Introducción al Cristianismo de Joseph Ratzinger

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La doctrina sobre el Espíritu Santo quedó también sin contexto propio. Como no podía pasar una miserable existencia en la pura posibilidad de ser integrada, quedó absorbida por la general especulación trinitaria, y así perdió prácticamente su función respecto a la conciencia cristiana. El texto de nuestra profesión de fe nos ofrece aquí una gran tarea a realizar: El punto de partida de la doctrina de la Iglesia ha de ser la doctrina del Espíritu Santo y de sus dones, pero su meta estriba en una doctrina de la historia de Dios con los hombres, es decir, de la función de la historia de Cristo para la humanidad en cuanto tal. Así queda bien de manifiesto la dirección que debe seguir la cristología en su desarrollo: No puede considerarse como doctrina del enraizamiento de Dios en el mundo, que explica la Iglesia como algo intramundano partiendo de la humanidad de Jesús. Cristo sigue presente mediante el Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad, que no excluye en modo alguno la forma institucional, pero que sí limita sus pretensiones y que no la equipara con las instrucciones mundanas. Las restantes afirmaciones de la tercera parte del Símbolo no pretenden ser sino ampliación de la profesión fundamental .creo en el Espíritu Santo.. Tal ampliación tiene lugar en un doble sentido; primero, en lo que se refiere a la comunión de los santos que originalmente no pertenecía al texto del Símbolo romano, pero que representa el patrimonio de la primitiva Iglesia; después, la afirmación del perdón de los pecados. Ambas expresiones son formas concretas de hablar del Espíritu Santo; representaciones del modo como el Espíritu Santo obra en la historia. Tienen también un inmediato significado sacramental, que hoy día nos es prácticamente desconocido. La comunión de los santos alude en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo del Señor se une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo; consiguientemente, la palabra sanctorum (de los santos) no se refiere a las personas, sino a los santos, a lo santo que Dios concede a la Iglesia en su celebración eucarística como auténtico lazo de unidad. La Iglesia, pues, no ha de definirse por sus oficios y por su organización, sino por su culto litúrgico como participación en el banquete en torno al resucitado que la congrega y la une en todo lugar. Pronto se empezó a pensar en las personas unidas y santificadas por el don uno y santo de Dios.


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