Landa - Dossier Felisberto Hernández

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Intervenci贸n sobre grabado en madera de Glauco Capozzoli tomado de El cocodrilo, de Felisberto Hern谩ndez (Editorial del Este, 1962; edici贸n facsimilar Biblioteca Nacional de Uruguay, 2014). Las im谩genes de obras de Capozzoli que ilustran este dossier fueron cedidas a Landa por Clara, Alejandra y Natalia Capozzoli.


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Vol. 3 N° 2 (2015)

Presentación Dossier Felisberto Hernández

Objetos diversos

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Ignacio Bajter Biblioteca Nacional de Uruguay

“La literatura de Felisberto es crítica, porque pone en evidencia los mecanismos de nuestra conciencia, los despliega en forma metafórica”, dijo Juan José Saer en una de sus intervenciones en Poitiers, durante el ciclo de ponencias que reunió a investigadores en 1973-1974 (SICARD, 1977, p. 299). Unos días antes, en otras discusiones, Mario Goloboff había afirmado que “la ficción es una máquina de producción de sentido a través de la cual se expresa la realidad”, y Saer refirió al inconsciente “como una fábrica de deseos, como una fábrica de interferencias de la conciencia” (SICARD, 1977, pp. 89 y 49), siguiendo lo que Gilles Deleuze le había respondido al entrevistador Vittorio Marchetti hacía poco tiempo: el inconciente –como el cuerpo para Artaud– es una fábrica recalentada (FORTI, 1976, p. 55).


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A diez años de su muerte, la obra de Felisberto Hernández (19021964) cruzaba las fronteras de su región y comenzaba a habitar, después de los esmeros del escritor en París (1946-48), otras lenguas. Para la crítica se abría un tiempo nuevo, un descubrimiento que no dejaría de ser tal así pasaran las décadas con los sucesivos enfoques y las entradas en todo tipo de campos, lagunas y disciplinas. Los estudios en torno al escritor uruguayo –que han pasado por el psicologismo y el psicoanálisis; el análisis estructural, semiológico y lingüístico, de campo semántico y léxico; los estudios de contexto, el historicismo, los variados niveles de biografía, la búsqueda filosófica e incluso esotérica, etcétera– están muy lejos de agotar los límites de la obra y la escurridiza, amable y genial figura del autor.

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Si se toma de un testimonio escrito en 1982 aquella frase acaso resignada, “Dentro de cincuenta años, recién me van a conocer” (HERNÁNDEZ, A., 1982, p. 338), la nueva época para la compresión de Felisberto Hernández ya ha sido abierta. Clasificar la mitografía de Felisberto es tan difícil, pasado el tiempo, como resumir las especies diversas de una crítica que ha buscado desde casi todos los ángulos y las metodologías la mejor perspectiva para descifrarlo. En la tradición hay posiciones dispersivas, escasos acuerdos, encuentros perdurables con la crítica latinoamericana más sólida de la segunda mitad del siglo XX y también –en tantos artículos, coloquios, conferencias, tesis– formas de lectura que parecen continuar algunas cualidades de la literatura de Hernández: una mirada deslizada, “rememoraciones y asociaciones caprichosas”, “ausencia de relación causal”.

Glauco Capozzoli. “Sín título”. Acrílico sobre madera, 1979, 110 x 130 cm.


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En la escala uruguaya, la acumulación sobre su obra sólo es comparable a la de Juan Carlos Onetti, y también concita, como este, la adhesión de los lectores y la tarea de los críticos fuera del contorno local y del tiempo en el que los textos se inscriben. De manera imprevista y donde sea, alguien encuentra la fugaz e inolvidable aparición de Felisberto Hernández pues todavía funciona aquella imagen que él mismo creó en la Sorbonne, como detallan sus biógrafos, y puso en palabras en mayo de 1948 ante un auditorio de jóvenes: “Me acuerdo del amor que Jules Supervielle tiene por los animales y me imagino como un conejo que el poeta toma por las orejas. Me muestra al público y hace conmigo cualquier recorrido maravilloso” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 219). El parentesco con Lewis Carroll no es de azar. Con el misterio de su conocida y poco explorada entrada en Inglaterra, unos meses antes del acto que organizó Supervielle como presentación en Francia, Felisberto Hernández puede responder como el White Rabbit a la pregunta de cuánto dura “para siempre”.

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Cuando el escritor, instalado en una habitación del barrio Latino, introduce la figura del conejo, había acabado la última versión Las Hortensias1. La historia de composición del texto (publicado en 1949) ha sido hasta ahora, al igual que sus capas semánticas superpuestas, objeto de especulación. Por un lado se supone que la nouvelle fue escrita en pocos días y por otro hay indicios de que Hernández comenzó un lento desarrollo a partir de marzo de 1947. En una de las cartas que publicó Paulina Medeiros, quien pasó de la felicidad a la ruptura epistolar con el escritor, se lee (2 de abril de 1947): “no aspiro a transformarme en comestible ni siquiera para ir al mecánico encuentro con tu boca. Ya ni siquiera sufro; respiro. Aunque a las mujeres nos ponen de niñas una muñeca en las manos para asimilarnos a ellas, yo ya desperté de la mecanización a tiempo” (MEDEIROS, 1982, p. 132). Aunque ahora parezca un personaje de Las Hortensias, una muñeca que parece hablar desde el interior de la obra misma, Paulina era entonces la novia despechada. Antes que con ella, lejana, en Montevideo, Felisberto estaba más cerca del espíritu de Breton y Duchamp, quienes organizaron en aquellos días, tras el paréntesis de la guerra, una exposición breve aunque muy sonada, “Le Surréalisme en 1947”, que se abrió el 7 de julio (la fecha de clausura varía según la fuente) de aquel año.2 1 Lo consigna Norah Giraldi de Dei Cas (1975) en base a la correspondencia de Felisberto Hernández, que editó en una selección, y lo confirman las cartas que publicó Paulina Medeiros (1982). 2 Como información básica véase el dossier creado por el Centre Pompidou con la exposición


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Con esto no se busca introducir elementos externos al texto para interpretarlo desde la biografía supuesta, sino destacar Las Hortensias –y el tiempo y el lugar en que fue escrita– pues sus ejes conectan en diferentes niveles los ensayos que siguen a continuación. No había mucha distancia entre el Hotel Rollin del barrio Latino, donde el narrador se alojaba y rehacía el manuscrito de “Las Hortensias”, de la galería Maeght donde exponían los surrealistas. En su ensayo da movimiento a la figura del paseante –una versión rítmica y muy ágil del crítico moderno– dentro y fuera de la ficción, y se dispone a un recuento sensorial y perceptivo, de observación, alrededor de Felisberto Hernández. “El aislamiento y la música del piano” no es el único motivo (o ritual) que vincula el trabajo de Gandolfi tiene relación con los de Enea Zaramella y Kazunori Hamada.

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La teatralidad activa en el espacio de la ficción, las coincidencias imprevistas y felices y el “diseño bontempelliano”, que tempranamente entrevió Ángel Rama (1968), son comunes al diseño de este dossier que reúne a dos investigadores italianos con un investigador japonés. El estudio de Enea Zaramella, “Los alrededores de los silencios hernandianos. Una introducción”, parte de su tesis de doctorado “Textualidades tímbricas” en la que estudia junto a Hernández la literatura de Mário de Andrade y Alejo Carpentier, dirige su lectura a la escucha activa de un escritor músico que “a menudo escenifica la cotidianidad de la experiencia de un pianista”. Zaramella se instala en los años 30, cuando Felisberto comienza sus giras de músico en clubes sociales de provincia (en Uruguay, en Argentina, en la frontera con Brasil) y recuerda el experimento, de la misma época, de John Cage en una cámara anecoica de Harvard. Con ello sostiene el punto de partida de su trabajo: el silencio no existe sino como metáfora. Se aplica, con ello, a la dimensión del oído y encuentra la relación entre silencio y misterio, en paralelo con pensamiento-escritura, de continuo vaivén en la literatura de Felisberto Hernández. Querría detenerme aquí, en el sistema gráfico, en el uso de los signos de puntuación como un vínculo entre literatura y música que Zaramella trabaja con lecturas de Carlos Vaz Ferreira y extiende a las reflexiones de Theodor W. Adorno. En este pasaje hace una revisión material “Le surréalisme et l’objet”, curada por Didier Ottinger y expuesta entre el 30 octubre 2013-3 de marzo 2014: http://mediation.centrepompidou.fr/education/ressources/ENS-surrealisme/ [Consultado en julio de 2014]


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de la escritura que puede ser el origen de sucesivas investigaciones. La conocida taquigrafía de Hernández (un sistema propio que desarrolló a fines de los años 30) no ha dejado de ser una suma de criptogramas que exigen, con su develamiento, consideraciones sobre una entidad total (psyché) cuyos límites son también los de la fantasía y los de las posibilidades del arte. Como “el pensamiento fluye más rápido que el lenguaje”, como escribe Zaramella, Felisberto Hernández insistió en su modelo para correr detrás de esa sustancia que puede tomar no sólo la forma de la escritura alfabética, sino cristalizarse en otro tipo de imagen y sonar en el cuerpo de una nota musical. En una afirmación consistente, Zaramella dice que la taquigrafía “es más afín a la música que a la escritura lingüística”, y en cuanto a la necesidad de ampliar los recursos de expresión, hasta llevarlos a un código cifrado, hay que agregar a Felisberto Hernández los antecedentes de Edward Elgar (“The Artist of the Unbreakable Code”), Robert Schumann (a quien interpretó en sus giras de pianista) y Johannes Brahms.3

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La taquigrafía extravió a Avenir Rosell, otro melómano, quien ha pasado a la historia en Uruguay como el principal entendido en el desarrollo y aprendizaje de esta técnica. El ingeniero Juan Grompone, no hace mucho, supuso haber descifrado el sistema entero, mezcla de escritura taquigráfica de origen italiano y francés. Mientras tanto se guardan en el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional, en Montevideo, un buen número de cuadernos y libretas con taquigrafías que nadie ha leído. Según el artículo de Enea Zaramella, que tiene en cuenta a Rosell y a Grompone, Hernández usa su escritura encriptada no sólo para archivar los pensamientos sino, ante todo, para visualizarlos. En este punto el ensayo encuentra un desplazamiento hacia lo visual, que acaba (también en los años 30, dentro del proyecto personal de integrar las artes) en una atracción plástica, por llamarla de algún modo, que subyace a sus mecanismos literarios. La atención de Zaramella recae en el par ver/oír, dos experiencias secuenciadas en la lectura, y persigue “la presencia física del sonido que alcanza su nivel figurado en las formas de una ‘materia plástica’ que los dedos [del escritor pianista] moldean…”.

La apertura del dossier es un recorrido por la cultura de origen,

3 De todos se encargó el criptógrafo y melómano británico Eric Sams. Véanse “Original Ideas, but not ‘Themes’” (“Invented Themes”, Chapter 2), en The Variations of Johannes Brahms, de Julian Littlewood, London, Plumbago Books and Arts, 2004, y Paths: Schubert, Schumann & Brahms, de John Daverio, New York, Oxford University Press, 2002.


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que para Hernández tuvo las sombras protectoras de Vaz Ferreira y de Joaquín Torres García. Zaramella establece un movimiento sobre las formas plásticas y musicales que la escritura absorbe y funde. En la introducción de la tesis “Textualidades tímbricas” da la clave: “[describir] la tensión entre lo sonoro y lo visual cuya interacción converge en el hecho de tocar dado por la Stimmung (Spitzter, Gumbrecht, Agamben), aquella reunión del ambiente con el estado de ánimo que mucha recuerda la anterior descripción benjaminiana de aura”.

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Felisberto Hernández es el escritor del silencio, según la afirmación de Zaramella en general compartida. Ante la literatura, su trabajo atiende la consistencia interna del texto (“la escritura sustituye el vacío que deja el silencio”) y no es ajeno a relaciones que están afuera de su objeto y lo alteran, lo modifican –al ser considerados– en la intervención de la lectura. Es el caso del desenlace de su investigación-escucha en el que estudia la entrada, en la imaginación de Hernández, de los medios (el cine, la radio) y un problema histórico, cuyo trasfondo es político: “el lenguaje y las técnicas de la publicidad”. Por este lado Felisberto Hernández “remite a los mundos mesiánicamente distópicos de Aldous Huxley y George Orwell donde la propaganda llega a manipular las emociones”, punto de cruce que interesa pues no siempre la crítica intenta sostener relaciones que –en la misma época, en otro lugar, bajo el mismo signo o ruido del mundo– son pertinentes. El lector encontrará en lo que sigue un conjunto de artículos sensibles a la vista y al oído, al par que se interpone a la pregunta cómo leer. También este dossier es una colección perceptiva ligada a un tiempo –la literatura y el arte rioplatense de los años 30 y su devenir– y a la sinestesia como shock del pensamiento, no sólo como efecto retórico o psicológico. Por este lado Felisberto Hernández da el mayor placer y la más alta dificultad de comprensión. Desde siempre ha sido marginal a las ideas que predominan, a una historia intelectual en la que puede entrar (supóngase el jardín) y crecer como una planta. Hernández mantiene su vitalidad en el paradigma del pensamiento derrotado,4 en el que desde hace décadas –quizá después de Deleuze– habría que agregar a Henri Bergson, predicativo en una época, leído por Felisberto Hernández y 4 Rama escribe que “la aguda conciencia de su marginalidad y de su rareza, [es] robustecida por el hecho de que no pretenderá invalidar el sistema dominante con un ataque frontal”. En la misma página refiere al “extrañamiento de la norma general que rige la apreciación de lo real” (Rama, 1982, p. 244).


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aprovechado en el ensayo de Laura Gandolfi. Tal vez, en líneas más pronunciadamente marginales, sea el tiempo de consderar L’homme machine (1747), L’homme plante (1748) y Les Animaux plus que machines (1750) de Julien Offray de La Mettrie. Al comentar el cuento “Lucrecia”, Hamada da un indicio, una involuntaria referencia, que puede no sólo recordar sino hacer ver al pensador antienciclopédico y audaz del siglo XVIII, otro “burlón poeta de la materia”, como felisbertiano.5

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Desconozco si Laura Gandolfi, siguiendo sus fundamentos en “Notas acerca de Las Hortensias: la vidriera de la memoria”, se distancia contradictoriamente de lo que se ha expresado aquí. En su trabajo retoma de manera central la lectura útil de Materia y memoria de Bergson que hizo el escritor en una traducción de la que se quejaba. Citando a Jonathan Crary, Gandolfi dice que Bergson “logró un modelo de percepción que resistía, aun implícitamente, ‘a las varias formas cosificadas y rutinizadas de experiencia perceptiva de la cultura urbana y científica de Occidente a fines del siglo XIX’”. Y continúa con la crítica de Benjamin al francés: la experiencia subjetiva está determinada por fuerzas externas al sujeto. Es sobre esta exterioridad que lee a Felisberto Hernández y desde la que se aproxima a una ficción, Las Hortensias, que hasta ahora no había sido vista bajo el efecto de París en 1947-48, bajo la oferta de estímulos sensoriales que sólo en pequeña escala podía encontrar en las capitales del Río de la Plata. La “locura de ver” de la que habla el en una carta al pintor argentino Lorenzo Destoc, de octubre de 1947, y el “hambre de ver” de que hablaba a Paulina Medeiros al llegar a París, en noviembre de 1946, no guardan distancias con aquella fijación que tiene Horacio, el protagonista de Las Hortensias, y que acaba en el delirio y la locura frente a la vitrina que había armado en su casa para ver actuar a las muñecas. Gandolfi advierte el elemento, transparente, que está en la imaginación de Hernández y al mismo tiempo a la vista del paseante en París. En el pasaje de la carta a Destoc que subraya la “locura de ver”, Hernández habla de las casas que “tienen vientres enormes y ya parecen que van a dar a luz gente, máquinas de coser, de todo” (HERNÁNDEZ, 1977, p. 461). Laura Gandolfi contó las cuadras que separaban al de5 En este punto es útil para la discusión una breve referencia de Saer sobre “la teoría del hombre máquina” (SICARD, 1977, p. 41) y el ensayo “Mente e materia ou a vida das plantas”, de Emanuele Coccia, parte del dossier Kosmos de Landa, Vol. 1, nº 2 (2013), organizado por E. Coccia y F. Ludueña Romandini.


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saparecido Hotel Rollin, del 18 de rue de la Sorbonne, de la galería Maeght, por aquel entonces en la rue de Téhéran. El escritor uruguayo estaba próximo a la zona de influencia surrealista cuando escribía Las Hortensias con el estímulo que desde Montevideo –a través de una carta de agosto de 1947– le había dado Carlos Maggi, uno de los directores de la revista que en 1949 publicará la obra con dibujos de Olimpia Torres. A partir del 7 de julio de aquel año, como se dijo, y antes de que definiera el título “Las Hortensias” (al que alude en una carta a Paulina Medeiros, del 24 de octubre) Felisberto Hernández pudo subir y bajar los escalones de la exposición “Le Surréalisme en 1947”, que reunía a más de 80 artistas de 24 países invitados por Breton y Duchamp. Muy lejos estaba el Uruguay de tener allí su bandera. Los más cercanos eran el pintor Matta y el poeta Braulio Arenas, de Chile, junto al editor argentino Arnaldo Orfila Reynal.6

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Julio Cortázar, que admiraba en Felisberto la tendencia “a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo”, quiso imaginar que en París “probablemente no vio a nadie” (CORTÁZAR, 1975, pp. 7 y 8), aunque habría que suponer (por cercanías, por aficiones) que al menos una vez debió tener a la vista el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser. Otra vez llegaba un poco antes a un sitio que Cortázar haría luego, para los latinoamericanos, mítico. La exposición de la Maeght tenía un propósito declarado por Breton: que los objetos crearan una nueva mitología. Una de las salas de la galería llevaba a “altares” consagrados –lo cita el folleto del Pompidou, impreso en 2013 a propósito de la exposición curada por Didier Ottinger– a “un être, une catégorie d’êtres ou un objet susceptible d’être doué de vie mythique”.7 El arreglo de ambiente, la instalación en la Maeght era obra de Duchamp en colaboración con el arquitecto Frederick Kiesler.8

6 Véase “[Archives d’expositions] 1947, Exposition internationale du Surréalisme”, en http:// www.andrebreton.fr/series/81 [Consultado en noviembre de 2014] 7 Véase https://www.centrepompidou.fr/media/imp/M5050/CPV/b3/fa/M5050-CPV-0ec543278907-4c53-b3fa-c1c446def10a.pdf [Consultado en noviembre de 2014] 8 Según describe la doctora T. M.Bauduin, “Upon entering the Galerie Maeght, one was first supposed topass through the basement, which functioned as a sort of grotto. This subterranean locale hosted a retrospective show, entitled ‘Surrealists despite themselves’. It featured surrealist precursors such as Bosch, Archimboldo, Blake, Rousseau and Lewis Carroll, among others. By means of this space, the visitor was reminded deep the roots of Surrealism reached, while also placing the movement on par with Romanticism, for instance. Note that this stage was planned, but not carried out in the final set-up of the exhibition” (BAUDUIN, 2011). Otra perspectiva de la “parade spirituelle” del visitante se da, sin firma, en Le surréalisme et l’objet. L’exposition/The exhibition (2013).


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No habría que restarle importancia a la tradición del maniquí en Hispanoamérica9 ni al paralelo entre Las Hortensias y “Los muñecos de cera” del reconocido maestro de Hernández, Jules Supervielle,10 pero la proliferación del maniquí (expresión de Ottinger) es sobre todo anglofrancesa y estaba a la vista en los días de residencia en París. Tenerlo en cuenta ampliaría el pensamiento acerca de los objetos (y de los objetos del pensamiento) en su literatura.11 El Centre Pompidou guarda una colección de maniquíes, otras “Hortensias”, heredada de los surrealistas a partir de los años veinte.12 Una fotografía de Gisèlle Freund (“Vitrine d’un coiffeur, Paris”, de 1938) y otra de Germaine Krull (“Poupées de vitrine”, donde se lee el cartel “Réparations de poupées”) pueden ser particularmente emblemáticas y entrar en la familia de fotografías con las que Gandolfi ilustra su ensayo. Ya en “Introduction au discours sur le peu de réalité”, de Breton, que precede al Manifiesto del surrealismo de 1924 le hace lugar a los maniquíes como un “objeto propicio” para producir lo maravilloso (GUIGON, 2013, p. 3). Los surrealistas conocían el análisis que hizo Sigmund Freud de la muñeca Olympia del cuento de E.T.A. Hoffmann, “Der Sandmann” (1816), que había inspirado una ópera de Offenbach en el siglo XIX y acaso a la muñeca por encargo con la que Kokoschka, en 1919, quiso suplantar la ausencia de su amante Alma Mahler, objeto que luego se transfiguró en sugestivas y móviles formas eróticas en los trabajos fetichistas de Hans Bellmer.13 Sin que en Uruguay se tuvieran noticias de ello,14 en la Exposi9 Gandolfi cita con relación a FH la investigación de Nicolás Gropp. 10 Las precisiones en Díaz (1991, 2000). 11 Si se los clasificara, podrían usarse las categorías de Breton y Dalí: objetos encontrados en el sueño, objetos como división entre lo real y lo imaginario y objetos que liberan “la vida latente”; objetos “paranoicos”, funcionales a la subjetividad, obsesionantes (GUIGON, 2013). 12 Herbert List, “Schneiderpuppen, London”, 1936; Man Ray, mannequin en la Exposición internacional del surrealismo, 1938; Erwin Blumenfeld, “Model and mannequin”, 1945, entre otros innumerables ejemplos. 13 Véase Dictionnaire de l’objet surréaliste, de Didier Ottinger (2013). Alma Mahler es fría e impiadosa: “Oskar Kokoschka ordenó hacer en Dresde una muñeca de tamaño natural… con el pelo largo y rubio. Y la pintó a semejanza mía. Así me lo contaron. Kokoschka hablaba todo el día con aquella muñeca, tras la puerta cuidadosamente cerrada… ¡Me tuve por fin como había querido tenerme siempre: como un instrumento sin voluntad y maleable, en sus manos!” (MAHLER-WERFEL, 1985, p. 131). Dentro de los estudios dedicados a FH, escribe Jean L. Andreu: “En tanto que motivo, la muñeca es una variante de uno de los motivos más antiguos y más tradicionales de la literatura fantástica o de lo extraño: el motivo del substituto antropomorfo del hombre...” (SICARD, 1977, p. 13). 14 En la época de los “Libros sin tapas” (1925-1930), y probablemente en la década siguiente, ya entrando en ciclos posteriores, Felisberto Hernández “ignoraba prácticamente todo acerca de las teorías vanguardistas europeas” (Rama, 1982, p. 245).


