobre la arena de la playa os eleváis altivos… no en la memoria, –donde acecha el olvido– sino en el corazón mío, os habré de poner, para que viváis siempre como sois, como yo os he descubierto en esta tarde, eternamente conmigo.

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II. FLORECILLAS Y ARBOLILLOS

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39.

ANTE UN CUADRO DE RAMÓN GAYA

Ubérrimas estrecheces del Segura, serpeando entre los Baños de Archena, Villanueva, Ulea, Ricote y Ojós. Paisaje morisco amado entre vecinas laderas, altas palmeras, muros de almagre, cal o azulete, y huertos como un primor. Pardas tejas, higueras de patio y almendros; baladres y geranios siempre echando flor… Oh, elegancia natural de lo simple; primigenio paisaje de acuarela, gloria humilde, al pincel cantada por la mano maestra de Ramón Gaya, pintor.

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40.

VIOLETA MARCHITA

Ajada flor del vaso en agua puesta, verdes hojas caídas de la violeta, breve pétalo azul de cara yerta... ¡No os pese vuestra imagen transida y seca! Que, para mí, ahora que estáis desechas... por haber conocido qué fue belleza, estáis ahora... ¡no antes! mucho más bellas.

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41.

JARAMAGOS JUNTO A LA CARRETERA Jaramago, tu nombre: ¿quién te lo puso? Florecilla amarilla de los surcos solos y abandonados del mes de junio. Jaramagos del campo yermo y parduzco; desde mi coche os miro y así os saludo. Jaramagos, decidme lo que yo busco. Jaramagos: ¿qué sabéis de Dios y el mundo? ¿Nada...? Igual que yo y me espeluzno. Pero sigo adelante mientras conduzco. Los faros de mi coche ojos de búho. "Los ojos no ven, saben", que dijo alguno. Sabe sólo el cerebro y el resto es humo. Los ojos de mi cara son sólo uno. Sólo el cerebro es ojo: eso es seguro. El ocaso se impone, rojo y oscuro. Jaramago, tu nombre: ¿Quién te lo puso?, florecilla amarilla del mes de junio. Jaramago del campo yermo y oscuro.

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42. SOLANO FLORECIDO EN MI TERRAZA, EL ESTACIO, LA MANGA DEL MAR MENOR El solano florece en mi terraza, con paisaje de mar y brisa en calma. Este año como nunca y con más ganas florece mi solano con flor gallarda. De sus flores violetas me llega carta. Y no sé qué me dicen pues llegan blancas, las cuartillas de adentro, que van dobladas. Pero, verlo florido me alegra el alma, en Julio y en Agosto; la mar cercana. Sus flores de cuaresma amontonada en el estío viven diciendo nada. Su carta de silencio cada mañana reciben mis ojos con la alborada. ¡Violetas del solano novias de mi alma!

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43.

EXCURSIÓN DE MAYO En domingo de mayo, monte de pino. Mañanita de sol, flor de tomillo. El romero tan verde junto al camino. ¡Ay, ladera; ay, esparto; ay, vinagrillo! Todo, todo tan sereno, y tú conmigo. Mañanita de mayo, flor de domingo. La casa abandonada de techo hundido, y la chumbera sola en los espinos. Solecito de mayo, monte de pino; barrancos y laderas, amor y olivos.

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44. ALOES EN FORNELLS Mirad los florecidos jopos del aloe que en la imagen se ven, de naranja y rojo vestidos, miradlos y veréis, junto al mar azul y la costa de anieblado color beig, la preclara hermosura de la foto… Pero la que dentro de mí yo vi sin saberlo… ésa, si no estuvisteis conmigo, ésa, esa misma que canto ésa, os aseguro… no la veréis.

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45.

LOS HUMILDES CERRAJONES Gualdos cerrajones son de hoy, los que vilanos del aire serán mañana. Míralos ahora como si rosas de hermosura fueran primorosas, para que, al recoger tus deseos , allá por el tórrido estío, bien recuerden que celebraste su juventud de efímera flor de los yermos y secanos baldíos. Y, así, como dos amigos, voléis ambos con el viento, hacia las felices campiñas de los deseos bien cumplidos.

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46. TRIGOS DEL ALTO DUERO Hubo un tiempo antiguo y hermoso, en que eran iguales los años los unos a los otros. Encañaban los trigos en mayo, espigaban en julio, y granaban en agosto. Y siempre los segadores, con hoces o guadañas, cosechaban la mies sembrada en el otoño. De los dorados campos de Soria, por caminos de polvo, subían los arrieros hasta los Molinos con aquel tesoro, que molido era por dura piedra, movida por el Río de Oro. Aquí viene ahora hasta vosotros, Molinos del Duero, como grano de trigo mi alma de hombre solo; mi alma, que fuera caña en mayo, espiga de Julio y mies de agosto, por ver si la tornáis harina con que amasar el tiempo todo que me haya de quedar en este mundo, antes de ir al otro, y ser así pan dorado y crujiente, servido en la mesa donde los hombres, algún día, celebren entre ellos la paz, la amistad y el decoro.

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47.

INAGRILLOS ALFOMBRANDO LIMONEROS EN LA HUERTA DE MURCIA Dorado vinagrillo numeroso, que en enero hormigueas bajo la breve sombra, amena y leve, de tanto limonero, en esta tierra mía, por donde se me esparce la mirada entre el azul solar de cielo inmenso y las eternas huertas de frondas verdes… Dorado vinagrillo elemental y simple, dame tu gracia hermosa, el tono alegre, la sencillez rotunda, la airosa estampa erguida, pequeña, humilde y brava que tus perfiles tienen… para aprender de ti la arcana perfección, que, de llaneza, con tu gualdo mensaje llega siempre. Dorado vinagrillo numeroso: bienvenido de nuevo a la casa sin puertas de mis ojos. Que los dioses efímeros con mucho más de lo que tú nos das, generosos te premien.

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48.

LA SOMBRA DE UN ORQUÍDEA La sombra de una orquídea es algo perfectamente elegante. No importa la estación del año cuyo sol despliegue la sombra de una orquídea casi paralela a la orquídea misma, pero cerca, sobre una pared blanca. La sombra de una orquídea se desprende de sus pétalos de barroco elemental y simple. Las demás sombras de las cosas no son materia de las mismas cosas. La sombra de las orquídeas, sí. Es materia de la orquídea misma la sombra de una orquídea, una orquídea que fluya, invisible y silente hacia la pared, que se desmaya por sentir ese posarse blando e inerme, tierno, sensual, misterioso, que tienen las orquídeas cuando arrojan sombra sobre una pared inmediata. Yo sí sé de esa sombra hecha de piel de pétalo, pero no sé decirlo, apenas tan sólo señalarlo con este vano poema estéril, que ni siquiera sirve para decir de la grácil, aérea sombra de una orquídea sobre una pared blanca en un día de invierno, con el sol casi paralelo a las ventanas abiertas.

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III. FRONDAS DE PROSA

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49.

OTOÑO LIMONADO EN CEHEGÍN

He ido a ver el otoño murciano, al Noroeste. Las hojas de los frutales se limonan ellas mismas poco a poco, y envuelven de una luz levemente gualda la perspectiva. Es bonito. Más que bello, bonito. Aunque no sé la diferencia entre ambas sensorialidades. Mis palabras dicen que sí la saben. Me fio de ellas, y les doy permiso para salir. A las palabras les gusta el otoño de una manera especial. El otoño es la madurez del paisaje. Espero que al paisaje le gusten mis palabras o las palabras en general. Cada frutal tiene sus hojas. Cada otoño, sus palabras. No hacía viento, y las hojas de las moreras permanecían en su quietud hecha de silencio y otoño. Los escaramujos, carmesíes como un rubí ya pulido, llamaban a las miradas, más que a las palabras. Y las olivas, negras y verdes, colgaban de las ramas como promesas de amor a punto de nacer. Las granadas cajín, salvajes y olvidadas, sonaban su puro rojo mixto de esquilón y de cascabel. Rumorosas acequias he visto, pues era de día, que no de noche, cuando las sentía Juan de Yepes, el frailecico menudo que por aquí anduvo santidad sembrando y hermosura cantando. Mojé mi mano en el agua de sonora transparencia, como de flautín de arcángeles. Y esperé a que secara sola, con la intemperie otoñal de los amenes de octubre. Me pregunto a qué nube iría a parar esa leve humedad que voló en el aire quieto aún del mediodía. Las sombras de los altos plátanos de sombra atravesaban aquella agua lustral, donde mis dedos mojé. Y era una sombra mágica que se proyectaba en el fondo de la fonte que mana y corre, que dijo el santo escritor. Y yo no sé si fue un escritor santo o un santo escritor. Mejor no resolver el enigma. Y no saberlo nunca. También el otoño es un enigma. Un enigma que no debemos resolver. Los montes, ensabanados de pinos y curvados de horizonte, decían palabras de brisa, pues se derrumbaba el sol sin remedio entre los algodones de las nubes que venían haciendo sonar sus clarines de lluvia por el ocaso. El otoño empapa el alma, sin mojarla. Y es una humedad de apariencia triste. Pero no lo es. O lo es poco. La tristeza es un valor que más cotiza cuando más leve; pero nunca se debe anular. Quien va al otoño, lo sabe. El otoño vive en las montañas que acogen manantiales límpidos y senderos que se pierden en mágicos piesdemonte, que, en realidad, son puertas a un mundo de umbría y serenidad, que sosiega el espíritu. Es el mundo de lo nemoroso, que es el sagrario del otoño. El otoño limona las hojas de los frutales en el Noroeste. Acudid a verlo. 63


50.

