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Perro-cuento
José Riera
Yaestoy acostumbrado a que las pulgas mordisqueen mi piel, pero en esta ocasión me parecía inaguantable. Los trozos de mí que normalmente suelo compartirles no me afectan, pero la tarde de ayer tuve un encuentro con otro perro que mordió mi hocico con gran fuerza y rasguñó la zona derecha de mi barriga, haciendo que brotara una gran cantidad del líquido amarillo que corre por todo mi pelaje, cuando siento un gran dolor, todo por ese hueso de pollo que había escondido entre las bolsas de basura a las afueras del restaurante que, al final, ni pude ganarle al otro perro. Para colmo, cuando había ido a echarme en la fresca entrada del edificio donde los humanos entran para después salir con grandes bolsas de lo que me parece son croquetas (porque los veo tan felices llevándoselas a casa y no imagino nada mejor que una gran bolsa de croquetas para ser feliz), vino corriendo hacia mí un demonio que se había apoderado de uno de los humanos que reparte las croquetas dentro de la tienda. Me niego a creer que siguiera siendo humano, porque la sonrisa tan amable y carismática con la que guardaba las croquetas en la bolsa para los otros humanos desapareció en el instante en que me vio descansando en el fresco aire que sopla desde la parte de arriba de la portezuela. Por ello me vi obligado a vagar por las calles empedradas de la ciudad hasta ir al sitio en el que normalmente me dejan estar echado sin reproches, ahí, en la esquina del edificio alto de dos torres con campanas que suenan cada determinado momento, y al que asisten los humanos cada vez que escuchan su llamado, tal y como yo hacía al escuchar mi nombre de la voz del anciano que me dejaba compartir su cama, su techo, su comida. Realmente nunca entendí ni una sola palabra de lo que me decía, tan solo me dedicaba a hacer cosas hasta que el sonido que salía de su boca se transformaba en una risa y una caricia, así aprendí a relacionar sus ruidos con mis acciones. No eran cosas tan difíciles, pero al viejo le fascinaba que yo las hiciera para él: darle la pata, sentarme, echarme, dar vueltas. Aunque el sonido que más me gustaba era aquel que decía simplemente para que yo fuera a su lado, por ello siempre quise creer que ese era mi nombre; pero hace tanto tiempo que no lo escucho que ya hasta se me olvidó. De cualquier modo, al viejo le encantaba decir esa palabra, que yo fuera hasta donde él, me pusiera el lazo para que le ayude a caminar y entonces salir a dar un paseo al parque que tiene el kiosco en medio, temprano en la mañana, para que pudiéramos estar a solas él y yo.
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Lo siento por las pulgas, no quisiera parecerme a los demonios que se apoderan de los humanos y simplemente echarlas, pero ahora mismo no tengo ánimos de que me muerdan, así que yo las muerdo para ver si se dispersan o se calman un poco, pues ya interrum pieron mi sueño. Al parecer se me hizo de noche con la siestecita que me tomé; por eso me encanta este sitio, no será tan fresco como la entrada de la tienda, pero al menos puedo quedarme aquí todo el tiempo que quiera, mientras no sea en la entrada enorme que tiene, que por más que yo me estirara, nunca podría tapar del todo. Aun así, si el más pequeño trozo de mi cola se encuentra en la entrada, me echan. Por eso es mejor aquí, en la esquina, donde mi mayor preocupación es intentar adivinar lo que están cenando en las casas que se encuentran en los costados de las calles a partir del aro- ma que se desprende de cada hogar, es entonces que me recuesto, cierro mis ojos y comienzo el juego. En algunas hay aromas picantes, aunque nunca se me dio bien comer chile; en otras hay aromas fuertes, de comidas que tenían mucho sabor, las mejores; en algunas hay aromas dulces, aunque el viejo nunca me dejó comer comidas de aromas dulces, pues siempre que yo las intentaba comer las alejaba de mí, entonces se recostaba y se hacía como que quedaba tieso, echado bocarriba como a veces me pedía, con los ojos cerrados. En ese momento yo le ladraba unas veces y le lamía la cara, entonces se despertaba riendo y acariciando mi cabeza y mi lomo. Una vez salimos al parque, el mismo del kiosco. Ya llevábamos algunas vueltas de las que normalmente dábamos, cuando, al querer avanzar, sentí que mi lazo estaba suelto; volteé hacia atrás y el viejo no lo estaba agarrando, sino que se había puesto sobre sus rodillas, llevándose las manos el centro de su pecho. Me acerqué a él, sin entender qué nuevo juego estaba queriendo hacer. Se recostó bocarriba con los ojos cerrados y entonces lo entendí. Le ladré unas cuantas veces y le lamí el rostro, pero la risa no se escuchó. Le ladré más fuerte y lamí su cara de forma más intensa, pero las caricias jamás llegaron. Lo intenté de nuevo, una y otra vez, de todas las formas posibles, despacio, quedito, fuerte, alocado, desesperado, pero el viejo no me hacía caso. Después de que llegó otro humano, muchos más llegaron pronto, quizá eso estaba esperando el viejo, que hubiera una multitud para que yo pudiera mostrarles nuestro juego, así que lo intenté de nuevo, varias veces, pero el resultado era el mismo. Al poco tiempo, llegó una de esas cajas metálicas con ruedas donde subieron al viejo y nunca más volví a verlo. A veces suelo ir a ese mismo parque para ver si él me está buscando, pero hasta ahora nunca hemos coincidido, creo que simplemente hemos tenido mala suerte.
Las pulgas ya no me picaban, pero una fuerte luz y una presencia perturbaron mi reposo. Despegué mis ojos para ver de qué se trataba: era un rostro joven que me parecía conocido, mas no creo haberlo visto nunca en mi vida. Se puso en cuclillas delante de mí y nuestras miradas se cruzaron; alzó su mano y la depositó suavemente sobre mi cabeza dándome una caricia; abrió la boca y lo dijo, pronunció aquel sonido que hace tanto no escuchaba. Quitó su mano, aunque se sintió como si no la hubiera despegado, como cuando el viejo me ponía el lazo; se puso de pie y comenzó a caminar. Sin pensarlo mucho me paré, y al hacerlo sentí como si me desprendiera de una gran carga, como saliendo de un cascarón que me había aprisionado desde hace tanto. La sensación me aturdió un poco así que tuve que esperar unos momentos antes de recobrarme. De cualquier modo, estaba decidido a seguir a aquel humano; lo busqué con la mirada y ya se había adelantado bastantes pasos; me preparé, fijé el objetivo, entonces salí disparado detrás de él y corrí, sintiéndome como cuando el viejo me llevaba al parque.