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ción internacional del surrealismo de 1938 Duchamp había intervenido con la idea de vestir a un maniquí tomado de una vidriera parisina. La investigación de Laura Gandolfi revela –en un tiempo posterior e incluso anterior a 1938– una coincidencia: las vidrieras de aquel París que recorrió Hernández estaban armadas, entre otros fundamentos que utilizaba la retórica de la publicidad, con lecturas de Bergson. El pliegue mediado por la vidriera, la vitrina, lo que Breton llamaría “altar”, muestra tanto el funcionamiento del mundo a la vista, la “fuerza externa” que el escritor perseguía con voracidad, como el mundo interno de la ficción narrativa que toma en Felisberto Hernández, a partir de 1947, un camino sinuoso y aún más complejo entre deseos e ilusiones (que Gandolfi percibe en las vidrieras/marcos), entre realidad y ficción. El ensayo bosqueja el efecto París en un escritor de conocidos trayectos biográficos por ciudades modestas y pequeñas, y propone nuevas perspectivas sobre las “escenas” (mise-en-scène objetuales, a la manera surrealista) posteriores a Las Hortensias. Gandolfi da respuestas a la idea de imaginar (qué es, qué significa) en tensión con lo que el escritor tuvo delante: la ciudad moderna, el centro del arte que lentamente se trasladaba a Nueva York, la configuración –en las dimensiones de la mitad del siglo XX– de lo que el lector actual puede experimentar si recorre París, Montevideo o Buenos Aires. Subyace a las vitrinas una filosofía del tiempo que,en Las Hortensias, concreta la “contemporaneidad del presente y del pasado”. Sólo a partir de una experiencia narrativa tan insoslayable como esta, Hernández pudo acabar “Lucrecia”, que leyó en Montevideo y publicó al año siguiente en el número 1-2 de Entregas de La Licorne (1953), en la segunda época de la revista de Susana Soca, a quien había tratado con familiaridad en su año y medio en París. Basado en los “parecidos de familia” a los que alude Kazunori Hamada, decidí que su artículo cierre el dossier. Hamada rodea la pregunta central acerca del papel que juega la “figura de familia” en las últimas obras publicadas por el autor, acaso deudoras de Las Hortensias y su idea de construcción de objetos/réplicas del cuerpo como cuestión principal de la conciencia. Al tratar la figura familiar (sus trasposiciones y carencias) como “sustancia textual”, retorna a la “estética de la precariedad económica” (que estableció Jorge Panesi), y recoge una serie de imágenes y de aproximaciones a ellas, lecturas críticas, que extienden la felicidad de leer


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a Felisberto, de revivir la comedia elegante ante lo adverso y la ficción como un entrañable hecho lúdico, un juego de infinitas posibilidades de. En la ilusión autobiográfica de las ficciones (que algunas veces incluyen la figura de familia) Hamada supone, para terminar, una bisagra en el axioma que recorre el desconcierto de la literatura de Felisberto Hernández, un lugar común: lo familiar resulta extraño, y lo extraño, familiar.

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Tal vez el montaje de estas páginas no sea más que una “descripción plástica de la alternancia entre sonidos y silencios”, escritura. Cuando la aplicación crítica, cultivada desde hace décadas, haya envejecido y sea incomprensible, la historia de la lectura seguirá invariable: leer a Felisberto Hernández lleva a creer que todo alrededor modificará sus leyes, en el instante, y se regirá por imágenes transparentes, espontáneas, “ingenuas”, por túneles que conectan la imaginación del lector con espacios que replican y mejoran la inasible experiencia entera: la llamada realidad con sus imposibilidades y limitaciones, los trabajos perceptivos de ver y oír.


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Vol. 3 N° 2 (2015) bibliografía - “Capitalismo y esquizofrenia. Entrevista de Vittorio Marchetti a Gilles Deleuze y Félix Guattari” (Tempi moderni 14, 1972), en FORTI, Laura. La otra locura. Mapa antropológico de la psiquiatría alternativa. Barcelona: Tusquets, 1976, pp. 55-72. - Le surréalisme et l’objet. L’exposition/The exhibition. Paris: Éditions du Centre Pompidou, 2013. BAUDUIN, T. M. Unpublished conference paper in “The ‘occultation’ of Surrealism in 1947”, ESSWE Bi-annual conference 2011: The Visual and Symbolic in Western Esotericism, University of Szeged, Szeged, 0707-2011. CORTÁZAR, Julio. “Prólogo”, en La casa inundada y otros cuentos, de Felisberto Hernández. Dibujos de Glauco Capozzoli. Selección de Cristina Peri Rossi. Barcelona: Lumen, 1975, pp. 5-9. DÍAZ, José Pedro. Felisberto Hernández. El espectáculo imaginario, I. 2ª edición. Montevideo: Arca, 1991. - Felisberto Hernández. Su vida y su obra. Montevideo: Planeta, 2000. GIRALDI DE DEI CAS, Norah. Felisberto Hernández: del creador al hombre. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1975.

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GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón. Trampantojos. Buenos Aires: Orientación Cultural Editores, 1947 GUIGON, EMMANUEL. “De l’objet surréaliste”, en Le surrealisme et l’objet. L’exposition/The exhibition, Paris : Centre Ponpidou 2013. HERNÁNDEZ, Ana María. “Mis recuerdos”, en Escritura. Teoría y crítica literarias, nº 13/14, Caracas, enero-diciembre, 1982, pp. 335-344. HERNÁNDEZ, Felisberto. Obras completas. 3 tomos. Edición de José Pedro Díaz. Montevideo: Arca/Calicanto, 1981, 1982, 1983. “Carta manuscrita a Lorenzo Destoc”, en Felisberto Hernández ante la crítica actual. Ed. Alain Sicard. Caracas: Monte Ávila Editores, 1977, pp. 461-464. MAHLER-WERFEL, Alma. Mi vida. Traducción de Luis Romano Haces. Barcelona: Tusquets, 1985. MEDEIROS, Paulina. Felisberto Hernández y yo. 2ª edición. Montevideo: Libros del Astillero, 1982. OTTINGER, Didier. Dictionnaire de l’objet surréaliste. Paris: Gallimard, 2013. RAMA, Ángel. “Felisberto Hernández”. Capítulo Oriental, nº 29. Montevideo: Centro Editor de América Latina, 1968. “Su manera original de enfrentar al mundo”, en Escritura. Teoría y crítica literarias, nº 13/14, Caracas, enero-diciembre, 1982, pp. 243-258. SICARD, Alain. Felisberto Hernández ante la crítica actual. Caracas: Monte Ávila, 1977.


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Los alrededores de los silencios hernandianos Una introducción Enea Zaramella

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Detrás del silencio, como detrás de una cortina, siempre hay algo. Luego de una despedida, después de un rechazo sentimental, afuera, o dentro de un teatro vacío, se esconden los espectros y fantasmas subrepticios del remordimiento. Es el espacio de la negación: del no haber dicho, del no haber hecho, del no ser lo suficientemente sagaz para escuchar. Antes de ocupar el espacio de la culpa, de la indecisión o de la cobardía, de alguna forma postulando cierto/s tipo/s de estética/s, el silencio no existe.1 Más bien es una metáfora que puede tener función simbólica en el sentido 1 Me valgo de la conocida experiencia de John Cage cuando, en la década del 30, entra en una cámara anecoica para comprobar el silencio: “No hay cosas tales como un espacio vacío o un tiempo vacío. Siempre hay algo que ver, algo que oír. De hecho, podemos intentar hacer silencio, mas no podemos. Para cierto tipo de finalidades de las ingenierías, es deseable mantener un espacio lo más silente posible. Este cuarto es llamado cámara anecoica, sus seis paredes hechos de un material especial, un cuarto sin ecos. Hace unos años, entré en uno de estos espacios en la Universidad de Harvard y oí dos tipos de sonido, uno alto y uno bajo. Cuando los describí al ingeniero encargado (de la sala), me informó que el alto era el sonido de mi sistema nervioso en función, el bajo era de la sangre en circulación. Hasta cuando me muera habrá sonidos” (CAGE, 1978, p. 8, traducción mía). [Salvo cuando se refiera la edición de una obra traducida al castellano, la traducción de las citas me pertenece]. Además, al mencionar cierto tipo de estética del silencio aludo al homónimo ensayo de Susan Sontag.


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de que, para uno darse cuenta de que el silencio no existe, es preciso imaginarlo a través del lenguaje y percibirlo como representación. Es por eso que también el silencio es un estado: el lenguaje, desde luego, da cuenta de eso mediante la aparente excepcionalidad conceptual del “estar muerto” contra la regla gramatical ordinaria del “estar callado”. El silencio es terrorífico porque, dependiendo de cómo se manifiesta, de la manera en que se narra, de la latencia con que penetra y el nivel de sugestión con que se le teme, gravita, llega, rodea, desaparece, se interrumpe, se guarda, se rompe, se posa, incluye, llena, vacía, pinta…en fin, es inabarcable. Es terrorífico porque es el medio con que se callan las voces: se impone o es impuesto.

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Perseguir el silencio es hecho religioso, así como religiosamente se guarda alrededor del secreto circunscrito a un grupo de personas: masonería, mafia, sociedades secretas, militares, económicas, científicas, etc. El silencio desarrolla dinámicas de poder diversas si se piensa, por ejemplo, en la posición de fuerza dada por el “privilegio” de compartirsiendo-(parte d)el-secreto y, al mismo tiempo, en el potencial “destructivo” de su posible revelación. De tal forma, el silencio descansa en la intencionalidad del gesto, aquel movimiento cortante y autoritario del dedo índice que toca los labios, sigilándolos. La interpretación milenaria del gesto, también milenario, aparece representada en la figura del Dios del Silencio, Harpócrates, protector de los Misterios Sagrados y de los rituales iniciáticos de la civilización egipcia. El gesto de Harpócrates, por lo tanto, se puede entender como exhortación y como amenaza. El aparente conflicto entre el valor atribuido a la palabra pronunciada y el gesto del silencio de Harpócrates encuentra entonces su explicación en la exhortación a la prudencia y al silencio que el sabio tiene que observar consciente de que la palabra determina el destino, o mejor dicho se identifica con ello, como subrayaba la fórmula glossa tuke, glossa daimon. El más común de los significados atribuidos al gesto del silencio de Harpócrates era de amonestamiento hacia los iniciados a los Misterios Sagrados, de no divulgar los secretos alrededor de los rituales iniciáticos. Pero la figura del joven dios como protector de los Misterios Sagrados volvía a ser también su emblema y parece claro que su gesto del silencio no se limitaba a amonestar para observar la discreción necesaria respecto a las cosas sagradas, sino él mismo era el símbolo de un camino para el conocimiento fundado en la concentración del pensamiento y de la voluntad, en la interiorización de la palabra y en la comprensión de su valor divino y de su poder creativo. (HÖBEL)


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Simulacro y sabiduría. Por un lado, el Dios del Silencio no es solamente aquel que guarda los Misterios iniciáticos sino, por causa del silencio que observa, él mismo se vuelve significante emblemático del Misterio, es decir, significa el secreto. Por otro lado, el sabio es quien sabe mucho pero habla poco, o casi nada. No es el maestro, sino el oráculo: alguien que en el aislamiento del silencio examina el peso de las palabras navegando los ríos del conocimiento. En este sentido, el vínculo entre silencio y palabra condensa el espacio de la exégesis y, de manera opuesta a lo que se puede superficialmente pensar como falta de información, extiende el poder creativo. Lugar abierto y sin palabras, el silencio multiplica las interpretaciones porque el pensamiento fluye más rápido que el lenguaje.

Punto y Stimmung

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Se puede pensar el Silencio como el (corto) circuito que produce la escritura y el pensamiento (el pensamiento como proceso de escritura/la escritura como proceso de pensamiento/y el proceso como escritura y pensamiento a ser descritos). En este sentido, cabe subrayar que un punto de contacto entre el pensamiento de Felisberto Hernández y Carlos Vaz Ferreira2 se da en el campo de la música. No obstante la divergencia de gusto acerca de los géneros musicales –el filósofo, por ejemplo, al contrario de Hernández, prefería las atmósferas romántico-impresionistas de un Debussy que las exploraciones innovadoras de un Stravinski– es mediante la escritura musical que Vaz Ferreira orienta las dinámicas del pensamiento. La analogía bien se expresa en el siguiente pasaje: El procedimiento corriente de escribir, lineal, no bastaría para expresar la complejidad del pensamiento. El único artificio tipográfico que tenemos para expresar nuestras complicaciones mentales es el paréntesis, además de la coma y los guiones. Se necesitarían muchos más. Como nosotros pensamos muchas cosas al mismo tiempo y a veces se nos ocurre el pro y el contra de una cuestión simultáneamente, como una serie de ideas y de pensamientos accesorios están fundidos con el principal, para no vernos obligados a esquematizar tanto al escribir, se 2 Pensador nacido en Montevideo (1872-1958), integrante de la generación del Novecientos, ensayista, profesor, esteta y melómano a quien se tiene como el solitario filósofo en la historia del Uruguay.


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inventarían procedimientos gráficos como, por ejemplo, escribir como en pentagrama, escribir en líneas divergentes de manera que de arriba y de debajo de la línea salieran otras en distintos sentidos, por donde iría la expresión de ciertos pensamientos accesorios que tendrían que ser pensados al mismo tiempo que el principal. Podría haber como claves para los distintos grados de creencia: claves de duda, o de certeza, o de probabilidad. Es fácil seguir. (VAZ FERREIRA, 1963, p. 379)

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Por estar cómodo al expresarse mediante los dos códigos (literario y musical), resulta fácil imaginarse a Hernández apropiarse de esta fórmula y experimentar en sus exhibiciones con el poeta Yamandú Rodríguez los extremos sonoros de la poesía y de la música para piano.3 Una práctica que, como afirma José Pedro Díaz en la biografía del autor, seguiría proponiendo sucesivamente en cafés, teatros y bares cuando interpretaba sus cuentos acompañándose por las notas del piano. La naturaleza de estas funciones, que de alguna forma relacionan más cercanamente el intérprete con el público, hace pensar en la capacidad de crear tensiones y relajamientos durante los actos mediante una atenta dosificación de silencios. Sobre todo, sería provechoso pensar también en los signos de puntuación como aquellos rasgos de la profunda analogía entre escrituras, lingüística y musical en este caso. Con este propósito, cabe mencionar aquellas reflexiones de T. W. Adorno sobre literatura, especialmente el ensayo “Signos de puntuación” donde se puede notar la dirección tomada por el filósofo alemán: 3 Hernández emprendió un viaje de gira, entre 1931 y 1932, por el interior del Uruguay y Argentina con el poeta y narrador Rodríguez, en el que presentó espectáculos definidos “conciertocharlas”. Algunas referencias de esta práctica se hallan en la correspondencia que Hernández envía a su amigo pintor Lorenzo Destoc y que Norah Giraldi de Dei Cas publica en F.H. del creador al hombre. A seguir, se citan algunos fragmentos explicativos de dicha actividad: “el domingo será el concierto-charla. Casi caigo en la tontería-honradez de profundizar el tema y quedarme sin público. Así que contaré anécdotas con la justificación de un minuto de ‘relacionismo’ con psicología, apenas algunos términos y media luz como para que se queden con la impresión que aprendieron o saben más que antes. Claro que también les prevendré que eso no es todo, pero les contaré la anécdota de la pelota contra el espejo y otras como ‘prueba’ de mi temperamento extrovertido, y les explicaré lo que quiere decir. Pero sobre todo anécdotas: hablando en difícil al principio, cual introducción en los valses de Canaro, gozan después mejor la anécdota…Cuénteme cuentos ‘gordísticos’ y ‘viejísticos’ y mande materia prima para una novela” (GIRALDI DE DEI CAS, 1975, pp. 113-14); “En total le diré que las conferencias van macanudamente. En Trenque Lauquen tendré gran trabajo en ese sentido y será para la inauguración del Instituto Cultural… necesitaría la Psicología, la Psiquiatría y si es tan patriota el libro de Vaz Ferreira sobre problemas sociales. Tengo dada una conferencia sobre Hitler que lo divertiría mucho, pero además de las fichas psicológicas tengo unos datos colosos” (GIRALDI DE DEI CAS, 1975, pp. 114-15).


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En ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical como en los signos de puntuación. Coma y punto corresponden a la semicadencia y a la auténtica cadencia. Los signos de admiración son como silenciosos golpes de platillos; los signos de interrogación modulaciones de frasco hacia arriba, los dos puntos son acordes de séptima dominante; y la diferencia entre coma y punto y coma únicamente la captará correctamente quien perciba el diferente peso del fraseo fuerte y débil en la forma musical. Pero tal vez la idiosincrásica oposición contra los signos de puntuación que se produjo hace cincuenta años, y que ningún observador atento pasará totalmente por alto, no sea tanto revuelta contra un elemento ornamental como plasmación de la virulencia con que música y lenguaje divergen. Sin embargo, difícilmente se podrá tener por casualidad el hecho de que el contacto de la música con los signos de puntuación lingüísticos estuvo ligado al esquema de la tonalidad, que desde entonces se ha desintegrado, y de que el esfuerzo de la nueva música podría sin duda describirse perfectamente como un esfuerzo por conseguir signos de puntuación sin tonalidad. Pero si la música está obligada a mantener la imagen de su semejanza con el lenguaje, es muy posible que el lenguaje esté obedeciendo a su semejanza con la música cuando desconfía de los signos de puntuación. (ADORNO, 2003, p. 105)

Las palabras de Adorno, en particular, muestran que los signos de puntuación son simultáneamente insuficientes para expresar el pensamiento pero representativos –en cuanto huellas– del carácter musical del lenguaje, hecho que la escritura, así como también había vislumbrado Vaz Ferreira, no consigue detener. Por lo tanto, si el pensamiento debe necesariamente manifestarse a través del lenguaje, resultaría plausible postular cierto parecido entre música y pensamiento o, por lo menos, entre la escritura de la primera y la posible transcripción del segundo. Sin profundizar el contexto de referencias en las que Adorno está necesariamente pensando –la “nueva música” de la Segunda Escuela de Viena, así como las técnicas narrativas del flujo de conciencia y las demás intervenciones de las vanguardias históricas–, lo que es importante subrayar es que los signos de puntuación encapsulan aquellas indicaciones fundamentales para la reproducción lingüística (modulación, articulación, duración, entonación, ritmo…). Dicho de otra forma, los signos son marcos o presencias gráficas que señalan sin significar, pues adquieren o, más bien, otorgan sentido textual como lazo relacional entre palabras (signos/logos). O mejor, son los lugares vacíos que unen el todo (de un discurso, de una composición musical o de cualquier tipo de sucesión de signos). Entendidos de esta manera, los signos de puntuación atestiguan,


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ocupando su espacio, la presencia del silencio sin el cual el desarrollo de un argumento resultaría una mera masa sonora sin forma. De las reflexiones de Adorno se puede deducir que la articulación de un pensamiento (o un lenguaje) fallaría sin los espacios de lejanía que aproximan a los signos sonoros –en el papel, los espacios blancos entre las palabras, las notas o los números. Es decir, siempre hay silencios, pero cada gesto, cada modificación de matiz se puntúa. El signo de puntuación es una necesidad dada por la ejecución y, al mismo tiempo, cumple una función estructural en la forma en que se organiza el pensamiento a través del lenguaje. Sin embargo, debido a las evoluciones tecnológicas de la escritura,4 los silencios del lenguaje y de la música se oyen y se ven así como se pueden ver aquellos silencios que normativizan las acciones y los gestos. En este sentido, el siguiente fragmento resulta bastante representativo porque describe la entrada del pianista en el escenario y parte de la ejecución que habría de tocar durante un evento tan importante como su primer concierto:

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Había llegado a la silla y todavía no aparecían los primeros aplausos. Al fin llegaron y tuve que inclinarme a saludar interrumpiendo el movimiento con que había empezado a sentarme… [En la platea] vi sembrados muchos pares de manos. Entonces yo puse las mías en el piano, dejé escapar acordes repetidos velozmente y en seguida me volví a quedar quieto. Después, y según mi programa, debía mirar unos instantes el teclado como para concentrar pensamiento y esperar la llegada de la musa o del espíritu del autor. —Era el de Bach y debía estar muy lejano—. Pero siguió entrando gente y tuve que cortar la comunicación. Aquel inesperado descanso me reconfortó; volví a mirar a la sala y pensé que estaba en un mundo posible. Sin embargo, al pasar unos instantes sentí que me iba a alcanzar aquel miedo que había dejado atrás hacía un rato. Traté de recordar las teclas que intervenían en los primeros acordes; pero en seguida tuve el presentimiento de que por ese camino me encontraría con algún acorde olvidado. (HERNÁNDEZ, 2011b, p. 129)

En esta escena descrita por Hernández la acción está puntuada a través de una serie de silencios virtuales y actuales que operan en dos 4 Por evolución tecnológica de la escritura se entiende el proceso causado por aquellas intervenciones instrumentales que modificaron la escritura como medio y como costumbres (paradigmas) actuando, por lo tanto, en las dinámicas de creación, producción, circulación, etc. Explícitamente: de Guido Monaco (d’Arezzo) al iPod, de Johannes Gutenberg a Microsoft y Apple. El tema ha sido pensado por innumerables filósofos como Benjamin, Adorno, Rancière, y por críticos como McLuhan, Sterne, Innis y Kittler.


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campos sensoriales distintos: la vista y el oído. Los aplausos con los que el público da la bienvenida al pianista, por ejemplo, interrumpen un silencio visual (la entrada en el palco) puesto que el artista modifica la intención de sentarse para mostrar su agradecimiento. La “llegada de Bach” también se instala en un instante de vacío acústico que el pianista ve en la tecla del piano, si bien se trata, por decirlo de alguna forma, de un silencio comunicativo. El silencio que reina en la sala permite la conversación que se localiza en otro lugar ajeno a ella. Al mismo tiempo, ese lugar virtual depende de la sala dado que la súbita entrada de algún otro espectador paraliza el silencioso diálogo entre el pianista y la musa. Sin embargo, la mirada del pianista identifica un “mundo posible” (o sea, por definición virtual o utópico) que no es otra cosa que la realidad del teatro. De tal forma, el silencio cautiva la percepción de la presencia, de un estar sin necesariamente estar. El pianista se tranquiliza porque ve que su Silencio “funciona”,5 o sea, le permite llegar al estado de abstracción necesario para que la función pueda comenzar.

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Entonces decidí a atacar la primera nota. Era una tecla negra; puse el dedo encima de ella y antes de bajarla tuve tiempo de darme cuenta que todo iba a empezar, que estaba preparado y que no debía demorar más. El público hizo un silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir. Sonó la primera nota y parecía que hubiera caído una piedra en un estanque. (HERNÁNDEZ, 2011b, pp. 129-30)

La descripción plástica de la alternancia entre sonidos y silencios es evidente. La tensión que provoca el silencio se manifiesta de manera visual en el momento del attacco a través de la idea expresada por el “accidente que se ve venir”. Un momento, una fracción de tiempo en que el suspiro se detiene a esperar lo inevitable, la tragedia del choque. Se trata de un “vacío” que incorpora una parálisis sorda que aniquila la percepción de la primera nota perdida en la profundidad del agua. El acorde, lanzado como la piedra en el centro de un estanque, se expande concéntricamente hacia los oídos de los presentes. La nota se ve resonar 5 Las palabras de Roland Barthes sirven para puntualizar la paradoja que aquí puede presentarse respecto la relación silencio-ruido. Al tomar como ejemplo de comparación el funcionamiento de una máquina para ensayar su análisis sobre el lenguaje, Barthes dice: “así como las disfunciones del lenguaje están en cierto modo resumidas en un signo sonoro: el farfulleo, del mismo modo el buen funcionamiento de la máquina se muestra en una entidad musical: el susurro. / El susurro es el ruido que produce lo que funciona bien. De ahí se sigue una paradoja: el susurro denota un ruido límite, un ruido imposible, el ruido de lo que, por funcionar a la perfección, no produce ruido; susurrar es dejar oír la misma evaporación del ruido: lo tenue, lo confuso, lo estremecido se reciben como signos de la anulación sonora (BARTHES, 1987, p. 100).


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porque las olas que alcanzan la orilla son el recuerdo, la traza, de su contacto con el agua. El ápice de silencio, el punto de su mayor intensidad, se logra a través de la mediación visual del movimiento inaugural del pianista.

