Francisco Rivas - 1212 Las Navas

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Todo quedaba atrás. Todo cuanto él era, toda su vida, todo su ser. Mutarraf se sentía más desubicado cada día que pasaba. Al tiempo que mediaba la primavera, las tropas de Sevilla aumentaban su número, dispuestas para la batalla. Los preparativos se intensificaban tras el letargo invernal: víveres, armas, tropas... todo llegaba en grandes cantidades a la perla del Guadalquivir, y se notaba un cambio en el ambiente que el aroma del azahar no conseguía enmascarar. Era como si una bestia despertara de su letargo y, aunque aún adormecida, comenzara a rugir. Mutarraf no había conocido a esa bestia, ni tan siquiera había podido intuir su existencia cuando estaba en Granada, imaginándose lo que sería la guerra mientras la luna escalaba las montañas. Vivir tan al sur no le hacía ajeno a los combates, por supuesto. Los cristianos habían llegado al Mediterráneo, pero eran meros fonsados, incursiones breves realizadas fundamentalmente para quemar cultivos, robar ganado y causar desorden en general. Raramente buscaban la conquista. Y nunca había sentido el poeta, en su tranquilo retiro de Granada, la violencia que iba a desatarse en la campaña. Las sensaciones, además, eran discordantes. Mutarraf había imaginado que un ejército en campaña sería pura armonía. Brutal, quizá despiadado, pero armónico al fin y al cabo, miles de hombres marchando en una única dirección hacia un único objetivo, amparados por la misma fe. Pero aquello no era lo que se veía en Sevilla. No era un simple descontento creado por la carencia de armas y armaduras, pues el equipo de muchos soldados era muy deficiente, o por una mala gestión de los víveres, sino algo más enraizado, más peligroso. El poeta sabía que los gobernadores de Ceuta y Fez seguían arrestados, lo que creaba un profundo malestar contra Al-Nasir. Como los dos gobernadores llevaban casi un año detenidos, la situación era especialmente tensa, y actuaba como causa subyacente en cualquier otro mal que se produjera. Mutarraf supuso que, en realidad, la razón de su inquietud no era estar rodeado de guerreros, sino de guerreros descontentos. Había conocido a muchos soldados que no eran malas personas ni ariscos en el trato, pero cuando un hombre hecho para la violencia se enfadaba, resultaba algo con lo que el poeta difícilmente podía congeniar. Con todo, él estaba entre ellos, vivía dentro de ese grupo, lo que le atormentaba porque no sabía si realmente había tomado la decisión correcta. Él no tenía nada que ver con un guerrero, no era un guerrero. Había hablado muchas veces de esta inquietud con un amigo suyo, Abu Muhammad al-Hamdani, muftí granadino, que también había acudido a la batalla. Era un hombre de gran capacidad intelectual y serenidad. Estudiaba la Fiqh, ciencia jurídica, desde los postulados de la escuela Malikí, fundada por el gran


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