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Fisura sónica, por Alexander Laluz

Por Alexander Laluz

Nuevo disco de Malajunta Por el borde infinito

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El trío Malajunta celebra diez años de existencia en los bordes tangueros con el lanzamiento de su tercera edición discográfica, Tango infinito (2020), y con varias presentaciones en vivo. El proyecto reunió a Adriana Filgueiras (voz), Jorge Alastra (compositor, guitarrista, cantante, arreglador) y Juan Rodríguez (chelo, acordeón, bandoneón) con la idea de procesar la creación y la interpretación en un territorio de confluencias de estilos, de lenguajes, pero trascendiendo los híbridos con mueca esnob.

Cuando lanzaron su primer trabajo, Baldosa floja, a fines de 2012, ya quedaba claro que se desmarcaban tanto de la pseudovanguardia oportunista (los grupos que alegremente mixturaban lenguajes al dictamen de la industria discográfica) como de los reciclajes museísticos de la vieja guardia. Crítica y público notaron la diferencia y el disco fue una ventana abierta al aire fresco para el repertorio cancionístico. En 2013 el trío fue reconocido con dos premios Graffiti: Mejor álbum de tango y Mejor artista nuevo. Los galardones, sin embargo, no los marearon. Poco tiempo después, en 2015, sacaron su segundo disco, Dar, apostando a una producción financiada a través del crowfounding. En este nuevo material ampliaron repertorio pero reafirmando el germen del proyecto: la canción. Y este año, sorteando los estragos provocados por la pandemia, llega Tango infinito, en el que se los escucha más jugados a lo poético, con cabeza abierta en el tratamiento de lo sonoro, sin alucinar con saltos a una circulación masiva, al éxito comercial, sino con el plan de abrir caminos hacia nuevas exploraciones estéticas y técnicas.

Tal como se aprecia en este nuevo trabajo, los Malajunta mantienen una línea en torno de un concepto que parece olvidado por muchos: la tanguez. Esta palabra, más que una etiqueta o un neologismo, fue una idea parida hacia fines de los años setenta desde el propio núcleo de la creación. En este campo es difícil hablar de inventores. No obstante, a quien se debe la difusión de la idea es a Daniel Amaro, primero, y luego a Jorge Bonaldi y dos exponentes de la canción popular local que trabajaron buena parte de sus repertorios en una zona que suele estar invisibilizada y en la que es posible investigar los diálogos entre géneros. En estos casos, al igual que en el cuerpo de creaciones de Malajunta, la poesía no necesariamente tanguera (o de raíz tanguera) dialoga con la que proviene de las tradiciones declaradamente tangueras; elementos formales y los tratamientos de recursos estructurales de la canción de otras patrias de lo popular hacen lo propio con algunas líneas del tango histórico, tradicional, y con las exploraciones técnicas y formales que marcaron a las llamadas vanguardias tangueras.

Con esta descripción no sería extraño ni disparatado que un lector-escucha desprevenido se imagine una suerte de monstruo sonoro, una entidad estéril armada con restos, descartes, extrañamientos. Sin embargo, ni en las creaciones de Amaro y Bonaldi, ni el repertorio de Malajunta, se escucha algo así. Lo que ha resultado de estas tangueces es un lenguaje cancionístico lleno de ideas, de imágenes, de sutilezas en la construcción de sus sonoridades, pequeñas texturas de rico abanico tímbrico, piques swingueados en el juego rítmico de las milongas, profundidad al bucear en los giros tangueros más dramáticos. Y, sobre todo, una conciencia clara sobre las referencias que habitan estas exploraciones: Piazzolla, Juan Gelman, Enrique Cadícamo, Raúl González Tuñón, el cuarteto Cedrón, Luis Di Matteo, Camerata.

A través de las diez piezas que componen Tango infinito, Malajunta confirma la soltura para moverse en ese borde poroso, en esa zona de intercambios, que, como el tango, resulta infinita. Y para ello, el ensamble saca un buen partido de la experiencia acumulada en estos diez años de trayectoria y al conocimiento técnico y humano entre sus integrantes.

A nivel compositivo y guitarrístico, el aporte de Jorge Alastra funciona como pieza articuladora clave. En esta edición, además de trabajar con sus propias letras, Alastra incursionó en la musicalización de varias piezas poéticas de otros autores, como Salvador Puig (‘Tango infinito’), Ida Vitale (‘Gorrión’), Enrique Cadícamo (‘Abierto toda la noche’), Miguel Ángel Olivera (‘Bailonga’). Además, el trío incluyó ‘Viejo rey’, de Diment, Tape Rubín y Pieroni. Su toque guitarrístico se goza en los juegos colorísticos y armónicos, que no se despegan como un ejercicio virtuosístico, sino en la fluida amalgama con los otros recursos sonoros de los arreglos.