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Al darme cuenta que aquello había ocurrido sentí como una señal que me ofuscó y solté un acorde con la mano abierta que sonó como una cachetada. Seguí trabado en la acción de los primeros compases. De pronto me incliné sobre el piano, lo apagué bruscamente y empecé a picotear un “pianissimo” en los agudos. Después de este efecto se me ocurrió improvisar otros. Metía la mano en la masa sonora y la moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el movimiento y la volvía a encontrar caliente. Yo me sentía en la cámara de un mago. No sabía qué sustancia había mezclado él para levantar este fuego; pero yo me apresuraba a obedecer apenas él me sugería una forma. De pronto caía en un tiempo lento y la llama permanecía serena. Entonces yo levantaba la cabeza inclinada hacia un lado y tenía la actitud de estar hincado en un reclinatorio. Las miradas del público me daban sobre la mejilla derecha y parecía que me levantarían ampollas. Apenas terminé estallaron los aplausos. Yo me levanté a saludar con parsimonia, pero tenía una gran alegría. (HERNÁNDEZ, 2011b, pp. 129-30)

Si las digitaciones en el teclado producen la vibración sonora de los acordes y las notas, también el movimiento del cuerpo acompaña cierto tipo de intensidad visual relacionada con el sonido. Por un lado, estos gestos acompañan la entrega del pianista para con la interpretación de la pieza –la continuidad del diálogo silencioso con el espíritu del compositor– y, por otro, parecen movimientos que anuncian (anticipan o acompañan) las variaciones rítmicas, como en este caso, con el pasaje de la “cachetada” del primer acorde hacia las notas arpegiada del “pianissimo” y de éstas para el tiempo lento del final. Sin embargo, lo que más llama la atención es la presencia física del sonido que alcanza su nivel figurado en las formas de una “materia plástica” que los dedos moldean al graduar las intensidades de silencios que la masa sonora requiere al “enfriarse”. De todas formas, la imagen opera en el proceso creativo hernandiano pasando por varios ejercicios del lenguaje. Después de la experiencia con Rodríguez, Hernández se apropia de la práctica y consolida su actividad artística alrededor de funciones teatrales en las que, solo,


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dicta conferencias acompañándose por el piano. Como sostiene Díaz, la época en que los “conciertos-charlas” se intensifican, periodo que aproximadamente va de 1936 a 1940, juega un papel de fundamental importancia para que Hernández siga su verdadera vocación de escritor (DÍAZ, 2000, pp. 57-60). El tránsito hacia la palabra, si así se puede llamar, se enriquece si se toma en consideración otra de las actividades del autor: la taquigrafía. Para Díaz, en este tipo de escritura “jeroglífica”6 figura una alternativa real de sustentación (DÍAZ, 2000, p. 59). Al mismo tiempo, como se puede observar en la correspondencia de Hernández de ese mismo periodo, la taquigrafía representa el recurso que permite al pianista pasar de la música a la escritura. Sin embargo, el desarrollo de un estilo taquigráfico personal para “documentar algo para sí y sólo para sí” (DÍAZ, 2000, p. 56) refleja el deseo, si no de alcanzar la simultaneidad, por lo menos de correr atrás del pensamiento con mayor rapidez. En una carta a su compañera de la época, la pintora Amalia Nieto,7 mencionada por el mismo Díaz, Hernández pregunta: “¿Tú sabes que una de las ideas que tuve al aprender taquigrafía, era hacer la experiencia de ir tomando todo lo que pensaba?” (DÍAZ, 2000, p. 56). La escritura de los signos que Hernández acomoda a sus necesidades puede relacionarse con lo que Vaz Ferreira imaginaba con respecto a la “escritura musical del pensamiento”. Si este fuera el caso, la taquigrafía tendría más afinidad con la música que con la escritura lingüística de su sucesiva producción literaria. Puesto que la sensibilidad músico-literaria hace parte de la vida artístico-laboral de Hernández desde su infancia y adolescencia, es indudable el aporte que la experiencia poético-musical con Rodríguez y el progresivo franqueo solista del mismo –o similar– ejercicio entre lenguajes trascienden los límites creativos de su actividad cultural. Taquigrafiar, sin embargo, no es sólo archivar los pensamientos y los recuerdos, sino también, y ante todo, visualizarlos. Una preocupación hacia lo visual que es fundamental para Hernández y que resulta determinante para acercarse a su producción literaria. No hace falta mencionar de nuevo la lista de los integrantes del círculo intelectual y de 6 Por mucho tiempo, las libretas que contienen los apuntes taquigráficos de Hernández constituyeron una fuente de interés investigativo por la aparente unicidad de su sistema de escritura, que mezcla la tradición sígnica italiana con la francesa, y por ser un silencio bibliográfico en la lista de escritos del autor. Sin embargo, en 2009 Juan Grompone consiguió descifrar los que hasta aquel momento habían sido jeroglíficos, traduciendo unas páginas de la autobiografía de Hernández escrita en tercera persona. Sobre la taquigrafía se remite a los trabajos de Avenir Rossel (1983, pp. 41-46) y Grompone (2011, pp. 206-212). 7 Amalia Nieto (1907-2003) fue artista plástica. El casamiento con Hernández dura de 1937 hasta 1942.


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amigos frecuentados por el autor, dentro de los cuales figuraba también el pintor Torres García, y tampoco su relación amorosa con Nieto, cuyo camino estilístico siguió el del maestro del Universalismo Constructivo,8 para mostrar la presencia de estímulos plásticos a los que estuvo expuesto a lo largo de su vida. Lo que resulta relevante es la correspondencia de este periodo entre Hernández y Nieto en la que se postula un posible plan para actuaciones futuras donde lo visual se convertiría en protagonista. Es siempre Díaz quien parafrasea esta carta: es natural que [Hernández] vuelva a referirse a la posibilidad de otras presentaciones públicas como la que motivó el éxito reciente [de los conciertos-charlas]; así le explica a su compañera cómo ha pensado mucho en que podrían poner actos culturales con conferencias y exposiciones. Y ha pensado efectivamente que así como hizo una presentación de la vida y de la obra de algunos músicos, acompañando sus ejecuciones con una conferencia, del mismo modo podrían encarar, con su mujer, que es pintora, la realización de “exposiciones-conferencias”. (DÍAZ, 2000, p. 60)

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Dado que la presentación de los conciertos-charlas había sido exitosa, Hernández no duda en proponer a su esposa la idea de encontrar nuevas maneras para contrapuntear los distintos lenguajes de la expresión artística. A pesar del resultado que tal actividad hubiera podido significar para el histrión, es incuestionable que Hernández pensó constantemente en la interacción y en la simultaneidad del atravesamiento de 8 Embebido del aura conseguida por estar circulando entre los grandes nombres de la vanguardia europea (en 1929, junto a Michel Seuphor, funda en París el grupo Cercle et Carrè en el cual también participaban Mondrian, Vantongerloo, Arp, Kandinsky, Vordemberge-Gildewart y Pevsner), Torres García establece en Montevideo la Asociación de Arte Constructiva (AAC) y empieza a dictar clases y conferencias. En su estudio y, sucesivamente, en el Taller Torres García se dedica a enseñar los rudimentos técnicos, prácticos y filosóficos del arte plástico y la pintura. Desde Uruguay, Torres García va formando el Universalismo Constructivo a través de una serie de charlas y publicaciones como, por ejemplo, Estructura (1935), La tradición del hombre abstracto (doctrina constructivista) (1938), Metafísica de la prehistoria indoamericana (1939). En esta misma década también aparecen los primeros tres Manifiestos del Arte Constructivo pero hay que esperar 1944 para que salgan publicadas las 150 conferencias que el artista pronunció de 1934 a 1943 bajo el título Universalismo Constructivo. El vigor del subtítulo, “contribución a la unificación del arte y la cultura de América”, sugiere la armonización artística del continente mediante la fusión abstracta de la naturaleza (animal, vegetal e intelectual) del continente y la linealidad de la línea (recta o curva) derivada del uso cubista, neoplasticista y surrealista. Verticalidad y horizontalidad definen espacios en los que habitan símbolos del mundo que recuerdan elementos precolombinos. El espesor concreto de las líneas modula geométricamente el espacio cuya estructura se rige en el cálculo de la abstracción del equilibrio entre hombre y naturaleza. Temas y conceptos del Universalismo Constructivo son detalladamente explicados por el mismo Torres García. Para el contexto y una visión más generalizada, véase Lucena http://www.eras.utad.pt/docs/Articulo%20Lucena%20ERAS.pdf, los ensayos en la página de la Escuela del Sur http://www.artemercosur.org.uy/artistas/torres/index.html#anchor99397 y Fletcher en Crosscurrents of Modernism: Four Latin American Pioneers: Diego Rivera, Joaquín Torres-García, Wifredo Lam, Matta.


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varios registros artísticos. Uno de los ejemplos más íntimos que aclara este tipo de heterogeneidad es dado por la relación epistolar que sostuvo con Nieto que, en muchas ocasiones, solía escribir cartas interviniendo también en el plano gráfico con dibujos en tinta y acuarela.9 Tomada como género literario, la carta puede ser vista como un modo de reificar el silencio del destinatario. La ausencia del otro se vuelve el silencio del mismo, quien no sólo escribe pensando en su lector sino, como ocurre en el caso del diario privado, escribe desde y también para sí mismo. El papel blanco es el lugar reflexivo de la confrontación del escritor con su silencio de donde busca las imágenes de la idea que de sí mismo quiere transmitir. Ideas que en las cartas (y en las partituras) se convierten en acontecimientos estéticos. Los dibujos abstractos que Nieto superponía en su correspondencia debían capturar la atención de Hernández como si, amén de las palabras, fueran el punctum10 de las cartas que tenía delante. Al recibir una composición plástica, que supuestamente debía de formar parte de un afiche para un concierto futuro, Hernández comenta:

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al principio fui sorprendido por la simpatía máxima del color; cuando vi la figura me pareció que eso le sacaba toda significación a “lo demás”; pero enseguida me interné en el clown y ha sido como algo que vi a la entrada y nada más: los dos sobres y los otros cinco volúmenes me dan la sensación de una “emboscada” que asienta ma9 La referencia viene de la publicación organizada por Sergio Elena Hernández, Amalia NietoCartas a Felisberto. El volumen es más bien un pequeño catálogo íntimo de la pintora porque la correspondencia no aparece si no ocasionalmente y de manera muy fragmentada, a pesar de existir en el archivo privado del organizador “más de cien cartas” (ELENA HERNÁNDEZ, 2008, p. 9). No obstante la inclusión de textos de Cortázar, Calvino y Torres García dedicados a ensalzar el prestigio de los dos artistas y de la arbitrariedad de mucha de la información y relaciones interpretativas provistas por Elena a lo largo de su largo ensayo introductorio, “Acordes aplastados”, los méritos de esta publicación son: 1) constatar la intervención plástica de Nieto tanto en la correspondencia (aunque descontextualizada por haber sido recortados y enmarcados los dibujos) como en algunas de las partituras sobre las que Hernández ensayaba. A propósito de estas ilustraciones, sería apropiado verificar si Nieto solía decorar/interpretar las partituras de los compositores tocados por Hernández o si solamente se limitó en hacerlo para las únicas dos reproducidas en el volumen que se encuentran sobre los Trois Mouvements de Pétrouchka de una edición transcrita para piano-solo por Stravinski (Elena define estas decoraciones “Los Petrouchkos”). Sin embargo, en una comunicación privada, Elena comunicó que también en la partitura de la Danza Andaluza de Manuel de Falla hay dibujos parecidos pero no hay la certidumbre de que sean de Nieto, sino de la hermana de Hernández, Deolinda, que en algún momento frecuentó el taller de Torres García. 2) Unas cuantas reproducciones fotográficas a modo de menudo álbum familiar. 3) Aún incompleto, el anexo que Elena incluye en la parte final del libro es un archivo importante para tener una idea de la actividad pianística de Hernández porque en él se pueden encontrar reseñas así como algunos de los programas y pósteres de sus conciertos. 10 Para el análisis/lectura de una imagen fotográfica, Barthes, en Camera lucida, distingue dos planos operativos para la interpretación que se desarrolla mediante una serie de elementos contextuales que sirven, por ejemplo, para colocar la imagen en un determinado momento histórico, político y social, y otros que “capturan” más la atención y afectan emocionalmente al “lector”. Al primero Barthes lo define con el término studium y al segundo con punctum. De toda manera, hay que estar conscientes de las diferencias entre pintura y fotografía; por eso, aquí los términos de Barthes se utilizan por la manera en que operan y no por lo que implican.


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ravillosamente el alma. Bueno, con respecto a la entrada en la obra del clown es muy simpático, pero en la cartita mucho más; si se pensara que fue hecho para la entrada de una carta, no habría en el mundo nada más genial. Con respecto al color te diré que es lo que más he sentido, como si fuera la coincidencia más grande con mi placer. Lástima no ver el color del otro [el clown] que me gusta muy seriamente; he pensado en la costumbre que tenemos de la “figuración” y de relacionarla con los sentidos. (ELENA HERNÁNDEZ, 2008, p. 10)

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Amalia Nieto. Cartas a Felisberto. Buenos Aires Galería Jorge Mara-La Ruche/Montevideo: Centro Cultural de España, 2008.

Tras haber sido capturado por el afán del todo, del choque visual del color y de las formas de la figura central que domina la composición, Hernández reacciona frente al detalle emocional representado por el clown (en la parte superior izquierda), elemento que Nieto había colocado anteriormente en una carta para su esposo.


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Amalia Nieto. Cartas a Felisberto. Buenos Aires Galería Jorge Mara-La Ruche/Montevideo: Centro Cultural de España, 2008.

La vuelta atrás de la mirada –“algo que vi a la entrada y nada más”–, caracterizada por el recuerdo de haber ya visto la misma figura en otro lugar, adopta un sentido parecido al resonar de las notas imperceptibles en función de anacrusa.11 El foco de la atención persiste en el 11 En Musical Theory for the Music Professional, Richard Sorce explica que “En una obra musical, cada compás completo empieza con un pulso ‘bajo’ (downbeat). De cualquier manera, a menudo una pieza comenzará con un compás incompleto; o sea, el primero de los compases no contendrá el número completo de batutas inscritas en la signatura de compás. En una pieza breve o de moderada duración, la combinación de primero y último compases contendrá el número total de batutas anotado en la signatura. De hecho, el primer compás incompleto contiene el resto de las batutas del último. A aquellas batutas en el primer compás incompleto se las considera como anacrusa, una sílaba acentuada (arsis), o como una recogida rítmica (pick-up beat). Para determinar la batuta correcta con la que se empieza la cuenta del compás incompleto, hay que calcular el número de las batutas “faltantes” en el compás incompleto y sustraerlo del número superior de la signatura de compás” (SORCE, 1995, p. 21). Asimismo, en The Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics al término anacrusa corresponde la siguiente definición: “Una o más de una de las sílabas extramétricas al comienzo de una línea, normalmente no acentuada. Procéfalo sería una descripción más acertada y de mejor autenticidad. El término anacrusa fue adoptado, al comienzo, por el erudito Richard Bentley de la escuela clásica del siglo XVIII, y


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detalle inicialmente desapercibido, como si el clown fuera el artífice subrepticio de la caricaturesca “emboscada” al personaje principal. Al cambiar de situación (de la carta al póster), la imagen pierde su color pero no su tono.12 Es como si al mudarse de ambiente el clown se enmudeciera, pero este nuevo silencio de la figura siguiera todavía significando. Puesto que, como dice Barthes, “el punctum es… una especie de sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase el deseo más allá de lo que ella misma muestra” (BARTHES, 1981, p. 99), los contornos lapizados del clown en la composición muestran y, al mismo tiempo, esconden la narración de los pormenores cotidianos que las pequeñas pinceladas coloridas –perdidas entre las líneas de la carta– entonaron a su vez. Parafraseando una anécdota de Barthes sobre Kafka y Janouch,13 la ceguera voluntaria que imprime la imagen sobre la retina aumenta la atención visual hacia el objeto que, desde su silencio, habla.14 Palabra e sucesivamente en la práctica por Gottfried Hermann, así como por la mayoría de sus sucesores alemanes del siglo XIX, quienes extendieron los principios que descubrieron alrededor de las

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prosodias cuantitativas del verso clásico al análisis de las prosodias acentuadas de los vernáculos modernos, sin considerar las diferencias integrales entre los dos sistemas. En los tiempos modernos, el término anacrusa ha sido usado en la analogía con la música, donde unas notas adicionales pueden preceder, sin objeción, el primer compás de la melodía. Algunas teorías musicales sobre tempo y metro (por ejemplo, Joshua Steele, Andreas Heusler) tratan las frases poéticas como si fueran un conjunto musical, es decir, como si los acentos comenzaran los compases, de modo que todas las sílabas no acentuadas que preceden el primer acento –por ejemplo, la primera sílaba en el pentámetro yámbico- son casos de anacrusa…” (GREEN, 2012, p. 47). 12 Al decir de Torres García: “el tono o valor, pertenece a un orden ideal; cada tono está visto y sentido en lo universal, mientras que el color ni es pensado ni visto de tal forma. El tono es construcción, no el color... Porque en el tono está lo profundo de la pintura”. La cita está tomada del ensayo “La recuperación del objeto” que aparece en la página web del Museo Torres García http://www.torresgarcia.org.uy/uc_72_1.html 13 Siempre en Camera Lucida Barthes escribe: “En el fondo –o en el límite– para ver bien una foto vale más levantar la cabeza o cerrar los ojos. ‘La condición previa de la imagen es la vista’, decía Janouch a Kafka. Y Kafka, sonriendo, respondía: ‘Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos’. La fotografía debe ser silenciosa (hay fotos estruendosas, no me gustan): no se trata de una cuestión de ‘discreción’, sino de la música. La subjetividad absoluta sólo se consigue mediante un estado, un esfuerzo de silencio (cerrar los ojos es hacer hablar la imagen en silencio). La foto me conmueve si la retiro de su charloteo ordinario: ‘Técnica’, ‘Realidad’, ‘Reportaje’, ‘Arte’, etcétera: no decir nada, cerrar los ojos, dejar subir sólo el detalle hasta la conciencia afectiva” (BARTHES, 1981, pp. 93-4). 14 La aporía alrededor del significado, cubierto por palabra e imagen, se reconcilia, al decir de Octavio Paz, en el plano de la creación poética: “La experiencia poética es irreductible a la palabra y, no obstante, sólo la palabra la expresa. La imagen reconcilia a los contrarios, mas esta reconciliación no puede ser explicada por las palabras —excepto por las de la imagen, que han cesado ya de serlo. Así, la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mis-


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imagen implosionan al mostrar su (in)expresividad. Implosionan porque lo que espera a las dos es el silencio de la comunicación. La equivalencia que anula la no/significación mira, sin embargo, hacia un principio de entonación que se puede aplicar en cualquier registro expresivo. Pues, no es lo que se toca, se dice o se escribe que significa, sino cómo tales acciones se manifiestan y se reciben. El ejemplo del clown, entonces, orbita alrededor del concepto filosófico de Stimmung15 porque acuerda (pone en sintonía) el estado emocional de Hernández con el dibujo y, por extensión, con la presente ausencia de Nieto. Al mismo tiempo, Hernández se acuerda (o la imagen le hace recordar) del clown original en tanto la falta de colores y la rememoración de los mismos conciertan16 la “figuración” en relación a los sentimientos.

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De manera más o menos tangencial, tanto los signos de puntuación como el punctum pueden ser interpretados como manifestaciones operantes del silencio que, a su vez e idealmente, tendría connotaciones de “armonía absoluta”. La “perfección” detrás de lo absoluto seguiría, de alguna forma, la múltiple variedad de extensiones semánticas adquiridas en el curso de los siglos por la palabra punto. Empezando por mos. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio y la no significación. Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no-significación se vuelven términos equivalentes. Tal es el sentido último de la imagen: ella misma” (PAZ, 1967, p. 41). 15 La intraducibilidad de la palabra alemana Stimmung es un tema filosófico de gran amplitud. Para Heidegger se trata de cierta “disposición/estado emocional” que juega uno de los roles constitutivos de la existencia humana desarrollado en El ser y el tiempo (sobre todo, véase el quinto capítulo de la obra). Leo Spitzer dedica un largo estudio a la exploración filológica de la palabra ofreciendo un importante análisis de la heterogeneidad semántica de la palabra moderna desde el principio cristiano de “armonía del mundo” remontando a conceptos usados en textos griegos y latinos (el texto se divide en dos partes que llevan el título de “Classical and Christian Ideas of World Harmony. Prolegomena to an Interpretation of the Word ‘Stimmung’”). Esclarecedor es el reciente trabajo de Hans Ulrich Gumbrecht, Atmosphere, Mood, Stimmung. On a Hidden Potential of Literature, cuyo heroico intento de introducir una “tercera posición” analítica en los estudios literarios ontológicamente diversa del deconstruccionismo y de los estudios culturales no deja de alimentar el debate sobre la centralidad del concepto de Stimmung. La lista de obras podría seguir notablemente. Sin embargo, sólo cabe mencionar el atento trabajo de Daniel Heller-Roazen, The Fifth Hammer: Pythagoras and the Disharmony of the World, donde alude al silenciamiento del ruido para mantener la arquitectura cósmica de la “armonía de las esferas”. 16 Se utiliza esta palabra de manera sinonímica de Stimmung, en el sentido de afinar disponiendo proporción y correspondencia con el “humor” de lo abstracto. La idea nace de la lectura del ensayo de Spitzer ya mencionado.


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la puntura que indica la precisión del sitio penetrado en la piel o en un tejido (lo que Barthes usa para trasponer de lo material a lo figurado su concepto de punctum), la exactitud de su configuración determina la precisión de un lugar (por ejemplo, de un punto a otro, hasta cierto punto, etc.) después del cual, como en el punto final de una oración, no hay continuación. Tal vez no es casual, entonces, que el punto ocupe el lugar del discurso, y especialmente de la escritura, por medio del cual se desarrolla una idea (hacer el punto de la situación, apuntar, explicar los puntos/argumentos/cuestiones de un escrito). El punto define el espacio geométrico-gráfico sin tener, por definición, dimensión alguna: es algo que existe sin existir, como los puntos cardinales que no indican sino sólo orientan. Es probable que de ahí salga su ulterior extensión temporal relacionada con el instante, el momento puntual (un punto crítico). Bien lo saben los aficionados del juego, quienes experimentan la encrucijada espacio-temporal del presente durante cada momento en que ganar o perder puntos constituye la negación del empate. Sin embargo, existe otro punto que encarna el espacio y el tiempo simultáneamente y que está construido alrededor de la presencia: el punto de vista. De gran resonancia en los estudios literarios, la determinación del punto de vista como el lugar de enunciación desde el cual se desarrolla una narración implica, más que la mirada, el lugar de la voz (¡Stimme, en alemán!) que cuenta la historia.17 Al terminar una conferencia sobre el concepto de Stimmung en la filosofía de Heidegger y Hölderlin, Giorgio Agamben afirma que “Stimmung es la condición para que el hombre pueda, sin ser anticipado por un lenguaje extraño, proferir una propia voz, encontrar una propia palabra” y recuerda que “[y]a desde la tradición lírica moderna… esta condición se situaba en una Stimmung [y] designaba la experiencia del hogar al comienzo de la palabra, la situación del logos in arché”18 (AGAMBEN, 17 No parece casual que en Discours du récit Gérard Genette espere hasta el capítulo dedicado a la voz para hablar de punto de vista de la narración. Para profundizar este tema, véase, entre otros Ian Watt, “The First Paragraph of The Ambassadors: An Explication”, Wayne C. Booth, The Rhetoric of Fiction, Norman Friedman, “Point of View in Fiction”, Robert C. Elliot, The Literary Persona, Judith Fetterley, The Resisting Reader. 18 “Logos en arché” puede ser un recurso importante para pensar las dinámicas de re-invención de Latinoamérica, de una forma narrativa aproximada a la experiencia bíblica, desde las crónicas hasta los exploradores más recientes, como declara Mary Louise Pratt, por ejemplo, “primero y más importante, Humboldt reinventa Sudamérica como naturaleza […], una naturaleza en movimiento, potenciada por fuerzas vitales, muchas de las cuales son invisibles al ojo humano”


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2005, p. 88). Sin embargo, Agamben concluye preguntándose: “¿Pero, puede Stimmung, volviéndose Stimme, asignarle un lugar al lenguaje y, de tal manera, adjudicarlo al hombre, al animal sin voz? ¿Puede transformarse en voz la apasionada vocación histórica que el hombre recibe del lenguaje?” (AGAMBEN, 2005, pp. 88-9). Ahora, poco importa si el proyecto hernandiano de las “exposiciones-conferencias” (o ¿por qué no? de un desafiante concierto-charla-exposición) se cumplieron o no; pues, lo que sí interesa es el intento (aunque sólo imaginado) de reconocer las posibilidades de un discurso más amplio que se base sobre las dinámicas de silencios descritas hasta aquí y que, contemporáneamente, dé voz a lazos artísticos que todavía no se habían explorado en el medio en que Hernández circulaba. En otras palabras, la innovación aportada por la actividad de ensamble pianístico-(plástico)-literario de Hernández es introducir una propuesta intelectual para desmitificar el grave silencio que fortifica las d(i/e)ferencias19 entre las artes.

