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Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año II, N° 4, Santiago, 2013. Escrituras Alrededor del Golpe. ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas.cl/

A 40 DEL 11: APORTES A UNA INTERVENCION DEL ACONTECIMIENTO-SENTIDO RODRIGO GONZALEZ

rodrigoalexis.gonzalez@gmail.com Laboratorio Procesual Diagrama.

Resumen: Patricio Marchant fue un pensador de la catástrofe del golpe, su radicalidad y lucidez frente a la catástrofe permitieron entender el golpe como un “golpe a la lengua”, “golpe a la historia”, esto es, un acontecimiento que no se limita a ser un paréntesis ni un período dentro de la historia republicana de Chile, sino que aparece como el “origen de la falta de origen” de Chile (lo “siniestro” –Umheimlich– Freudiano, acontecimiento desde siempre acontecido). Esta lectura marchantiana es relevante para entender la conformación de una escena posdictatorial que a partir de la “melancolía” y del “trabajo del duelo” estableció un comentario de la catástrofe enunciado desde la inmanencia del neoliberalismo. Lo que intento desarrollar en el siguiente ensayo es justamente la posibilidad de plantear una intervención política a esta lectura posdictatorial, o más bien, plantear la posibilidad de una intervención política en general, que abra un diálogo performativo (considerando la emergencia de las movilizaciones) donde la constelación de conceptos asociados al pensamiento político pos-dictadura (“memoria”, “derechos”, “crítica”, “cuerpo”, “inmanencia neoliberal”, “politización”) sean contrapuestos a las nociones de “violencia”, “reparto”, “acción performativa”, “repetición”, “instalación”, “emancipación política”. Palabras Claves: Golpe - Posdictadura – Performance – Instalación – Intervención.


Rodrigo González

A- Postdictadura, Política y temporalidad Tras varios años después de la catástrofe que fue y sigue siendo el golpe, se comienza a articular una escena posdictatorial que, atenta al entrecruzamiento de arte y política, e inspirada fuertemente en la cita a Benjamin y al posestructuralismo, comprende la tarea de una rearticulación de la palabra que permita pensar el acontecimiento del golpe resistiendo a sus condiciones fundantes. Esta escena posdictatorial ha permitido hablar del trauma generado por el golpe y la dictadura, desde una perspectiva crítica que justamente ha sublimado esta palabra, crítica, en su esfuerzo por marginarse de “La política” (que luego de su gran derrota en el ‘73, se representa como una máquina cómplice del fascismo –más allá de la voluntad de quien la hace funcionar) y abocarse a “lo político”, ganando con ello la plusvalía del “trauma”. Esta misma escena posdictatorial, al volverse hegemónica una vez declarada la democracia, permitió abastecer el dispositivo universitario sublimando su propia derrota política y rearticulando los conceptos ya fragmentados de “arte” y “política”. Esto es lo que podría decirse continuando en la línea crítica de esta tradición, rumiando su deseo y su juicio infinito, sin embargo, más que elaborar una “crítica de la crítica”, lo que me fuerza en esta instancia es apostar a la cifra de los “40 años” como una posibilidad de repensar y regresar al golpe desde el contexto actual del “retorno de lo político”, abriendo paso así a la posibilidad de su intervención. Walter Benjamin permitiría repensar la relación histórica con la catástrofe, aunque –se verá más adelante– desde una melancolía engañosa, que articularía en gran medida una suspensión de “La política” 1 orientada hacia la politización infinita de la derrota. De este modo, a partir de las “Tesis de filosofía de la historia” (Benjamin, 1973), podemos rastrear un concepto como el de “heterocronía” –convergencia de distintas temporalidades en un espacio (in)determinado– que podríamos leer de dos maneras distintas: Primero como convergencia inmanente de temporalidades que se dan cita como restos en el presente, lo cual enfatiza en la historicidad singular de cada cosa contra la idea de un continuum histórico, y segundo como intervención del En adelanté trabajaré con la distinción entre “La política” y “lo político”, que resulta preponderante en los trabajos de autores como Chantal Mouffe y Jacques Rancière. Como es de suponer la primera noción hace relación al acuerdo, al consenso, al orden, a la policía, a la esfera representativa del poder político; mientras que la segunda alude al antagonismo, al disenso politizante y al desacuerdo, surgido como un cuestionamiento del reparto de lo común. (Cfr. Rancière, 1996; Rancière, 2009; Mouffe, 1999). 1