La interpretación vocal de Adriana Filgueiras le permite fluir al conjunto entre los hilos dramáticos de algunas canciones y los giros rítmicos y picarescos en otras; gracias a su técnica, el personaje vocal que compone exhibe mucha soltura en el tratamiento de los matices, fluye en el acoplamiento entre la palabra y el sonido, poniendo en juego afinación, control dinámico, proyección, articulación y un color de voz que remite a una historia tanguera que encarna sin convertirla en cita o clisé del tipo “canta como fulana o mengana”.

Juan Rodríguez termina de urdir el funcionamiento musical del trío, y del trío con los músicos invitados (Miguel Romano, Fabián Pietrafesa, Gerardo Alonso, Javier Ventoso, Miguel Olivera). Al igual que Alastra y Filgueiras, el aporte de Rodríguez no pasa por el virtuosismo con cataratas de notas por segundo. Lo suyo es la versatilidad: toca el acordeón, bandoneón, chelo. Y con cada uno luce con solvencia, con experiencia y oficio, las inflexiones melódicas en las cuerdas, los colores armónicos, los piques tangueros, terminando de coser el encuentro de mundos sonoros diferentes en ese borde poroso de la tanguez.

Octubre al sur, de Joaquín Lapetina

Las canciones de Joaquín

Ya lo sabemos: la industria y el mercado musicales pretenden pautar todo. Cada año hay que sacar un disco. Tiene que tener al menos uno o dos hits. Hay que hacer giras para promocionar ese material. Hay que inundar las redes con cortes de difusión. Claro, hay que rodar, editar con onda y lanzar los videoclips para convertir la o las canciones en virales. Hay que tener éxito. Y siempre hay que parecer genial (y si se puede, escandaloso).

Pero también sabemos que todo eso es pura cáscara. Lo musical, lo estético, lo creativo pasa por otro lado. Entonces, permítame que le cuente una historia diferente.

En 2014 Joaquín Lapetina irrumpía en la escena musical uruguaya con Tiempo lento. Fue una de las sorpresas gratas de ese año. En 2016 volvió al ruedo discográfico con El puro oficio del sol. Con estos dos títulos quedaba claro que Lapetina estaba construyendo una personalidad musical diferente, independiente. Estaba haciendo las canciones que necesitaba, las que quería. En muchas de sus composiciones iba por caminos muy personales, manipulaba referencias, estilos, materiales, esquemas formales, para hacer de la canción un territorio de posibilidades y no de certezas inamovibles. No le preocupaban los hits sino plantear ideas, posibles caminos para encontrar su voz. Dicho de otra forma: que para asumir la búsqueda de una voz personal hay que caminar, hurgar en el interior, ensayar distintas expresiones sonoras de esas ideas. En fin, un camino (o varios) abierto. En ese plan, Tiempo lento y El puro oficio del sol oficiaban como mojones de una forma de crear en tránsito, en movimiento.

Y este año, luego de un largo proceso de composición, de probar maquetas, de intercambiar ideas con sus músicos (sobre todo en esa sociedad tan estrecha que estableció con el guitarrista Fernando Flores), de discutir arreglos, Lapetina lanzó Octubre al sur. Su plan: cerrar una suerte de trilogía y dejar abiertas numerosas puertas para investigar otros caminos creativos.

A través de una decena de canciones ordenadas en cuatro actos, ‘Apertura’, ‘Navegando por octubre’, ‘Entrando en sueño’ y ‘En sueño’, con Octubre al sur Lapetina plasma una posible narrativa hacia su interior, o como él lo define: hacia su espiritualidad. Se tomó su tiempo para componer estas canciones. Y una vez que el material estaba prácticamente pronto, comenzó otro proceso: llevarlas a un formato, definir arreglos, descubrirles otras posibilidades. Para eso, como en los discos anteriores, sumó al proyecto a Fernando Flores y a Ana Laura Pena. Luego la banda creció, llegó la etapa de preproducción, la realización de las tomas en el estudio, en las que movieron las fichas técnicas tanto Flores como Gastón Akermann; llegaron las mezclas, ese proceso intenso, centrado en los detalles, que no termina sino que se abandona; las escuchas con amigos; y, por fin, el lanzamiento.

Octubre al sur resulta en disco muy potente, con un muestrario generoso de ideas. Pero sobre todo es un disco personal, planeado y hecho con las entrañas, con la sensibilidad de quien da pelea por esa voz creativa personal, dejando de lado las “obligaciones” del quehacer musical. Y la trilogía efectivamente se cerró. Aquí Lapetina demuestra que se mueve como pez en el agua en las baladas con aires folk, roquea con un toque clásico pero descontracturado, juega con los timbres, arriesga soluciones arreglísticas y confirma que es un buen ensamblador de banda.

“Podrá no gustar”, podrá “fascinar”, podrá resultar “genial”, podrá resultar “desparejo”, podrá tener un “exceso de solos guitarrísticos”, podría “despojarse más en los arreglos”. No importa: eso se lo dejamos a los críticos. Lo decisivo es que Octubre al sur no deja margen para la indiferencia. Lapetina puso “toda la carne en el asador” para hacer su elogio a la canción como vehículo para llegar a su verdad expresiva.