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(PRATT, 2008, p. 118, cursiva mía). En Mimesis and Alterity, Michael Taussig reflexiona sobre la noción benjaminiana de inconsciente óptico, subrayando como ésta se vincula al concepto de “mímesis”: “Al mantener fijo el cuadro en que el ojo estaba deslizándose previamente, al enfocarse atentamente, al amplificar, al disminuir el movimiento de la realidad, el conocimiento científico se obtiene en varias formas mediante la reproducción mimética” (TAUSSIG, 1993, p. 25). El vínculo que se establece entre el conocimiento científico y la facultad mimética recuerda a la figura del narrador-viajero (ya postulada por Benjamin en “El narrador”) operando, como Taussig afirma, “[e]l paso fundamental de la facultad mimética que nos lleva corporalmente a la alteridad pertenece mucho a la tarea del narrador también. Dado que el narrador personificaba aquella situación propia de lo estático y del movimiento en que lo lejos era traído al aquí-y-ahora, arquetípicamente aquel lugar donde el viajero que regresaba se rejuntaba con los que se quedaron en casa” (TAUSSIG, 1993, p.41). Agradezco a Laura Gandolfi, sin quien esta observación no hubiera sido posible. 19 No se pretende entrar en los complejos circuitos lingüísticos derridianos pensando en el concepto de différance/différence y llegar a teorizar el término de archi-escritura en que el signo difiere en el tiempo y en el espacio y, por eso, es diferente. Lo que se quiere subrayar con d(i/e) ferencia es la diferencia causada por el distanciamiento que existe entre las técnicas expresivas en campo artístico. Se trata, por lo tanto, del respeto (deferencia) que surge del vacío o silencio al que estamos acostumbrados guardar en pos de un análisis específico y especializado (el campo), cuyo aparente desinterés había guiado gran parte de la actividad de Hernández.


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Del silencio y de la narración

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Narrar es un ritual que contiene la vida y su organicidad.20 La “condición de materia” de un cuento –lo que se podría pensar como condición de narratividad necesaria para que un cuento funcione– se alcanza mediante la declamación. Al concebir su obra literaria de manera oral, Hernández proporciona al cuento (escrito) el carácter efímero propio del sonido y de la música. La importancia de la escucha, por tanto, vincula el campo musical al literario de modo que el escritor se orienta hacia la emisión de sonidos convirtiéndose, al mismo tiempo, en lector e intérprete de su propia obra. En otras palabras, el escritor es lector y el lector músico y oyente de su composición. El punto de contacto entre el mundo acústico y lo literario se encuentra en la latencia de lo que queda de lo efímero, de lo que pertenece al campo de la escucha (conversaciones, músicas, cuentos, narraciones, etc.)– dado que en el teatro de la vida, como ocurre con las notas en música, cada palabra vale por lo que (re)suena. A la idea viva del cuento –una “síntesis viviente [y] una vida sintetizada”, en términos de Cortázar (1994, pp. 365-385)– corresponde, además, una parcialización del espacio y del tiempo. Como el cuadro de una ventana o de una representación, el límite del marco muestra algo y omite algo más. Si lo omitido es todo lo que queda afuera del recorte crono-tópico del cuadro, la interacción sensorial con el detalle se llena de significación al buscar elementos extra textuales, aquellos pequeños grandes universos silenciosos, que orbitan alrededor del estímulo sensorial y que, al mismo tiempo, lo canalizan semánticamente.21 Es el plano de la vida y de la experiencia de cada uno que, mediado por los sentidos, se alimenta por la exclusión de informaciones, puesto que hay límites en el conocimiento por más que uno “lo sepa todo”. Sin embargo, el intento, o la 20 En una reciente reseña a la novella (ella) de Jennifer Thorndike, Carlos Fonseca escribe: “La fórmula es conocida: narrar para dilatar la muerte. Es la lógica de Las Mil y Una Noches y de El Decamerón, la lógica de la memoria que atraviesa las mejores páginas del terrible Faulkner, la poética de la novela como infinito juego de espejos tal y como la concibió Cervantes. Más terrible aún sería tal vez apostar por la formula opuesta: la narración como reloj de arena, como esperanza de llegar rápido al fin y de ahí partir a un nuevo comienzo. En fin: la narración como esperanza de un fin. Rigor mortis.” (http://elroommate.com/2013/01/27/carlos-fonseca-resena -a-jennifer-thorndike-peru/). 21 Maestro en este tópico desde el campo de la historia es Carlo Ginzburg que con su Formaggio e i vermi (1976), “Spie” (1979) e Il filo e le tracce (2006) ha enseñado –como de hecho sostenía también Borges– que no hay solamente una versión narrativa de la misma historia. Respecto al punto de vista narrativo, véase además los trabajos de Hayden White como Metahistory (1973) y The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation (1987).


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apuesta ilusoria, de omnisciencia lucha con los vacíos del recuerdo y un narrador previene desde el comienzo su tarea: tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y ésa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro. (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 138)

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El movimiento narrativo hacia lo desconocido (por incógnito o impenetrable) y la intención de abarcar aquellos vacíos de la memoria que el narrador se propone escribir corresponden no sólo al deseo de involucrar la parte de uno mismo que se desconoce sino también al narrar desde los silencios de una experiencia. La mediación entre lo actual y lo potencial del recuerdo no remite tanto al mero hecho biográfico sino a su interpretación. Además, si saber una cosa (o creer saberla) significa cesar de saber de ignorarla –mientras que no saberla simplemente significaría ignorarla per se–, la “ignorancia” siempre se mantiene en la base del conocimiento porque “saber” es siempre “saber algo” e ignorar algo más. Lo otro, lo que está afuera del marco. Frente a lo desconocido, Hernández parece entregarse al juego de la omisión como muestra el conjunto de los primeros libros que diseminó entre 1925 y 1931. Por un lado, entra en el mundo de la escritura mimetizándose entre la masa si por “fulano de tal” –un desconocido, uno cualquiera, sin nombre propio– se considera la respetabilidad del anonimato. Es como si la normalización del nombre en Fulano (o el autor anónimo) ampliara el espectro de la experiencia y, al mismo tiempo, su reproducibilidad, dado que si un cuento se comparte entre más fulanos su circulación es más extensa. Por otro lado, y eso se ve más claramente en Libro sin tapas, Hernández recurre a la omisión para subvertir las reglas del mercado. Es decir, el producto niega su rentabilidad puesto que el objeto-libro sin título y anónimo se presenta despersonalizado. Un proyecto, el de un escritor-fulano-de-tal que escribe unos libros sin tapas, que parece destinado al fracaso. Sin embargo, la nota inicial de Libro sin tapas hace prever otra resolución. Allí se declara en la portada, sin el menor titubeo, que “Este libro es sin tapas porque es abierto y


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libre: se puede escribir antes y después de él”,22 lo que se podría considerar como un verdadero llamamiento al público lector que está impulsado a ocupar los silencios que anticipan y siguen el libro.

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Paralelamente al Klavierstück XI de Stockhausen, a la Sequenza I de Luciano Berio o a Mobile de Henri Pousseur considerados por Umberto Eco en su Opera aperta, la idea explicitada por Hernández postula la aparición de un tipo de concepto literario parentético en el sentido de un momento dedicado al compromiso que el lector concede al libro (escrito por otro) frente a la vida (el “libro” escrito por uno mismo). En otras palabras, lo que la nota introductoria de Libro sin tapas parece sugerir es justamente la exploración de lo que no está explicitado en el texto sino lo omitido (lo escrito antes) y lo ignorado (lo que se escribe después). Se reconoce que la espacialidad no se entiende sin la temporalidad, y viceversa. Y si a esta relación se le añade la palabra escrita, el esfuerzo para conjugar tiempo y espacio desvanece al materializarse y deja de ser una cuestión metafísica –“aunque nuestras ideas valgan poco, siempre buscamos la ocasión de meterlas en alguna parte, y de esta manera yo las maté” (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 114). Es la escritura –o el proceso de dar espacialidad gráfica a una idea mediante un lenguaje– que nunca arranca.23 Más bien demuestra la intención de escribir, como aquel “Prólogo de un libro que nunca pude empezar” (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 15), en el mismo tiempo en que se está escribiendo algo. Algo que todavía no es; o sí es, pero de forma oral, acústica. Las varias descripciones del proceso creativo de la escritura que Hernández pormenoriza a lo largo de su obra encuentran su manera de ser leídas bajo la clave de la no-posibilidad: 22 Libro sin tapas, s/d [1929]. Resulta bastante lamentable que en la edición de la obra completa de Hernández publicada por Siglo XXI –cuyo primer volumen recoge los escritos mencionados junto a cuentos y fragmentos publicados e inéditos bajo el título “Primeras invenciones”– se omitan, además del nombre del editor que ordenó y fijó los textos, José Pedro Díaz, estas palabras introductorias del mismo autor, recogidas por Díaz en la nota a Libro sin tapas de las obras completas (en la que se basa la edición de Siglo XXI) publicada en tres volúmenes por Arca/ Calicanto, 1981-83. Además, como ya se ha mencionado, la vida de Hernández no transcurrió en la opulencia. Debido a su precaria condición financiera, el recorte de los gastos de imprenta significa una necesidad de divulgación que, a posteriori, puede leerse como un acto de vanguardia artística en cuanto el arte se acerca a las vicisitudes de la vida. 23 Este concepto se relaciona definitivamente con los procesos creativos y las consideraciones de otro escritor rioplatense de la misma época: Macedonio Fernández. Julio Prieto dedica un libro entero a la relación entre los dos escritores, Desencuadernados. Vanguardias excéntricas en el Río de la Plata. Macedonio Fernández y Felisberto Hernández (PRIETO, 2002).


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Pienso decir algo de alguien. Sé desde ya que todo esto será como darme dos inyecciones de distinto dolor: el dolor de no haber podido decir cuanto me propuse y el dolor de haber podido decir algo de lo que me propuse. Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble, y el que se propone decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no podrá decir no más que un poco de cómo es ella. Yo emprendí esta tarea sin esperanza, por ser María Isabel lo que desproporcionadamente admiro sobre todas las casualidades maravillosas de la naturaleza. (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 15)

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María Isabel24 es el objeto a ser descrito pero, en vez de considerar la imposibilidad de una narración total de ella como un fracaso (“tarea sin esperanza”), Hernández considera que la clave expresiva del relato es aquel límite, a la vez claro y borroso, del lenguaje. María Isabel (o cualquier otra persona u objeto) está allí, presente. Sin embargo, no hay otra manera de acercarse a ella sino mediante recortes (las “casualidades maravillosas de la naturaleza”) que la muestren –y la escondan– fragmentariamente. Los fragmentos, en este sentido, son pequeñas ventanas rodeadas de silencios.25 De cierta forma, son silencios narrativos –así como la idea o la novela nunca empezada– de los que se sabe algo pero que no están escritos. En este sentido, se puede decir que Hernández es el escritor del silencio en la medida en que lo explora, no tanto estilísticamente sino como dimensión intrínseca del ser humano. Hacía algunos años me había despertado en el cuarto de un hotel de campaña y había descubierto que nuestros pensamientos se producen en un ámbito de nuestra intimidad que tiene calidad de silencio. Aun en el barullo más estridente de una gran ciudad, pensamos en silencio adónde vamos, qué tenemos que hacer o en aquello que conviene a nuestros deseos. Pero todavía es más profundo el silencio en que se forman nuestros sentimientos. Sentimos el amor en silencio antes de que lleguen los pensamientos, después las palabras y después los actos, cada vez más hacia afuera, hacia el ruido. Hay pensamientos que se esconden en el silencio, que no llegan a ser palabras, aunque también realicen actos escondidos. Pero hay sentimientos que en el silencio se esconden detrás de 24 A título de información, María Isabel Guerra fue la primera esposa de Hernández, con quien tuvo a María Isabel (“Mabel”) Hernández Guerra. Mabel es madre de Walter Diconca, actual presidente de la Fundación Felisberto Hernández de Montevideo (http://www.felisberto.org. uy/). 25 La palabra silencios, al plural, comprende también las voces que los ocupan, a diferencia del silencio que es más bien metafórico y el Silencio que es simbólico.


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pensamientos engañosos. En el silencio en que se forman los sentimientos y los pensamientos, se forma el estilo de la vida y de la obra de un ser humano. (HERNÁNDEZ, 2011c, p. 113)

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El pasaje resulta extremadamente significativo porque conceptualiza el silencio como elemento primario y esencial para que las relaciones humanas puedan establecerse. Si no se guardara el silencio en que los pensamientos y los sentimientos se originan, la interacción social sería probablemente imposible. O más bien, sería un mundo habitado por individuos que no reconocen el límite del silencio y el principio de la escucha. No es casual, entonces, que Hernández recurra a menudo a determinados expedientes narrativos que tienen que ver con la niñez y la locura. Y si bien no necesariamente niños o locos, muchos de los narradores relatan recuerdos (y/o el proceso del recuerdo) de experiencias que pertenecen a la infancia o a la adolescencia. Se trata de un yo afirmativo que se escribe recordándose y que desde el comienzo parece estar consciente de no poder hacerlo sino parcialmente o, de cualquier forma, sin autotraicionarse.

Tocando el silencio del cine mudo

Al aprendizaje pianístico de Felisberto Hernández cabe añadir una práctica que resulta importante para el tratamiento del silencio. En su “Autobiografía” Hernández escribe que a los catorce años de edad “empezó a tocar en los cines, tarea que realizó durante diez años” (DÍAZ, 1991, p. 168). La única otra mención de tal profesión se encuentra en un fragmento póstumo cuyo narrador relata su noche en el cine: La linterna del acomodador alumbraba mis pasos… Él se detenía bruscamente para ofrecerme asiento y le parecía raro que a mí me gustara sentarme tan adelante. Mientras tanto yo pensaba: “Él no sabe que yo tocaba el piano en los cines cuando era joven y me acostumbré a mirar la película al pie de la pantalla. –Como quien dice: tomar leche al pie de la vaca–.” (HERNÁNDEZ, 2011c, p. 232)

A pesar de estas dos notas, y del hecho de que el cine le gustaba realmente,26 Hernández no parece expresar interés literario por esta 26 Al relatar la experiencia de Hernández en Francia, Paulina Medeiros cuenta a su entrevista-


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profesión de la misma forma que lo hace con la figura del pianista concertista o del escritor. Sin embargo, no se quiere descartar la idea de que una “tarea” practicada a lo largo de una década no haya sido, de alguna forma, influyente en el proceso creativo de su literatura. Como afirma Lisa Block de Behar, Es cierto que para Felisberto el cine constituye… un topos ideal. Él, un pianista de cine mudo, también se encuentra como narrador de sus cuentos entre el silencio y el artificio (es él quien lo marca); en una situación marginal, entre la pantalla y el público, su presencia subraya los límites: tiene delante suyo una imagen; sólo sabe, supone, que a sus espaldas está el mundo. (BLOCK DE BEHAR, 1984, pp. 162-63)

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Se podría pensar que la falta de datos sobre esta práctica consista en una omisión voluntaria del escritor para que sus textos no se lean fácilmente en relación con los procesos narrativos del cine, por ejemplo. O, tal vez, el lugar de la música que acompaña las películas lo incomoda porque, perdiendo su centralidad en el acontecimiento artístico, estaría subordinada al poder de las imágenes. Está claro que sostener estas u otras suposiciones que nacen de la sospecha de la omisión consiste en un quehacer impracticable. De cualquier manera, lo que sí es interesante explorar son las particularidades de algunas de las dinámicas que operan en las salas de cine y a las que, desde luego, Hernández está expuesto. En casi todos los libros de historia del cine es muy posible encontrar la convicción de que las películas mudas nunca fueron totalmente mudas.27 A pesar de la incontestable presencia de músicos, narradores y/o técnicos del ruido en los albores del Séptimo Arte,28 Altman constata dor: “Sé que en Francia, en cafés que no eran de mayor calidad, hubo de ganarse la vida interpretando tangos o música popular rioplatense. Lo hizo para obtener fondos, como lo realizara al comienzo de su vida artística, tocando en los cines de barrio y mirando a un tiempo la película. Amaba el cine desde esos viejos tiempos de pianista de cinematógrafo” (ROCCA, 2002, p. 89). También Giraldi escribe que “Fue un entusiasta espectador del cine mudo y sonoro” (GIRALDI DE DEI CAS, 1975, p. 35). 27 Acusando la falta de fuentes tangibles para sustentar dicha sentencia, el primer texto que debate la normalización de la costumbre sonora en las salas de cine es Silent Film Sound de Rick Altman (2004). Se advierte que las referencias a la historiografía sobre el cine aluden, desde luego, a la producción y al contexto norteamericano. 28 Término acuñado por el futurista italiano Ricciotto Canudo en Riflessioni sulla Settima Arte de 1923. La experiencia futurista se enriquece, por decirlo de alguna manera, de escucha. Tanto en la poesía como en la práctica la acción futurista se hace cargo de los ruidos modernos, reproduciéndolos gráficamente con todos los seguidores de Marinetti y acústicamente con los inven-


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que mucho dependía de los lugares y de las condiciones económicas de quiénes gestionaban las proyecciones por lo que respectaba la producción de sonido en las salas de cine (ALTMAN, 2004, p. 143). Lo cierto es que a menudo la historia del sonido en el cine sigue, hasta a veces serle sinónimo, la historia de los medios de reproducción de sonido: kinetoscopio, fonógrafo, gramófono, etc. Las incompletas condiciones del archivo histórico sobre el cine (LARSEN, 2005, p. 13) demuestran, por un lado, la necesidad de una narración apoyada en la escritura del sonido y, por otro, que la reconstrucción de las prácticas sonoras en este contexto “pre-histórico” está enriquecida por la incertidumbre sobre el desarrollo del arte cinematográfico vivido en la época. Con la imagen en movimiento, el mundo se encuadra perdiendo su sonido que ya no le pertenece.

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Sin embargo, el sonido, y en particular la música, ha acompañado todas las etapas del desarrollo del cine desde su nacimiento. Y son los músicos, embajadores olvidados de un saber perdido, quienes podrían relatar la “historia aural” del cine a través de las prácticas de interpretación al estímulo visual. Aunque en las salas era casi imposible el silencio –el público, por un lado, todavía no acostumbrado a las emociones de la pantalla y el proyector, por otro, inundaban las salas de ruidos–, los músicos, en su mayoría pianistas, debían de dar forma al silencio de las imágenes, “tocando” una lágrima, un beso o una despedida. La música amplificaba o agregaba cierto tipo de valor sensual a la imagen que, no obstante su carácter bidimensional, se expandía sonoramente.29 Pero, ¿habrá sido totalmente independiente la interpretación musical de una película? Como bien se sabe, algunos de los directores (Charlie Chaplin es el ejemplo más famoso) componían sus propias músicas para acompañar las imágenes en movimiento. Además, a partir de la década del 10 se empezaron a imprimir antologías y manuales con selecciones tos de Luigi Russolo, los intonarumori. Con estos aparatos, Russolo presentó varios Conciertos Futuristas en la misma París de Mondrian, Ravel, Milhaud y Stravinski y no parece totalmente descabellado pensar que los intonarumori fueron también usados en las salas de proyección de cine mudo. Russolo, además, escribe L’Arte dei Rumori en 1913. 29 He aquí una citación de Mervyn Cooke respecto a la centralidad del silencio en función de la interpretación: “Desde los primeros años, el silencio dentro de un contexto musical ha representado, sin importar, un recurso importante para los acompañantes del cine mudo y para los compositores (de música para el cine), quienes apreciaban el hecho de que el improviso cese de la música, cuando se espera que sea continua, puede tener un impacto dramático enorme en el espectador” (COOKE, 2008, p. 3).


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de partituras útiles para el músico en la sala (LARSEN, 2005, p. 29). Paralelamente a la normativización de la música para películas, correspondía educar al público en el silencio (ALTMAN, 2004, pp. 278-85). De tal manera, cada uno respetando su silencio, la experiencia del cine se volvió cada vez más individual puesto que la relación con la pantalla no se veía adulterada por los eventuales comentarios de los demás espectadores. De todas formas, el acontecimiento musical siguió siendo, por largo tiempo, externo a la proyección porque tanto las gestiones de la salas como la de las músicas y los músicos actuaban de manera independiente de la producción y la distribución de las películas (LARSEN, 2005, p. 26). Este factor, por lo tanto, daba amplio margen de acción a la improvisación. Testigo de tal autonomía fue Siegfried Kracauer que, recordando a un pianista borracho que acompañaba las películas mudas en una de sus salas favoritas, comentó la manera en que el efecto musical participaba en la recepción de la experiencia cinematográfica:

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Allá la música era proporcionada por un pianista canoso, tan decrépito como el descolorido afelpado de los asientos y los cupidos de yeso dorado… Era alguien a quien raramente podías llamarle de sobrio. Y siempre que tocaba, estaba completamente inmerso en sí mismo sin gastar ni un solo vistazo en la pantalla. Su música seguía por su cuenta un camino impredecible. De vez en cuando, tal vez bajo el encanto de una intoxicación placentera, improvisaba libremente, como si se provocara por un deseo de expresar el vago recuerdo y los humores siempre cambiantes que el alcohol le despertaba. Esta falta de relación entre la acción y los temas musicales que supuestamente debían sostenerla me parecía ciertamente deliciosa, porque me hacía ver la historia bajo una luz nueva e inesperada o, más importante, me desafiaba en perderme en una jungla inexplorada que se abría por tomas alusivas… Precisamente por ignorar las imágenes en la pantalla, el viejo pianista les dejaba revelar sus múltiples secretos. Sin embargo, el desconocimiento del pianista respecto la presencia de las imágenes no descartaba paralelismos improbables: una que otra vez, su música se conformaba a los eventos dramáticos con una precisión que me chocaba aún más que un milagro puesto que era completamente involuntario. Fue la misma sensación que probé cuando, andando por la calle, descubrí que unas esferas pintadas afuera de una tienda de relojes marcaban la hora exacta mientras le pasaba delante. Y estas coincidencias casuales, junto a los efectos estimulantes de normales discrepancias, me dieron la impresión que, después de todo, existía una relación, aunque vaga, entre los soliloquios del pianista borracho y los dramas frente mis ojos –una relación que considero perfecta por su naturaleza accidental e


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indeterminación. Nunca oí acompañamiento más apropiado. (KRACAUER, 1960, pp. 137-8)

La experiencia de Kracauer describe un contexto en el que ir al cine era todavía un acontecimiento, una performance, que aún no se había dejado incorporar totalmente a la reproducción técnica.30 La música, tocada en vivo durante las proyecciones cinematográficas, representaba una potente arma emocional al servicio de la interpretación narrativa de las imágenes porque su imprevisibilidad era dictamen provisional de la atmósfera (Stimmung) de la representación según el humor (Stimmung) del pianista. El enfrentamiento con la película que ofrecía el acompañamiento musical en vivo era desafiante porque, de alguna forma, relativizaba la expectativa lanzada por la vista.31

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Es posible suponer, por lo tanto, que, si no fuera soportada por el sonido, la vista estaría más proclive a desatender el enfoque con que sigue la superficie de la pantalla. Es como si la música, al pasar inadvertida dependiendo de los momentos de tensión y distensión, favoreciera la atención visual alternando su presencia en ápices de intensidad sentimental hasta caer en la total indiferencia. En lo que concierne a la escucha, la música que pasa inadvertida equivale al silencio porque de ella no se retienen memorias. Además, este tipo de acompañamiento musical puede percibirse como ruido en el punto en que la escucha deja su apego emocional (el momento en que la vista reclama soundtracks), se vuelve oído y recibe el acompañamiento sonoro como el silencio del correcto “funcionamiento”.32 A este respecto, y recordando nuevamente al pianista alcohólico, Kracauer confiesa que la fusión entre las dos tipologías de acompañamiento musical –la diferencia que esboza define una música con función narrativa y descriptiva que él llama “comentativa” y otra “de restaurant”, una música de fondo que desvanece in-audita entre las mesas de los comensales– se da justamente durante la práctica pianística en relación con los aspectos visuales del cine. 30 Como en el título de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1932), se entiende la reproductibilidad técnica como una era. En su discurso, Benjamin incluye también el cine porque en aquella época la experiencia cinematográfica ya había conseguido la sincronización de sonido e imagen. 31 No es difícil imaginar el nivel de comicidad que puede producir, por ejemplo, la superposición de una escena de un desfile fúnebre con un acompañamiento al estilo dixieland o, por contrario, escuchar una marcha fúnebre en ocasión de un casamiento. 32 Ver nota 5.