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presente en el recuerdo pasado y su respectiva transformación “en el instante de un peligro”, que enciende en el pasado la chispa de la vitalidad y de la esperanza para su retorno presente. La primera forma de entender heterocronía enfatiza en una convergencia de una multiplicidad de restos que sobreviven hasta ser despertados en una dialéctica en suspenso de la imagen, mientras que la segunda, menos atendida en Benjamin, enfatiza en la intervención de la historia, en el “salto de tigre”, en el retorno, en la repetición. Y es la menos atendida en tanto que el pensamiento benjaminiano acentúa más la melancolía del “objet petit a” que la intervención que ejerce un sujeto posicionado políticamente en la repetición del momento de la pérdida del objeto. Así Benjamin y la escena posdictatorial local, se sustrajeron de la intervención para reconducirse a un duelo de la singularidad de los restos, cortando su lazo con “La política” representacional, y abocándose a una micropolitización sin intevención, a un acontecimiento sin acto, a una imagen sin sujeto, y a un recuerdo sin repetición2. Rancière ofrece un modo de pensar “el trauma” desde su intervención, desligándose de la micropolítica nostálgica: El genocidio se hizo tema de la política, el arte y la filosofía 40 o 50 años después del descubrimiento de los campos, no sólo por el silencio de la primera generación de sobrevivientes sino también porque en ese tiempo cayó el muro de Berlín: que era el corte temporal que vinculaba la radicalidad política y radicalidad estética. En otras palabras el genocidio tomó el lugar del corte del tiempo necesario a dicha radicalidad (Rancière, 2005: pp. 49-50) Este gesto de volver al pasado desde el presente implica necesariamente una transformación, el pasado siempre se transforma, y en el contexto de la caída del último resquicio supuestamente ideológico, el pasado traumático se trae al presente como un

2 En realidad esta oposición entre “multiplicidad de temporalidades coexistentes” e “intervención histórica del pasado”, se repite en el debate entre “Teoría de la relatividad” y “Física cuántica”: mientras la teoría de la relatividad postulaba a un tiempo continuo indisociable del espacio, que a su vez era elástico , y que se confundía con la percepción mnémica del tiempo; la física cuántica retrocedía al espacio euclidiano que Einstein ya daba por superado, encontrando un tiempo de intervalos mínimos, con una dirección que va del orden al caos, tiempo que es imposible de presuponer si no es considerando la intervención (para efectos de este texto, política) del sujeto, puesto que no es observable.

