Nº 1 -FORWARD-

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pero en la mitad del show, cuando la orquesta abandonó el escenario y sólo quedaron en escena ella y Fernández Lorenzo, que la acompañaba con el piano, y se hubieron apagado las luces del teatro, y sólo una débil luz azulina alumbraba a la pareja, ahí mismo, en ese momento, caballeros, me levanté, saqué el arma, y le disparé no sé cuantas veces, y vi su cuerpo desvanecerse y caer. Del pianista recuerdo los gestos de espanto al verla rodar por el piso y su rapidez para correr al lado de ella; las luces se encendieron y todos miraron en dirección a mi palco; mi plan consistía en volarme los sesos en frente de todos esos buenos ciudadanos que gritaban y miraban espantados, pero el gatillo falló y antes de que la policía entrase y me moliese a palazos, recuerdo nuevamente la mirada de la niña del palco contiguo, que mientras sus padres la llevaban alzada, en brazos, me asestó nuevamente esos ojitos relampagueantes y mientras estaba en el suelo, bajo una lluvia de golpes, pensaba en la maravillosa escena que les había regalado a todos, la cantante que canta su última nota sólo para un puñado de afortunados testigos irrepetibles de aquella memorable escena, la sangre manchando el decorado, su marido llorando y buscando con la vista al autor de tal atropello a la razón, y mientras me llevaban casi inconciente por los pasillos pensé en la frase de González… y, sí: “uno tiene que estar en el momento y lugar justo, para hacer la diferencia”. -Señores, se acabó el horario de visita. Los reclusos deben volver a sus celdas. – Hasta aquí llega la grabación. He tratado de transcribirla lo más fielmente posible. Mi compañero, también un joven periodista como yo, dejó que me encargara del artículo. A la entrevista la grabamos en la cárcel “Juan José Iturburu”, a finales de la década de 1970. Para esa época yo trabajaba en “Síntesis Semanal”, una revista que se publicaba los domingos. Nunca llegamos a publicar lo expresado por Ferreyra. Los militares nos obligaron a cerrar y durante muchos años esa cinta quedó en el altillo de la casa de mis viejos. Luego me tuve que exiliar en Méjico. Con la vuelta de la democracia retorné a mis tierras. Con los viejos camaradas fundamos un diario y quisimos sacar a la luz el caso Ferreyra. Para que entiendan mejor, contaré el principio de nuestra historia con Ferreyra. Mi jefe de redacción de por aquel entonces en “Síntesis Semanal” nos comunicó a mi compañero Tito Salas y a mí que había un preso que se carteaba con él, que aparentaba ser una persona culta y que decía estar escribiendo una novela monumental y perfecta desde hacía más de diez años. Entonces fuimos a hacer una nota de “color” -si se me permite el término- sobre un supuesto escritor carcelario, y terminamos escuchando lo que escuchamos. Como ya dije, con los esperanzadores nuevos aires de la democracia quisimos con Tito Salas retomar el tema, pero cuando fuimos al Penal “Iturburu” no había ningún recluso llamado Roberto Ferreyra, ni ningún registro que certificara su presencia en tal recinto. Entonces fuimos a los archivos de los diarios más representativos de nuestra provincia para ver si encontrábamos alguna crónica policial pero tampoco dimos con nada. Estábamos desconcertados. ¿Qué había pasado con Ferreyra? ¿Era real lo que nos había contado? ¿Realmente escribía una novela perfecta? ¿Estaba loco? Un sinfín de interrogantes nos atormentaron y la historia quedó nuevamente inconclusa. A las semanas me llamaron por teléfono desde Buenos Aires diciéndome que necesitaban gente para un prestigioso Diario, así que hice mis valijas y me fui a vivir a la Capital Federal. Intenté investigar sobre la vida de la tal Carmen, pero no obtuve nada, sólo algún que otro dato suelto de Carlos Fernández Lorenzo, que había muerto de cirrosis un par de años atrás, pero ninguno de los supuestos amigos del pianista recordaba haber conocido a una mujer como la que nos había descrito Ferreyra. Los años pasaron y nunca supimos bien si Ferreyra era un loco que inventó una historia, o si los militares se encargaron de tapar deliberadamente el asesinato de la cantante de tangos en aquel viejo teatro, y si luego amedrentaron a los pocos espectadores de esa noche fatídica y a los dueños de los diarios para que pasaran por alto la noticia. Y posteriormente, enterados de que una revista semanal iba a publicar el caso nos censuraron, y finalmente hicieron desaparecer a Ferreyra y borraron todo vestigio de la vida de la cantante. Yo me inclino por esta última hipótesis. Ahora, por fin, después de tantos años, este artículo podrá ver la luz. También me esperanzo en encontrar más noticias sobre Carmen, de saber qué hicieron los militares con su cuerpo y con el de Ferreyra. Y siempre me pregunto si aparecerá algún día la novela de Roberto Ferreyra; aunque a veces dudo si aquel supuesto diario que nos leía no era sino un fragmento de su “obra perfecta”… unos pocos acordes que nos dejó tantear, sin la posibilidad de escuchar el último compás. FIN

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