Hernán Suárez conoció al falso aristócrata en Roma y prendado de él, quizás, quiso verlo en Caracas. Por eso estimuló los delirios de grandeza de Walther con la promesa gastada del sauditismo venezolano. Luego, tras el feroz asesinato de Suárez y cuando ya había bajado el telón sobre la fábula —y el conde volvía a ser un peluquero más en París— se desataron toda clase de rumores en el mundo gay. De pronto el Conde, que convivía alegremente con hombres y mujeres, era algo así como Lord Byron desembarcando en La Guaira. Pero también asomaba como un ángel exterminador. Y en esa contradanza de versiones divertidas y horible, curiosamente el Conde era también un subterfugio de la culpa, un pretexto para que los engaños resultaran asimilables.