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“discurso de derecho”, de justicia infinita, en el cual la estética y la política se vuelven hacia la ética, dando por hecho la imposibilidad de un retorno político del pasado, así como la imposibilidad de un presente interventor. Esta es justamente la paradoja del discurso posdictatorial que subsume su politicidad en un juicio deconstructivo infinito amparado en el cuerpo-víctima como metonimia de una actualidad despolitizada, sin sedimentar una política heterocrónica que reensamble ese cuerpo social fragmentado ( que corresponde a un “nosotros”) en el reparto de lo sensible. Esta teoría crítica adquiere fuerza en los ‘90s con el traslado desde los márgenes del saber hacia las facultades universitarias, volviendo justamente este margen, “transdisciplina” en un contexto concertacionista de “transición”, es decir reproducción, continuidad y afirmación de lo “trans” fue lo que en el contexto de los noventas definió la reapropiación hiperbólica de un concepto de “politización”, en la medida que politización ya no significaba interrumpir la transición, sino aceptar su inmanencia como condición de posibilidad para cualquier interrupción “en” y “dentro de” lo trans. Una teoría que siempre llegó “post festum” al escenario político social intentó con el golpe estar a la altura del acontecimiento, sin embargo esto no tuvo otra consecuencia más que la tradicional: la de aumentar la distancia entre “teoría” y “política”, en un contexto de destrucción del espacio público cuyo escenario fue la Universidad. Según Willy Thayer “el presente acontece siempre después, póstumamente” (Thayer, 2006: 28), con lo cual sentencia al presente a no ser más que un “post”, una actualidad definida como póstuma, posmoderna, en la que el presente no es más que un pasado que acontece post festum y un presente que acontecerá post festum, probablemente esta podría ser una buena definición de lo que significó la “transición” en el lenguaje tanto de “La política” como de “lo político”, este es su punto de coincidencia. En este contexto marcado por los prefijos post y trans, una pregunta pertinente a realizar sería si efectivamente la Universidad (posmoderna y transdisciplinar) tiene un disenso realmente político, si efectivamente logra dar cabida al conflicto más allá de sus facultades, o si efectivamente logra generar una “interrupción política”. La respuesta tajante a esta pregunta es “no”, puesto que la universidad sólo puede entender lo político metafóricamente y más aún reproduciendo esta estructura metafórica: ella puede alterar los significantes pero el sentido que

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define su función dentro del reparto de lo sensible no puede ser interrumpido, en tanto sigue preexistiendo como un espacio consignado a las relaciones de poder y saber productoras de subjetividad (definición del adentro/afuera, adquisición de competencias, pragmatismo científico, incorporación al capital simbólico, etc.) La Universidad agenció el disenso político acentuando la crisis del “saber”, pero aun así reprodujo sus formas jurídicas, de tal modo que lo que se ha denominado conocimiento crítico o izquierda radical no puede estar amparado sino en una metáfora radical: la de una dispersión de alegorías fundidas en un desobrar continuo indeterminado por sus sujetos de enunciado, pero desde luego determinado por la base económica y los imperativos tecnocráticos del capitalismo avanzado. Por esto mismo la última gran visibilización de la derrota política y con la cual reaparece lo político como protagonista, fue la Universidad, en tanto que por una parte se hace efectivo su proceso de privatización, y por otro, se convirtió en un dar-lugar al debate sobre lo político, (debate mal atendido por las últimas generaciones que no poseían el recuerdo de un resplandecer de La política y que por tanto no podían y no pueden valorar netamente la reapertura de diálogos que habían estado hace poco censurados y prohibidos), durante 37 años el debate político proliferó –no principalmente, pero si su mayoría– en las salas y los patios de las Universidades, mientras que la acción y agitación social se buscaba en las calles; sin embargo, ambos momentos –práctico y teórico – aparecían como complementos de una inacción performativa en el plano de “La política” Por esto para Lacan: […] la enseñanza de Facultad, es precisamente lo que ataña a los temas más candentes, aún de actualidad, política, por ejemplo, todo presentado, puesto en circulación precisamente de tal manera que esto no traiga consecuencias. Es por lo menos la función que desde hace tiempo cumple, en los países desarrollados la enseñanza universitaria. (Lacan, 1967) Esta sobremetaforización no altera el sentido, el Gran Otro social, no establece un corte, sólo abastece al campo institucional poéticamente, esto es, desde la esfera autónomamente

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segregada de los “espacios del saber” o de la “episteme” que en los países desarrollados cumple la función de un “hacer-crítico” sin efectividad en la praxis: Es precisamente por eso, por otra parte, que la Universidad se siente como en su casa, ya que ahí donde ella no lo cumple [su función], [es decir] en los países subdesarrollados, hay tensión. (Ibíd.) Lacan se desligaba de “el predominio de la razón sobre la creencia” que promulgaba la modernidad y su hijo fecundo, la universidad. Comparaba el repudio moderno al fanatismo religioso, con la seriedad del discurso universitario: mientras el primero sujeta la verdad a la figura de Dios, el segundo es un agenciamiento que borra la autoridad de Dios a condición de un saber dosificado que coarta las consecuencias políticas de los efectos de verdad del saber.

