Revista Exceso edicion nº 60 diciembre:enero 1994

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La condesa está triste: la inhibe su prima

no dejaba dudas en cuanto a su aprobación. Ciertas cosas había que hacerlas —y si se hacían, tenía que ser generosamente y a fondo— y una de ellas, en el código del viejo New York, era la congregación tribal en torno de una pariente a punto de ser eliminada de la tribu. No había nada en el mundo que los Welland y los Mingott no hubiesen hecho para proclamar su inalterable afecto por la condesa Olenska ahora que ya tenía su pasaje para Europa; y Archer, sentado a la cabecera de la mesa, se maravillaba de la incansable actividad con la cual se le había devuelto su popularidad, silenciado las quejas contra ella, condescendido con su pasado y otorgado a su presente la aprobación familiar. La señora Van der Luyden irradiaba la vaga benevolencia que en ella era lo que más se acercaba a la cordialidad, y el señor Van der Luyden, desde su puesto a la

derecha de May, echaba miradas alrededor de la mesa con la abierta intención de justificar todos los claveles que había enviado de Skuytercliff. Archer, que parecía participar en la escena en un extraño estado imponderable, como si flotase en un lugar indeterminado entre los candelabros y el techo, se preguntaba sobre todo por su propio papel en el asunto. Su mirada vagó de una plácida cara bien alimentada a otra, y toda esa gente de apariencia inofensiva ocupada con el pato salvaje de May se le antojó como una banda de conspiradores mudos; él mismo y la pálida mujer sentada a su derecha constituían el centro de su conspiración. Entonces se dio cuenta, en un gran destello compuesto de muchos visos rotos, de que, para toda aquella gente, él y madame Olenska eran amantes, amantes en el sentido extremo peculiar a vocabularios extranjeros. Conjeturó que él mismo, durante meses, debió de ser el centro de innumerables ojos silenciosamente al acecho y de oídos pacientemente aguzados; comprendió que, por medios que aún desconocía, se había consumado la separación entre él y su compañera de culpa, y que ahora la tribu entera estaba congregada en torno de su mujer con el tácito postulado de que nadie sabía nada o había nunca imaginado nada, y que la ocasión de la cena era simplemente el deseo muy natural de May Archer de darle una afectuosa despedida a su prima. Este era el modo como el viejo New York tomaba la vida, sin derramamiento de sangre: el modo de una gente que le temía más al escándalo que a la enfermedad, que situaba la decencia por encima del coraje y que consideraba que nada era de peor gusto que las escenas, salvo la conducta de aquellos que las causan. Mientras estos pensamientos se seguían unos a otros en su mente, Archer se sentía como un prisionero en medio de un campamento armado. Miró en torno de la mesa y coligió la inexorabilidad de sus captores del tono con que, ante los espárragos de Florida, trataban el caso de Beaufort y su mujer. Archer pensó: —Quieren mostrarme lo que me pasaría a mí... —y una mortal sensación de la superioridad de la implicación y la analogía sobre la acción directa, y del silencio respecto a las palabras precipitadas, se cerró sobre él como las puertas de la cripta familiar. Archer rió y encontró la mirada sorprendida de la señora Van der Luyden. —¿Te parece risible? —dijo ésta con una sonrisa suspicaz. —Desde luego, supongo que la idea de la pobre Regina de::: DICIEMBRE - ENERO 1994 EXCESO

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