AMAD LA HOJARASCA

La hojarasca es un nuevo ser vivo, que habita bajo los caducifolios. O son parte de ellos. Los servicios municipales dejan muy pronto a los árboles sin su hojarasca de abajo. La hojarasca, con permiso del viento, forma una corona circular en torno a su fronda, dos cuerpos más del diámetro de la misma hacia el exterior, y uno bajo el propio ramaje. Luego el viento mueve, esparce y desordena, como decía el poeta aquél. Pero a la hojarasca le gusta que el viento la mueva. Se tocan unas a otras, las hojas caídas. Y les gusta. Se nota en ese sonido áspero pero dulce que se forma en esa ocasión. Yo, una vez, paseando por el Retiro de Madrid, di en abandonar los senderos o avenidas de tierra, y me interné en el césped. Césped que estaba oculto, porque la hojarasca lo cubría. Anduve por ella, y enseguida comencé a dar patadas a la hojarasca. Y las hojas secas salían hacia arriba entre grandes risas con ese sonido que digo. Lo pasé bien. El montón continuo de hojas me llegaba un poco más arriba de los tobillos, y era una gloria levantar las hojas hasta casi mis rodillas por lo menos. La hojarasca, ya digo, es parte del árbol en otoño. No es lo que le sobra. Es parte gozosa de él. En pureza no se debía recoger la hojarasca hasta que cayese la última hoja seca. Pero ya sé que esto es demasiado para los mandamases municipales. Un caducifolio con su base limpia del correspondiente montón de hojas secas es un despropósito. Y es una mutilación inadmisible. Mucha gente recoge hojas secas, les da el tratamiento adecuado, y las enmarca tras un cristal. Es la demostración de que son bellas. Y lo bello, cuando menos, tiene derecho a la existencia. Los ciudadanos deberían tener la opción de dar patadas a la hojarasca y ver el corto vuelo gozoso de las hojas pardas, bajo el caducifolio. A las tales hojas les gusta, y al ciudadano, a lo mejor, le sirve de liberación de sus traumas y desasosiegos. Ya sé que hay una canción francesa –très jolie– que habla de las hojas muertas, pero me da igual. No sienta categoría. La inspiración es libérrima. Faltaría más. Yo prefiero decir hojas secas. Liberadas de fotosintetizar el aire, son hojas jubiladas, que se festejan arracimándose unas con otras. Yo creo, que en los climas serios –no como el mío, que mezcla irrespetuosamente las estaciones– hasta que no se ha ido la última hoja seca de los bajos del árbol, no nace el primer brote verde por algún extremo de la rama más espabilada. Amad la hojarasca.

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51. HOJA DE PLÁTANO DE SOMBRA, CAYENDO AL SUELO Una vez, vi una hoja de plátano de sombra –el árbol de las bolas pica-pica– caer desde la rama. Fue bonito. Y breve. La hoja no era muy grande. Fue chocando con una y otra rama, y ya libre, hasta el suelo llegó en un suave zig-zag, apenas percibido, pero efectivo. Al suelo arribó plana, como a plomo, pero en paralelo al enlosado municipal por el que yo iba. Fue una suerte. Ojalá hubiera escuchado también el sonido de los encuentros con las ramas y las otras hojas, en turno aún de alcanzar su caducidad. Tiene grandeza una hoja de caducifolio cayendo, terminando su ciclo de hoja verde que renueva el oxígeno del planeta. Tanta grandeza como su belleza posee. La naturaleza tiene un modelo distinto de hoja para cada árbol. No ha economizado en eso. Si fuéramos un poco japoneses, nos pararíamos, sentados o no, debajo de los plátanos de sombra, tan habituales entre nosotros, para ver esa majestad que digo, del vuelo funerario de las hojas que caen, para convertirse en hojarasca, que es otra forma de poesía. Los japoneses, es que son muy admiradores callados de la naturaleza. De ahí sus jardines zen, que tanta paz dejan en los ojos que los admiran, en Oriente y en Occidente. Las hojas de los plátanos tienen forma de estrella rara, con puntas de ancha base, que, unidas a muchas otras, nos ofrecen el don de la sombra, gratis, en verano. Luego, cuando el otoño primero, conforman una suerte de claroscuro alterno de sol y sombra, verdaderamente mágico, que yo gozo mucho también. Por eso, a una hoja que tanto deleite y servicio nos ha dado, justo es, y perfecto es, asimismo, concederle la naturaleza de lo poético, cuando vemos que, desprendido su peciolo de la rama, cae hacia adelante, siguiendo la dirección de la punta más aguda. Luego, casi inmediatamente, el peso del resto de la hoja, le hace cambiar la dirección, obligando a una verticalidad paralela a la primera, pero cinco o seis dedos más hacia donde ese peso actúa. Parece entonces, que la punta que inició la caída se eleva hacia arriba, pero es que cae menos que el resto. A continuación, si hace algo de viento, el efecto vela opera donde sea pertinente que opere, y la hoja toma nueva dirección. Para entonces, ya ha dado en otra rama más baja o en una hoja aún sostenida, y, entonces, hasta puede volcarse del todo, cayendo con la parte convexa hacia abajo siempre. Una mezcla sucesiva de todos estos efectos, resuelta en un empuje final, es la que actúa cuando ya la hoja ve libre su caída o su vuelo, hasta la tierra. Aun entonces, sigue bailando su trompicado vals, buscando el justo sitio para ella reservado desde la noche de los tiempos. Ese sitio nunca es el de la vertical. 65


Verlo, de principio a fin, es una delicia, es un privilegio y es una de tantas ocasiones bellas que nos da la naturaleza. Animo a cazar visualmente estos vuelos, y apreciar su hermosura. Diciembre es mes propicio para ello, en Murcia. Da paz y se aprende hermosura, el caer de las hojas de caducifolio. 52.

LAS CAÑAS DEL RÍO

Supongo que algo tendrá que ver el hecho de que ya he subido en el tranvía de la primera línea de la tercera edad; aún no de la cuarta. Pero empiezo a ver mal muchas cosas que la mayoría ve bien. O viceversa. ¿Quién sabe? El caso es que me da a mí por salvar a las cañas como la causa mayor de todas las inundaciones. Las bardomeras malditas. Ya digo, es pensar mayoritario que las cañas obstaculizan el agua de las riadas, y son culpables de las inundaciones. Observación de lo aparente, afirmo. Con perdón de la disidencia. En primer lugar, eso de que las cañas son de fuera, y que son invasoras, habría que ir dejándolo de lado. Ya Plinio introduce las cañas, nuestras cañas, para explicar el mito del Rey Midas. No lo voy a desmenuzar aquí, averigüen. En la España del Siglo de Oro, los nobles hacían juegos de cañas. Una especie de jugar la guerra como espectáculo, con cañas en lugar de lanzas. Las cañas son invasoras del mundo. O sea, son parte del mundo. En habla murciana tenemos la espléndida palabra bardiza: valla, o barda, hecha con cañas. Bardiza; pero también bardomera, palabra arriba mencionada. De extranjeras, nada. Pero es que, además, las cañas han dado un servicio extraordinario en toda la Vega del Segura: como materiales de construcción siempre a mano; bien que precarios, pero a mano, repito. Han sido armas de guerra, han sido materiales de juguete para niños de todas las clases sociales. O casi todas. Yo he tenido espadas de caña, y rifles de David Crokett, – aquel malhechor que le robaba territorio a los mexicanos recién independizados de la Corona Español– con el rizoma atrás. Y un sin fin de utilidades lúdicas más, como casica de niñas, por ejemplo. Lo siento, las niñas de mi infancia tenían a bien hacerse casicas de ésas. Y los mozos, por imitación, cuevas del tesoro o fuertes contra los apaches. Es Historia. Y, no lo olvidemos, han dado nombre, por analogía de imagen, a las cañas de cerveza. ¡Ahí es ná! Y vamos a las inundaciones. Las cañas se agarran a las riberas de los ríos con más fuerza que las garrapatas a la piel de los animales. Tienen unos rizomas formidables, duros como piedras, pero saben hacer hijos por un tubo. Primera consecuencia, las cañas fijan los cauces de los ríos, que son muy proclives a efectuar meandros, y quitar tierra fértil a una orilla y llevarla más abajo a otro propietario. No dejan irse al limo así porque sí. Eso es útil. Los pantanos tienen el mismo efecto. 66


