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LA AGUJA QUE CALIBRA CARMEN R. MARÍN

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La aguja que calibra

Carmen R. Marín

Dicen quienes saben del asunto que la tradición picaresca en la literatura en español se inició con una novelita anónima, múltiples veces censurada, que se titula La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, a la que nos referimos en estos tiempos de mucha prisa hacia la nada simplemente como El Lazarillo. Según los que saben aún más, Lázaro de Tormes no es el verdadero tipo del pícaro, sino más bien un esbozo de lo que luego, durante los mejores años del Barroco español, se convirtió en ese personaje brutalmente cínico y desfachatado que sirvió como vehículo para tantas y tan amargas críticas a la sociedad de la época. El pobre Lázaro de Tormes no llega a pícaro en su máxima expresión debido a que a él las cosas le pasan y hay, al final de su historia, cierto optimismo que no se destila en las novelas picarescas que se forjaron después; su nivel de cinismo en el devenir de la trama, según algunas perspectivas, no es para tanto. No obstante, es posible identificar cierto grado de corrupción en el personaje (desde el punto de vista de la época), particularmente en lo relacionado con su postura respecto a la honra, y esta, como concepto y como práctica, asociada necesariamente al cuerpo de la mujer.

Todo el relato de El Lazarillo está narrado en primera persona por el mismo Lázaro, y esto se debe a un detalle que a veces es pasado por alto: el narrador y protagonista se encuentra acusado de un delito, y

lo que se lee como la trama de la novela no es más que su alegato de defensa frente al tribunal que lo acusa. En estas circunstancias, Lázaro apela al recurso de la compasión por medio del recuento de su vida —realmente triste y miserable—, haciendo hincapié en las mil y una formas de abuso experimentadas mientras sirvió a sus muchos amos. ¿Pero de qué se le acusa al pobre Lazarillo? Nada más y nada menos de que su esposa le es infiel con el arcipreste, el mismo hombre que los casó.

Entre las escenas más memorables de la novela, como la del vómito en la cara del amo ciego —por grotesca— o la de los charlatanes bulderos —por vigente siempre—, el lector actual podría no percatarse de que el protagonista de este relato está siendo acusado de lo que hoy día sería, a todas luces, un crimen que él no cometió. Cuando se toma en cuenta este detalle la reacción es, por lo general, de indignación: pobrecito el tipo, encima de todo lo que ha sufrido en la vida también tiene que defenderse por un delito cometido por su esposa…

El asunto es que para la época en que se escribió El Lazarillo, la honra y la virtud de la mujer eran la medida de la honra familiar. Es decir, que la agujita que calibraba cuán honorable era una familia —entiéndase, los hombres, los seres del género masculino en ella— era, realmente, la sexualidad de sus mujeres. Así, el cuerpo de la mujer determinaba cuán honorable era un hombre, bien fuera su esposo

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o bien su padre o su hermano. Es por esto que les tocaba a estos salir, con la premura y el ímpetu de un asunto de vida o muerte, a “restaurar” el honor de una mujer suya a la que algún donjuán hubiese desflorado en el camino. Ahora bien, rastrear y hacer pagar al sinvergüenza que haya desvirgado a la niña no se hacía por darle a ella paz espiritual, estabilidad emocional ni el resarcimiento de nada —suponiendo que no haya sido un asunto consentido—, sino más bien por evitar que se les acusara, como machos encargados, de no saber proteger su honor, el de la familia, el masculino. Así, puede que la mujer no sirviera para muchas cosas, pero sí definitivamente para que su cuerpo ostentara la bandera de la honra (o deshonra) familiar.

Lázaro de Tormes jura ante el tribunal que su esposa —y por lo tanto, él— es inocente de lo que se le acusa: ni ella es adúltera ni él se ha hecho de la vista larga. Sin embargo, termina su alocución suplicando a todos que, si se hacen llamar sus amigos, no le lleven cuentos desagradables sobre su mujer, y subraya que solo aquellos que le dicen cosas buenas son sus amigos verdaderos. Es así como en el texto se trasluce una ironía interesante en el marco de las convenciones sociorreligiosas de la época: para ascender en la escala social, para dejar de ser un cuasi pícaro servidor de múltiples y crueles amos, Lázaro ha tenido que descender en la escala moral, se ha corrompido, ha optado por engañarse a sí mismo (con la esperanza de engañar a los demás) para poder regodearse en la complacencia de los espacios que lo alejan de la marginalidad previa a su matrimonio. Sabe que el mismo arcipreste que le consiguió esposa se acuesta con ella, y que por la infidelidad de la mujer él debería ir preso, pero también sabe que él no es un héroe, que no se ve inclinado hacia el sacrificio ejemplar, y que si puede arrellanarse en la comodidad del embuste repetido y de la verdad ignorada a consciencia, lo hará con tal de no regresar a su antigua vida de hambruna. Su honra, esa que se mide por el sexo de su esposa,

puede aguantar.

Aquella relación inversamente proporcional entre la escala social y la escala moral sigue existiendo, aunque con estándares y condiciones distintos y en ámbitos muy diversos (el laboral, por ejemplo). El cinismo sigue campeando y, seguramente también, seguirán existiendo obras literarias y personajes que lo representen y lo critiquen. Por otra parte, lo que habría que seguir preguntándose es en qué medida el cuerpo femenino y su sexualidad siguen siendo la aguja que marca el nivel de honor de una familia, de sus miembros varones, en nuestro contexto. Puede que en esta ínsula de tanto pseudoaristócrata provinciano y tanto señor feudal todavía muchas niñas nazcan, desgraciadamente, con esa agujita entre las piernas.

El árbol de la vida, Gustav Klimt

Edición especial Asuntos de Género

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