B- Golpe como instalación y la sonrisa Chesiriana de Jaime Guzmán El hecho de que establezcamos la universidad como un espacio consignado a un rigor político reservado, es retributivo de la labor crítica que esta sedimentó frente al apacentamiento de la ideología neoliberal. Basta con recordar que una de las principales medidas de la joven derecha, encabezada por Guzmán, era hegemonizar un pensamiento contrarrevolucionario en la universidad, tarea que este continuó en sus años posteriores como teórico, ideólogo y profesor titular de la Universidad Católica. La universidad abrió un pensamiento de oposición teórica-política a la mixtura fascismo-neoliberalismo que propuso Guzmán, y sin embargo, pese a generar esta modificación estructural del espacio universitario, la instalación del aparato universitario reapropiado con el golpe continúa inmune en su aparición dentro del reparto de lo sensible. Dicho de otro modo, la universidad puede abastecer debates, plantear estratégicas políticas o lineamiento sociales, y sin embargo, lo que no consigue es actuar políticamente. Su crisis inherente consiste no sólo en una imposibilidad de responder a su función ilustrada, sino en la imposibilidad de actuar, esto es lo que, más allá del tema constitucional, hace reaparecer la –

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melancólica e irónica– sonrisa de Guzmán. Esta sonrisa persiste como espectro de un espacio material, fantasmagórico y petrificado, que anticipa y “manatiza” toda relación con lo sensible. Como sabemos, uno de los autores más influyentes en Jaime Guzmán fue Carl Schmitt, éste fue un precursor del concepto de “reparto” que ocupa Rancière, pero que a diferencia de él, no desliga a partir de la relación entre estética y política sino de la relación entre nomos y physis, fundamentada en el marco de una “teología política”. Por ello para Schmitt “lo valedero para un grupos de seres vivientes” (Schmitt, 2002: p. 362), es decir, lo sensible, se identifica con la ley a través de un concepto fundamental para la constelación schmitteana, me refiero a “nomos”. El concepto de nomos es definido en 2 niveles por Schmitt: primero, el sustantivo de nomos es nomina acionis que designa un “hacer como suceso cuyo contenido está dado por el verbo” (es decir, la acción y el efecto de Nehemein y como Nehmein en alemán significa “tomar”, se trata de un: tomar-toma). Segundo, nomos indica “la acción y efecto de partir y repartir” (363). Schmitt está distinguiendo aquí 3 momentos: apropiación, partición y apacentamiento. (1)Apropiación: la toma jurídica-militar de los espacios públicos y de cuerpo social (violación y penetración de los cuerpos) durante el golpe y la dictadura; (2) Partición: el reparto y distribución neoliberal de la desigualdad social gestada por los “Chicago boys” luego del “shock”; (3) Apacentamiento: La elaboración de la constitución del 80 y sus reformas posteriores, en otras palabras, la gobernabilidad como fomento del fascismo. Ahora bien, lo paradójico, como el propio Schmitt reconoce, es que “el reparto queda más fijo en la memoria que la apropiación” (Ibíd, p. 368), como si este primer momento fuera sólo la inscripción de un acto violento que sólo puede significarse en un segundo momento de repartición. Este es el punto en el que la agresividad del acto soberano se le cuela el “enemigo interno” de una estética-política, inconsciente para el sujeto del acto. Por un lado este violento acto de apropiación está compuesto de la agresividad soberana fundacional, por otro está compuesto de la violencia sin sentido de una multiplicidad vaciada