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Las ignoramos [a ambas, tanto la “música de restaurante” como la “música comentativa”] siempre que nos armonice con los espectáculos en la pantalla; sin embargo, tan pronto como nos inmerjamos en los estados de ánimo de decadencia y envejecimiento inherentes a la [“música comentativa”], no podemos evitar de darnos cuenta que la misma música que antes no habíamos oído evoca admirablemente estos estados de ánimo solo por sí mismo. Y el sorprendente hallazgo de que [la música] había estado presente todo el tiempo añade más a la atracción que ahora ejerce en nosotros. Luego el proceso empieza de nuevo: la melodía se vuelve inaudible otra vez, devolviéndonos a las imágenes. (KRACAUER, 1960, p. 140, cursivas mías)

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El pianista de la sala cinematográfica se torna uno de los medios participantes en el entendimiento de lo visual porque, por un lado, hace del silencio una ausente e inaudita presencia (¿qué pasaría si la música se interrumpiera en el medio de una acción emotiva o visualmente “ruidosa”?) y, por otro lado, toca para ese silencio, puesto que su música no es escuchada constantemente. Es creador de un ambiente acústico que dialoga afásico pero semánticamente (o sea, sin palabras pero con sentido) entre el mundo de la película y el mundo del espectador. Quizás, imaginándose del otro lado, aspirando a y pensando en tocar desde la pantalla, entre los personajes, el pianista de cine mudo observa y describe de manera acusmática las acciones a través de sus digitaciones. Tocando el piano, el pianista toca las imágenes (las manipula sonoramente) y toca (física y emocionalmente) al espectador. Asimismo, al tocarlas, las imágenes se vuelven objetos y el sentimiento del espectador se vuelve la imagen a ser tocada. Ésta es una de las relaciones más emblemáticas que el pianista, simbólicamente posicionado en un costado de la pantalla y de espaldas al público, sostiene con la mudez de las imágenes y el silencio del espectador. Ahora bien, basta con leer unos cuantos cuentos de Hernández para percibir los rasgos con que sus narradores interpretan los objetos a su alrededor. La experiencia táctil que emerge de la mirada convierte el narrador en un espectador que, al mismo tiempo, describe lo que ve. Lo que sorprende de dicho proceso no es tanto el hecho de que los objetos empiecen a tener vidas propias y que las personas, por el contrario, se “objetifiquen” entrando en una circulación fantástica de la realidad en tensión con el subconsciente.33 Sorprende más lo que se podría definir 33 A este respecto véase Echavarren, Xaubet y Lasarte. En cuanto al tema del espectáculo, Díaz se apoya justamente sobre este aspecto táctil de la vista para sustentar su hipótesis sobre este


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como la “actitud” de los objetos que, a pesar de ser cubiertos por un silencio intrínseco, adoptan la narrativa del espectador.

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Si este procedimiento es evidente en un texto como la Las Hortensias –se trata de una nouvelle, tal vez la más conocida de Hernández, cuyo protagonista principal, Horacio, hace fabricar una muñeca parecida a su esposa María con la cual la pareja comparte también los espacios de intimidad; además Horacio hace instalar cada día en su casa unas escenas protagonizadas por una serie de muñecas de distinta naturaleza como si fueran tableaux vivants–, lo mismo ocurre en otros lugares y a menudo en presencia de un piano. En “La casa de Irene”, por ejemplo, después de un par de visitas a la casa de la muchacha, el narrador sospecha que Irene pueda estar enamorada de él y, durante uno de los momentos en que suelen tocar el piano juntos, él aprovecha la cercanía de las manos para tocarlas y darle un beso. A pesar del acontecimiento del beso en sí que corresponde al contacto físico, lo que aquí interesa es la relación que Irene mantiene con los objetos –“Cuando toma en sus manos un objeto… parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos” (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 39)– y, de manera particular, con el piano –“Ella se entendía mejor que nadie con su piano, y parecía del mismo el piano con ella. Los dos estaban unidos por continuidad” (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 39). Tal continuidad tiene la capacidad de mudar el instrumento como si Irene lo contagiara con su espontaneidad, de modo que cuando me senté yo a tocar… me parecía que el piano tenía personalidad y se me prestaba muy amablemente. Todas las composiciones que yo tocaba me parecían nuevas: tenían un colorido, una emoción y hasta un ritmo distinto. En ese momento me daba cuenta que a todo eso contribuían Irene [y] todas las cosas de su casa”. (HERNÁNDEZ, 2011a, p. 40)

A medida que la esfera táctil se produce, la vista necesita de la intermediación del piano y, consecuentemente, de la música para que esto se produzca, así, finalmente, las notas tocadas puedan tocar las demás cosas o personas. El piano, pues, funciona como intermediario pero también como prótesis de los dedos que, como se mencionó anteriormente, moldean una masa que, para empezar, es sonora y que, a la tema recurrente desenvolviendo una comparación entre Hernández y J. C. Onetti.


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vez, es objeto tocado.34 Viceversa, lo sonoro también se vuelve material visual hasta llegar a ser descrito con los mismos términos que se usarían para hablar de relaciones interpersonales. En Tierras de la memoria, el narrador describe el proceso según el cual suele “infatuarse” con aquellas melodías que lo capturan y lo entusiasman. La sensualidad y la violencia del idilio es algo como aquella sinceridad poli-amorosa inspirada en la improvisación. Cuando yo oía un concierto o en una reunión una de esas piezas que me entusiasmaban… y había decidido estudiarla, apretaba esta idea con toda el alma, pues sabía que podía escapárseme; más bien que escapárseme, diría que yo la abandonaría si a los pocos días oía otra pieza que me gustaba más. Y ahora me aferraba a ésta, no tanto por el propósito de ser fiel a la obra que me hacía tan feliz, sino porque al saber que podría serle infiel, me encaprichaba en no dejar escapar esta inmediata posibilidad de placer: además pensaba que antes que me entusiasmara con otra, debía aprovechar el tiempo y ya tener dominada la primera: de esta manera no se me escaparía ninguna de las dos. Sentía la angustiosa voracidad de tenerlas a todas entre mis dedos, de llevarlas siempre conmigo, y anticipadamente me imaginaba el goce muscular de apretar en mis manos sus cuerpos de sonidos y de dominar sus movimientos. Según fuera mi capricho así tocaría y apretaría a unas o a otras y haría sufrir sus voces melódicas. (HERNÁNDEZ, 2011c, pp. 40-1)

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El estrecho vínculo que el tacto mantiene con la escucha y la reactivación personalizada del torbellino emocional causado por la obsesiva corrida de los dedos por el teclado están orientados hacia la libertad de la improvisación y el dominio de los cuerpos sonoros.35 Vista 34 Frank Graziano ofrece una intrigante interpretación de algunos textos de Hernández en que el piano puede ser visto como metáfora de la mujer o, si no como objeto del deseo, por lo menos, como medio para llegar a tocar a una mujer ideal (empezando por Irene, la primera maestra de piano Celina que aparece en “El caballo perdido”, Hortensia la muñeca, para llegar, a fin de cuentas, a la madre) (GRAZIANO, 1996, pp. 129-35). En lo que se recoge bajo el título “Pre -original de Tierras de la memoria”, el narrador de una escena que analiza Graziano del mismo texto explica las causas y las consecuencias que lo movieron a empezar el estudio del teclado: “Entre las consecuencias no entraba solamente el placer de vanidad: esas consecuencias de los pequeños éxitos se ligaban con la más honda, tal vez, de las causas que me inclinaban sobre el piano: esos pequeños éxitos a su vez inclinaban sobre mí, significativas manifestaciones femeninas… yo era muy tímido y el piano me dispensaba de buscar aquellas ‘manifestaciones’ con los medios comunes: ‘ellas’ se acercaban al piano y yo miraba fijo el teclado” (HERNÁNDEZ, 2011c, pp. 205-6). 35 No obstante las sumarias consideraciones de Norah Giraldi de Dei Cas en FH et la musique, la improvisación en Hernández es un tema que todavía precisa ser explorado. De Bach a Charlie Parker, del pianista de cine mudo al organum gregoriano, la improvisación es la libre gramática


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y oído entran en una conversación sinestésica a través del tacto, especialmente gracias a la improvisación. Para Hernández, ese lugar es claramente el del concierto pero no cabe duda de que el cine mudo forma parte de un mismo taller donde aprende a ensayar teorías y experimentar con formas sensoriales dictadas por la espontaneidad del momento. Con la música, los sentidos establecen un pacto de interacción basado no tanto en la substitución de un sentido por otro sino en la promiscuidad de sus límites.

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A la luz de lo considerado hasta este momento sobre las varias prácticas de Hernández como concertista, como performer en los conciertos-charlas y como pianista acompañador de cine mudo, se ha intentado esbozar una línea interpretativa y de análisis de su obra a partir de la relación con el sonido. Si los textos de Hernández están embebidos de referencias musicales o, si se quiere, más ampliamente sonoras, es porque detrás de lo temático existe lo dinámico. Lo que está afuera del marco, o lo que se escribe antes o después, para retomar las ideas desarrolladas al comienzo de este ensayo, son el corolario de una proposición que no tiene punto y se abre a la duda. Así, no parece extraño que la duda, junto a la necesidad de entretenerse frente al aburrimiento, constituyan el motor detrás del movimiento del ser humano (o “del hombre”, para Hernández). Tampoco es casual que Hernández desarrolle estos conceptos ya desde sus primeros escritos, aquellos que probablemente escribe antes o después de un concierto, de una película o de una conversación entre amigos. Precisamente, Fulano de tal y Libro sin tapas están formados por fragmentos que pueden ser considerados imágenes de reflexión general, o sea de planteamiento filosófico, sobre el hombre, el mundo, los dioses, etc., alternados con pequeños relatos de ficción, como el recién mencionado “La casa de Irene”. de la intuición frente al impulso: una destreza, como tocar de oído o salir incólume de una situación incómoda. En todo caso, la improvisación es un discurso sonoro que el improvisador enreda con y junto al estímulo que viene desde afuera. El duelo es con el otro mientras que el desafío es también personal. La improvisación es un saber artístico y más un arte de la vida. La idea de “improvisar la vida” puede encontrarse en varias ocasiones narrativas de Hernández y puede también ser vinculada al contexto musical si se toma como punto de partida la rareza del maestro de armonía ampliamente descrito por su estudiante que, dos décadas después, recuerda aquellos encuentros en Por los tiempos de Clemente Colling. Además, se podría trazar un paralelismo interesante entre la improvisación (musical y de la vida), el autodidactismo y la fragmentariedad de la producción literaria de Hernández.


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De alguna forma, la escritura sustituye el vacío que deja el silencio haciéndolo visible. Escribir algo es siempre una actividad regresiva que consiste en volver a escribir de nuevo (re-escribir) y en volver sobre algo que ya no se puede agarrar. De tal manera, el silencio se presenta a sí mismo y existe como la más pura forma de comunicación. La pregunta sobre si es posible escuchar el silencio permanece voluntariamente abierta porque abierto es su entendimiento: o un juego del lenguaje, a la manera de Ulises camuflado de Nadie, o un juego del sonido, de la misma forma que no hay solución al misterio de la atribución del “shh!” al gesto del Dios del Silencio. Aunque resulte arbitraria cualquiera de las opciones, puede ser interesante pensar que no necesariamente fue el gesto a inventar el sonido “shh!”, sino viceversa, como a menudo se practica también hoy en día. El sonido fricativo domina tanto las aulas de escuelas secundarias como las salas de cine y los teatros, donde el ruido de uno termina cuando empieza el silencio de otro. La experiencia literaria de Hernández, desde luego, se puede colocar justamente dentro del espacio “democrático” del sonido, de la escucha y del silencio.


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Notas acerca de Las Hortensias: la vidriera de la memoria

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Laura Gandolfi University of Chicago La sensibilidad es indeciblemente más irritable […]; la abundancia de impresiones dispares es más grande que nunca: el cosmopolitismo de las comidas, de las literaturas, de los periódicos, de las formas, de los gustos, incluso de los paisajes. El tempo de esta afluencia es un prestissimo; las impresiones se borran; se guarda uno, instintivamente, de absorber algo, de impresionarse profundamente, de «digerir» algo; de ello resulta un debilitamiento de la facultad digestiva. Se produce una cierta adaptación a esta sobreabundancia de impresiones: el hombre olvida el actuar; solo reacciona a las excitaciones exteriores Nietzsche, La voluntad de poder

Felisberto Hernández reflexionó, en muchos de sus textos, sobre las tensiones de una modernidad determinada por los rígidos imperativos de la naciente sociedad de consumo, prestando particular atención a los importantes cambios, a nivel sensorial y perceptivo, que dicha modernidad conllevó. A través de un diálogo constante, si bien a veces velado, con un contexto histórico y socioeconómico en el cual la “fantasmagoría” de la mercancía y el “sex-appeal de lo inorgánico”, tomando a préstamo la célebre expresión de Walter Benjamin, ya habían superado las fronteras de los passages y de las grandes exhibiciones, la obra de


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Felisberto apunta, cuestiona y responde a aquella “sobreabundancia de impresiones” y “excitaciones exteriores” a la cual había apuntado Nietzsche. Una sobreabundancia que, como a menudo revelan sus cuentos, parece ser ya no sólo difícil, sino más bien imposible de “digerir”. Pienso, para citar unos de los ejemplos más notables, en el dueño del bazar que todas las semanas recorre un túnel oscuro para tocar y reconocer caras de mujeres y objetos cotidianos en “Menos Julia”, en el pianista que se vuelve vendedor ambulante de medias y que llora frente a los que no quieren comprársela en “El cocodrilo”, o también en el pasajero del tranvía al cual le inyectan en el brazo el anuncio publicitario de una tienda local en “Muebles ‘El Canario’”. Y pienso, desde luego, en Las Hortensias, donde se narra la historia de un hombre, Horacio, que tras haber vendido su tienda, muy probablemente una tienda de ropa para mujeres, se vuelve coleccionista de maniquíes –con los cuales hace montar en su casa escenas por él contempladas–, hace fa-bricar una muñeca parecida a su esposa, Hortensia, y empieza a adquirir otras, similares, las así llamadas “hortensias”. Si bien es cierto que ya en otros de sus textos se puede observar la preocupación del escritor uruguayo por una lógica del consumo cada vez más enajenadora, Las Hortensias parece ir más allá, como quiero demostrar en este ensayo. La novela, en particular, nos revela las dramáticas consecuencias de una retórica publicitaria que, apropiándose del espacio urbano e infiltrándose en cada una de sus calles, de igual forma se había apropiado de la experiencia de los que en ellas transitaban, logrando también infiltrarse de manera oculta en los meandros de su memoria. Eso, creo, es lo que parecen sugerir las enigmáticas vitrinas contempladas por el protagonista en el salón de su casa, y es precisamente a partir y alrededor de ellas que se articulará mi propuesta de lectura de Las Hortensias, quizás el texto de Felisberto que más interroga y problematiza la “indigestión”, material y sensorial, que define la sociedad moderna. I. Frente al prestissimo de su contemporaneidad, Las Hortensias propone otro tiempo, larghissimo, que encuentra su máxima expresión precisamente en las vitrinas de Horacio, espacios por antonomasia donde el tiempo se detiene, donde su suspensión –y no su precipitación– es inevitable. Con ellas, el protagonista parecería desafiar el ritmo y el frenesí de las calles urbanas, pero lo hace re-imaginando uno de los


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espacios más representativos de dicho ritmo frenético, las vidrieras comerciales de las tiendas y los grandes almacenes1. En ambos casos, tanto en las vitrinas de la novela como en las de las tiendas, el tiempo se dilata y su ritmo sigue el de la materia inorgánica e inerte de sus únicos protagonistas, los maniquíes. Lo que más difiere entre las dos tipologías de vitrinas, en este sentido, no es su tiempo “interno”, sino el tiempo “externo” a ellas, el que define el acercamiento sensorial y perceptivo hacia las escenas representadas, el tiempo de quien está de este lado del vidrio. Como nos muestran algunas de las muchas guías dedicadas a las vidrieras comerciales de la primera mitad del siglo XX, la cuestión del tiempo resulta ser una urgencia primaria, o más bien, de primaria importancia era lograr atraer la mirada y capturar la atención de los paseantes –potenciales consumidores– en el menor tiempo posible. En Window and Store Display, sólo por citar uno de los tantos ejemplos, se afirma repetidamente que “la vidriera no es algo que el público tiene que estudiar. […] Lo que se necesita es una reacción rápida” (FISCHER,1922, p. 123)2. Es decir, junto al tiempo suspendido que define el espacio interior de las vidrieras, se abre el tiempo fugaz y rápido de la aproximación visual y perceptiva para ellas pensada y por ellas prescrita. A estas vidrieras, ejemplos por antonomasia de una modernización delirante –espacios que contrastan y que simultáneamente participan en el ritmo frenético y la urgencia de lo instantáneo que definen el tiempo de la ciudad moderna–, Felisberto responde con las no menos delirantes vitrinas de Las Hortensias, en las cuales el tiempo suspendido de las escenas representadas caracteriza también el acercamiento del protagonista a ellas, por por lo lo menos menos en en la la primera primera parte parte de de la la novela. novela. ellas, En contraposición al paseante que observa los escaparates moviéndose apresuradamente entre la muchedumbre de la bulliciosa ciudad, encontramos a Horacio, en este caso el único observador de sus vitrinas, que no se aproxima a ellas “hasta no sentirse bastante aislado” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 122), que las mira desde una alta tarima, sentado en un si1 El vínculo entre las vitrinas de la novela de Felisberto y las vidrieras comerciales ha sido sugerido también por Nicolás Gropp (2000) en “Una poética de la mirada intrusa” como parte de una reflexión más amplia sobre el carácter vanguardista de la obra felisbertiana, donde se discute, en particular, la presencia de “maniquíes” no sólo en Las Hortensias, sino también en otros textos del escritor, así como también en los de otros escritores vanguardistas. 2 La traducción es mía. Lo mismo a lo largo del ensayo, cuando se citen varios pasajes de distintas guías y manuales para vidrieristas.


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llón frente a una mesa (HERNÁNDEZ, 2011, p. 123), y que para “sus sesiones”, como se les llama en la novela, había contratado a un músico que tocara el piano. Cito el pasaje en que se describe y narra la primera vitrina, [Horacio] encendió la luz de la escena y a través de la cortina verde vio una muñeca tirada en una cama. Corrió la cortina y subió al estrado […]; desde allí dominaba mejor la escena. La muñeca estaba vestida de novia y sus ojos abiertos estaban colocados en dirección al techo. No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esta novia, él quería imaginar algo. (HERNÁNDEZ, 2011, p. 123)

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En el acercamiento de Horacio hacia la vitrina cada gesto es parte de un minucioso ritual y nada está dejado al azar: primero el aislamiento y la música del piano, luego las luces que se encienden y la cortina que se mueve, y sólo entonces su mirada se puede detener sobre la escena representada. A la “dominación” visual supuestamente dada por la distancia espacial entre Horacio y la vitrina –la estratégica posición elevada– se sobrepone un intento de dominación más bien interpretativa, dada por una distancia temporal que permite al protagonista “imaginar algo”, crear su propia ficción a partir de los detalles de la escena observada –“tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la ha-bría abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordara el día en que se casó; también podía haberse puesto este traje con la ilusión de ser novia” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 123). Sólo en un segundo momento Horacio leerá la leyenda que “expresa […] la situación en que se encontraban las muñecas” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 121), un breve texto creado por los muchachos que el mismo protagonista había contratado para que prepararan sus escenas. La presencia de leyendas, es decir, de una un ficción narrativa preexistente a partir de la cual se habían armado las escenas es otro requisito imprescindible en las sesiones con las vitrinas, una ficción que el protagonista hace crear pero que tiene que desconocer y a la cual acudirá sólo tras su propia “observación” e “imaginación”. La lectura de la leyenda es el acceso a un espacio de significación hasta aquel momento secreto e inaccesible, marcado por un “antes”, el de la imaginación, y un “después”, el del contacto físico con la escena –“antes […] quería imaginar algo”, “entonces abrió el cajón y leyó” y “después abrió una puerta de vidrio y entró a la escena para mirar los detalles” (HERNÁNDEZ, 2011,


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p. 123). El ritual creado y seguido por el protagonista para acercarse a sus vitrinas, en este sentido, se contrapone drásticamente a la aproximación prescrita por las vidrieras de las calles urbanas. En el salón de su casa, en otras palabras, Horacio hace todo lo que no hubiera podido hacer con los escaparates de la ciudad, es decir, invierte su lógica transgrediendo todas sus normas: se detiene a observar, sentado y aislado, la escena representada, averigua su historia “secreta”, y accede físicamente a ella entrando en su interior. Pero sobre todo tiene a su disposición –y esto es el punto más significativo– el tiempo suficiente para poder imaginar.

II.

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Frente a sus vitrinas Horacio quiere “imaginar algo”. Pero, ¿qué es lo que quiere imaginar? Y sobre todo, ¿por qué este “algo” lo quiere imaginar sentado frente a una vitrina? Las reflexiones de Henri Bergson, figura fundamental para Felisberto, podrían resultar, al respecto, reveladoras, en particular la noción de “imaginación” que el filósofo francés desarrolló en su teoría de la memoria. En Materia y memoria (1896) –que el escritor uruguayo había leído intensa y repetidamente–3 Bergson intenta ofrecer una solución al problema metafísico del alma y el cuerpo, el espíritu y la materia, y lo hace postulando su interacción a través de la memoria. Sin pretender resumir la teoría de Bergson acerca de la memoria, me limito a destacar algunos de sus puntos centrales, a los cuales la novela de Felisberto, y las vitrinas de Horacio en particular, parecen apuntar. Para Bergson, la memoria individual se define por la convergencia de dos tipologías distintas de memoria, que difieren tanto por su naturaleza como por su función y modalidad de acción. Por un lado, una memoria “automática” que registra mediante la repetición, una memoria práctica y útil, aprendida y voluntaria (el ejemplo que utiliza Bergson es el de la lección “aprendida de memoria”, un “recuerdo” que se adquiere 3 Felisberto había leído a Bergson en el verano de 1944, como revelan algunas de las cartas enviadas a Paulina Medeiros desde Montevideo: “he trabajado muchísimo en Bergson, Materia y memoria, problemas del cuerpo y del alma”, escribe en una de estas (MEDEIROS,1982, p. 102). Materia y memoria influyó profundamente en el escritor uruguayo y fue uno de los textos al cual Felisberto “siempre retornaba”, como la misma Medeiros afirmó durante una entrevista realizada en 1983 (ROCCA,2000, p. 91). Como varios críticos han subrayado, Felisberto había sido un atento lector de Bergson, al cual parece haber llegado a través de Carlos Vaz Ferreira (GIRALDI DE DEI CAS,1975, p. 43; RELA,2002, p. 11; LOCKHART,1991, p. 11).


