ESPERANZA PARA ESPERANZA.Un relato sobre acompañamiento a mujeres sobrevivientes de violencia sexual

ESPERANZA PARA ESPERANZA

Un relato sobre acompañamiento a mujeres sobrevivientes de violencia sexual Por: Amazona Maravillas

Ilustración: Tycsports.com

Acabo de colgar el teléfono. Pasé más de dos horas acompañando a una joven sobreviviente de violencia sexual. Apenas acaba de llegar a la mayoría de edad y lleva cuatro años siendo violada, amenazada de muerte, perseguida y violentada por distintos hombres, jóvenes también. Ahora mismo está en un lugar seguro, pero debe permanecer oculta, mientras sus agresores caminan libres a la luz del sol. Es obvio que no voy a decir nuestros nombres reales ni voy a especificar en qué área de Guatemala vivimos. Le pedí permiso para que las dos hagamos catarsis sanadora contando algo de su historia.

Nos hemos prometido transmutar cada uno de los segundos de nuestras vidas que han sido absorbidos por el comportamiento vampírico de la oscuridad de los maltratadores y vamos a convertirlos en algo hermoso, en algo lindo. En esta ocasión, en un escrito que vamos a compartir con ustedes, porque creemos que sirve para que se pueda dimensionar de mejor manera la complejidad de las situaciones que atravesamos las sobrevivientes de violencia sexual y porque queremos que, si alguna otra sobreviviente nos lee, encuentre aquí reflexiones, apoyo y esperanza en su tránsito hacia la sanación, de la mano de otras mujeres sobrevivientes. Por eso, vamos a llamar Esperanza a la principal protagonista de esta historia, ¿está bien?

Esperanza es una joven de gran belleza, con un corazón lleno de ternura y una vida difícil, en la medida en que está marcada por la ausencia de una madre que migró a los Estados Unidos cuando ella era bien pequeñita. Eso, en el contexto de injusticia patriarcal colonial en el que vivimos, significa que, como sólo las personas de determinados ingresos y acceso a cierta documentación pueden viajar libremente por el mundo, la mamá no pudo viajar con sus hijas. Y ellas han crecido con el amor de la familia del padre, pero sin su madre presente.

Apenas con 14 años fue violada por primera vez. De ahí, en adelante, amigos y desconocidos han abusado de su cuerpo y de su ser. Ella ha tenido que guardar todos los secretos durante años, en el silencio hermético que produce la amenaza de muerte.

Su cuerpo violado fue fotografiado y expuesto en redes sociales en una ocasión. Aún hoy siente la vergüenza que le produjo llegar a la escuela y darse cuenta de que muchos comentaban sobre las fotografías que le habían tomado durante la violación y que ahora andaban circulando por internet. En otra oportunidad, fue un “amigo”, quien la forzó. Después, unos delincuentes que la querían condenar a formar parte de una red de trata de mujeres obligadas a prostituirse… la lista de vejaciones, abusos y violencia sistemática es demasiado larga como para enumerarla acá. Y eso, ni me corresponde a mí (espero que ella se atreva a narrarlo en primera persona un día), ni es el propósito central de este artículo.

Dado que yo misma soy sobreviviente de violencia sexual y que hace un par de años cursé el Diplomado de Formación para Acompañantes de Sobrevivientes de Violencia Sexual en el Centro de Sanación Q’anil, sentí la necesidad de escribir sobre mi experiencia como acompañante en este caso, teniendo en cuenta que se produjo en el medio del confinamiento social por la pandemia. En un contexto así, la comunicación telefónica se convierte en algo crucial. No en vano, los agresores actuaron contra Esperanza cinco minutos después de que ella lograrse comunicarse conmigo y la sustrajeron el teléfono durante todo el tiempo que estuvo secuestrada. Pero la llamada, ya estaba hecha, el pedido de ayuda y el acuerdo sobre el código de auxilio también. Esta experiencia me corroboró algo que ya sabía y que es la importancia de que las mujeres contemos con acceso a un teléfono siempre, pero más aún en un contexto de riesgo de agresión.

Desde esos días hasta ahora, hemos pasado horas y horas, días y días en comunicación telefónica. No nos hemos visto nunca. No nos conocemos, pero estamos unidas por un lazo solidario profundo que ha bastado para empezar a caminar juntas por el camino de la sanación. Recuerdo cómo a mí también me sirvió el teléfono para empezar a tejer una red de apoyo alrededor de mí cuando estaba siendo maltratada. Por todo ello, a cualquier mujer que pueda estar sufriendo violencias machistas, les animo a tomar el teléfono y hablar de lo que les está sucediendo con una mujer de su confianza, con alguien que ustedes sientan que les va a escuchar y a apoyar de alguna manera.