Pero bueno, las aguas, en ocasión de las riadas, se llevan las cañas, sus enemigas; bien las ya caídas, bien las arrancadas. Y forman bardomeras. Bardas flotantes, que, al llegar a obstáculos en medio de los cauces, se amontonan, y forman barrera. Esto es muy malo para las tierras inmediatas, porque el agua rebota en la presa de bardomeras, y tira para los lados, o se remansa inundando las tierras aledañas. Bien. Aguas abajo se alegran mucho de que algo detenga las aguas río arriba. Por tanto, ni dejar que las bardomeras nos inunden a nosotros, ni quitarlas de inmediato, y… ¡agua va! para los ribereños de baja cota. Eliminemos, pues, las bardomeras, pero no inmediatamente, para dejar que laminen la riada, pensando en los de abajo. Se puede pecar tanto de fulminarlas apenas aparecen, como de hacer dejación y que nos inunden a nosotros. Se llama solidaridad. Si se hiciera un limpia total de todos los cañaverales de la cuenca –supongamos que es posible– el agua cogería carrerilla, y lo que arrastraría serían piedras y rocas: eso sí que es mortal. El agua, antes de coger esa vertiginosa fuerza, ya ha sido amansada por las bardomeras. Formar las bardomeras le cuesta al río su energía. Y ya no tiene empuje para arrastrar piedras. Entiéndase el fenómeno como general, no como inexorable. Por tanto, se habrá podido apreciar que no soy partidario de la demonización de las bardomeras. Ni tanto, ni tan calvo. Los puentes con bardomeras son presas transitorias, que hay que administrar, en un entendimiento global de la cuenca.

53. AMOR DE ÁRBOLES FLORIDABLANCA, MURCIA

EN

EL

JARDÍN

DE

Decía Pessoa, el gran poeta portugués, que las cosas no tienen mensajes. Son cosas y nada más. Claro, los mensajes de las cosas los ponen los escritores, los poetas, sobre todo. Pero los mensajes están ahí, de manera más o menos clara. Poco importa de dónde vengan. Están ahí. Los mensajes hay que aceptarlos y ya está, como a los humanos: poco importa su origen, importa su humanidad, y la manera en que honren esa su humanidad. Pues los mensajes igual. Si los ves, ya no puedes decir que las cosas no tienen mensajes. Diga Don Pessoa lo que diga. Bueno, pues a lo que vamos. En el Jardín de Floridablanca de Murcia, hay un caso de amor entre dos árboles. Un ficus centenario y una palmera de las llamadas washingtonia, de procedencia en la Baja California Mexicana. Seguramente fueron plantados a la vez, o casi. El ficus empezó a echar raíces reptantes, y empezó a difundirlas hacia todas partes, según su hidrofilia le dijera. Pero cuando enfiló justo 67


hacia donde estaba la palmera, ordenó a sus raíces abrirse en dos ramas (si a las raíces se les puede aplicar esa metáfora de fronda). Y lo hizo, de manera que lo que iba a ser una sola raíz superficial, divergiera en dos raíces, para dejar en medio a la esbelta palmerita. Todo esto, en decenas de años. Los árboles tienen otra longevidad, ya se sabe. Hoy, al cabo de poco más de cien años, las dos raíces abrazan a la palmera, dejándole un espacio vital de cierta holgura. Sucede que, luego de circundar a la palmera, vuélvense, no a unir, pero sí a converger de nuevo un algo, tanto como para poder llamar, legítimamente, abrazo a lo que hace este ficus con su palmera. La fuerza de las raíces de un ficus es capaz de levantar pavimentaciones de cemento, y capas de roca y asfalto. La palmera le hubiera costado un par de años o así. Pero, fina y galantemente, optó por abrazar a la tierna madera de la mexicana dama californiana, de vegetal naturaleza. Si eso no es amor entre árboles o un mensaje de las cosas, que venga Don Pessoa y lo vea. Yo invito a toda la ciudadanía a venir al Jardín de Floridablanca a verlo. Y, además, también invito a todos los enamorados de toda naturaleza sexual, a que, además de peregrinar al lugar, se hagan un selfie imitando el abrazo, y enfocando también ese abrazo, secular ya, del ficus y la palmera, de manera que salgan los cuatro, el par de enamorados humanos, y el par arbóreo. A ver si la cosa se hace viral, que se dice ahora, y vengan de la Fin del Mundo, a verlo y a tirarse “afotos” con el móvil. Yluego, a subirlo a redes, y que la cosa cunda. Y que el personal emprendedor al menudeo, monte carritos de souvenirs, pronto reinstalados en los bajos de los edificios colindantes. Y que el Ayunta tenga que poner guardias para vigilar el orden, y eso. Bueno, si la cosa prospera, ya habría manera de solucionar todo. Lo que sea, antes de poner candaditos en los puentes o lacitos en las farolas. Ah, se me olvidaba, la palmera ha crecido con el ficus, porque la fronda del gigante ha sabido incentivar la fototropía de su enamorada, y le ha ayudado a crecer recta como ninguna, y alta, sin distraerse nada que no fuera la verticalidad. Verticalidad marcada por los espacios intrarramas de la majestuosidad del ficus. Murcia, la ciudad del abrazo de ficus y palmera. El abrazo botánico de Murcia. Amor entre árboles. Les espero. 54.

TOCAD LOS ÁRBOLES

Sí, tocad los árboles. Con la mano abierta. Y si podéis, abrazadlos. A ellos les gusta. Pero ellos dan más de lo que reciben, si se sabe apreciar. Los árboles egregios de un territorio son tan señeros e importantes como las personas que ha fulgido en la Historia de esa geografía. Las personas ilustres no son sino árboles nobles, transmutados en hombres y mujeres. Y los árboles egregios son 68


personas que decidieron lo vegetal como manera de ser en la vida. Los árboles viven, no sólo vegetativamente, sino con la misma entidad empírica que nosotros, sólo que secreta. El tacto es el sentido que más nuestro es. Sin duda. Lo utilizamos poco. Y lo usamos, lamentablemente, sólo para comprobar. Pero es un sentido primario. El tacto conoce, y conoce más que la vista, que tiene muchos prejuicios. La mano, al adaptarse a la superficie del árbol que tocamos, adquiere parte de su energía, y digo energía porque no tengo otra palabra. Tocar un árbol no es acariciar. Se acaricia una piel. Y tampoco es palpar; palpar es un exceso del tacto, mayormente sensual. Tocar un árbol tiene virtudes inmateriales y espirituales; aunque, claro, de una espiritualidad, distinta, acaso menor. En esta Región, tenemos a Ibn Arabí, Al Qartayaní, a Jacobo de las Leyes, a Cascales, Polo de Medina, Saavedra, Peral, Echegaray y tantos otros: También de otras, desconocidas por la cultura del varón; sentido ya cesante, o cesando, de la Historia. Pero, tan importantes como ellos son los árboles, de los que yo no conozco muchos: la Olivera de Ricote, el Pino de las Águilas, el Ficus de Murcia, los Cipreses de las Monjas en Caravaca, y tantos otros, ya digo, que mi ignorancia desconoce. Perdón a los sabedores. Pero aquí lo digo: tan importante es el Ingeniero la Cierva como el Tejo de Nerpio. Y todos los casos de parigual nivelación. O las Sequoias de la Sagra, como Carmen Conde. Por eso tenemos que tocar los árboles, los de la ciudad y los del campo o del monte. No basta la vista, la mirada. Hay que tocar. No se conoce nada material hasta que no se toca, e integramos su textura, su rugosidad, sus irregulares formas y demás accidentes formales que presentan, y a los que sabemos poner nombre. Con todo eso, después viene la grácil sabiduría secreta de sentir la plácida lentitud de la savia ascender hasta las hojas. Las hojas, ¡oh, las hojas! También hay que tocarlas manteniéndolas entre las manos, breve instante para no perjudicarlas. Hay que tocar hasta las piedras también, pero tocar los árboles tiene categoría especial. Creedlo. La memoria del tacto es nuestra fe de vida más auténtica. Hay tactos de pétalo, que es perfume del tacto. Y hay tactos de espinas o de ortigas, que son una defensa frente al que va, no con amor de tacto, sino con alguna otra intención espuria. Lo dicho, tocad los árboles y dejadlo como una costumbre vuestra para siempre. 55.

