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DE LA GLOBALIZACIÓN

Roma - Una vista de la Gallería Borghese.

de Alejandría a Soros de Budapest, con algoritmos al arsénico, de ser necesario. Con tal de terminar lo antes posible con acero, metalmecánica, química pesada; y avanzar con aeroespacio, biotecnologías e informática: menos contaminación y más ganancias. Todo cierto, pero había algo más. Cambiaba la escala de los capitales necesarios para competir en los mercados y la relación entre nuevas inversiones y nuevos puestos de trabajo. Para crear un puesto de trabajo en la industria high-tech era necesario un capital de 5 hasta 30 veces mayor que antes. Las gigantescas corporations transnacionales estaban aventajadas por sus hiper dimensiones intersectoriales y transcontinentales. Las empresas relativamente menores estaban destinadas a perder peso y a desaparecer progresivamente. En el mismo periodo se aportaban correcciones relevantes a los sistemas de recaudación fiscal, para favorecer ingresos y capitales mayores. Fue entonces que decoló el proceso de concentración financiera y productiva consagrado más tarde, el poder monárquico de los bancos sobre el crecimiento económico, sobre la vida misma del planeta. Se lo llamó reaganismo, porque el empujón poderoso para ese gran vuelco dado por los Estados Unidos de Ronald Reagan, re-

sultó decisivo. Sin embargo, fue Margaret Thatcher quien lo puso en marcha desde Londres ya en el 1979. Treinta años después, Estados Unidos y Gran Bretaña han logrado revertir la repartición de la riqueza producida entre capital y trabajo, a favor del primero, pero están endeudados como nunca antes en toda su historia y con el

default al acecho. El modelo había suscitado de inmediato, criticas argumentadas y declaradas oposiciones ya sea en el mundo del trabajo como en el académico y el de la política. Ni faltaron tensiones dramáticas. Pero por último ¿Qué peso tiene realmente la opinión pública del Occidente democrático en momentos de profundos cambios económicos y sociales? En su declaración más extremista, Margaret Thatcher había contestado tajante y según el fuerte temperamento del cual se jactaba: “La sociedad no existe”, es cada uno para sí y Dios para todos. Así va el mundo, explicaba la Dama de Hierro: el resto es Fool’s Paradise, loca ilusión. Y procedió a demoler industria pesada y sindicatos obreros, ambos –hay que decirlo- ya envejecidos. Menos estado y más mercado, pero, superados ciertos límites, significan la ley de la selva, la lógica del cálculo inmediato, o sea miope. Lejanos y olvidados, los tiempos de Winston Churchill, un tory no menos temperamental y decidido, por cierto, pero más sagaz, que en plena segunda guerra mundial había diseñado para Gran Bretaña un welfarestate muy avanzado, desde la escuela hasta la vejez, consciente de que sólo un país socialmente compacto puede superar las tempestades producidas por crisis extraordinariamente amplias, profundas y prolongadas.

Manifestación juvenil en el norte de Italia

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