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A LIBRO ABIERTO Para mí

Para mí la lectura…

Por Francisco Delgado Santos

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Ha sido un viaje feliz . No sé qué habría sido de mi vida sin esos textos que me han acompañado, me han consolado, me han reconfortado, me han proporcionado la alegría que me negaron muchas personas a las que amé y en las que confié.

Para mí la lectura es la reconstrucción de los infinitos sentidos que tiene un texto. Y un texto es el objeto que puede ser focalizado por todo mi ser, en sus múltiples dimensiones.

Cuando leo, interactúo con un texto y le permito que tome todo cuanto él es capaz de extraer de lo más recóndito de mí mismo, al tiempo que tomo de ese texto lo que de nuevo y fascinante soy capaz de descubrir en sus dominios.

Y es que yo mismo soy un texto, que invita a los demás a que me lean. A diferencia de los personajes de Fahrenheit 451, soy portador no de una sino de mil y un historias que pueden ser decodificadas, comprendidas, criticadas, valoradas y reconstruidas por los lectores que se lo propongan.

Crecí en el vientre de mi madre, leyendo la sensación de calor y seguridad que ese claustro me brindaba para irme formando como ser humano; aprendí a escribir mensajes de auxilio cuando la violencia o el ruido exteriores amenazaban mi desarrollo; aprendí a leer en las caricias de mi progenitora las cartas de contestación a mis quejas y requerimientos. Ese fue el primer proceso de lectoescritura en que participé cuando aún carecía de conciencia.

Al nacer me deslumbraron los textos magníficos escritos por Dios en la Naturaleza: la maravilla de la arquitectura humana, la sinfonía incomparable de los astros que hacen parte del Universo, el permanente juego de luces y de sombras proporcionados por el día y la noche, la misteriosa poesía del mar diciendo sus versos de espuma sobre las playas del mundo, la majestuosidad de nevados y montañas, el perfume de la vegetación, la caricia del viento, el gusto de los manjares que nos proporciona la Tierra, la variedad y belleza de los animales, el blanco lienzo de alba, la pañoleta en llamas del atardecer…

Y de entre todos esos textos auditivos, gustativos, olfativos, sensitivos, visuales, me dejé seducir por uno que los reunía a todos: la palabra. Cuando ella salió de los labios de mi abuela paterna para poblar de sueños mi fantasía, descubrí que la palabra era el mejor de los juegos, de los cantos y de los cuentos. Que la palabra dicha con amor era una caricia, con inteligencia un chiste, con originalidad un poema; que cuando hilvanaba recuerdos era un testimonio y cuando inventaba se convertía en arte. ¡Cuánto amé a esa mujer que sembró en mi corazón la semilla de la fantasía y me permitió soportar algunos sufrimientos que, con el surgimiento de la conciencia, empezaban a instalarse tempraneramente en mi vida.

Cuando ya no pude tener cerca de mí a esa abuela, sobrevino uno de los acontecimientos capitales no sólo en mi vida, sino en la de cualquier persona: el descubrimiento de la palabra escrita. En medio de un ambiente autoritario y violento que me hizo muy desgraciado, apareció de súbito la magia del desciframiento, de la decodificación, que pronto se convertiría en lectura. Entonces mi vida cambió radicalmente. Si bien no pude reconstruir la atmósfera que había creado mi abuela cuando me contaba historias, pude, en cambio, recuperar algunas de las historias mismas.

Andersen se convirtió en uno de mis autores favoritos. De alguna manera me identifiqué con El patito feo, ya que me sentía diferente, por circunstancias familiares que he narrado en alguno de mis trabajos autobiográficos. Por otro lado, creo que las historias de La sirenita y La niña de los fósforos dejaron en mí huella indelebles.

Después tuve la suerte de conocer a Wilde. Me indigné con la actitud del molinero ante el pequeño Hans en El amigo fiel, sentí la más grande antipatía por El famoso cohete, y lloré con El príncipe feliz, El gigante egoísta y El ruiseñor y la rosa.

Es imposible que pueda recordar todas las ficciones que fueron poblando mi mundo interior, pero es también imposible que olvide historias como las de Hannia, Quo vadis, Los últimos días de Pompeya, El principito, Canción de Navidad, La leyenda de Gösta Berling, Nils Holgersson, Marcelino pan y vino, Cuentos de la selva, Mi planta de naranja lima, La cabaña del tío Tom…

Y de entre todos esos textos auditivos, gustativos, olfativos, sensitivos, visuales, me dejé seducir por uno que los reunía a todos: la palabra.

Sienckiewicz, Bulwer Lytton, Saint Exupery, Dickens, Lagerlöf, Sánchez-Silva, Quiroga, Vasconcelos, Beecher Stowe fueron los genios que me descubrieron el placer de la literatura; pero también el Poe de las Historias extraordinarias, el Melville de Moby Dick, el Dumas de Los tres mosqueteros…

Y, por supuesto, la poesía de Rafael Pombo, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, García Lorca, Gabriela Mistral, Heinrich Heine, Walt Withman, que una de mis tías se encargaba de hacerme llegar en cada uno de mis sucesivos cumpleaños.

Hasta que vino la pubertad, como un potro salvaje y descubrí a los autores “prohibidos” como el Geraldy de El preludio, el Miller de Trópico de Cáncer, el Prevost de Manon Lescaut, el Zola de Germinal, el Barbusse de El infierno, el Defoe de Molly Flanders…

Esas lecturas me prepararon para los clásicos, a los que amé desde el comienzo. Disfruté intensamente de Los siete contra Tebas, Edipo Rey, La Ilíada, La Odisea, La Eneida,

La Divina Comedia, El rey Lear, Hamlet, Otelo, Don Quijote de la Mancha, Crimen y castigo, Madame Bovary, En busca del tiempo perdido, Ulises, El cuarteto de Alejandría…

A la par fui descubriendo a nuevos autores que escribían para niños y jóvenes: Maurice Sendak, Gianni Rodari, María Elena Walsh, Astrid Lindgren, Úrsula Wölfel, Roald Dahl, Christine Nöstlinger, Lygia Bojunga, Ana María Machado, Ema Wolf, Ricardo Mariño, Graciela Montes, Cornelia Funke…

Ya en la madurez volví a los clásicos, pero más que a los narradores, a los pensadores: Platón, Aristóteles, Horacio, Séneca, que a su vez me prepararon para comprender a algunos de los pensadores contemporáneos: Goethe, Nietszche, Kierkegaard, Sartre, Unamuno. Y a estudiosos del texto literario como Bajtin, Barthes, Gadamer, Jauss, Iser, Eco, Ricoeur, Bachelard, Derrida…

Ha sido un viaje feliz. No sé qué habría sido de mi vida sin esos textos que me han acompañado, me han consolado, me han reconfortado, me han proporcionado la alegría que me negaron muchas personas a las que amé y en las que confié.

La lectura me ha ayudado a desterrar temores atávicos, me ha devuelto una autoestima que muchas veces estuvo por los suelos, me ha hecho comprender mejor la naturaleza humana, me ha ayudado a crecer. ¿No les parecen todas éstas, razones suficientes para leer?

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