FLOR DE GARDENIA Hoy, Aurora trajo una maceta de gardenias a casa

Así que esto es una gardenia. Hasta ahora, una palabra, en plural, en un verso de canción. Aquel bolero de Machín. Y, sí, creo reconocerla en la solapa de un traje de chaqueta femenino, en película 69


de blanco y negro. Veo su tersura, de recia suavidad y coloración de blanca impureza de sepia pátina, ma non troppo. Y recuerdo aquel tiempo en que era elegante la elegancia. Décadas sin saber de esta hermosura discreta, que apenas sobresale de las brillantes hojas, formando esfera única con el todo. Rosa mentida, que es otra verdad que la rosa. Más breve y humilde. Flor de culto, que no de masas. Salgo de mi ignorancia, avergonzado de no haber tenido tan al alcance de mi mano una gardenia, nunca. Y espero la caída inevitable de sus pétalos, que se abren en demasía, adoptando otra forma de entender el tiempo que pasa. No es avariciosa, la gardenia de su belleza enjuta, apretada. Se rinde al tiempo, que trabaja desde su savia, apremiando urgencias a la perdurabilidad. La gardenia es de una sola vez de ser mirada. O enamora al ojo en la brevedad de su esplendor, o prefiere morir, pues no quiere robar el tiempo a sus hermanas que se van abriendo paso entre las perfectas hojas, de verde serio vestidas, que esplenden en lo más de la maceta. Es una lección de amor a la brevedad. Se luce la gardenia una sola vez. No se enamora dos veces la gardenia; ni enamora. Si fuera hombre se llamaría Petronio, aquel árbitro de la elegancia que decía Nerón, cuando los tiempos en que Roma se incendiaba al ritmo de una lira. Pero es flor, la gardenia; no llama de fuego. Y sabe que el fulgor dura poco, que debe ser aceptado. Y que la brevedad es sublime si se la ama y se la entiende bien. No es fácil amar la brevedad, nuestra brevedad, medida en un tiempo que es distinto para cada uno. Lo llamamos brevedad, pero fulgir es una forma de infinito. No fulge quien desconoce la belleza, y exalta lo fácil y vulgar. Lo mediocre. La gardenia guarda silencio, pero su silencio no es el silencio común, de todas las cosas. Se escucha con esa parte del alma capaz de entender ese tipo de aromas que sólo huelen espiritualmente. Hoy, la gardenia me enamoró el tiempo infinito de mirarla, tras descubrirla. 56.

LOA DE LOS BOSQUES

Sólo se cantan los árboles singulares. Los árboles solos. Nunca los del bosque, que pierden su identidad en el anonimato de la masa. Y la masa es la nada. Yo quiero escribir de los pinos de un pinar, de los robles de un robledal o de las hayas de un hayedo. Sé que hay más agrupaciones arbóreas de sonoro y hermoso nombre. Pero me da igual no ser exhaustivo. Ellos lo saben. Porque los árboles, los bosques tienen un saber. Un saber distinto al nuestro, pero que es efectivo. Saben crecer, reproducirse, germinar. Los bosques son naciones de árboles. Hay bosques mixtos. La mayoría, claro. Y todos los árboles hablan el mismo idioma cuando el viento les bate las frondas. Aunque imagino que hay muchos acentos. Los árboles viven a la intemperie. Aunque estén rodeados de alcorques en las villas y ciudades. O encuadrados en un tranquilo atrio de monasterio. No se 70


sabe a partir de cuántos árboles empieza a decirse que hay bosque. El bosque es un ser vivo más, entre los pájaros, diurnos y nocturnos, entre los roedores y las sierpes que lo pueblan. Hay bosques con ciervos. Y hay jabalíes. En algunos hay osos. Y riachuelos con carpas y truchas. Y hay procesiones de ánimas, que gustan del bosque no se sabe por qué. El bosque los conoce a todos. Porque el bosque es un conjunto plural vivo. No son los árboles únicamente. Y somos también el bosque nosotros mismos, que lo amamos. No es fácil amar al bosque. Hay que saber. Y hay que saber amar al bosque. Cuando un bosque muere, muere una biblioteca de la naturaleza. Sus lectores son heterogéneos, entre geológicos y biológicos. Y está el viento, que no es ni una cosa ni otra, es el bibliotecario que trae nuevos fondos para el catálogo, que acaso algún búho va reseñando en el archivo de la memoria del bosque. Porque los bosques tienen memoria. En las cortezas de los árboles está escrita, y en el curso de los riachuelos, que siempre los hay, aunque sea de manera esporádica, con alguna lluvia otoñal… ¡Cuánta semejanza hay entre un bosque y una biblioteca! Quemar una biblioteca, ¡qué sacrilegio mayúsculo! Lo mismo que un bosque. El papel ha sido bosque en su vida anterior. Por eso se halla tan a gusto en una biblioteca. Yo toco y acaricio las cortezas de los árboles de cualquier bosque. Igual que las portadas de los libros. O las páginas. Yo procuro acariciarlo todo, siempre. El bosque se ve, se oye, se huele y se toca. También se gusta, en los frutillos que, a modo humilde de aprendices de huerto, el sotobosque ofrece. Pero también hay piñones, castañas, bellotas y yo qué sé cuántas cosas más. El bosque siempre es pródigo, en lo que puede. Por eso hay que corresponderle en lo que se pueda, y ser generoso en los elogios u odas que se le dediquen. Como ha querido ser éste. Con Dios. 57.

EL ÁRBOL GAROÉ DEL HIERRO

El viajero va, sobre todo, a la caza de historias. Más que a otra cosa, tan digna e importante como ésa: arte, paisajes, etc… Pero cuando encuentra historias o leyendas propias y originales, se emociona más. No en balde es narrador. Y el buen narrador se abastece tanto de la realidad como de su imaginación. Llaman, en El Hierro, Garoé o Árbol Santo, a un ejemplar de la familia de los tilos, al que el azar, o el designio de los dioses bimbaches (guanches de la isla), hizo crecer casi rodeado de las rocas de inicio de un barranco, a mil metros de altura. Vean lo que pasó. El Hierro recibe del océano nubes a menor altura que la suya propia. Llevan velocidad, y son, en realidad, nieblas. Los tilos, y toda la isla en general, paran las gotitas de niebla, incesantes todo el año, y las dirigen, por gravedad, hacia la tierra circundante. Parece como si el árbol supiera que las raíces se alimentan por su punta, no por su unión al tronco. Por eso despachan 71


las gotas captadas a uno o dos metros de su eje vertical, por donde más abundan, en el subsuelo, sus puntas radiculares. Este tilo del que hablamos, al estar semirrodeado de pared rocosa, hacía deslizar el agua por dichos muros. Los bimbaches lo observaron, y abrieron canales en los bajos del triangulado muro, por lo que se obtenía escorrentía de agua, en cuanto las nieblas invadían el aire herreño. Un río natural que no pasaba por acuífero alguno y que abocaba en una poza siempre abastecida (vean el vídeo), Durante la conquista, los españoles se las veían y deseaban para beber, mientras los bimbaches no tenían problema. Cada vez que llegaban nieblas, ya sabían… Una Malinche canaria, Ágrafa o Guarazoca, de nombre, descubrió por amor a un colono andaluz el secreto, y se acabó la independencia bimbache. También la vida de la muchacha. Una historia de amor… Si es el amor más fuerte que el morir, cómo no iba a ser más fuerte que el patriotismo... Este modelo de historia se ha repetido por todo el mundo, en todas las culturas. Es timbre de honor, y no de vilipendio para la memoria del pueblo que la ha firmado. O sufrido, como queráis. Durante mucho tiempo sólo hubo ese tilo acuígeno en la isla. En tiempos de Felipe II los herreños enviaron carta al rubicundo Austria para que poblase la isla de aquel árbol santo, pero el tipo aquél del Escorial, al leer la palabra “santo”, echó en el capacho de la superstición el pedido. Al sobrevenir una sequía, no hubo agua suficiente, y murieron de la más atroz manera de morir muchos herreños: de sed. Pero aún vino algo peor: un viento desaforado desgajó el árbol: una desgracia tan singular como algún milenio que otro, antes, había sido una felicidad el hecho de crecer el tilo entre paredes… En la pista que lleva al Tilo Sagrado (hoy con centro de interpretación ad hoc), hemos visto ese mismo aprovechamiento en un tilo de la vera llana del camino: unas lajas se disponen inclinadas cabe el tronco y bajo la fronda. Lajas que hacen resbalar hacia unos dornajos de madera, el agua celeste a la que la fronda sabe cambiar el camino: del horizontal que les da el viento alisio, en medio de la mar, al vertical y gravitatorio abocado a los dornajos, que luego de llenos, aprovechan los herreños. El agua y el amor juntos, qué hermosura.