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mediante un “ejercicio habitual del cuerpo”). Por otro lado, una memoria que re-gistra, de manera espontánea y por “efecto de una necesidad natural”, cualquier instante –único e irrepetible– de nuestra vida, cuya “imagen se ha impreso necesariamente de primer golpe en la memoria” (BERGSON, 1900, p. 91), en la cual permanecerá conservada bajo la forma de “imagen-recuerdo”. En esta memoria que “imagina”, Bergson ve la convergencia entre la “realidad del espíritu” y la “realidad de la materia”, una memoria, en este sentido, entendida como “supervivencia de imágenes pasadas” (BERGSON, 1900, p. 71) que “se mezclarán constantemente […] con nuestra percepción del presente, y podrán aun hasta sustituirse” (BERGSON, 1900, p. 71), es decir, imágenes-recuerdos que “en todos los momentos completan la experiencia presente enrique-ciéndola con la experiencia adquirida, y como ésta va aumentándose sin cesar acabará por cubrir o por sumergir a la otra” (71). La dimensión temporal de esta memoria “pura”, que “imagina”, que es “la síntesis del pasado y del presente en vista del porvenir”, es la “duración” –durée–, el “tiempo” de la vida que fluye, homogéneo, ininterrumpidamente sin divisiones y categorías. Es el tiempo interior donde todo perdura y simultáneamente todo se renueva, expresión de la dinamicidad de lo vivido, una dimensión temporal contrapuesta al tiempo artificial de la ciencia, rígidamente repartido, donde cualquier instante es cualitativamente idéntico a los demás. Se trata de una memoria que no sólo conserva los recuerdos del pasado bajo forma de imágenes, sino que participa, con estas mismas imágenes, en la percepción del presente, influenciándola y redefiniéndola, moviéndose constantemente hacia la proyectualidad del futuro, porque mediante ella “toda percepción se prolonga en acción naciente; y a medida que las imágenes, una vez percibidas, se fijan y se alinean en esta memoria, los movimientos que las continúan […] crean en el cuerpo nuevas disposiciones para obrar. Así se forma una experiencia de un orden diferente” (BERGSON, 1900, p. 93). Con esta idea de memoria, concebida como convergencia de pasado, presente y futuro, que imagina, es decir, fija, alinea, y conserva la totalidad de nuestra vida pasada para re-actuar y sucesivamente reimaginar la experiencia de nuestro presente, vuelvo a la novela de Felisberto, y a la urgencia de Horacio de querer “imaginar algo”4. Este 4 La escritura de Felisberto apunta constantemente a la cuestión de la memoria, el recuerdo, las tensiones y la convergencia de los tiempos pasado y presente. Quizás los textos más representativos son los que Felisberto escribió a principios de los años 40, en el mismo período durante el cual estaba leyendo –o tal vez releyendo–Materia y memoria de Bergson: Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido y Tierras de la memoria, los tres fuertemente marcados por una “pendiente memorialista” (DÍAZ, 1985,p. 7), donde no es difícil entrever la influencia


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imaginar desde luego no coincide con el de Bergson pero sí apunta constantemente a él, lo complica, desafía. “Cuando miro una escena me parece que descubro un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida”, contesta Horacio cuando le había sido preguntado (por los muchachos que se ocupaban de sus vitrinas) lo que sentía al estar frente a una de ellas, añadiendo también, “me quedo con ese recuerdo como si les robara una prenda íntima; con ella imagino y deduzco muchas cosas y hasta podría decir que al revisarlas tengo la impresión de violar algo sagrado” (137-138). Llevando al extremo el vínculo, o más bien, la coincidencia bergsoniana entre memoria e imaginación, en la novela de Felisberto imaginar y recordar se sobreponen y confunden. Como nos revelan las mismas palabras del protagonista, imaginar parecería corresponder, en este caso, a registrar el presente para descubrir –crear– recuerdos: primero Horacio descubre recuerdos ajenos –de las muñecas–, luego, a partir de ellos, imagina “muchas cosas”, a las cuales sucesivamente volverá para poderlas revisar, para revisar, o descubrir, los que ahora ya son sus propios recuerdos5. El “imaginar algo” deseado por Horacio frente a sus escenas se vuelve entonces sinónimo de “crear recuerdos”, y simultáneamente de “recordar”: el recuerdo en la escena, el recuerdo de un recuerdo robado, el de las muñecas, del cual el protagonista se apropia y hace suyo, o el recuerdo de él imaginando recuerdos, de él recordándose a sí mismo en el acto de recordar. Frente a las vitrinas, en otras palabras, el protagonista se aproxima al presente en función de su inminente pasado, pues las escenas que allí se representan otro no son que imágenes a la espera de convertirse en “imágenes-recuerdos”, su razón de ser. Es inevitable, en este sentido, la convergencia entre pasado y presente, cuyas líneas de demarcación, cada vez más confusas, terminan borrándose, como si frente a las vitrinas –y no sólo dentro de ellas– se concretizara aquella de las teorías bergsonianas. Entre los trabajos críticos que se acercan a la obra de Felisberto a través de Bergson, véase, entre otros, “Felisberto Hernández: ‘Por los tiempos de Clemente Colling’” de Luis Víctor Anastasía y “La escritura como compromiso: en busca de la identidad en El caballo perdido” de Francis Lough. 5 Sobre dicha cuestión, véase el ensayo de Alicia Borinsky, donde también se subraya el vínculo entre las vitrinas y los recuerdos, si bien abordándolo desde una perspectiva distinta. Borinsky, en particular, se acerca a las vitrinas como una forma de “espectáculo”, cuyo móvil residiría precisamente en el recuerdo, y afirma que frente a ellas “el protagonista busca una autoafirmación a través de la presencia –real o inventada no importa– de un pasado, que le dé la seguridad de haber vivido, de haber sido alguien” (BORINSKY, 1973, p. 240).


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“contemporaneidad del presente y del pasado” que, como apuntó Deleuze (60), determina la memoria y la duración bergsoniana. Por eso imaginar es también, volviendo nuevamente a las palabras de Horacio, “violar algo sagrado”, no sólo por el hecho de adueñarse de recuerdos ajenos, sino sobre todo por el intento de crear con ellos sus propios recuerdos, lo que necesariamente implica “violar” la concepción lineal del tiempo.

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El querer “imaginar/recordar” del protagonista, así como el querer “dominar mejor la escena”, revela la urgencia de “dominar” la experiencia del presente, o mejor dicho, de crearla, imaginarla, para crear, a partir de ella, la presencia de un pasado que sea “memorable”. Una urgencia –en la cual no es difícil vislumbrar aquella crisis o “atrofia de la experiencia” sobre la cual Walter Benjamin ha reflexionado repetidamente (2005, p. 803)– que si bien ve su máxima expresión en las vitrinas, no se limita exclusivamente a ellas. Pienso, por ejemplo, en las recurrentes “burlas” y “bromas” armadas por María para “sorprender” a Horacio (que a su vez se “apresuraba a apuntarlas en [su] cuaderno”, HERNÁNDEZ, 2011, p. 124), la única manera, quizá, para que él se “recordara” de ella, y no sólo de sus vitrinas: “Yo también quise prepararte una sorpresa” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 124, cursiva mía), dijo María cuando Horacio, al salir de su salón tras una de las sesiones, se tropezó con Hortensia, escondida tras la puerta6. O pienso también en aquella cena que el protagonista había decidido organizar en su casa con sus más íntimos amigos, sólo para poderse quedar, después, con “muchos recuerdos”, y precisamente por eso el objetivo de Horacio durante aquella noche no era otra cosa que “provocar situaciones raras” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 124). Es decir, eventos únicos e irrepetibles, como únicas e irrepetibles tenían que ser las vitrinas, y las bromas de María para poder competir con ellas, y como eran también, de acuerdo a Bergson, las imágenes-recuerdos de la memoria pura. Lo cierto es que más allá de las sesiones con sus vitrinas, Horacio “recuerda” mucho y muy a menudo, en ciertos momentos de manera casi compulsiva. Pero ¿qué es lo que recuerda? Cito, siguiendo el orden en que aparecen en la primera parte de la novela los recuerdos del protagonista: “al despertar [….] recordó el sueño” que recién había tenido 6 Daniel Mesa Gancedo también apunta a este paralelismo entre las vitrinas y las “sorpresas” de María (Cap.4).


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(HERNÁNDEZ, 2011, p. 120), “recordó el instante, muy próximo, en que abrió la puerta del salón de las vitrinas” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 123), luego “recordó que hace unos instantes las ruedas de la tarima le hicieron pensar en un trueno lejano” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 125), y también recordó “las muñecas que se habían caído” en la escena aquella misma noche (HERNÁNDEZ, 2011, p. 127). La dimensión temporal que define los recuerdos de Horacio es la de un pasado “muy próximo”, inmediato, como muestran de manera bastante evidente las citas antemencionadas. Más allá de este “muy próximo” pasado Horacio parece no poder llegar, casi como si estuviera en un estado de amnesia, como si su conciencia no lograra acceder a los recuerdos más remotos, o por lo menos eso es lo que sugieren los recuerdos que aparecen en la novela, los cuales, salvo muy pocas excepciones, se limitan a lo que ha acontecido en el instante que acaba de pasar. El protagonista, se podría casi afirmar, está destinado a moverse perennemente entre el “recién” y el “ahora”, una imperceptible fisura a la cual Horacio regresa para encontrar los recuerdos conservados por una memoria al borde del vacío. Pero junto a los tantos recuerdos fugaces de instantes “muy próximos”, hay uno que sobresale de manera destacada, un recuerdo que se escapa de este presente suspendido en el cual convergen casi todos los demás recuerdos del protagonista. Me refiero a cuando Horacio, sentado frente al piano en su salón, intentando sin éxito producir sonidos como si estuviera borracho, recordó “muchas de las cosas que sabía de las muñecas”: Las había ido conociendo, casi sin querer; hasta hace poco tiempo, Horacio conservaba la tienda que lo había ido enriqueciendo. Todos los días, después de que los empleados se iban, a él le gustaba pasearse sólo entre la penumbra de las salas y mirar las muñecas de las vidrieras iluminadas. Veía los vestidos una vez más, y deslizaba, sin querer, algunas miradas por las caras. Él observaba sus vidrieras desde uno de los lados, como un empresario que mirara sus actores mientras ellos representaran una comedia. Después empezó a encontrar, en las caras de las muñecas, expresiones parecidas a las de sus empleadas: algunas le inspiraban la misma desconfianza; y otras, la seguridad de que estaban contra él; había una, de nariz respingada, que parecía decir: «Y a mí que me importa». Otra, a quién él miraba con admiración, tenía cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento; y ella, tan pronto parecía aceptarlo como rechazarlo. De cualquier manera, las muñecas tenían sus secretos; si bien el vidrierista sabía acomodarlas y


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sacar partido de las condiciones de cada una, ellas, a último momento, siempre agregaban algo por su cuenta. (HERNÁNDEZ, 2011, p. 128, cursivas mías)

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La experiencia vivida por Horacio frente a la vidriera de su tienda, cuando todavía era dueño de ella, es uno de los pocos recuerdos cuya dimensión temporal se extiende más allá de los límites del “ahora” y del “recién”, y el único al cual se le dedica en la novela un espacio considerable. Es casi como si el pasado del protagonista empezara y terminara aquí, en su tienda, frente a los maniquíes de una vidriera iluminada. Y es justo aquí donde Horacio “regresará” perpetuamente para “buscar” una “cierta imagen”, logrando encontrar siempre la misma, la sola, quizá, que ha sido capaz de convertirse en “imagen-recuerdo”, o mejor dicho, la sola “imagen-recuerdo” a la cual su conciencia consigue acceder, y por eso la sola capaz de mezclarse con el presente, hasta sustituirlo. “Imaginar no es recordar”, había subrayado Bergson, pues “la imagen pura y simple no me llevará al pasado más que si voy al pasado a buscarla, siguiendo así el progreso continuo que la ha llevado de la oscuridad a la luz” (BERGSON, 1900, p. 176). En ese querer “imaginar” algo de Horacio frente a sus vitrinas, entonces, se puede entrever el recuerdo y la re-actualización de la experiencia vivida en el pasado frente a la vidriera de su tienda, que de la “oscuridad” vuelve a la “luz” –y quizás no sea una coincidencia que en la casa “negra” del protagonista, el cuarto más iluminadoes precisamente el salón de sus vitrinas, así como iluminada era la vidriera de la tienda. Es en las mismas vitrinas, en otras palabras, donde la acción de la memoria se concretiza, donde se pone en práctica su lógica, es decir, la conservación de la imagen del pasado y su participación en el presente, lo que daría vida a una experiencia de un orden totalmente distinto, como distintas son cada una de las escenas armadas en el salón de Horacio. Las Hortensias es sobre todo la historia de un hombre que solía mirar la vidriera de una tienda, cuyos maniquíes tenían “secretos”. O más bien, ésta es la “acción” principal a partir de la cual se desarrolla la narración, el evento “originario” que parece impulsar los demás acontecimientos y acciones de la novela: de allí Horacio empezará a coleccionar maniquíes y con ellos hará armar escenas en las vitrinas de su casa; luego encargará Hortensia, un maniquí igual a su esposa, con la cual la pareja vivirá “felizmente” hasta que el protagonista no decida modificarla y convertirla en muñeca sexual; con Hortensia traicionará a


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su esposa, y lo mismo hará a Hortensia con otras muñecas. Finalmente, en el último capítulo de la novela, tras la última sesión con sus vitrinas, Horacio, con “el cuerpo rígido” y “moviendo las mandíbulas como un bicharraco que no pudiera graznar ni mover las alas” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 166), terminará enloqueciendo. Esta imprudente y muy superficial esquematización nos revela la relación de causalidad que parece definir la acción de la novela, y sobre todo nos muestra que esta “cadena causal” de acciones empieza con la escena de Horacio frente a la vidriera de su tienda y termina con el protagonista, delirante y “enloquecido”, saliendo de la vitrina que había armado en su propia casa. Es sobre este movimiento que define los dos extremos de la novela –desde la vidriera comercial hasta la “locura” de quien la había mirado– que quiero detenerme, pues en él veo una importante y profunda reflexión acerca de una modernidad monopolizada por el consumo masivo, y, en particular, por una retórica publicitaria que había rearticulado –empobreciéndola– la experiencia de lo cotidiano, borrando, con su constante creación de deseos e ilusiones, la línea de demarcación entre realidad y ficción.

III. Felisberto escribió Las Hortensias en París, ciudad en la cual residió por casi dos años, desde 1946 hasta 1948, gracias a una beca que le había sido otorgada por el gobierno de Francia (DÍAZ, 2000, 107; GIRALDI DE DEI CAS, 1975, p. 70). En la capital francesa, el escritor mantuvo correspondencia con los familiares y amigos en Montevideo y Buenos Aires, pero a pesar de la cantidad considerable de cartas enviadas, muy pocas veces se detuvo en describir sus impresiones de la ciudad.7 Una de las pocas excepciones es la carta enviada al amigo argentino Lorenzo Destoc en octubre de 1947, en la cual Felisberto escribe, [en París] a uno le ataca, de la mañana a la noche, la locura de ver. Hay calles angostas y silenciosas, que dan la sensación de que el ruido de los pasos producirá el derrumbe de las casas: tienen vientres enormes y ya parecen que van a dar a luz gente, máquinas de coser, de todo. Algunas están sujetas con palos, pero los palos se pudren, se 7

Acerca de la permanencia de Felisberto en Francia, véase, entre otros, el trabajo

de Norah Giraldi de Dei Cas (1975, pp. 70-73), el de José Pedro Díaz (2000,pp. 107130) y la correspondencia enviada por el escritor y parcialmente publicada: las cartas a Paulina Medeiros en Felisberto Hernández y yo de la misma Medeiros (1982, pp. 120-144) y a la familia, en el texto de Giraldi de Dei Cas (1975, pp. 83-101).


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caen y las casas siguen en pie. Todo lo novelesco, amontonado en siglos, aparece profuso, monstruoso, y uno no deja de asomarse nunca. (SICARD, 1977, pp. 461-462, cursivas mías)8

Atento a los más mínimos ruidos, los detalles imperceptibles, y los inaudibles silencios –una atención que desde luego reencontramos como constante en todos sus textos– Felisberto describe París como un lugar siniestro, donde los precarios edificios, al costado de calles “angostas y silenciosas”, parecen estar a punto de caerse a cada paso. A los ojos del escritor uruguayo la capital francesa se presenta como un espantoso y desolado escenario, capaz sin embargo de ejercer una irresistible fascinación. No obstante le perezca “monstruosa”, París no deja de seducir a Felisberto, que en su carta confiesa, casi con resignación, haber cedido a una verdadera “locura”, al frenesí de ver y observar todo lo que la

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ciudad le pudiera ofrecer. Entre las imágenes del espacio urbano que aparecen en este breve pasaje, la de las casas con “vientres enormes” es sin duda la más intensa y peculiar9. Ahora bien, para comprender lo que Felisberto aludía con estas curiosas casas “que parecen que van a dar a luz: gente, máquinas de coser, todo”, creo que sería suficiente observar algunas de las fotografías de las calles y los edificios de París durante la primera mitad del siglo. Pienso, por ejemplo, en “Le Bon Marché Rive gauche” (Fig. 1) y “Boulevard de Strasbourg” (Fig. 2) de Eugène Atget, o en el más reciente “Magasin de chaussures” de Marcel Bovis (Fig. 3), imágenes donde también las casas y los edificios de la capital francesa parecen “dar a luz” una multitud de objetos y cosas, en este caso juguetes, corsés y zapatos, y que nos permiten ver en las casas embarazadas de Felisberto una viva y penetrante imagen de la cual se sirvió 8 Una copia de la carta manuscrita que Felisberto había enviado a Lorenzo Destoc se publicó en el apéndice de Felisberto Hernández ante la crítica actual, editado por Alain Sicard (ilustración número 30, 1977, pp. 461-464). 9 Que haya hablado de calles tan estrechas en que se propagaba hasta el más mínimo ruido, o de edificios milagrosamente en pie no obstante los palos ya podridos, no debería sorprender, considerando que durante su permanencia en París el escritor alojó en el Hotel Rollin (GIRALDI DE DEI CAS, 1975, pp. 88 y 92), una pequeña pensión en el Barrio Latino, una de las zonas más célebres de la capital no sólo por los importantes liceos y universidades, sino sobre todo por sus calles tortuosas y casi laberínticas, y por sus maisons à colombage, los antiguos y pintorescos edificios con fachadas de entramados.


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el escritor para relatar su impactante y perturbadora experiencia frente a las vidrieras de las tiendas de París.

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Fig 1. Eugène Atget, “Le Bon Marché Rive gauche” (1910) Bibliothèque Nationale de France.

Fig 2. Eugène Atget, “Boulevard de Strasbourg” (1912) Bibliothèque Nationale de France.

Fig 3. Marcel Bovis, “Magasin de chassures” (1950), Médiathèque de l’Architecture et tu Patrimoine.

Pero junto a estos escaparates colmados de objetos, en la París de Felisberto, así como en otros grandes centros urbanos de Europa y las Américas, se estaba difundiendo de manera sistemática una distinta tipología de vidrieras. Precisamente en aquel período, como subrayó Louisa Iarocci, fueron muchos los avances realizados en el campo de la publicidad, no sólo porque la industria publicitaria empezó a extenderse recurriendo a los nuevos medios de comunicación, como el radio o el


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cine, sino porque empezó a redefinir sus tácticas en relación al espacio urbano, es decir, repensando las modalidades mediante las cuales se exponían los productos y las mercancías en las vidrieras de las tiendas y los grandes almacenes (IAROCCI, 2013, p. 5). Si a partir del siglo XIX, en este sentido, las vidrieras se solían armar a través de una retórica de la “abundancia” y la “diversificación”, donde los objetos se exhibían como si el escaparate fuera una especie de “catálogo tridimensional” (IA ROCCI, 2013, p. 3) –o una casa al punto de “dar a luz”, como escribió Felisberto–, en la primera mitad del siglo XX se impuso de manera cada vez más sistemática otra lógica expositiva, de acuerdo a la cual las vitrinas empezaron a armarse recurriendo a “escenas narrativas” (IAROCCI, 2013, p. 4), como nos muestran, por ejemplo, las imágenes tomadas en París por el fotógrafo estadounidense Yale Joel en 1948, para la revista Life (Fig. 4-5).10

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Fig. 4 y 5. Joel Yale. Primeros planos de los escaparates de las tiendas de París.

10 Entre lo que pude investigar, las fotografías de Yale no fueron publicadas en la revista, pero aparecen en el archivo de imágenes, “Life photo collection”, que se puede consultar en “Google Cultural Institute” (https://www.google.com/culturalinstitute/).


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El contraste entre los escaparates saturados de objetos que habían fotografiado Atget y Bovis es notable. En la vidriera de la primera imagen se puede observar un maniquí vestido de negro, con la cara escondida tras el largo pelo, que está de pie apoyándose con una mano a la pequeña mesa que tiene enfrente, mientras que con la otra, hacia arriba, mantiene un chal blanco. En la segunda, hay otro maniquí, elegantemente vestido, que parece observar, sentado en una silla y con el pincel en la mano, el cuadro que está supuestamente pintado. Las diferencias que distinguen las dos tipologías de vidrieras son desde luego muchas, pero quizás una de las más significativas reside en la recognoscibilidad del objeto en venta. Si en los escaparates de Atget y Bovis no hay ninguna duda acerca de lo que se podría adquirir en el interior de las tiendas, en el caso de los de Yale Joel reconocer el objeto en venta resulta ser una tarea mucho más ardua. En la primera vidriera, quizás, se trate del traje negro, o la peluca, o el espejo colgado en la pared; mientras que en la segunda, podría ser tal vez el sombrero, o la botella de champagne en el suelo. Las imágenes de Yale Joel, en otras palabras, nos muestran de manera bastante contundente cómo, justo en los años de la posguerra cuando el modelo de producción y consumo masivo se generaliza y sistematiza, los objetos empiezan paradójicamente a desaparecer de las nuevas vidrieras urbanas, y nos revelan cómo en éstas se empieza a exhibir ya no tanto el objeto o la mercancía en sí, sino más bien un “imaginario ficcional” pensado y creado a partir o alrededor de ella. Llevando al extremo su carácter fantasmagórico, los objetos expuestos en los modernos escaparates, utilizando las palabras de William Leach, terminaron “sumergiéndose en un entorno de ensueño” (LEACH, 1994, p. 117), el mismo entorno de ensueño en que inevitablemente se sumergían también los que frente a ellos paseaban. Vidrieras que más que escaparates comerciales se parecen a ventanas abiertas de departamentos privados, dando la ilusión de poder acceder o espiar el instante suspendido de una intimidad ajena y supuestamente inaccesible, y ocultando una “magia calculada”, como afirmó Baudrillard (2009, p. 209), simultáneamente ineludible, invisible e impenetrable. Una “magia” que los manuales para vidrieristas pu-blicados en la primera mitad del siglo ilustran de manera sistemática y rigurosa en las secciones dedicadas a la “psicología” de la mente, revelando los secretos de su lógica. En Window Display Advertising, por ejemplo, se insiste en que “la atracción” de las vidrieras tiene que ser “impercep-


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tible” para que los paseantes la “acepten” sin darse cuanta, ya que lo que verdaderamente “vende” es “una idea que se inserta o que se esboza en nuestra conciencia sin que nosotros sepamos lo que está sucediendo” (PERCY, 1928, p. 77). De manera similar, en Principle of Window Display se afirma que “cuando una vidriera captura la atención del observador sin esfuerzos de parte de él, se trata de atención invo-luntaria, y es éste el tipo de atención más deseable para las vidrieras” (PICKEN, 1927, p. 299). Por otro lado, en Window and Store Display, se subraya la “importancia de la imaginación”, afirmando que el propósito principal de las vidrieras es “hacer surgir una imagen en la mente” en todos los que las observan, una “imagen mental” que en vez de “disiparse” con el tiempo, asegura el autor, “nunca desaparecerá realmente pues dejará su ‘cicatriz’ en la sustancia del cerebro” (FISCHER,1922, p. 111).

