El EScalon 33 - Luis Zueco

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33 La leyenda de las siete doncellas Durante todo el viaje de vuelta a Huesca, Silvia no pudo quitarse las últimas palabras de Antonio Palacín de la cabeza. Empezaba a entender la complejidad del asunto que tenían entre manos y por qué alguien tan poderoso como Alfred Llul quería que se olvidaran de él. Reflexionó sobre lo corta que es la vida. Sin darse cuenta ya tenía más de treinta años y no le gustaba nada de lo que la rodeaba habitualmente: ni su trabajo, ni sus parejas, ni su casa. Nada. Quizás estos días junto a Álex habían sido los más emocionantes en mucho tiempo, pero aquello no era suficiente. Pasaba deprisa y había que disfrutarla. No quería vivir atemorizada como los hombres que habían levantado aquellas iglesias románicas, que seguramente trabajaban de sol a sol y que en sus únicos momentos de descanso tenían que acudir a las iglesias, viviendo aterrorizados por los sermones de los sacerdotes y por aquellas temibles criaturas que les vigilaban desde lo alto de los templos. Después de devolver la llave en Agüero, Antonio condujo de nuevo rápido y en media hora estaban otra vez de vuelta en su casa, sentados en el salón. Les preparó una cena, a pesar de que intentaron disuadirle, pero era increíblemente persistente. Mientras cocinaba, Álex le ayudaba y aprovechaban para discutir sobre castillos, iglesias y todo tipo de piedras. Eran cerca de las diez de la noche y Silvia estaba sola en el salón cuando sonó su móvil, era un número desconocido. —¿Quién es? –dijo con toda la firmeza que pudo. Su interlocutor le saludó y habló durante unos segundos. —¿Cómo tiene este número? ¿Cómo? ¿A quién? Mire… –Silvia no terminó sus palabras. —¿Cómo sabe que estamos en Huesca? –el interlocutor respondió–. No le creo. En ese momento aparecieron Álex y Antonio con una fuente de ensalada y varios platos con queso, jamón y lomo. Silvia se levantó y se fue al baño. —Es guapa. —Sí que lo es –dijo Álex–, pero eso da igual. —¿No te gusta? –insistió Antonio. —No te lo pienso decir. Métete en tus asuntos. —Me preocupo por ti –Antonio disfrutaba haciéndole sufrir–. Pero si se nota a una legua que… —¿Qué? —Nada, nada… Hay que ver cómo eres. —Cambiemos de tema –Álex se puso serio–. Quiero contarte por qué estamos realmente aquí.


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