Muchas de nosotras confiamos más en el apoyo que podemos recibir de otras mujeres que en el estado. Para Esperanza, su tránsito por el ministerio público durante el proceso de la denuncia fue bastante nefasto. De esta institución, se esperaría que cuente con psicólogas cualificadas y especializadas en la atención a víctimas de violencia sexual que están viviendo la fase crítica de la emergencia. Sin embargo, la psicóloga que atendió a Esperanza sólo le hizo un montón de preguntas, todas conducentes a la catalogación de la sobreviviente en algún rango de patología. Desde ahí, Esperanza no siente estar siendo acompañada respecto a las heridas de maltrato y violencia prolongado y más bien lo único que recibe es una etiqueta de patología mental que la estigmatiza aún más. La diagnostican en un par de horas, si mucho. Nada de un proceso de acompañamiento psico-emocional enfocado a la superación del trauma, sino que la tratan como un problema confuso del que una se deshace asignando una etiqueta.

Escucho a Esperanza y me recuerdo de la experiencia que viví cuando un militar trató de asesinarme (creo que su intención primaria era violarme). Como me encontraba en una comunidad pequeña y yo logré escaparme y denunciar en el destacamento militar, al cabo de un par de horas, el militar responsable del destacamento me mandó a llamar para una ronda de reconocimiento del responsable. No hubo cristal ni mampara protectora.

A la luz del día, frente a frente, yo me tuve que armar del valor de reconocer a mi agresor, que intentaba camuflarse entre otros más altos. Nadie pensó en mi miedo ni en mi protección en ese entonces. Y aunque el homicida en grado tentativo fue apresado, toda mi vida me quedé pensando en cómo fue posible que me expusieran de esa manera.

Recuerdo otros relatos de amigas y compañeras que recibieron también pésimo acompañamiento por parte de la institucionalidad del estado. Vienen a mi mente casos como el de Juana Rivas, en España, o el de todas las “Olgas” y las “Marías” a las que la primera pregunta que les hacen al tomarle la declaración es: ¿cómo estaba vestida? ¿había tomado alcohol? ¿hizo alguna insinuación o provocación? ¿por qué estaba sola en la calle?

La vulneración y el cuestionamiento de las víctimas son formas de re-victimización que hacen que las mujeres cis- género (aún más las mujeres trans) pasen por verdaderos infiernos durante el proceso de la denuncia. La violencia del sistema hacia las mujeres sobrevivientes puede llegar a alcanzar un nivel tal, que la víctima decide retirar los cargos o cambia su versión porque no se siente en absoluto ni acompañada, ni comprendida, ni muchísimo menos, protegida, a salvo y segura. Eso es lo que le sucedió a Esperanza.

Cada vez que la escucho, yo tengo muy presentes todas las recomendaciones, guías y orientaciones que recibí cuando me formé como Acompañante de Sobrevivientes de Violencia Sexual en el Centro de Sanación Q’anil. Sabía que el acompañamiento durante la fase de la denuncia era uno de los momentos más delicados, pero quería tener confianza en que las personas psicólogas del ministerio público tendrían más conocimiento y capacidad para llevar el proceso de Esperanza. Por eso, cuando escucho a Esperanza y pongo su historia en relación con muchas otras que conozco, no puedo evitar llegar a la conclusión de que existe una inmensa tarea por realizar en Guatemala, con respecto a la formación de personal especializado en el acompañamiento a sobrevivientes de violencias machistas. Y creo, como muchas otras mujeres, que quienes están en mejores condiciones de realizar esta formación son las mujeres feministas sobrevivientes de violencia sexual que, a su vez, han recibido formación para ello. Nadie puede acompañar mejor a una sobreviviente, que otra sobreviviente o una psicóloga feminista especializada.

Sé que existe una larga apuesta de muchas mujeres feministas por permanecer afuera de la institucionalidad del estado, precisamente porque esa armazón es de creación patriarcal.