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En la correspondencia que mantuvo desde la capital francesa, Felisberto nunca mencionó las enigmáticas vidrieras donde se exponían escenas narrativas, a excepción, quizás, de una carta enviada en el noviembre de 1946. “Cada casa tiene un alma original”, escribe Felisberto a Paulina Medeiros, un alma “llena de ocurrencias que la imaginación vive enloquecida” (MEDEIROS,1982, p. 122). La atención y la imaginación del escritor uruguayo parecen haber sido capturadas nuevamente por los curiosos edificios de la capital francesa, y nuevamente Felisberto recurre a una viva y penetrante imagen en la cual no sería demasiado arriesgado ver las vidrieras y los escaparates de las tiendas parisinas. Esta vez, no tanto los que exponían una multitud de objetos el uno junto al otro como en un catálogo tridimensional, cuyos edificios parecían estar a punto de dar a luz, sino más bien los que proponían escenas narrativas, que de manera similar a la vidriera, las vitrinas, y los maniquíes de las Las Hortensias, también tienen “alma”, están llenos de “ocurrencias” y hacen enloquecer la “imaginación”. En la “magia oculta” de estas vidrieras que parece haber trastornado la imaginación de Felisberto durante su permanencia en París, no es difícil entrever la “magia” de la misma vidriera de Horacio, así como la lógica de las vitrinas armadas, contempladas e “imaginadas” en el salón de su casa. Recordemos, en este sentido, que frente al escaparate de su tienda el protagonista, “había ido conociendo sus muñecas, casi sin querer”, y siempre “sin querer” su mirada se había deslizado de los vestidos a las caras de los maniquíes, un “sin querer” –reiterado y puesto en cursiva en la novela– que parece cumplir con las expectativas de los manuales antes men-


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cionados. También habría que recordar cómo se describe el acercamiento de Horacio a una de sus vitrinas durante la primera sesión armadas en su casa: “de pronto se extrañó de no verse sentado en el sillón; se había levantado sin darse cuenta; recordó el instante muy próximo en que abrió la puerta, y enseguida se encontró con los pasos que daba ahora: lo llevaban a la primera vitrina” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 123). En este caso el “sin querer” inicial se amplifica y exaspera, y Horacio, atraído por una “magia” que parece hipnotizarlo, se mueve de manera involuntaria sin poder controlar sus pasos ni sus acciones, una dinámica que seguirá repitiéndose, de manera cada vez más intensa, hasta el final de la novela.

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Mediante las vitrinas y los “recuerdos” del protagonista, la novela de Felisberto apunta, como se ha sugerido al principio de este ensayo, a algunas de las hipótesis que Bergson propuso acerca de la memoria, la percepción y el tiempo, a veces confirmándolas y otras veces problematizándolas. Algo similar se puede afirmar acerca del carácter involuntario que define la aproximación de Horacio hacia la vidriera de su tienda, pues es precisamente con este “sin querer” que Horacio transgrede, si queremos, el requisito que Bergson consideró fundamental para la autonomía del individuo en relación a la interacción entre memoria y percepción. Una autonomía que, de acuerdo a Bergson, se podía alcanzar mediante la “atención”, tanto hacia la percepción del exterior como hacia el modus operandi de la memoria en su interacción con la percepción del presente. “Percibir conscientemente significa elegir”, afirmó el filósofo francés, es decir, elegir entre los estímulos exteriores con una “atención prestada a la vida […] suficientemente potente, y además lo suficientemente desprendida de todo interés práctico” (BERGSON, 1900, p. 85). Y eso es precisamente lo que Horacio no puede o no logra hacer, sucumbiendo a la atracción de la vidriera y la seducción de sus maniquíes, “inconscientemente atento” a “sus secretos”, sus “misiones desconocidas”, “sus designios malvados”, es decir, la “magia oculta”, el mensaje subliminal, que el protagonista consigue captar sin poderle, sin embargo, resistir. Como observó Jonathan Crary, Henri Bergson logró proponer un modelo de percepción que resistía, aun implícitamente, “a las varias formas cosificadas y rutinizadas de experiencia perceptiva de la cultura urbana y científica de Occidente a finales del siglo XIX” (CRARY, 2008, p. 301). Lo que el filósofo francés no logró, sin embargo, fue


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“entender cómo [la] experiencia [subjetiva] viene determinada por fuerzas externas al sujeto” (CRARY, 2008, p. 301), que es justo lo que Benjamin le criticó en su ensayo sobre Baudelaire, donde afirmó que Bergson había “rechaza[do] toda determinación histórica de la experiencia”, y que había “evita[do] acercarse a esa experiencia […] inhospitalaria, deslumbradora de la gran industria” (BENJAMIN, 1972, p. 125)11. Felisberto, al contrario, no negó esta experiencia, así como tampoco negó su determinación histórica, las fuerzas externas a ella que inevitablemente la definen. Lo que quizás no había “entendido” Bergson, en otras palabras, Felisberto parece haberlo captado muy bien, y es precisamente en este quiebre que Las Hortensias interviene, haciendo converger, en sus páginas, las reflexiones bergsonianas acerca de la memoria con la experiencia prescrita, en los escaparates de las tiendas urbanas, por la moderna retórica de la publicidad. La misma retórica publicitaria que, justo en la Francia de principios de siglo, estaba desarrollando su “discurso científico” no sólo sirviéndose de las más recientes investigaciones de la psicología y la psiquiatría, sino recurriendo también, paradójicamente, a las teorías del mismo Bergson (BEALE, 1999, p..16), instrumentos sumamente útiles para lograr atraer de manera más eficiente la atención y el interés de los consumidores, es decir, para crear aquellas “imágenes mentales” que tenían que quedarse en la memoria como “cicatrices” del cuerpo y del espíritu12. Las Hortensias es una novela que nos habla de una modernidad delirante en la cual la única experiencia capaz de penetrar y quedarse en la memoria es la que ofrece el escaparate de una tienda. Lo hace mostrándonos el desenlace del frustrante deseo que este escaparate, como cualquier otro escaparate comercial, genera e infunde de manera oculta. Aquella “entidad” –columna portante de la maquinaria capitalista del consumo– que, como apuntó Zygmunt Bauman, es “volátil y efímera, evasiva y caprichosa”, un deseo que “a pesar de sus sucesivas y siempre breves materializaciones […], se tiene a sí mismo como objeto constante, y por esa razón está condenado a seguir siendo insaciable” (BAUMAN, 2003, p. 80). En la París de posguerra, tras un 11 También citado por Crary, que se detiene, en el último capítulo de Suspensiones de la percepción, a reflexionar acerca de la posición de Benjamin frente a Bergson (CRARY, 2008, pp. 310-312). 12 Para una reflexión acerca de Bergson y la industria publicitaria véase el texto de Marjorie Beale, en particular el capítulo “Advertising as Modernism” (BEALE, 1998, pp. 11-47).


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paseo y otro entre las tantas vidrieras que “adornaban” las calles de la ciudad, Felisberto escribe acerca de este deseo imposible de satisfacer, que se renueva y desplaza constantemente, así como también se renueva y desplaza a lo largo de la novela, marcando su ritmo, trazando su trayectoria: de la vidriera de la tienda hacia la colección de maniquíes, de las sesiones con las vitrinas hacia Hortensia, y de ella hacia las demás muñecas. Esta es, desde luego, la trayectoria recorrida por el protagonista, que a lo largo de la novela intenta no sólo perseguir el objeto de sus deseos, sino también, como apuntó Patrick O’Connor, “entender el sentido de sus deseos, entender y analizar lo deseable en los objetos que desea” (2004, 89). Un deseo, éste último, que nuevamente encuentra su origen en la vidriera de la tienda, frente a la cual Horacio se vio atraído, “casi sin querer”, por aquellos maniquíes que le “parecían seres hipnotizados”, “cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 128). Lo que Horacio quiere llegar a comprender son justamente estas “misiones desconocidas”, estos “designios malvados” que no son sino la “magia”, calculada y oculta, que, como ya se ha subrayado, el protagonista había conseguido percibir sin ser capaz de resistirle. Aquí se puede observar el comienzo de esta “segunda” búsqueda, que Horacio pretende llevar a cabo frente a sus vitrinas, intentando “adivinar” las leyendas creadas para sus representaciones, interpretando la escena para llegar a descubrir la historia preexistente –que él mismo había hecho crear–, el “sentido” de las escenas narrativas por él contempladas y deseadas, el mismo “sentido” (las “misiones desconocidas”) en la vidriera de su tienda que, también contemplada y deseada, no había podido entender. La búsqueda del sentido de un deseo que “se tiene a sí mismo como objeto constante”, está desde luego destinada al fracaso, un fracaso que en la novela de Felisberto llega lenta pero sistemáticamente. No es casual, al respecto, que el momento en que Horacio logra adivinar, por primera vez, la historia de la escena representada (HERNÁNDEZ, 2011, p. 133), coincide no sólo con la transformación de Hortensia en muñeca sexual, sino también con un cambio importante en relación a la aproximación del protagonista hacia sus vitrinas. En las sucesivas sesiones, leemos en la novela, Horacio ya “no tenía ganas de pensar en el destino” de sus muñecas, las historias creadas por los muchachos le parecían “jeroglífico[s] estúpido[s]” y en la última sesión, a la cual “concurrió” porque animado por su esposa y los mismos muchachos,


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miró, “distraído”, una escena ahora ya “sin leyenda” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 165). A lo largo de la búsqueda del sentido de aquel deseo –calculado– que ve su origen en un escaparate comercial, el protagonista se encuentra frente a un vacío, al sinsentido de las escenas representadas, que es también el sinsentido que logra captar en sus propias vitrinas, así como en Hortensia, y en las demás muñecas. La desilusión resulta ser desde luego inevitable, como nos sugiere Felisberto en su novela. Aquí ya no hay “tabletas” o baños “de pies bien caliente” que en “Muebles ‘El canario’” podían anular los efectos de las inyecciones de anuncios publicitarios. En Las Hortensias, al contrario, no hay salvación, como indica el delirio, lento y progresivo, del protagonista, que termina, en una de las escenas más impactantes de la novela, encerrado nada menos que en su propia vitrina –“sus manos golpea[ndo] el vidrio como pájaros contra una ventana cerrada” (HERNÁNDEZ, 2011, p. 166)– aprisionado por el sinsentido de su propio deseo.

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“Como matar a toda una familia de inocentes”: Imágenes de familia en las últimas obras de Felisberto Hernández Kazunori Hamada Universidad de Tokio

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La obra de Felisberto Hernández ejerce la maestría de aprovechar lo cotidiano para luego extrañarlo de un modo singular: bajo la mirada del narrador, la mayoría de las veces en primera persona, los objetos se vuelven tan íntimos que hasta parecen empezar a tener vida propia, mientras tanto los seres humanos se cosifican, para que se confundan en su mundo imaginativo. Otro objeto de su obra narrativa es el yo del propio narrador; las partes del cuerpo que viven autónomas e independientes de la conciencia, la escisión del sujeto o la angustia del mismo ante esas situaciones; todo eso hace que al día de hoy el autor ocupe “un lugar central en las interpretaciones auto ficcionales hispanoamericanas” (Larre Borges, 2011, p. 18). Entre varias imágenes que supo plasmar en sus obras, sin embargo, una de las más íntimas destaca por su rara presencia. Señala José Pedro Díaz en su biografía sobre el autor: Felisberto, que en tantas ocasiones apoyó sus relatos autobiográficos, y que tan a menudo evocó en sus obras circunstancias de su propia vida e imágenes de personas que conoció, aludió muy raras veces a las personas o aconte-


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cimientos que tuvieron para él una significación personal más entrañable. Así, no aparecen en sus textos ni la imagen de su madre, ni la de su hermano, ni la de sus hijas, y tampoco la de ninguna de las otras mujeres con quienes estuvo casado o mantuvo relaciones estrechas. Los recuerdos que evoca en su obra, y que son muchos, se refieren muy naturalmente al mundo que lo rodeó durante su vida, pero sólo hasta alguna distancia de la intimidad. Hay un círculo, el más cercano, que sus evocaciones no recogen nunca. (DÍAZ, 2000,pp. 31-32)

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El argumento de Díaz es cierto si repasamos los textos de Felisberto publicados mientras este vivía: en su primera época, la de los Libros sin tapas(1925-1931), sólo unas pocas líneas de Fulano de tal comentan la presencia de su primera esposa,1pero de manera sumamente fugaz; sus relatos autobiográficos de los cuarenta―Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido y Tierras de la memoria― no describen tanto a sus familiares más cercanos como a los personajes claves de cada obra, tales como Elnene, Petrona, Clemente Colling, Celina, la abuela del narrador, las hermanas maestras de piano, etc.; por último, después de la publicación de Nadie encendía las lámparas, esas personas nunca aparecen. ¿La familia, este punto ciego para Felisberto, no juega realmente un papel significativo? El presente artículo es guiado por esta pregunta, centrándose en la figura de “familia”, la cual se observa, como analizaremos más adelante, en las últimas obras publicadas del autor: Las Hortensias, “El cocodrilo”, “Lucrecia” y “La casa inundada”. Cuando empleo el término figura, entiéndase que no significa personaje ni símbolo: no es objeto de pura mimesis ni trasmite un sentido particular, sino una sustancia textual que se elabora de acuerdo con la lógica del mismo texto. Como ha sido señalado en ciertas críticas, Felisberto desarticula el lenguaje figurativo, para utilizarlo al pie de la letra hasta otorgarle una consistencia, como algo real, aunque sus textos no son realistas en el sentido mimético sino que valiéndose del potencial de esas figuras buscan inscribir una imagen misteriosa de la relación entre el sujeto y el mundo.2 Se trata, por esta razón, de la función de esa figura. 1 En concreto, me refiero a “Prólogo de un libro que nunca pude empezar”, aunque es interesante señalar un pasaje de ese texto, porque ya en esta etapa lo familiar juega un papel ambivalente de límite de lo decible y puerta hacia el misterio: “Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble, y el que se propone decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no podrá decir no más que un poco de cómo es ella. Yo emprendí esa tarea sin esperanza, por ser María Isabel lo que desproporcionadamente admiro sobre todas las casualidades maravillosas de la naturaleza” (HERNÁNDEZ, 1981,p. 78). 2 Con respecto al uso del lenguaje figurativo o de las imágenes en Felisberto, por ejemplo véanse los trabajos de Ludmer (1982), Block de Behar (1984) y Lespada (2014).


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Elaboración de una visión Para empezar, es preciso detenernos en un testimonio que da una perspectiva diferente al tema. En una entrevista con Pablo Rocca, Paulina Medeiros afirma que a partir de los contactos intensos entre Felisberto y Jules Supervielle hay, en la obra de aquel, un cambio con respecto al motivo de familia: –¿Supervielle corregía sus textos? –Una mano extraña sacudiendo su creación hubiera resultado criminal para él. Había que insinuarle los cambios con gran delicadeza y dejarlo en libertad de seguirlos o no. Puede que Supervielle se atreviera en París más que yo anteriormente. A continuación de su trato, aparecen en Felisberto ciertos motivos de madre o padre a hijo más tiernos, aunque en Felisberto siempre el determinante mayor es la ironía. Sobre todo flota, a veces, alguna ternura “supervielliana” que en Felisberto no se descubría al principio con frecuencia. (ROCCA, 2002, p. 88)

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La influencia que Supervielle tuvo sobre Felisberto ha sido estudiada con minuciosidad por Díaz (1991, pp. 145-161; 2000, pp. 87102): se sabe muy bien que desde la opinión sobre El caballo perdido hasta la génesis de algunos cuentos que luego serían incluidos en Nadie encendía lámparas, el escritor recibió en su creación literaria las intervenciones del poeta franco-uruguayo. Aunque los estudios precedentes no han detectado una evidencia, algunos detalles muestran el cambio estilístico en El caballo perdido comparado con Por los tiempos de Clemente Colling, quizá causado por la presencia del maestro (DÍAZ, 2000, pp. 88-90). Y es El caballo perdido el texto donde aparecen motivos de familia, en relación con los de la casa y de la economía. Jorge Panesi argumenta que El caballo perdido encarna la estética de lo extraño propia del autor, que se desarrolla en la casa, siempre ajena; oikos, casa, está siempre dibujada (in praesentia o in absentia) en los cuentos de Felisberto Hernández y por ende, como lugar de oikonomia o sea administración de casa, ellos contienen “el diseño, la imaginación o el pensamiento de relaciones económicas” (PANESI, 1993, p. 14. Las cursivas son del autor).

Felisberto Hernández piensa su estética en la familia, en lo familiar, en el corazón mismo de lo Unheimliche: lo inquietante económico. Una estética de la precariedad económica. (PANESI, 1993, p. 15. La cursiva es del autor)

Tal estética de la precariedad también está presente en la casa propia: “Mi primer concierto en Montevideo”, texto inconcluso escrito


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hacia 1943 que originalmente formaba parte de una obra más grande que el propio autor llamaba la novela del concierto o El comedor, cuenta el contorno angustioso de la familia del narrador-pianista. Este texto vale la pena tomarlo en cuenta porque, además de esbozar a sus miembros más que los demás escritos autobiográficos, ofrece una visión curiosa de la familia. Pese a que la indigencia económica del hogar es el tono dominante, aquí ese “disgusto general” se representa mezclado con “un poco de felicidad” a los ojos del narrador-pianista, quien capta la siguiente imagen:

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Yo recordaba aquella dicha como si hiciera una guiñada ante un pequeño agujero donde viera iluminado el fondo de mi casa. Recordaba el instante del mediodía en que yo había llegado de una ciudad del interior y ellos [los de la familia] todavía no me habían visto. Estaban alrededor de la mesa que tenían bajo los árboles y yo, sin estar todavía allí, sabía que el mantel estaba lleno de grandes monedas de sombras y de luz que se confundían apenas el aire movía las hojas. Ellos estaban ocupados ante sus pequeñas comidas y su poco de felicidad y parecían olvidados de mí. Todavía, antes que me vieran yo había alcanzado a tener una idea absurda: pensaba que aquel instante era un recuerdo que yo tendría muchos años después, cuando los hubiera sobrevivido a todos ellos. (OC2, 197)

Lo que llama la atención de esta cita no sólo consiste en lo recordado mismo sino en su manera de recordar: la atmósfera de la indigencia angustiosa aludida por “grandes monedas de sombras y de luz” se encuentra atenuada, superpuesta a “un poco de felicidad”; “olvidados de mí”, los miembros de la familia aparecen indiferentes al narrador; asimismo, la escena es vista a la manera de un voyeur, “como si hiciera una guiñada ante un pequeño agujero donde viera iluminado el fondo de mi casa” ―todo esto provoca la sensación de unidad armónica y de alienación. El narrador-contemplador está separado de ese paisaje de dicha, condenado a verla a solas como algo ajeno. Esta visión “que yo tendría muchos años después” obsesionó realmente al escritor, ya que este breve pasaje se desarrollaría luego en otro manuscrito titulado por el editor José Pedro Díaz “He recordado a mi familia”. Este refuerza los elementos arriba mencionados; el recuerdo de la escena que vio “entre las cañas” le viene a la mente “repitiéndose como un mecanismo que marchara solo” (OC2, 209-210). La mirada excluida, y la indiferencia o la autonomía de lo íntimo mirado, quedan cristalizadas en tal imagen de familia: y si se tiene


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en cuenta el destino de la del narrador, ahora convertida en “pedazos dispersos” (HERNÁNDEZ, 1982, p. 197), la sensación de fragmentariedad es inseparable. Aunque no sabemos si Supervielle dio a Felisberto algún consejo acerca de la corrección del pasaje, algo de “lo familiar” estimulaba al escritor montevideano en esta época; además, si se considera el desarrollo del lenguaje figurativo en El caballo perdido (DÍAZ, 2000, p. 89), no se trata sólo de la aparición de “motivos de padre o madre a hijo” tal como testimonia Medeiros, sino que hubo un intento de elaboración en torno a una visión de la familia; indiferente y ajena al observador, a punto de disgregarse.

Reaparición de la familia como figura

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Curiosamente, Nadie encendía las lámparas no contiene ningún cuento que desarrolle la imagen de familia como figura, pese a que algunos cuentos incluidos en ese libro se desprendieron de la novela del concierto por los consejos de Supervielle3. En cambio encontramos su reaparición en las últimas obras de Felisberto publicadas a partir de 1947, cuyas escrituras se centran alrededor de 1950: “El cocodrilo”, Las Hortensias, “Lucrecia” y “La casa inundada”4. La significación que tiene esa imagen varía dependiendo de cada obra aunque posee elementos comunes, de modo que no las analizaremos en orden cronológico sino de acuerdo con su función. Primero, Las Hortensias es ya en sí una novela familiar: la relación entre Horacio, María y el maniquí sufre una constante transformación en la imaginación de la pareja: padre-madre e hija, padre enamorado de su hija, dos hermanas, artista y su obra.

3 En las notas de Obras completas, Díaz, basado en las cartas de Felisberto a Medeiros (1982, pp. 109 y 111) señala el desprendimiento de algunos fragmentos de la novela del concierto, que terminaron convirtiéndose en cuentos como “Mi primer concierto” y “El comedor oscuro” incluidos en Nadie encendía las lámparas, o sirviendo para la génesis de otros como “El acomodador” y “El árbol de mamá”. 4 Las fechas de la primera aparición de Las Hortensias y “El cocodrilo” son bien sabidas: el primero fue publicado en Escritura y el segundo en Marcha, ambos en 1949. Según Díaz, “Lucrecia” fue leído por el autor en la galería “Amigos de Arte” en 1952, y al año siguiente fue recogida por Susana Soca en su revista Entregas de la Licorne; y a propósito de la redacción de “La casa inundada”, Felisberto confiesa su dificultad en una carta a Supervielle en diciembre de 1948, pero ya en esa época realiza lecturas del mismo relato a algunos amigos (DÍAZ, 2000, pp. 131-132 y 236-237).


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Glauco Capozzoli. “Sín título”. Acrílico sobre madera, 1978, 90 x 120 cm.