58.

CEREZOS DE JUMILLA

Creemos, sin pensarlo, que las cosas más hermosas del mundo se hallan lejos de nosotros, siempre. Un tucán posado en alta rama de la selva amazónica, una aurora boreal sobre el Polo Norte o un edelweis cerca de la cumbre en el Mont Blanc. Y, ciertamente, son 72


todos esos casos, y otros muchos más, cosas hermosas. Plasmación de la Belleza que puso Dios en su Creación, para los creyentes, o reflejo de la tendencia a lo perfecto que la naturaleza muestra habitualmente, cuando es libre, para laicos en general. Bien, pues ayer vi algo que, sin ambages, coloco yo entre ese listado de estampas o eventos de los más hermosos del mundo. Y está aquí al lado, en el occidente de Jumilla. Hay lugares sin topónimo, a los que no hay que tener empacho en denominar por el apelativo que sus residentes les han puesto. Hablo de la Finca Toli, a un paso del límite regional, pero plenamente Región de Murcia, si es que no debiera serlo también la tierra allende tal delimitación. Reino de Murcia fue, pero esa es otra historia. El último sol vespertino de un fresquito mes de junio incipiente doraba las copas de los cerezos, ubérrimamente cargados de manojos de cerezas de ese vivo color rojo que sólo tienen ellas, las cerezas. Eran los frutales de estatura como la de una persona y algo más. Proporcionaban una umbría espléndida, íntima, acogedora. Y los amontonados racimos de encarnados frutillos, como del tamaño de pelota de golf, asaltaban la vista por doquier, invitando, e incitando, a la mano a desprenderlas a pares para llevarlas a la boca, donde una acertadísima mezcla de pulpa mollar, dulzor y acidez hacía las delicias de todos los paladares. El sol había seguido cayendo. La tarde avanzaba. Y, fue entonces cuando vi el milagro. Un afortunado rayo de sol incidía en uno de los racimos más altos. Inmediatamente, la opacidad del frutillo, o de los frutillos –de aquel puñado de maravillas encarnadas, en suma– cedió a la querencia del solecillo en despedida. Como en un efecto de bodegón primoroso de pintor barroco, el perfil de las cerezas quedó como finísimo límite de diminutos corazones, cuyo centro continuaba opaco, que no oscuro. Mientras, los medios de las cerezas tornaban traslúcidos –que no transparentes, aun en contra del titular de esta crónica-, ofreciendo un interior de precioso y vivo ámbar, cuya imagen al completo, maravilla absoluta era. El efecto se graduaba por todo el racimo, y por los circundantes, con una intensidad distinta en cada racimo y en cada cereza. No podía durar mucho el portento. El sol, inexorable, debió acabar por sumirse en el horizonte manchego, y su luz, cómplice necesario en el efímero portento, dejó -supongo- a las cerezas sin ese beso de tranquila pasión que las volvía luminosas, como en un noviazgo de espléndida gloria impar. Pero yo no lo vi. El azar de la visita me hizo partir antes de que tal desastre ocurriera. Aún tengo en la retina el goce de la coyunda del astro rey con su harén de cerezas. Y en el paladar, la ambivalente sensación del ácido dulzor mollar de la cereza jumillana. Un tesoro nuevo que he descubierto en la misma tierra que habito. Os digo que conozco mejor qué es la belleza desde entonces.

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59.

UNA PIÑA FRANCISCANA

A Pepe Beltrán, in memoriam Mi amigo Pepe me manda esta foto. Sencilla, elemental casi; de humildad franciscana. A mi amigo Pepe le ha llamado la atención la bien llevada soledad de una piña sobre el yermo. Y la ha fotografiado respetando su esencia, su condición de naturaleza muerta, plena de soledad gozosa. No vemos sufrir a esa piña, rodeada de exactamente nada. A esa manera de concebir las cosas, los orientales la han llamado zen. Mi amigo Pepe ha hecho una foto zen. Los occidentales han rebautizado ese arte como Minimalismo. Bien, es una foto zen y minimalista. ¿Lo explica todo, esa doble acepción? Yo creo que no. Los adjetivos estéticos, aun los más precisos y cultos, no dejan de ser recetas. Sabias recetas, a veces; pero recetas. Hay que ir a lo medular, a lo pertinente. Hemos titulado la crónica como franciscana. Y, en efecto, Francisco de Asís hubiera gustado de la concepción zen/minimalista del arte. Claro que sí. Pero en Occidente ya teníamos el Franciscanismo para explicar la grandeza de lo pequeño esencial. La piña ha caído del pino. Y ha aterrizado vertical. ¿Por qué no? El yermo la ha acogido venturoso. Ha satisfecho sus complementarias ansias de ortogonalidad respecto de su horizontalidad natural. Y ahora forman uno, la piña y él, el suelo, plano, extenso, uniforme. Y son uno y lo mismo. Naturaleza muerta, como dicen los franceses a lo que en España llamamos bodegón. Sí, mi amigo Pepe ha fotografiado un bodegón. Un bodegón natural. Poco importa, ni mencionarse debiera, que acaso el fotógrafo haya dispuesto enhiesta a la piña. Ahí está, con un color como arrebatado a un hábito del mismo San Francisco de Asís, que lo hubiera dado gustoso, sin duda. Pero hay algo más que piña y suelo; incluso que aire, que a la manera de Velázquez también está presente. Y pido a Dios conceda, a todos cuantos la foto vean, la capacidad de percibir el aire que digo. Pero no; lo que digo que mi amigo Pepe ha captado no es piña, ni suelo, ni aire: es espacio. Sabiamente, el artista ha dejado ese espacio a la derecha del espectador. Ha quebrado la simetría del encuadre. Y ha hecho viva a la foto. He ahí la paradoja: es una naturaleza muerta, que vive como fotografía. Yo quisiera atesorar el recuerdo de esta gama de pardos, que van desde el claro beig del suelo a la oscuridad lindante en la tiniebla de los recovecos de las escamas de la piña. Y con ese recuerdo visual envolver todo el sentimiento con que me enfrento siempre a cualquier propuesta estética, pintura o fotografía. Esa impronta cromática actuará siempre como un fielato de rigor ante el capricho, la impostura o la extravagancia. Verdaderamente, afirmo, esta foto 74


guarda los arcanos de la Estética como necesidad; no como contingencia. 60.

LA HAYA DE GLASGOW

En el jardín Botánico de Glasgow tienen una haya de gran prestancia. Era semilla cuando los británicos tomaron Gibraltar. Hoy es un imponente y señero árbol, con una fronda que posiblemente tenga 30 metros de anchura en su base. Se encuentra muy cerca de la entrada Este, casi enfrente del Pabellón de plantas tropicales, grácil edificación cupulada, construida en hierro blanco y cristal. En cuanto la vi, sentí la vibración de estar ante algo especial, de mérito, valioso. Me acerqué hasta su pie, obviando las más bajas ramas y di en una penumbra mágica. En el tronco, adosado, un discreto cartel advertía de la naturaleza del hermoso árbol, y de su edad. De inmediato llamé a mis acompañantes viajeros, y les propuse cercar el tronco cogidos de las manos. La magia también les alcanzó a ellos y accedieron de inmediato. Una palabra sobre la amistad duradera y el placer de estar allí sellaron el instante. Cuando salimos, recibimos insistentes recados, risueños y amables, para que nos apartáramos. Unos recién casados se hacían las fotografías conmemorativas de la boda, tomando como fondo la noble figura de la haya bajo la cual nosotros habíamos celebrado ceremonia de amistad sin fin. No en vano, son ya más de 35 años los que nos conocemos quienes hasta allí fuimos en este agosto, onceno del nuevo siglo. Me gustó comprobar que los nativos –al igual que nosotros– tomaban a ese árbol como emblema de la perdurabilidad de los sentimientos. Los varones del cortejo, todos con su kilt en cuadros grises, a tono con la chaqueta y demás adminículos de gala varonil escocesa, sonreían ante nuestra reiterada petición de perdón por la intromisión en su campo de perspectiva fotográfica. Las damas, en satén azul y con escote palabra de honor, iban y venían de una foto a otra, celebrando la boda de la amiga. Y todo el parque, césped, árboles, plantas, bancos de madera, gentes paseantes, hasta incluso el carrito de los perritos calientes, discretamente apartado, celebraban la festiva boda, cuyos protagonistas había llegado en un Jaguar y un Rolls Royce, se supone que de alquiler. Se cumplió nuestra hora, y emprendimos el camino de regreso. Los novios seguían con las fotografías de las bodas. Algunos de los testigos posaron con nosotros para inmortalizar aquel encuentro de celebración de la perdurabilidad de los sentimientos, al amparo de la haya mágica del Jardín Botánico de Glasgow.

