Lee+ 98 "Los Ochenta"

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Foto: José Watanabe, http://agreda.blogspot.mx

En esta sección aparecerán relatos de autores contemporáneos. Cada mes una ficción para arrebatarle un espacio a la vida cotidiana.

L

a década de los ochenta trajo consigo muchos cambios y movimientos que afectaron el planeta entero: en 1981 el público de todo el mundo se enteró oficialmente de la existencia del sida como una nueva pandemia; el peor terremoto en la Ciudad de México causó daños y muertes en 1985; la tragedia de Chernóbil en 1986, la Guerra de Irán e Irak, el declive de la llamada Guerra Fría y, lo que se creía imposible, la caída del muro de Berlín en 1989. En medio de transformaciones y grandes tragedias, la labor del poeta se encuentra en la observación, la paciencia; razón por la que la obra del poeta peruano José Watanabe coincide con sus años contemplativos y de maduración. El huso de la palabra, publicado por primera vez en Lima, durante 1989, es muestra de ello. Tras un largo periodo sin publicar un poemario —existe un lapso desde 1971 con la aparición de Álbum de familia— el autor maduró muchos de sus textos para su publicación, preparándolo como uno de los últimos grandes poetas del siglo xx y principios del xxi. El huso de la palabra cuenta con textos hermosos que recurren a la mirada meticulosa y alerta que encuentra poesía en todas partes. Por ejemplo, uno de mis poemas favoritos, “La mantis religiosa”, nos muestra que no sólo en la naturaleza está la belleza, sino en lo terrible y, a la vez, en las descripciones casi enciclopédicas: “En el beso / ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él / y por la lengua le gotea un saliva cáustica, un ácido / que va licuándole los órganos / y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo / y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando / la extrema gota de sustancia del pie o del seso, el macho / se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula / a la muerte”. La agonía de un insecto, cotidiano, fatídico, pero tan impecablemente descrito y hecho un poema. Watanabe murió en 2007. Su obra, vasta pero posible de abarcar, ha sido reunida por algunos sellos editoriales en Europa y Latinoamérica. Me atrevo a recomendar al lector dos ediciones que se pueden encontrar en México: Editorial Renacimiento, en 2003 publicó desde Sevilla Elogio del Refrenamiento, con un texto de Eduardo Chirinos, y como primera edición en nuestro país, Textofilia Ediciones lanzó El desierto nunca se acaba en 2013, con selección y prólogo de Tania Favela. Ambos libros toman textos de diferentes momentos en la labor poética del autor peruano, además de que tanto Chirinos como Favela, por sí mismos, son poetas, y en su sensibilidad es posible encontrar un acercamiento más íntimo a la obra de Watanabe. + @rsanchezriancho

Mariana Brito Olvera Ciudad de México. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam. marianabritolvera@gmail.com

O

cho de la mañana. Bajo corriendo las escaleras del subte. Hay prisa por llegar al trabajo. Aún no se va el tren. Me subo. No se va y no se va. Comenzamos a impacientarnos. Miramos continuamente la hora que dicta el celular. Más gente llega corriendo. En medio de la impaciencia se escucha el reguetón que sale de los audífonos del chico de al lado. Por fin arranca. Estación tras estación nos hermanamos a partir del contacto forzado. Después de siete estaciones ya no distinguimos si esta mano es nuestra o de alguien más y la presión de los otros cuerpos sobre el de nosotros hace que los pies se despeguen del piso, provocando una ligera levitación. No tenemos miedo de caer porque no hay dónde caerse. Somos una masa informe. No hay distinción entre los peinados y los despeinados, ni entre las recién bañaditas y las que salieron a la carrera sin tiempo para la ducha. Ahora todos tenemos un mismo olor y lo único que nos interesa es llegar. Llegar a tiempo. Pero en la siguiente estación se oye la voz del conductor. Este tren no continúa más, favor de descender. La puta que te parió, exclaman algunas personas. Nos bajamos muchos, derrotados ante el sonido de la voz etérea. Otros se aferran a su sitio dentro del vagón. Una mujer corre desesperada desde la parte de atrás del andén hasta donde se encuentra el conductor. Qué hacés, loco. Dejá de hincharme las pelotas y avanzá. Boludo, sólo quiero ir a trabajar, arrancá ya. El conductor gesticula enojado, le dice que él no puede hacer nada y se mete en la cabina. La mujer se sube al vagón con la misma determinación. La mujer nos inspira y muchos, desesperados igual que ella, volvemos a subirnos. El tren no continúa más, favor de descender, insiste el conductor. Algunos vuelven a bajar, pero otros continuamos en pie de vagón. No continúa más, señoras y señores, favor de bajar. La concha de la lora, gritan los que quedan en el andén. Yo también maldigo con boludo, con dejá de hincharme las pelotas y con la concha de la lora, aunque no sé qué tienen que ver la concha y una lora con esta situación. Pero igual que ellos voy tarde y maldigo, sólo que muy quedito, porque esas maldiciones se sienten aún extrañas y se alternan siempre con el me lleva la chingada o que su pinche madre. Así que no bajamos y el conductor amenaza con dejarnos parados en el túnel si no lo hacemos. No bajamos.

Arranca. Antes de llegar a la siguiente estación, el tren se detiene. Después de unos minutos, una chica comienza a mandar mensajes de voz por su celular. Che, te digo que nos amenazó y nos tiene en medio del túnel. Y qué sé yo, se volvió loco el chabón. Yo lo que quiero es salir pronto de aquí, vos sabés que tengo problemas de claustrofobia. Una señora se altera al escucharla y se abanica con un papel que tiene a la mano. Y porque es un pelotudo, está enojado porque no nos bajamos del tren cuando nos dijo, continúa la chica. Otra hace comentarios tranquilizadores, porque la señora del abanico de papel cada vez se abanica más fuerte. El chabón tiene que avanzar, dice, no nos puede dejar aquí, atrás vienen otros trenes. Pero no avanza y las gotas de sudor nos empapan la ropa antes cuidada para una mejor apariencia laboral, el uniforme más o menos planchado, o la chamarra con perfume ya imperceptible. Verano es una mala época para hacer enojar a un conductor del subte. Desde que empezaron las imprecaciones había apagado el aire acondicionado, dejando que los grados centígrados sofocaran nuestra protesta. Una muchacha que inicialmente guardaba compostura, rabiosa ahora que su alaciado había quedado en ruinas, comienza a golpear con la palma de la mano en la pared del vagón. Ehhh, loco, arrancá ya, dejá de hacerte el boludo, grita mientras sigue golpeando. Otra gente la secunda. Favor de no golpear el vagón, dice socarronamente la voz. El abanico de papel de la señora está completamente empapado y desvencijado como ella, que no se mueve más y mira fijamente el piso. La gente sigue golpeando y gritando. Yo también doy unos golpecitos a la pared, nomás por no dejar. Después de otros tantos minutos que el conductor nos deja ahí sólo para castigar las injurias proferidas contra él, finalmente avanza. La mujer del abanico empapado alza la cara animada. Todos siguen golpeando, pero esta vez con emoción. Se oye una alternancia entre risas y maldiciones. La gente continúa subiendo en cada estación. Se sigue acortando el aire, nuestras extremidades se comprimen cada vez más ante la falta de espacio. Al llegar a la última parada, bajamos del tren, nos arreglamos la camisa, el pantalón y el cabello. Nos preparamos para comenzar realmente el día. Y yo, yo me siento, ahora sí, como en casa: Pantitlán, te llevo en el corazón.


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