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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti. La guerra silenciosa, de Stéphanne Brizé Shazam! de David F. Sandberg La culpa, de Gustav Möller Jamás llegarán a viejos, de Peter Jackson

Por Carlos Diviesti

La guerra silenciosa, de Stéphane Brizé La ley del mercado

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Mil cien trabajadores en huelga en una fábrica automotriz entran en una guerra sorda con los socios de origen alemán que la regentean, cuan do la empresa decide cerrar una de sus filiales en Francia. La guerra es sorda porque no hay manera de oírse, cuestión que el desenlace de la película se encarga de reforzar al decirnos que, entre el ruido y la furia, lo demás es silencio. Aunque la premisa de esta película es loable (la lucha de los trabajadores frente a la deshumanización del capitalismo, tema que ha dado grandes obras en el pasado), su resolución cinematográfica lo banaliza al no decidirse a la hora de definir el tono de la narración. ¿Es el discurso de los trabajadores el que quiere poner en primer plano, o las formas que adoptó la televisión para recortar la realidad? ¿Todo es una puesta en escena a la hora de discutir sobre la dignidad de los asalariados? ¿Las acciones individuales derivan necesariamente en el bien común cuando son registradas por las cámaras y observadas por un auditorio? ¿Vale la pena luchar en contextos hostiles? Probablemente sean preguntas con respuestas tranquilizadoras, y eso, en el caso de esta película, es un grave defecto.

La guerra silenciosa.

¡Shazam!, de David F. Sandberg En busca de la felicidad

Billy Batson se perdió de la mano de su mamá a los tres años, en un parque de di versiones, y desde entonces anda buscándola por los rincones de todos los estados. Ninguna familia sustituta le viene bien por que, según dice, ya tiene la suya: solo le falta encontrarla. Pero aunque sepa y aunque quiera hacerlo, la ley le impide cuidarse a sí mismo hasta que cumpla los dieciocho. Fal tan tres años de seguir escapando de hogares que no siente como tales. Un drama en el despertar a la vida de Billy. Pero ¡Shazam! no es un drama, es una de superhéroes. Mejor dicho, una comedia de superhéroes, algo más perturbador quizás. Y no empieza con la historia de Billy sino con la génesis del villano, un niño incomprendido que por esos azares de la magia se hace poseedor de todos los pecados del mundo, incluso de ese pecado que se agazapa y mira de reojo

¡Shazam!

y que se pregunta todo el tiempo, sin des canso, “por qué los demás son mejores que yo”. El mismo mago que no puede conver tir al futuro Doctor Thaddeus Sivana en un héroe por sus flaquezas infantiles encuentra en Billy Batson el corazón puro ideal para legar sus poderes, que son la sabiduría de Salomón, el vigor de Hércules, la resistencia de Atlas, la fuerza eléctrica de Zeus, el co raje de Aquiles y la velocidad de Mercurio. Billy, entonces, ya puede ser un hombre y cuidar de sí mismo y de los demás, y de la humanidad entera, invocando la palabra

“¡Shazam!”. Pero si hace al revés volverá a ser un chico, aunque con un poco más de experiencia. Lo maravilloso de esta pe lícula es que toda esta aventura estrafalaria no se escapa de los márgenes de la expe riencia humana y bucea (con la profundidad de esta clase de espectáculos, aunque en mares más profundos que, por caso, los de Aquaman) en cuestiones tan universales e inmanentes como el amor filial y eso cada vez más difuminado que refiere a formar una familia, que en épocas de desplazamientos espirituales no es poca cosa.

La culpa.

La culpa, de Gustav Möller La llamada

El agente Asger Holm tiene que testimoniar en un juicio al día siguiente, un juicio que determinará su rol en un hecho por el que está relevado de sus funciones policiales en la vía pública, eso que él sabe hacer y para lo que está cabalmente entrenado. Esa es la última noche en la que tendrá que atender el teléfono de la central de emergencias, su puesto actual; falta un rato para irse cuando recibe la llamada de una mujer que está bajo ataque y necesita ayuda. ¿Un secuestro? ¿Ataque por violencia de género? ¿Las preliminares de un asesinato?