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de expresión3, cuyo correlato ha de ser la paranoia del soberano, que le hace asumir una responsabilidad inconmensurable como si todo lo “otro” dependiese de él. Por esto la teología política de Schmitt que pone en las manos del soberano la continuidad de “La historia” de los vencedores, pero que al mismo tiempo sólo puede resolverse en el Estado de Excepción, está condenada al fracaso trágico del vencer de la agresividad por sobre la violencia divina. En este punto Benjamin4 es certero al escapar de la teología mítica-secularizante y caracterizarla como un enano feo y jorobado: cuestión a la que desde luego no escapa Schmitt, en su comprensión de la histórica teológica en que la soberanía no es dueña de su propia agresividad, por tanto sólo puede hacer uso de una violencia mística condenada a la pulsión circular del estado de excepción y la fundación constante, de modo tal que no puede contenerse a sí misma5: Melancolía de la sonrisa de Guzmán. Schmitt despliega su máquina de reterritorialización a partir de la secuencia nomos-logos-tropos: de modo tal que naturaleza y materia quedan sujetadas al ordenamiento jurídico social, haciendo de lo común sensible, el reflejo de la justicia conmutativa. La teología borra toda posibilidad de actuación de lo sensible, en términos simples, la teología de Schmitt opta por equivocarse antes que la estética. Mientras el nomos de Schmitt existe como logos viviente, en el que al imperar la ley, desaparece la “exterioridad de la escritura” consustancial a la política (Rancière, 1996: p. 90), el “reparto de lo sensible” de Rancière –mucho más esperanzador políticamente- es la alteridad constitutiva del desacuerdo de lo común, su gesto político de desterritorialización consiste en producir entonces la “asunción de lo asignificante”. ¿Quién produce semejante asunción? ¿Cómo distinguir al actor del acto? ¿Cómo, en fin, pensar apropiación y reparto, de un modo no-fascista, cómo generar una alternativa afirmativa a la cita Schmittiana de Guzmán? Habría que partir respondiendo que en este punto no es suficiente el planteamiento de Benjamin, que sitúa en el lugar de la trascendencia teológica a la 3 No es que Schmitt este siendo representacionalmente conservador, ni que sólo este reproduciendo los conceptos clásicos del discurso jurídico-filosófico, sino que como dice Žižek lo paradójico de Schmitt es que piensa al objeto a y al S1 lacaniano al mismo tiempo (Ver. Žižek, 2001: p.130). 4 Para un análisis más detallado de las concepciones de teología en Benjamin y en Schmitt, Cfr. García y Villacañas, 1996: pp. 41-60. 5 “Es la Dictadura soberana la que funda una constitución no soberana, o no simplemente soberana, y esa es la paradoja de una constitución soberanamente fundada que ya no responde, sin embargo, al paradigma soberano de la contención (katekhón) del mercado abierto, acéntrico, del anticristo, como diría el ala schmitteana de la Alianza por Chile que hoy gobierna. La dictadura soberana funda una Constitución que saca a bailar a la soberanía en la pista ilimitada del mercado gestional-empresarial expandido”. (Thayer-Villalobos, 2013: 15.)

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catástrofe misma, apostando al avatar del destino no escatológico la irrupción de lo sensible. El hecho de que hablemos de instalación significa que aun cuando no consideremos la escatología, materialmente persiste la inexpresividad del reparto. En este punto me parece pertinente reparar en lo que el antropólogo francés, Bruno Latour, señala al hablar de “Reensamblaje de lo social”, es decir pensar lo “social” no como un referente estático, sino dinámico, circulante6, que ya no se define por el dato, sino por el potencial “asociaciativo” de ensamblaje, que performativamente expresa lo social, de este modo hablar de lo “social” (de la dimensión social por ejemplo del derecho, o de los aspectos sociales de la educación) no añade nada más cercano que la metafísica de admitir lo social como contrato, sin detenerse en el meollo del asunto: Lo social es el extraño rastreo de asociaciones (Latour, 2008: 19) performativas que posibilitan una cosmopolítica7 sin distinción entre humanos y no humanos, sujetos y objetos, naturaleza y cultura. De este modo Latour desecha las categorías de sujeto y objeto –en la cual el significante sujeto resultaba siempre victorioso– que componían lo que tradicionalmente se conocía como “sociedad”, y comienza a hablar de “colectivo” Al contrario que la sociedad, que es un artefacto impuesto por el pacto moderno", este término se refiere a las asociaciones entre los humanos y los no humanos". Mientras siga existiendo la división entre la naturaleza y la sociedad que hace invisible el proceso político por el que el cosmos queda reunido en un todo en el que se puede vivir, la palabra «colectivo» hará de este proceso un proceso central. Su lema podría ser «no hay realidad Sin representación» (Ibíd, 239) De este modo Latour nos permite romper con Schmitt y el nomos de la tierra: No solo estoy diciendo que los mapas existentes son incompletos, sino que designan territorios con formas tan diferentes que ni siquiera se superponen. Tampoco está claro si corresponden a la misma Tierra. La tarea ante nosotros ya no es ir a lugares distintos en el mismo país -sitios menos atestados, caminos menos transitados- sino generar un paisaje totalmente diferente para poder viajar a través de él. (Ibíd, 237)