Aquí Hortensia, esa muñeca a la que “se le podía atribuir cualquier pensamiento” (HERNÁNDEZ, 1982, p. 145) juega un papel catalizador de esos desdoblamientos. Así, en este relato también las cosas se entienden entre sí: Después [Horacio] volvió a pensar en los ruidos. Desde hacía mucho tiempo él creía que, tanto los ruidos como los sonidos tenían vida propia y pertenecían a distintas familias. Los ruidos de las máquinas eran una familia noble y tal vez por eso Hortensia los había elegido para expresar un amor constante. (HERNÁNDEZ, 1982, p.150)

La promiscuidad de deseos a la que se presta Hortensia se explica con la expresión “una familia noble” de los ruidos de las máquinas; en esta cita esa imagen sirve para esbozar las predilecciones de Horacio. No obstante, en el relato también hay otra imagen de familia contigua a lo extraño. En un hotel en donde se refugió, Horacio siente lo siguiente: Le parecía estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y mi-


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raban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. (HERNÁNDEZ, 1982, p.164)

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En una habitación modesta reina la intimidad de “una familia pobre”, con sus integrantes viejos, pero un elemento “joven” lleva al Horacio hasta el regressum ad uterum, haciéndolo sentir como un feto “viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar”; el ruido de las máquinas no simboliza sino el ruido intrauterino, del origen. La imagen de familia tiene un aspecto ambivalente: como una “metáfora narrativa” que argumenta Juan José Saer a propósito de Tierras de la memoria5, la imagen de familia va completando su significado a lo largo de la descripción, en este caso asimilando elementos inquietantes de acuerdo con el principio de contigüidad. Tal atmósfera angustiosa alcanzará a su cima cuando Horacio nombra una muñeca “Herminia”, nombre que evoca “hermana” en muchos sentidos según Frank Graziano (1997, p. 196): hermana de Hortensia, Hortensia como hermana de María, y por ende “cuñada” de Horacio como bromea Facundo, el fabricador de muñecas, a propósito de la muñeca del Tímido. Horacio la besa cuando siente que los ojos de ella reflejados en el vidrio “tenían expresión de grandeza humillada” (HERNÁNDEZ, 1982, p. 176). En Las Hortensias la imagen de familia funciona dentro de esa fantasía transgresiva, que finalmente invoca una relación incestuosa entre hermanos. En “La casa inundada”, lo que se presenta es una incesante subversión. El narrador-cuentista que ha sido invitado a la casa inundada quiere entenderse con la señora Margarita, íntima y maternal, pero siempre termina descubriendo a la “segunda señora Margarita” misteriosa e inaccesible. Ella, por su parte, quiere saber el mensaje que el agua parece traer, pero cada vez que recibe alguna revelación encuentra impugnaciones que no le dejan una interpretación fija. El agua vacila entre dos polos opuestos: omnipresente y privado, íntimo y para todos. La subversión o la escisión también se da en el interior del 5 Con respecto al concepto de la metáfora narrativa en Tierras de memoria, véase la

siguiente explicación: “la metáfora excede cuantitativamente el tamaño de una oración o de un miembro de oración, y tiende a generalizarse, a alcanzar la extensión de un párrafo o de varios párrafos, o incluso de páginas enteras” (SAER, 1977,p. 310)


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propio narrador: ante el discurso de la señora Margarita sobre el agua, piensa que ambos pertenecen a una religión del agua, junto con los recuerdos que él mismo tiene sobre el agua como fieles, pero luego se da cuenta de que él también tiene otra secta en su interior, con sus propios feligreses. Dicho esto, esos fieles no se oponen a la de la señora Margarita pues “miraban fijamente a esta señora como bichos encantados por la luna” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 83). María, la sirvienta de la casa inundada, cree que “el homenaje al agua” que organiza la señora es un velorio de su desaparecido marido José, mientras el narrador descubre que para ella no lo es; sin embargo lo que él percibe después de terminado el rito es “un silencio sepulcral”. El sentido del rito también pareciera florar indeterminado entre dos posibilidades. Como resume María del Carmen González, “Hay una intención en el autor de ser asistemático” (GONZÁLEZ, 2011, p. 164). Dentro de tal aire de indeterminación, la figura de familia también está dividida en dos. Para la señora Margarita, su imagen sólo significa intimidad:

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Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. (HERNÁNDEZ, 1983, p. 88)

El silencio con que sueña la señora Margarita no se consigue a cabalidad, pues se queda con el misterio del agua sin lograr verbalizarlo. Por eso ella le encarga la tarea al narrador, quien por su parte reconoce la dificultad de contar. Él explica su propia condición con otra imagen de familia; un lugar conflictivo donde los pensamientos están a punto de pelearse: Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe. (HERNÁNDEZ, 1983, p.83)

De esta manera se explican sus pensamientos antagónicos, que sin embargo tienen lazos extraños. Con todo ello, es el que reconoce tal


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dificultad quien logra escribir la historia de “La casa inundada” al final: ese “sonámbulo de confianza”, dejándose llevar por la deriva, también sabe luchar “contra las preferencias de los recuerdos” para empezar la historia (HERNÁNDEZ, 1983, p. 69). La familia es una figura justamente escogida para contar esta paradoja de quien se encuentra en el umbral. A diferencia de estos dos textos, la imagen de familia aparece de manera distinta en los otros dos cuentos, en los cuales ella no es objeto de descripción sino una visión fugaz que se asoma al final, y que sin embargo funciona como para cristalizar la totalidad de la obra fragmentada. Para aclarar la significación de esas figuras, se necesita dedicarles análisis más largos; a esa cristalización preceden momentos de fragmentación y falta tenerlos en cuenta. En “El cocodrilo”, el primer elemento que provoca la sensación de fragmentariedad deriva del efecto que causa el llanto del narrador. Recordemos cómo empieza ese acto:

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Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada. (HERNÁNDEZ, 1983, p. 92. Cursiva mía)

El verbo fingir evidencia que el llanto del narrador es consecuencia de un acto lúdico, producto inesperado de una ficción ―palabra que, al igual que fingir, proviene de fingere; “heñir”, “amasar”, “modelar”, “representar” e “inventar” (COROMINES, 2011, p. 251). Luego el narrador lo prueba otra vez en una plaza solitaria, no “como quien escurre un trapo” sino entregándome “al hecho con más sinceridad”, con una inocencia infantil “como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas” (ibid.). Esta práctica que empezó como medio juego, sin embargo, no deja de suscitar una tras otra interpretaciones de la gente, lo cual sirve al na rrador para vender más medias. Al decir de Rosario Ferré, el itinerario del vendedor de medias no es otra cosa que un proceso en que su ficción es “leída” y aceptada como verosímil por otros personajes-espectadores (FERRÉ, 1986, pp. 72-75). Sin embargo, lo que ocurre después es “la


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práctica degradada” (ECHAVARREN, 1981, p. 38):6 el llanto convertido en tarea aliena a nuestro protagonista, y la monopolización de la iniciativa de llorar para vender medias sólo sirve para subyugarlo más en el mercantilismo (LESPADA, 2014, p. 301). Al final, el narrador recibe de un muchacho una caricatura, cuya figura aglomera los elementos grotescos que la gente ha cultivado acerca de él: Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas. (HERNÁNDEZ, 1983, p.101)

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A este tema de las lágrimas que trae una multiplicación interpretativa y una alienación, se le conecta otro que igual las desarrolla: el fetichismo. El narrador empieza a trabajar para una compañía grande como vendedor de medias, gracias al slogan promocional que hizo y que ganó el segundo premio: “¿Quién no acaricia hoy una media ‘Ilusión’?” El doble sentido de la frase ha sido discutido bastante: el encanto del producto (la media “Ilusión”) y de algo que es una ilusión a medias. A propósito de esta ilusión a medias, Frank Graziano dice que el objeto del deseo está hecho del objeto mismo y la proyección del sujeto hacia él (GRAZIANO, 1997, p. 181). Para Roberto Echavarren, la imagen de las medias presenta y a la vez oculta metonímicamente la de una mujer (ECHAVARREN, 1981, p. 34). De hecho, a lo largo del cuento se representa una presencia/ausencia fantasmal de mujer. Es justamente esta función de referir y negar, la del fetichismo. Veamos lo que dice Giorgio Agamben al respecto, tras una cita de Freud que habla del falo materno, una inexistencia pero que existe como significante. Lo que los fetichistas hacen es una renegación, y no una represión: Es muy probablemente por la consciencia de Freud de que represión (Verdrängung) es inadecuado para explicar el fenómeno, que recurre al término Verleugnung [renegación]. No sólo no hay ninguna sustitución de un significante por otro en el Verleugnung del fetichista ― en realidad los significantes se mantienen a través de una negación recíproca― sino que uno tampoco puede hablar de la propia represión, porque el contenido psíquico no retrocede hacia el inconsciente sino es, de alguna manera, afirmado en la misma medida en que es negado (lo cual

6 Extrañamente, Ferré no habla nada de este aspecto del cuento limitándose a señalar el éxito del narrador.


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no significa, sin embargo, que sea consciente).7 (AGAMBEN, 1993, p. 146. Las cursivas son del original)

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La imagen de mujer: un objeto fantasmal que muestra rastros de su ausencia a lo largo del texto. En una tienda el narrador pregunta a una niña si está el dueño, y esta a su vez le contesta: “No hay dueño. La que manda es mi mamá”. Esa madre “fue a lo de Vicente y viene enseguida”― es decir, la madre está pero ausente. Después en la plaza él ve “dos piernas de mujer con medias ‘Ilusión’ semibrillantes”. Además de esta imagen metonímica refuerza el tema la pregunta de ella, que adivina que él está llorando por la pérdida de alguna chica: “Dígame la verdad, ¿cómo es ella?” El narrador, suscitado por las palabras de la mujer, recuerda a una que fue su novia ―otra mujer ausente (HERNÁNDEZ, 1983, pp. 93-94). El clímax del tema del fetichismo estriba en el encuentro con una muchacha justo antes de una fiesta. Esta pide al narrador que firme en una “Ilusión” que ella posee. Como no puede firmar directamente en las medias él le pega una etiqueta con firma. Cuando ella empieza a ponérsela, la descripción metonímica de su movimiento, una vez más, oculta la imagen de la propia muchacha y al mismo tiempo la señala, a través de las partes de su cuerpo que lo desdibujan: Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue. (HERNÁNDEZ, 1983, p.100)

Al terminar el discurso de su amigo director del liceo se le pide al narrador un comentario, aunque él guarda silencio ante esa arenga llena de “las palabras ‘avatares’ y ‘menester’” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 101). Es justo después de esta negación de la vida real, que llega el momento fetichista. Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por 7 Traducción mía: “Indeed, it is plausibly because of Freud’s awareness that repression (Verdrangung) is inadequate to account for the phenomenon that he has recourse to the term Verleugnung. Not only is there no substitution of one signifier for another in the Verleugnung of the fetishist ―indeed the signifiers maintain themselves through a reciprocal negation― but neither can one properly speak of repression, because the psychic content is not simply pushed back into the unconscious, but is, in some way, affirmed to the same extent that it is denied (which does not mean, however, that it is conscious)”.


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encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. (HERNÁNDEZ, 1983, p. 101)

El narrador contemplando a la muchacha mientras abraza al director que le recuerda su dura vida real, justamente acaricia la media “Ilusión”. Asimismo, si se toma en cuenta esa misma imagen de una mujer mostrando una sola pierna con “Ilusión” y la figura de quien inventó la leyenda de su propaganda, aquel slogan parece completar su significación; los sendos actos de la muchacha y del narrador contribuyen a realizar una escena de “la media (no las medias) ‘Ilusión’”/“una ilusión a medias”. Así el tema del fetichismo confluye con el de las lágrimas, como espectáculo.

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Glauco Capozzoli. “Sín título”. Acrílico sobre madera, 1974, 85 x 120 cm.

Esta escena contrasta con la caricatura del cocodrilo que citamos más arriba. Mientras el espectáculo de la muchacha representa a cabalidad “la media ilusión”, el de la caricatura lo hace irónicamente. Ante el espejo, la figura de cocodrilo cobra su propia vida, negándose a ser


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reducida a un símbolo estable. A esta altura el narrador no triunfa como argumenta Ferré, pues el acto de la ficción ―fingir llorar―se vuelve ajeno al autor. Es aquí donde la figura de familia hace su brevísima aparición: Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. (HERNÁNDEZ, 1983, p. 102)

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El narrador reconoce en el espejo el amalgama de todos los elementos que ha venido forjando acerca de sí mismo: en otras palabras, su propia ficción. Esa obra, al regresar del público a su autor, le resulta ajena: es por eso que no se pone a llorar el hombre sino la cara, que ahora se ha ido junto con las demás imágenes más allá del espejo, al mundo de los seres indiferentes. El narrador no comprende por qué su cara llora, al igual que dice no entender por qué llora el cocodrilo. Ese misterio, sin embargo, está hecho de pedazos que le han sido íntimos. La frase “como una hermana de quien ignoraba su desgracia” sintetiza esa ambivalencia mejor que ninguna otra. La presencia femenina fantasmal que ha diseminado imágenes fetichistas encarna, al final, en la figura fugaz de una familiar ajena, otra media ilusión. En el caso de “Lucrecia” los momentos de fragmentación se deben a su ambientación, más que ningún otro texto de Felisberto. Su comienzo ya lo advierte, como para prevenir críticas al respecto: Siempre que me preguntaban cómo había hecho para ir a vivir en una época tan lejana, me daba un fastidio inaguantable. Y si alguien me interrumpía para enredarme con algún detalle histórico la cólera me dejaba mudo y yo abandonaba las mesas recién servidas. (HERNÁNDEZ, 1983, p. 103)

Se supone que el narrador se encuentra en algún café, rodeado de unas personas, empezando a contar una historia de una época lejana que no tiene que ver con la verdad histórica. También se transparenta su actitud visible, que pareciera estar diciendo que esas verdades no le importan. La historia que sigue, no obstante, deja perplejo al lector, pues


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no hace más que diseminar discursos imprecisos. Primero, la imprecisión espacio-temporal: a medida que avanza la lectura se comprende que el escenario se encuentra en la Italia renacentista y que el narrador viene de España para conocer una mujer llamada Lucrecia con el fin de escribir algo sobre ella. Sin embargo, él casi nunca menciona lugares particulares a pesar de su condición de viajero; ni cuenta sus costumbres o cosas típicas del lugar. La ambientación está dibujada con vaguedad, lo cual obliga al lector a estar atento a los datos dispersos. Asimismo, el narrador incluso se escapa del tiempo de la historia de vez en cuando, para volver al presente de la narración que es el siglo XX; por ejemplo, después de ser tratado mal por un soldado dice: “Mis violencias y mis cansancios eran mucho más grandes que los sufridos en un futuro muy lejano, en este siglo donde nací y al que pude volver”(HERNÁNDEZ, 1983, p. 104). ¿Qué es esta vuelta, que nos hace pensar en la posibilidad de un viaje en el tiempo? Este cronotopos poco común en Felisberto, cuya obra en principio tiene raíces en la vida cotidiana del Río de la Plata de sus tiempos, se vuelve más difícil de entender por las características narrativas arriba comentadas. La presencia del narrador innominado, una constante bien conocida de los relatos felisbertianos, no es menos vaga. Encantado por cualquier objeto que entra en sus ojos distraídos como si “se lo fueran tragando despacio” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 103), nunca cuenta quién es ni para qué sigue a una monja desconocida. En el convento se encuentra con un hombre de capa verde y piensa: “No sé por qué pensé que aquel hombre era yo y que tenía que seguir en sus asuntos” (HERNÁNDEZ, 1983, p.105). Este protagonista que ni siquiera sabe establecer la distinción entre el otro y el mismo, tiene como objetivo escribir un informe sobre Lucrecia, pero su motivo sigue siendo enigmático. De ahí la dificultad de seguir el hilo de la historia. Interrumpen varias pequeñas historias –una planta que compra en el mercado, un viejo y su nieto en un comedor oscuro, algunas historias de ojo, encuentro con una niña de diez años y su muerte, etc. Por último, ¿quién es Lucrecia? La monja que guía al narrador no le dice nada al respecto pues parece no hablar español. Tal dificultad de captar la imagen de Lucrecia se debe también a la mirada del narrador, su modo de reconocerla. Veamos como ejemplo el siguiente pasaje, donde se describe el primero contacto con ella.


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A través de una parte raspada del vidrio vi moverse algo: acerqué un ojo y vi dos ojos de un azul muy claro que miraban hacia donde yo estaba; saqué el mío pero en seguida lo volví a poner, pues me di cuenta que los otros no miraban al mío. La persona tenía desplegada al sol una inmensa cabellera rubia. Los ojos eran como objetos preciosos. Yo seguí mirándole los ojos y me pareció extraño que también le sirvieran para ver. De pronto me vino una contracción al estómago: fue al reconocer una carta que le acercaron unas manos: era mi carta. Entonces la mujer de los ojos tenía que ser Lucrecia. (HERNÁNDEZ, 1983, p.105)

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Glauco Capozzoli. “Sín título”. Acrílico sobre madera, 1978, 100 x 125 cm.

La identidad de la propietaria de los ojos azules se revela después de que la mirada del narrador se desliza hasta llegar a ellos y los observa durante un rato. Si el lector presta atención al contexto se dará cuenta de que se trata de Lucrecia Borgia; su identidad se puede suponer borrosamente a través de sus frases como “¿Usted no tiene miedo que lo envenene?” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 111), episodios tremendos de sus parientes enamorados de ella a los que sacaron un ojo, o la imaginación del narrador acerca de un cilicio atormentando sus carnes blancas. Sin embargo estos detalles no garantizan nada de la referencialidad histórica de su figura dado que se encuentra en un espacio onírico, donde, por


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ejemplo, dos personajes que recuerdan a don Quijote y Sancho Panza andan totalmente felisbertianizados, despojados de su forma original. Como indica la descripción arriba citada, lo que existe primero para el narrador son partes de su cuerpo, y su persona sigue siendo un misterio ―además, nunca se la llama Lucrecia Borgia. Ante tal fragmentariedad carente de una coherencia visible, es este mismo movimiento metonímico de la mirada del narrador, dotado de fragmentar la totalidad, lo que le permite una larga cadena de asociaciones. Jaime Alazraki (2001) propone el concepto de “lo neo fantástico”, cuya idea consiste en provocar angustia en lugar de miedo como lo practicó la literatura fantástica del siglo XIX analizada por Tzvetan Todorov. Tal característica de lo neofantástico que representan los cuentos del XX como los de Borges, Cortázar y Kafka, según el propio crítico argentino, no encaja en la obra de Felisberto Hernández. Su singularidad estriba en esta misma ambigüedad de los sueños y la incoherencia de la trama por digresiones, y de ahí que sus ficciones gocen de una “[l]ibertad de los dramas oníricos que no es una libertad absoluta, pero que opera desde una escala cuyas referencias están enclavadas en el inconsciente del soñador” (ALAZRAKI, 1982, p. 38). La ambientación y los personajes imprecisos, la mirada que se desliza, las rememoraciones y asociaciones caprichosas, la ausencia de relación causal, producen la impresión de que las cosas suceden “como si todo fuera posible y nada estrictamente necesario” (ALAZRAKI, 1982, p.41). “Lucrecia” es atravesada por esa lógica de los sueños diferente a la de la vigilia; es lo que permite observar una concatenación libre de imágenes, un movimiento metonímico. Una mañana la mirada del narrador capta un hombre a caballo, que lo hace pensar en la tierra debajo de él de tal manera: “Ella [la tierra], echada boca arriba con sus montañas, era indiferente a lo que hacían todos los hombres” (HERNÁNDEZ, 1983, p. 106). Y de pronto comenta: “Si a mí me hubiera venido a visitar un habitante de otro planeta yo le hubiera mostrado aquel día como el ejemplo de una mañana en la tierra” (HERNÁNDEZ, 1983, p.107). Este último discurso, que incluso nos hace sospechar que el texto acaso sea una ciencia ficción, no resulta extravagante si tomamos en cuenta cómo el pensamiento del narrador se desplaza desde “la tierra”, pasando por “la Tierra”, hasta llegar a “otro planeta”. Ahora recordemos los ojos de Lucrecia, dos esferas azules flotando en la oscuridad que sugieren el globo. Así se genera una cadena de imágenes “ojos azules-tierra-Tierra-


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planeta”, a la cual las palabras de Lucrecia le agregan otra; “los ojos del narrador/poeta/gato que ven en la oscuridad”; las historias de ojos que evoca el narrador la fecundan trayéndole asociaciones como “cáscara de nuez-dos hermanos tuertos de Lucrecia-los ojos como las únicas partes dobles del cuerpo que giran al mismo tiempo”; la cadena alcanza hasta “gotas de agua-piedras preciosas-luna- moneda”. De este modo, en “Lucrecia”, entre varios motivos que frecuentan la obra del autor, abundan esas imágenes de lo redondo ―incluso podríamos agregarles la de Lucrecia, que nos hace suponer un cuerpo grueso. Es preciso señalar que cada una de las imágenes, aunque tenga(n) un(os) sentido(s) particulares, no es cerrada en sí: ellas apenas están ligadas por el acto asociativo del narrador que vive la lógica de los sueños. Al final de la obra, sin embargo, esas imágenes metonímicamente multiplicadas sufren un cambio cualitativo. La noche en que murió la niña, el narrador trata de agarrar una piedra, la cual resulta ser un sapo que se va saltando hacia el agua. Se pone a llorar no sólo por la niña sino por las montañas de la luna y luego, al largarse del convento, recibe de Lucrecia una bolsa con monedas como salvoconducto. Piensa que al tocarlas encontrará algún secreto, pero lo que ocurre es lo siguiente: Cuando abrí la puerta de mi cuarto entró el gato. Sentí un gran malestar pero vacié la bolsa en la colcha amarilla y quise echar al gato. Él se metió debajo de la cama y yo me decidí a meter las manos en las monedas. Se me cayó una al suelo y el gatito salió corriendo detrás de ella. Se la saqué, pero se me volvió a caer y se fue rodando debajo de la cama, en el lugar donde cayó aquella otra que la niña había tirado. Yo tenía que olvidar todo y me parecía que era como matar a toda una familia de inocentes. (HERNÁNDEZ, 1983, p.116)

El movimiento de la moneda idéntico al de la que la niña había tirado, el sapo que confundió con una piedra en la oscuridad nocturna, la moneda que se escapa de las manos del narrador, quien quería aprovecharla para saber el secreto de Lucrecia, los gatos que juegan con ella, aquella cadena de las cosas redondas que se les agregan, todo lo inocente se aleja bruscamente en este preciso momento. La condición del narrador como contemplador está clara si consideramos los repetidos énfasis en estar en el mundo de “ahora”, del siglo XX, lo cual nos hace tener en cuenta la imposibilidad de afectar al del sueño. Por eso no puede menos que observar a la niña morir por culpa de sangría, tratamiento médico absolutamente inadecuado para su punto de vista.


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Condenado sólo a ver, él tiene que matar a “toda una familia de inocentes”, es decir esa gran cadena de los seres indiferentes que se ligan sólo gracias a la mirada. El viajero por el mundo onírico descuartiza incluso referentes históricos con el movimiento metonímico de sus ojos, extrañándolos para que se conviertan en seres que permiten concatenarse.

A modo de conclusión

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Este artículo empezó por analizar párrafos escritos por Felisberto a mediados de los cuarenta, donde se observa una visión de familia como una entidad indiferente, autónoma y ajena al contemplador. Las imágenes de familia que aparecen en las últimas obras publicadas del autor condensan esa idea, ya alejada de objeto de mimesis sino como figura. Aunque tiene diferentes funciones dependiendo de cada obra, la figura de familia tiene una presencia especial en cuentos como “El cocodrilo” o “Lucrecia”, que plasman una imagen fugaz que cristaliza las que han sido diseminadas a lo largo del texto, una bisagra que apenas une lo íntimo a lo ajeno. ¿Será necesario compararla con aquellos “parecidos de la familia” wittgenstenianos? Lo cierto es que dentro de su propio juego de lenguaje Felisberto Hernández elaboró las imágenes de familia, ese lugar donde coexiste lo “familiar” con lo extraño multiplicados hacia lo infinito. Juan José Saer ha dicho que los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX ―Darío, Vallejo, Macedonio, Huidobro, Borges, Juan L. Ortiz y Felisberto entre otros― no sólo no tienen nada en común sino que incluso se oponen los unos a los otros, y que sin embargo comparten un elemento: la voluntad de construir una obra personal, un discurso único, retomando sin cesar para ser enriquecido, afinado, individualizado en cuanto al estilo, hasta el punto de que el hombre que está detrás se convierte en su propio discurso y termina por identificarse con él. Todas las fuerzas de su personalidad, conscientes o inconscientes, se encuentran en una imagen obstinada del mundo, en un emblema que tiende a universalizar su experiencia personal. (SAER, 2010, p. 267)

No encontraría mejor frase para explicar la figura de familia en Felisberto Hernández: “una imagen obstinada del mundo”.


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