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61.

GRANADO Y NARANJO EN SAN GINÉS DE LA JARA

Me llevan a visitar el Monasterio de San Ginés de la Jara por dentro, y, además de comprobar que el ser humano es más destrozador que la naturaleza, pues roba, me llevo la sorpresa de… primero, de comprobar que la sencilla belleza franciscana del enclave logra sobrevivir al saqueo inmisericorde de la depredación y la ruina sin límites… segundo, en el atrio –elemental, sencillo, puro– hay dos árboles, enfrentados a la puerta principal del Monasterio, situada al Sur. Es decir, en el lado norte del Claustro. Son un granado y un naranjo. Ambos, descuidados, con alguna rama desmochada, están aún vivos. El granado parece más natural, aunque se ha estilizado mucho, debido a la cercanía de los arcos superiores e inferiores que emparedan el Claustro. Pero el naranjo ha crecido sobremanera en vertical, como su primo, el ciprés del Monasterio de Silos, a quien Gerardo Diego dedicara soneto memorable. Y ello me parece singular: un naranjo crecido en altura y concebido como elemento ornamental. Me pregunto por qué un granado y un naranjo allí, hermanados en un Claustro franciscano del XVI, o acaso poco más tarde. Quién supiera la edad de los árboles… Y pienso, en primer lugar, que no son dos, son tres las hermosuras que contemplo: ellos dos y el Claustro, que los acoge como madre a sus hijos mellizos, gemelos… o lo que sea. Cierto día de un tiempo pasado fueron de poca altura, y algún fraile los regaría con agua del aljibe que se halla bajo el suelo del Claustro. Y ambos crecieron, entre cantos gregorianos y silencios, atardeceres de otoño y amaneceres de verano. Como en un cuento, a la par terrible y piadoso de Valle Inclán, quisiera yo hacer prosa sobre estos dos árboles, que han visto pasar la beatífica figura de los franciscanos primero, y la vándala sombra de los saqueadores iconoclastas después. Pero ellos han seguido dando sus frutos de igual manera. Algunas granadas abiertas y pochas, con esa gloria que da el desarrollo originario, espontáneo de lo natural, dispersan su efímera y bella naturaleza por el suelo, también vejado del Claustro. Una hermosura en definitiva decadencia, como la del Monasterio mismo. En las noches de viento, cuando se mueven las ramas de todos los árboles, aparentemente al azar, yo supongo que se hablarán en susurros, lamentando la incuria del humano, desde hace medio siglo o menos. Incapaces, hemos demostrado ser, de apreciar y guardar hermosura tanta como supo generar, acrecer y lograr definitivo estado de pureza, la sencilla humildad franciscana, que vino a germinar en San Ginés de la Jara. Cuando sea definitivamente mayor, y ya posea yo la sabiduría necesaria, intentaré un soneto para la estampa. Hoy, aún no tengo el 76


poso suficiente para apreciar en su debido nivel, el secreto que la mano franciscana que los plantara nos quiso dejar a nosotros: su propia e indigna posteridad. Amén.

62.

CAMPOS DE AMAPOLAS

Ocurre sólo en mayo, o casi. Las mesetas hispanas, en cuanto que el suelo coge un desnivel, allá que surgen los ababoles. O amapolas. Ababol se dice en gran parte del Este ibérico. Cuando las descubrí de niño, qué gran desconsuelo me entró de ver que los pétalos no consentían en seguir viviendo unidos al tallo, luego de arrancados. O arrancadas, si decimos amapolas. Yo pensaba un ramo de amapolas, como hay ramo de rosas. Pero no. Las amapolas son firmemente solidarias con el suelo en donde nacen. Podemos hacen ramilletes de jaramagos, de dientes de león, de vinagrillos… pero no de amapolas. La tela frágil de sus pétalos vive de fidelidad, más que de agua. No logra el viento arrancarlos de su tallito tierno y derecho, y sí lo consigue el apartamiento de su milímetro cuadrado de tierra donde hunde, levemente, sus raíces. Este año, he visto los ababoles castellanos desde el tren. Un viaje de cuatro horas largas de infinito, en el que apenas hay cambio de paisaje en la mayor parte del tiempo. Las ringleras de los sembrados, verdeando ya a la espera del estío cosechador, y los desmontes, plenos de amapolas, rojas de un rojo especial de ellas. O de ellos. No sé qué género es más acertados para estas flores sin hojas. O apenas sin hojas. Si el masculino del término minoritario o el femenino del vocablo común a toda la españolía hablante. Pongamos que es término bisexual, hermafrodita, como algunos dioses de la paganidad antigua. No me decanto yo por ninguno y acepto a los dos. El rojo que una manada de amapolas otorga al costerón del campo donde aparece, no es continuo. Es disperso, pero con núcleos de intensidad continua. A los que se añaden gotas, más o menos nutridas, de otras amapolas periféricas. La imagen es trasunto mismo de la libertad. No invaden, sino que adornan el pequeño átomo de paisaje en el que aparecen. Y su estructura de colectivo es informe, libre como el azar. Ello no es parte pequeña de su encanto. Enamoran una a una y en juntamiento. Los ababoles son un híbrido raro: tienen el encanto de una flor de invernadero, primorosa, pero poseen toda la silvestralidad de las flores libres del campo abierto, de la intemperie. ¡Ay si descubriéramos el secreto de su inestabilidad fuera de las rampas donde anidan, más que florecen! Un ramo de ababoles no tendría rival. Pero ellas prefieren morir de pena, fuera de sí mismas, y no consienten ornar otros altares que los caballones del campo. Tienen a la libertad como naturaleza. Y no consienten en servir a señores 77


distintos que al viento que deposita sus semillas donde le place y al terruño donde arraigan. Por eso, la contemplación desde la ventanilla del tren, fugaz y gratificante, es el mejor destino que su relación con los humanos, puede tener. Ababoles, amapolas… que viváis libres y hermosas por siempre, es mi deseo más profundo respecto de vuestra existencia. Vale. 63.

AROMAS DE MIEL DEL ALMENDRO

Tengo la casa llena de ramas de almendro en flor, distribuidas por las habitaciones. Exhalan aroma de miel por doquier, y alegran la vista. Algunas hojuelas verdes contrastan con el blanco de las natas florecidas, y hermosean más aún su estampa. Hoy, día postrero del mes que inicia el año, me han llevado unos amigos a las lindes orientales de la mole de Sierra Espuña. Subimos desde los badlands de Albudeite hasta las primeras estribaciones de la orografía central murciana. Los almendros están ahora en flor a estas alturas, unos 300 metros sobre el nivel del mar. Incluso algo pasados de su apogeo. Pero aún retienen el máximo de gloria hermosa que han alcanzado. El día es radiante. Ni una nube. Apenas alguna estela de avión, alta y lejana, ajena al paisaje. Uno de tantos días azules del sureste hispano. Pronto empiezan los márgenes del camino a mostrar ondulaciones de suelo sembrado y almendros, en distinta etapa de floración. Cuando la carretera se comba hacia abajo y aboca en vaguada, cunden mucho más los almendrales cuajados de blancura. Promesa son del duro fruto tan grato al paladar, y alma de tanta repostería. Hablando y haciendo fotos, se acerca tractorista. Se apea de la bestia mecánica con ganas de hablar y nos informa. Las flores rosas son las llamadas ramillete, las otras, acaso las mejores, que dicen marconas, se encuentran en turno de año. El que viene será de vez. Los ritmos de la naturaleza siguen implacables en esta zona. “Poliniza más el viento que las abejas”, sentencia el veterano tractorista. Y los viajeros anotan el dicho, como proveniente de la sabiduría popular y agradecen la lección gratuita del entendido lugareño, que se dice buen hacedor de migas. Un poco más arriba, los olivos –oliveras que dicen muchos en Murcia– le disputan la supremacía a los almendros, con su verde serio. Y las flores de nata devienen rosadas, encendiendo el paisaje con un algo más de pasión cromática. No viene mal el cambio, luego de la pureza albísima de las colinas que inician la subida por levante a Espuña. Mas, de inmediato, son los pinos quienes cierran el paisaje por el cielo. Aunque aún disputan olivos y almendros por ganarse la visual de horizontalidad. Tomamos camino de tierra y arribamos a la 78