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Para una mayor comprensión de la “referencia circulante” véase Latour, 2001: pp. 38-99. Concepto elaborado por Isabelle Strengers (Cfr, Stengers, 2003).

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Esto consiste primordialmente en reinstalar lo social, y repensar una relación activa o actuante entre los agenciamientos que componen lo colectivo. Si golpe y dictadura instalaron una relación del espacio con un metaespacio (una forma de relacionarse y asimilar tal espacio), cuyo imperativo fue el de aumentar la ganancia de privados en la explotación de recursos /naturales/humanos/ficticios, recursos en fin, posibilitando con ello la destrucción del espacio público. Entonces la tarea de una intervención política de dicha instalación no consiste en recuperar los espacios públicos, ni solamente en resignificarlos, sino en producirlos performativamente, en hacerlos actuar, en multiplicar sus afectos mutuos. Por tanto la acción política ya no se mediría por un irrumpir ni un gesto crítico de enunciar los fragmentos del tejido social, sino por movilizar lo colectivo. Bastaría citar el nombre de Rem Koolhas, para comprender como el gesto acrítico posibilita una intervención rizomática. Latour, lo explica con los ejemplos de los “acontecimientos científicos”8, acontecimientos que no sólo irrumpen dentro de las representaciones científicas, sino dentro de las materialidades que se sitúan como objetos científicos, de las prácticas sociales que luego del acontecimiento se instauran, de los laboratorios y universidades que llevan a cabo los experimentos, del sustento económico que los políticos dan a los científicos, etc. De tal modo la intervención política del acontecimiento colectivo, consiste en una primera instancia, situarse frente a las condiciones de metaforicidad y de metonimicidad que estructuran lo social, para luego “hacer actuar” un acontecimiento a-metonímico (pues en él no hay distinción entre partes y todo, sino un cúmulo de objetos parciales de otros objetos parciales, un repliegue del cuerpo social) y a-metafórico (puesto que no busca una representación distinta, sino modos de afección y de contagios del cuerpo social). 8 Latour desarrolla este punto en relación al descubrimiento del fermento del ácido láctico llevado a cabo por Pasteur. Latour explica como todos los elementos que se involucran con este descubrimiento (desde la llegada de De Gaulle al poder, hasta la facultad universitaria donde Pasteur realiza sus experimentos) “acontecen”, transformándose, cada uno de ellos, comenzando por Pasteur y por los microorganismos del ácido: “La única solución, común en el caso de la historia, consiste en atribuir carácter histórico a todos los elementos que intervienen en el relato: De Gaulle se transforma, pero también se transforman Churchíll, Alemania, Los radares, las opiniones públicas, los submarinos, el cálculo de los convoyes perdidos, la deuda respectiva de los bancos centrales, y así sucesivamente, según escalas y ritmos diferentes. De manera más o menos similar, siempre hay reciprocidad en la aventura, en el acontecimiento. De Gaulle modifica a Churchill, quien a su vez le transforma. Precisamente esta reciprocidad parece imposible en la historia de las ciencias: ¡habría que hacer compartir el acontecimiento entre Pasteur y el ácido láctico! Y sin embargo, la simetría generalizada exige que se comparta. No sólo el fermento «llega» a Pasteur -convirtiendo a este honorable químico provinciano en un maestro de la microbiología mundial-, sino que Pasteur «llega» al fermento del ácido láctico -convirtiendo esta fermentación por contacto en el cultivo de un fermento para el cual el azúcar es un alimento” (Latour, 1995: 97).

