Lee+ 147 Redención

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José Luis Trueba Lara

Los libros de la redención imposible D

icen que el genocida era un lector de cierto calibre. Los estudiosos de las fotografías que le tomaron en sus bibliotecas calculan que en esos estantes estaban perfectamente acomodados varios miles de ejemplares de los más distintos géneros. Seis mil en promedio en cada una, sostienen los que de esto saben. Sin embargo, hoy, apenas podemos rastrear unos cuantos que sobrevivieron a los bombardeos y al botín de guerra. En la Biblioteca del Congreso estadounidense se guardan cerca de mil doscientos libros, en un lugar que en nada recuerda a los salones adornados con gruesos tapetes y pinturas alejadas del “arte degenerado”; las láminas de acero son su prisión perpetua. Y, hasta donde tengo noticia, la Universidad de Brown también conserva poco menos de una centena. Los demás están perdidos y sólo de cuando en cuando aparecen en las subastas, en las que los coleccionistas más extraños pagan por ellos. A pesar de todo lo que se ha escrito sobre sus últimos días, es muy poco lo que sabemos sobre los ejemplares que estaban en el búnker donde, luego de matar a su perro, se suicidó junto con su esposa, Eva: un estudio del Parsifal de Wagner, poco más de una docena de títulos dedicados al ocultismo, una historia de la esvástica y una edición de Las profecías de Nostradamus son los más conocidos, aunque es imposible asegurar si eran suyos o de sus acompañantes. Timothy W. Ryback revisó los libros que aún se conservan y halló algo interesante: el “hombre famoso por no escuchar nunca a nadie y para quien la conversación era una diatriba implacable, un monólogo sin fin, subrayaba palabras y frases, escribía un signo de exclamación en algún punto, un signo de interrogación en otro, y con bastante frecuencia trazaba una serie de líneas paralelas junto al texto que quería destacar”. Las pruebas de su lectura están más allá de la duda y, en un arrebato de ociosidad, uno de los investigadores que se adentraron en esos libros sostiene que, entre las páginas, halló un pelo de su bigote chaplinesco. El fetichismo del horror siempre se muestra en estos casos.

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Los libros en los que se han encontrado sus huellas resultan muy distintos: forman un universo muy parecido a su ideología, que fue capaz de sumar cualquier idea con tal de demostrar verdades sagradas. Sus lecturas sólo buscaban aquello que le daba la razón. Ignoro si en los títulos que aún se conservan están las novelas del viejo oeste de Karl May, que le encantaban, y, por supuesto, tampoco sé si las marcó para señalar un párrafo en el que se hablaba de los pieles rojas como seres inferiores. Lo único que sí tengo claro es que en su ejemplar de La muerte de la gran raza quedaba claro que los mexicanos —a fuerza de mezclar la sangre indígena y la europea— sólo mostraban su “incapacidad para el autogobierno”, un hecho que podría remediarse gracias a una dictadura capaz de borrar por completo el mestizaje. Para el genocida, la pureza y la redención de la raza eran planes a futuro. No por casualidad uno de los chistes que se contaban en aquellos días afirmaba que los arios eran rubios como el Führer, atléticos como Göring y castos como Goebbels. Antes de que fuera dueño de las bibliotecas donde se unían los libros que le regalaban y los que le interesaban, el genocida tuvo un revés: se sumó a un golpe de Estado que fracasó estruendosamente y sólo gracias a la liturgia de su religión política se transformó en un acto heroico. Tras caer en manos de la policía, su juicio fue más o menos rápido y la condena se dictó con ganas de no levantar más polvaredas. Durante los trece meses que estuvo encarcelado con notorias comodidades en la fortaleza de Landsberg, no sólo leyó un poco de esto y algo de aquello otro, también le dio vuelo a su oratoria, mientras su chofer y Rudolf Hess tecleaban sus palabras en las hojas que les había regalado la nuera de Wagner. Como su verborrea era incansable, las resmas se apilaban junto a la máquina. En teoría, él sólo dictaba su autobiografía, que en ese momento tenía un título rimbombante: Cuatro años y medio contra la mentira, la necedad y la cobardía. Una rendición de cuentas. Un libro que, a todas luces, lo redimía y justificaba sus acciones para salvar a los

José Luis Trueba Lara. Escritor, editor y profe. Colabora en la radio y de pilón sale en la tele. Duerme la siesta con su esposa y ha publicado varios libros. Es un lector que ha llegado al extremo de trabajar para pagarse el vicio. Twitter: @TruebaLara


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