casa de Juan, felizmente ubicada en guarecida cañada. Un minuto de sosiego, y continuamos hasta Pliego, ya al norte de la Sierra. La Iglesia de Santiago nos saluda con su lagarto rojo sobre la Puerta lateral de la Epístola. En la plaza, unas cervezas con buen condumio de sangre cuajada, jamón, queso, calamares en tomate y jamón cocido en aceite refrigera a los viajeros. Camino de Mula, con el Castillo de los Fajardo dominando llano y población, los viajeros paran junto al último almendro. Bajan, cortan ramas floridas y bajan ya hasta el valle del Segura. Es mediodía. Periplo cumplido. 64.

RAMO DE MIMOSAS

¡Qué encanto tienen las mimosas! Esos racimillos de breves bolitas color limón furioso, ornados por espigas de puntiagudas hojas en fosco verde … son un encanto. En Italia los toman como referencia del feminismo más serio, extendido y mejor considerado. Un manojo de mimosas… cuánto hace por hermosear el salón de la casa donde fue bien dispuesto. Ayer, acudimos al Barrio de Santa Eulalia, en Murcia. En dicha parroquia custodian la imagen de la Virgen de la Candelaria. La advocación celebra la purificación, según la ley judaica, de “la vuelta a la pureza” de María, luego del parto. Es decir, María vuelve a ser mujer entre las mujeres, como antes de la Anunciación y el Alumbramiento. Poco importa ahora el machismo ancestral subyacente en la causa de la celebración. Importa que las mujeres reciben entre las suyas a María. Y eso es hermoso. El manojillo de mimosas ha asumido la función de festejar esa normalidad femenina de ser mujer entre las mujeres. En la encantadora procesión, dos filas de féminas acompañaban a la imagen. Además de las mimosas, portaban dos velas. La imagen de la Candelaria cargaba también el Niño. Era el total de la ofrenda que las mujeres de Jerusalén debían entregar en el Templo para obtener la purificación de manera oficial. San José venía detrás, con las palomas. En tanto que varón, portaba la colombina ofrenda. Por delante de ambos, San Blas, coincidente en la celebración. Santo Obispo, que cuida las afecciones de garganta en la chavalería. Tienen las eflorescencias de mimosa una calidad de encanto absolutamente especial. Lo femenino eterno y básico se refleja como por misterio en cada una de ellas. La redondez de su forma, en lo chico y en lo grande, acaso tenga que ver en esa conformación de significado. Y el color, con ese limón de lindes vaporosos, que seduce a la pupila con su mensaje de perfiles difusos alusivos al misterio… también. Por eso, quiere esta prosa loar a la hermosura impar de los manojillos de mimosa. Su presencia en las manos femeninas, junto con la vela, me pareció una reivindicación de la presencia de las mujeres, como tales. Con todos sus derechos y acceso al respeto y 79


agradecimiento de todos. Y no es que quiera hacer de la fiesta religiosa, trasunto de alegato feminista. No. Las mimosas son como un conjuro a la invisibilidad de las mujeres. Una seña de identidad específica ante la marginación cotidiana, incluso inadvertida, por el machismo residual que tanto pesa. Y ello, aun en este primer mundo, o primero y medio, en el que vivimos. Saludos. 65.

LAUS HORTENSIAE

No hay adjetivo adecuado para expresar qué cosa sean las hortensias en su tiempo propicio. Bellas, hermosas, bonitas, resplandecientes, agradables, deliciosas de ver… Las hortensias son las hortensias, se entiende que florecidas, y ya está. Pero es una pena que tengamos que convivir con esta carencia del idioma. Su color, pausadamente desvaído, desde cualquier tonalidad hacia el blanco, o hacia el mismo tono, pero intensificado… como en un desmayo o supervigilia cromáticos, que les hace parecer como sostenidas en el aire bajo de su humildad de jardín doméstico... Las hortensias son flores del paraíso, que escaparon con Adán y Eva de la expulsión, y, aunque perdieron su idealidad de flores celestiales, conservaron el posible máximo de hermosura capaz de ser advertido y gustado por el ser humano. Son amigas de la sombra, cuando el sol abruma. Y le hacen a la sombra el favor supremo de sugerir frescura, con su amplitud de campo, con su esfericidad amable y multicolor. Falso macizo de aire, cubierto por la redondez de su floresta, resuelta en multitud de florecillas que son una y son mil a la vez. ¡Oh área del huerto invadida por la hortensia, pacífica mesnada de belleza en alarde festivo de un arco iris extenso, con su curva desvanecida en abrileñas convexidades gratas! No se piensa la hortensia, se admira... y se deja perder a la consciencia en un extravío de los sentidos, que, a la vez, posible es de apreciar por ese terreno común entre lo sensorial y la mente. Las hortensias son de este mundo, pero son envidiadas por aquel otro ideal que dijera el Filósofo. Feliz sea quien hortensias tiene, y convivir puede con su muda y queda explosión floral, que no estruenda, ni arde en agresivas flamas; sino que invade los sentidos con su feliz conjunción de formas, de sombras, de colores y de luz que vibra en sus contornos y en sus internos, sedosos espacios de plenitud inigualable de amor. 66.

CEREZAS JUMILLANAS

Me voy de nuevo al Campo de Jumilla, a ver los cerezos bien granados del sabroso y redondo frutillo, tan feliz en sus caídos racimos, camuflados por las hojas. Del tamaño del brazo en alto de un 80


humano, los cerezos se disponen alienados en el poniente jumillano, como una hueste bien disciplinada, dispuesta a ganar la batalla a la anemia económica. Alzo la mano y arranco, con su correspondiente rabo, una cereza tras otra, y endulzo, con ese mínimo sabor ácido característico, mi paladar ya dispuesto al verano y sus nuevos sabores de fruta bien cultivada. Los cerezos jumillanos, que ya no son únicos en la Región, constituyen un milagro de la tecnologia agrícola, de la que Murcia es puntera. Avanzar entre las ramas divergentes de las filas de cerezos es como pasar solemnemente entre las espadas levantadas de unos húsares que te rinden honores como a Zar que les pasase revista. El cielo azul campea en lo alto de la tarde de junio, y los rojos, los granates, e incluso los pálidos y cerúleos frutos aún sin madurar, atraen a las niñas de tus ojos, como vía para llegar a tu paladar y estallar allí como una bomba de gusto insomne que sabe perdurar después de engullido. Una posterior explicación de la tecnología del manipulado completa una visita inolvidable a esta alianza de la naturaleza con el conocimiento humano, que hace creer que, efectivamente, avanzamos. 67.