A Holm no le importa tanto qué sea lo que a ella le ocurra, sino que su trabajo es preservar la integridad de la mujer y forzar el arresto del agresor. ¿Pero es ese el trabajo que debe cumplir ahora? ¿Es su función rastrear en la familia de la mujer las razones por las que ella atraviesa esa situación? ¿Debe él involucrarse en acciones que son la tarea de sus pares? ¿Y si equivoca su diagnóstico? ¿Y si en todo hay un revés de la trama que no puede soslayarse?

La culpa no es una gran película por la tensión que genera en el espectador con sus revelaciones, sino por exponer en primer plano –dicho con total literalidad– los mecanismos de la violencia ocultos en los pliegues de la conduc ta humana. Su guion está urdido para que nada resulte una sorpresa gratuita, para que cada hecho que sostiene la voz de los personajes que hablan por teléfono, a quienes nunca ve remos en pantalla, desencadene una actitud en Holm (espléndido trabajo de Jakob Cedergren, que nunca cede a la tentación omnipotente de su personaje) que tal vez no sea la correcta ni la más impulsiva, sino la que lo impulsa a resolver sus propios conflictos y a encontrar una respuesta válida que cure culpas propias y ajenas. Y todo esto sin hacerle concesiones psicologistas a un thriller, género que repele las concesiones si ofrecen una salida unívoca a cuestiones que no son unánimes. Porque la culpa no tiene imagen aquí ni en Dinamarca, ni tampoco un continente de pertenencia.

Jamás llegarán a viejos, de Peter Jackson Novedades en el frente

Durante la Primera Guerra Mundial (1914- 1918) el cine tenía la edad de alguno de esos soldados británicos que fueron a combatir al frente, entre la batalla de Lieja y la de Amiens. O a lo mejor un poco más, porque algunos de los jóvenes que se alistaron para combatir no tenían los diecinueve años reglamentarios; muchos tenían dieciséis, quince, catorce… Incluso para esa época eran niños que con el correr de la contienda fueron convirtiéndose en hombres. Una suerte de educación sentimental, como la de todas las guerras. Pero a diferencia de las guerras entre reinos y naciones de antaño, la Primera Guerra Mundial tuvo al cine como cronista de sus escaramuzas. Las imágenes tomadas en las trincheras, en las marchas y en los bombardeos luego se vieron en las pantallas de los tinglados que sirvieron de salas primigenias en los pueblos ingleses.

Cuando esas películas se proyectaban muchos de esos soldados quizás ya estaban muertos, pero su sonrisa, su morisqueta, su pose frente a la cámara, permanecieron indelebles hasta hoy, porque el cine se encargó de que esos niños, esos muchachos, esos hombres, jamás llegaran a viejos y conservaran para siempre ese rapto de sorpresa o de felicidad con el que fueron retratados. Eso es lo que se ve en este documental de Peter Jackson, producido para conmemorar los cien años del fin de las hostilidades de la primera contienda bélica del siglo XX.

Las imágenes que se observan en la pantalla también tienen cien años, o algunos más. Se conservan en su formato original en el Museo Imperial de la Guerra, en Gran Bretaña, y Jackson se dedicó a compilar momentos de aquellas seiscientas horas de material que guarda el museo para esta película. Pero ese material no reflejaba, hoy, la vivencia de la guerra. Tal como se conservan esas filmaciones, y con la velocidad de reproducción que tiene el cine actualmente, la distancia entre el registro y la experiencia resulta tan vasta que hasta es ajena. Por eso Jackson decidió acercarnos a la actualidad la presencia de estos soldados anónimos a quienes podemos identificar a través del miedo que trasuntan sus ojos o de la esperanza de no volver a tenerlo en lo que les quede de vida. Sí, claro, las imágenes están manipuladas, porque entonces el cine no tenía color o sonido originales. Pero esa manipulación no tiene como fin el espectáculo vano: se preocupa por acercar la historia a nuestro presente continuo, y aunque algunos digan que su valor se resiente por la artificialidad del efecto, la sensación de borrar las fronteras del tiempo la transforma más que en un hecho cinematográfico, en un viaje tan maravilloso como brutal hacia la compresión de qué es la humanidad.

Jamás llegarán a viejos.

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