Francisco Rivas - 1212 Las Navas

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implacable con sus propias debilidades, misericordioso con las de los demás, amante fervoroso de Dios. Cuando no estaba orando ni combatiendo, Alfonso procuraba encontrar un lugar y tiempo de introspección para examinarse a sí mismo. Hacía examen de conciencia y analizaba si había cumplido diligentemente sus tareas ascéticas o si se había dejado llevar por la pereza o la gula; se preguntaba si, entrenando a los jóvenes, había trabajado con todo esmero y dedicación, y si había sido demasiado severo con sus fallos o, por el contrario, había procurado enseñarles bien; investigaba si había albergado malos pensamientos respecto de alguien, incluso del enemigo, y si había orado con suficiente fe y entrega. En caso de que hubiera fallado en algo, o no hubiera hecho algo con suficiente voluntad, se mortificaba realizando los ejercicios físicos oportunos, hasta que la resistencia de su cuerpo se quebraba. Cuando esto sucedía, descansaba y reflexionaba sobre sus enemigos, sobre el ejército que Al-Nasir estaba reuniendo al sur. Pero no lo hacía desde un punto de vista exclusivamente militar, intentando adivinar cuántas y de qué tipo serían sus tropas y cómo derrotarlas, sino intentando penetrar en su mente, descubrir cómo veían ellos al mundo y a Dios. Era un ejercicio que podía ser peligroso para alguien con escasa fe, pero no era el caso de Alfonso. Él no temía incurrir en herejía ni en apostasía, y hasta se sentía en la obligación de conocer cómo eran sus adversarios. Desde luego, ser fraile no le hacía sentir ningún escrúpulo a la hora de aventurarse en los dogmas de otras religiones. Todo lo contrario. Como miembro de la Iglesia, debía conocer a los demás. La Iglesia no negaba la reflexión sobre herejes o infieles. Al revés. Si quería derrotarlos, tenía que conocer las razones por las que debían ser derrotados y, después, cómo triunfar sobre ellos. Y sin duda valía la pena luchar por esas diferencias. Alfonso era un guerrero religioso, un eterno cruzado. Otros podían luchar por poder, por territorios o simplemente por orgullo, pero él y sus hermanos en la orden luchaban por la fe. Por el convencimiento íntimo e inquebrantable de que una fe podía salvar a la humanidad, y otra condenarla. Había hablado varias veces sobre esto con el prior, y desde que estaba en Toledo rememoraba constantemente unas palabras que le habían producido honda impresión. —En el Concilio de Nicea —había dicho el prior— los católicos habían empleado el término homousia, y los arrianos, homouisia. Es una simple diferencia en una sola letra, pero eso lo cambiaba todo. En efecto, ¿hay alguna diferencia entre decir «de la misma sustancia» o «de sustancia similar»? ¡Toda! Si Cristo es de la misma naturaleza que Dios, se afirma la Encarnación, pero si es de naturaleza semejante, se niega por completo. Y toda la historia de la humanidad cambia por


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