LA MORERA DE FERMOSILLO

En la aldea de Fermosillo, en Fermoselle, doble residuo latino su etimología no castellana con la “f” inicial mantenida, hay una hermosa morera, frondosa y potente, que ha llamado la atención desde hace tiempo. En 1831, Fernando VII reinante, le pusieron el cerco y pretil que ahora luce, con la fecha incluida. Yo la he visto en agosto, cuando los frutillos, rojos los que aún cuelgan de sus ramas, morados los que condecoran el suelo del alcorque y de sus alrededores, están aún en todo su esplendor. Se halla a un costado de la iglesia del pueblo. Y domina todo ese espacio abierto, en la vecindad del río Duero, que pasa cercano, hundido en los abismos de los Arribes. Su copa es perfecta, acaso no es doblemente esférica al completo, pero sus exactas curvaturas denuncian unas formas a las que la naturaleza ha bendecido con el arquetipo de geometría ideal. Por todo ello, emana hermosura, no tanto belleza – porque no la necesita– y llama la atención del viajero perdido, que acudiera, ignorante, cabe su pie en busca de esas fotos pintorescas que anunciara el cartel de carretera. Contemplar un árbol hermoso da satisfacción ciertamente. Cuando no lo esperas, la ocasión se reviste de descubrimiento. Y se refuerza tal circunstancia cuando adviertes que ya casi doscientos años atrás, se descubrió esa grandeza vegetal que es un árbol singularizado. No lo he visto en la Red, catalogado como pieza de valía en la web correspondiente a la provincia de Zamora. A ver si alguien lo percibe, y subsana ese error. 81


Soy de tierra de moreras, las que constituían el alimento de los gusanos de la seda, industria que gozó privilegio por mucho tiempo. Cervantes y Floridablanca se apercibieron de ello, y el uno la mencionó en el Quijote, y el otro le dio patente para industrializar lo que hasta entonces se hacía de manera artesanal. Pero son otras moreras. Luego, cuando la industria se hizo más sofisticada, huyó la seda de la vega murciana, y los árboles –las moreras cristianas (hojas en forma de Cruz de Santiago) y las moreras moras (las otras)– se tomaron, ya de manera ‘plena’, como materia prima para muebles. El gozo de esta morera no es económico, Es estético, y humano. Es una demostración de que existe lo bueno y que lo bueno emana vibraciones benéficas y naturales. Acaso, degustar una de sus moras diera el sentimiento de gustar la hermosura, cualquier hermosura, al alma que lo ingiriera. ¿Quién sabe? 68.

DOS CIPRESES CARAVAQUEÑOS

Se han salvado, por ahora (2007), dos cipreses en el casco histórico, y qué casco histórico, de Caravaca. Y toda la ciudadanía regional, nacional y universal debemos alegrarnos por ello. Mi amigo Ricardo Montes dice que son del tiempo de San Juan de la Cruz, y ello me emociona. Y a quién no. Pero dos cipreses no son dos cipreses solamente. Son dos cipreses con su entorno vegetal, que es parte de los cipreses. No son seres minerales. Ni siquiera pueden desgajarse de las paredes del venerable inmueble. Son carne viva de la Historia. Yo felicito a la ciudadanía caravaqueña que se ha movilizado porque se detenga la pica inclemente, salvaje y arboricida del falso progreso. El Huerto de los Cipreses era una factoría de paz, una cascada de espiritualidad y un viento de cultura él mismo. Un huerto es algo especial, dijo Ramón Gaya. Un huerto no son las huertas. Y quien quiera saber que lea al maestro. Escuchar los pajarillos entre los cipreses, arrayanes y caléndulas del florido patio de las monjas era arriesgarse a que a uno le sucediera lo que a aquel monje que, en escuchándolos, dejó pasar tres o cuatro siglos, creyendo que apenas eran un instante. Leyenda europea es esta del monje y los pajarillos. Tener un escenario válido para ese avatar es maravilla o privilegio. El Ayuntamiento, la cosa pública, debería saberlo, y ampararlo con las leyes y las protecciones más eficaces. Y ésa debe ser la lección: los dos cipreses son como dos versos murcianos del santo abulense, que nos dejara de regalo en esta tierra. Son doblemente sagrados, por poesía y por germinar desde semilla, justo cuando, peregrino de la española tierra, rendía viaje en nuestra Caravaca de la Cruz. Amar a los árboles es amar al ser humano, y es amar a Dios. 82


69.

EL OMBÚ

Hacia ahora casi treinta años (2016), el Ayuntamiento plantó este árbol en esta plaza murciana de San Bartolomé. O mejor, trasplantó. Ya vino crecidito, no semilla. El ombú es árbol argentino, de la Pampa, más exactamente. Si crece sin agua, con poca agua, se quieres decir, es raquítico y escuálido. Pero si tiene agua abundante en el subsuelo del que se nutre, desarrolla un tronco de obesidad mórbida, y arroja una sombra enorme, buena para la Pampa. Éste es el caso del ombú murciano. Se puede observar tan sólo con ir por allí. El pretil del alcorque inicial fue generosamente desbordado por el crecimiento de las raíces, desde el manto freático murciano, un fértil manto de agua que ha hecho que algunos llamen a Murcia la Venecia de Barro, pues sobre barro se asienta esta ciudad. El ombú ha tenido una impar suerte literaria. Lo utilizó Alejandro Casona, el mejor dramaturgo español hasta la llegada de García Lorca, en su obra “La Casa de los Siete Balcones”, ambientada en su Asturias natal. El autor fue Inspector de Enseñanza Primaria en esta Región Y el poeta argentino Gustavo García Saraví, le dedicó este inolvidable soneto, que hace referencia al ombú de tierras secas: La soledad me trepa por el tallo y mi raíz es soledad quemante. Estoy solo hacia atrás y hacia adelante y así crezco en penurias y batallo. Me enfrento solo contra el sol y el rayo, contra la pampa bárbara, abrazante. Soy humo inmóvil, verde, desafiante, cien ramas para arriba y un caballo. Que nadie venga a acompañarme y ponga su otra soledad junto a la mía. Yo soy como una tierra que prolonga misterios vegetales, y me inmolo en gorriones de pan y lejanía. Dejadme solo, en paz. Dejadme solo. Saludemos a este argentino entrañable de tronco y fronda, que demuestra hasta qué punto se puede enraizar en esta ciudad viniendo del otro lado del Charco. 83


70.

LOS ALMENDROS QUE VIENEN

Antañazo, yo viajaba años y años al Campo de Cartagena por motivos diversos. Primero, a Los Alcázares y San Javier, por castrenses deberes: Caballero Aspirante, Sargento de Complemento, Alférez de Complemento, y el ultimico día de mili, Teniente, siempre de Complemento. Luego, oposité a Instituto, y me fui a dar lección de Lengua Española y Literatura a La Unión. Aunque, enseguida cambiaron lo de española por castellana. Golazo que nos metió el separatismo. Un par de años. Luego fueron siete en Torre Pacheco. Hagan la cuenta, y salen casi diez. No está mal. Aprendí eso: que los almendros, desde el Algar a la costa, florecen antes que ningunos otros. Bueno, pues muchos años de ésos, vi almendros florecidos por El Algar, alboreando Navidad. Cuando volvía luego de las Pascuas, ya eran un clamor de nata las frondas por casi todo el territorio. Yo doy por seguro que hay ya, cuando esto escribo –antes de Reyes– algún almendro con los botones de albura en sus raquíticas ramas, entre Roche y Alumbres, que a los almendros les gusta la cercanía de los montes pelados, de tomillo y esparto, con algún que otro pino u olivo de compañía. Lo que es seguro es que, para finales de este mes de enero, el almendro, tan hernandiano, empezará a pregonar la primavera por una geografía más extensa. Pero aún sentiremos el frío. Luego, empezará a echar hojas, y los frágiles pétalos de las flores de armiño condensado se irán quedando sin hermosura, para empezar a gestar el fruto. ¿Es el almendro una fruta? Es un fruto seco, como las nueces y las castañas. No compite con los melocotones, ni las naranjas. Hay almendros asilvestrados, que dejan caer al suelo su milagro, con exterior de verde y burda seda, abierto, para dejar salir a la almendra, a la que aún recubre el duro caparazón que oculta el secreto último, delicia del diente. Me dan pena estos almendros no recolectados. Su estampa se nutre de la dejadez y el descuido. Es una riqueza no aprovechada. Y un ciclo de hermosura, abocada, al cabo, al inane mundo de lo inútil. Debería haber un campeonato español de a ver qué tierra daba el primer almendro en flor. Como en Asturias se celebra el Campanu, el primer salmón pescado cuando se abre la veda. Competiría todo el sur de la península. Y esta Región, y la zona que digo, ganaría no pocas veces. Y alguna fábrica de turrón pujaría por la cosecha de ese almendro tempranero. Y todo sería mejor. Pero, no. Murcia, su región y eso, se caracteriza por la cansera pa to. Ya está.

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EPÍLOGO

La presente compilación, en prosa y verso, responde a una antigua querencia de escribires míos por el componente vegetal del entorno, del paisaje. Aun a sabiendas de que habré de escribir a más árboles, a más flores y a más elementos hermanos de éstos, doy ahora en juntarlos a todos y hacer libro. Un libro de humilde tirada para amigos. Nada más, y así está bien. Sin vanidad algunas y sin falsa humildad, diré que es un buen libro. Nada más, y ya está. Gracias a quien lo tenga abierto entre sus manos, y alcance a leer algún renglón, algún verso entero quizá. Y, luego, lo cierre, y lo vuelva a su estantería o a una mesa de camilla, que es como sala de espera para el anaquel donde encuentre hueco

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