Y tienen toda la razón. Yo misma, en esta etapa de mi vida, prefiero estar por fuera aparte de la institucionalidad del estado. Sin embargo, cuando escucho a Esperanza, me doy cuenta de que, más allá de mis preferencias políticas y mientras exista el estado, ella –y cualquiera de nosotras en su situación- debería tener acceso a un sistema de justicia que priorizara su protección, su seguridad y, sobre todo, su acompañamiento psico-emocional

enfocado hacia la sanación. En esta tarea, tanto las sobrevivientes como las psicólogas de amplia raíz en el feminismo tienen mucho que aportar para ayudar a la institucionalidad del estado a dotarse de todo lo necesario para lograr un acompañamiento real y efectivo.

Hace años que yo empecé a aprender artes marciales porque, después de que ese militar intentó asesinarme, me quedó muy claro que tenía que aprender a defenderme.

Desde entonces, he cultivado en mí la creencia en que las mujeres debemos generar auto-suficiencia y capacidad de auto-defensa en nosotras mismas. Para mí, era una incoherencia muy grande pedir a un hombre que me ayudara a salvarme o protegerme de otro hombre. Por eso, cuando viví una relación de abuso y el maltratador llegó a la violencia física contra mi persona y tuve que decidir pedir una orden de alejamiento, una parte de mí se resistía a que otros hombres en condiciones de “superioridad” me defendieran. Sin embargo, me quedó muy claro que todas las veces en que supliqué a mi agresor que se fuera y que me dejara tranquila, nunca surtieron efecto porque era yo, una mujer, quien lo solicitaba. Fue necesario que el agresor viera frente a sus ojos a los agentes de policía armados con pistolas para, entonces sí, atender a razones y salir de mi vida. Ese momento de epifanía en mi vida me dejó meridianamente claro que el patriarcado funciona hasta ese nivel. Y que, si yo quería ser respetada como mujer, era mejor redoblar mi capacidad de auto-defensa personal, claro, pero es muy probable que, para algunos maltratadores, la única opción en el mundo patriarcal actual en el que vivimos, sea su aprehensión y encarcelamiento por parte de las fuerzas policiales.

Hace poco leía una publicación de una amiga en redes sociales, que se preguntaba acerca de si tenía sentido que el empoderamiento de nosotras, las mujeres, pase por aprender “a dar patadas”, decía ella. Lamentablemente, a mí no me cabe ninguna duda de que esto así es, al menos en buena parte. Yo practico Tai Chi Chuan, artes marciales internas, desde hace 17 años. Con esta práctica, aprendí a caminar segura por la calle, a no tener miedo cuando estoy frente a machos agresores, a sentir confianza en mí misma, a cultivar el cuidado de mi cuerpo y de mi ser. Además, me ayudó inmensamente a superar los episodios de disociación del cuerpo y los impulsos de auto-destrucción. Hoy tengo una conexión muy profunda con todo mi cuerpo y con todo mi ser. Vivo una plenitud diaria gracias a la práctica de Tai Chi Chuan y recomiendo este camino a todas las sobrevivientes de violencia sexual.

Por otro lado, en el Diplomado de Formación para Acompañantes de Sobrevivientes de Violencia Sexual, muy pronto me di cuenta de que todo lo que aprendía era para saber acompañarme a mí misma por el resto de la vida, pues las heridas del trauma se quedan ahí y lo único que toca es aprender a gestionar las consecuencias del trauma a lo largo de toda la vida. Por eso, no puedo evitar fulminar con la mirada, y con la palabra, a cualquier persona que trata de minimizar, ridiculizar o menospreciar el alcance de las violencias machistas en

nuestras vidas (apenas hace un par de meses fue la última vez que me crucé con hombres muy sabios y que estaban haciendo bromas denigrantes sobre violencias machistas...)

Con el caso de Esperanza estoy viviendo en primera persona algo que yo intuí cuando cursaba el Diplomado. Y es el hecho de que todas las herramientas que aprendemos sirven enormemente para poder acompañar a otras mujeres, independientemente de si nos dedicamos a ello de manera profesional o no. De hecho, me cuesta entender que no existan muchos más estudios y especialidades al alcance de todas nosotras en las Universidades y en otras instituciones públicas. Es tiempo de despertar y dedicar más recursos desde las instituciones a la atención de las víctimas sobrevivientes.

También es tiempo de construir autonomía feminista apoyándonos más unas a otras en situaciones de emergencia y, en general, siempre que una de nosotras está lidiando con violencias machistas de cualquier tipo. Esperanza y tú y yo lo merecemos. Juntas, vamos a vivir un viaje catártico día con día, con el que vamos a dejar un mensaje muy claramente grabado en el cosmos: ESTA BATALLA LA VAMOS A GANAR NOSOTRAS.

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