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C- ¿Un horizonte de la performatividad? Uno de los conceptos más interesantes que introdujo la escena de avanzada en la estética local fue paradójicamente el de “performatividad”, estela performatividad sería uno de los principales aspectos que definiría a la condición posmoderna9. Y digo paradójicamente en tanto que crítica y performatividad parecieran ser conceptos opuestos: mientras la performance trabaja con el pathos del cuerpo y el sin sentido, la crítica asegura la resistencia del sentido mediante la distancia significante –o “al menos” significante- en un contexto de la pura inmanencia del sin-afuera global. Supuestamente hoy en día todo sería performativo, el capitalismo trasnacional implicaría un horizonte nihilista, donde toda diferencia se tornaría valor de cambio y donde las condiciones materiales contradecirían el sustento simbólico de la subjetividad. Para Thayer, performance y nihilismo son el horizonte de un mercado absoluto, el de la pura circulación (Cfr. Thayer, 1997). Thayer da a la performatividad un carácter autoritario e imperial, implica una crisis irremediable entre función y legitimidad, operatividad y disponibilidad tecnológica, marco y multiplicidad, narración y acción; una crisis en la que no habría un “mediador general” (Valderrama (ed.), 2011: 17) ni nada que permita unir los objetos singulares que coexisten en la (in)actualidad. Desde esta perspectiva, del nihilismo como horizonte performativo, nos encontraríamos en lo que Žižek llama “entre las dos muertes” (Cfr., 1992: 172 y ss): se trata de cuando en los “monitos” tipo “Tom y Jerry” o “Correcaminos”, el persecutor queda flotando en el abismo un par de segundos antes de mirar hacia abajo y darse cuenta que ya está literalmente muerto, es decir, sigue corriendo en el vacío siendo ya imposible sobrevivir, está ya materialmente muerto, sin embargo sólo consigue su muerte definitiva en el momento en que mira hacia abajo y se despide hacia la cámara 9 Para comprender la relevancia dentro de la discusión posdictatorial del término “performatividad”, Cfr. Thayer, 2004. Y para una visión general del término en relación a la posmodernidad Cfr. Lyotard, 1987.

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Así nosotros también nos encontraríamos dentro del capitalismo: materialmente ya no hay una realidad consistente que nos sostenga desde la perspectiva moderna: todas las categorías modernas (sujeto, verdad, autonomía, etc) con que nos representamos el mundo ya no rigen, pero aun así seguimos comportándonos como si rigieran, de tal modo que bastaría con mirar el abismo para destruirnos como sujetos. El punto es que esta lectura de lo performativo sigue leyendo en clave modernista la performatividad, como un horizonte de lo Real despojado de consistencia simbólica. El problema de Lacan es el opuesto: Aún cuando el nihilismo fuese el horizonte en que viviéramos, aun así habría una consistencia simbólica de la realidad, Real y realidad van de la mano, por ello la frase de Lacan “Si Dios está muerto entonces nada está permitido”. La performatividad ha existido siempre y no precisamente como horizonte, la performatividad se debe definir como un modo de actuar que consiste precisamente en no actuar desde un sentido, por lo cual performatividad no designa una condición ni un estado de cosas sino una modalidad de acción que trabaja desde otro reparto de lo sensible: transgrede la distribución simbólica de la materialidad y hace actuar las cosas (o se hace actuar por las cosas). De este modo, a propósito de la escena posdictatorial y su preferencia por “lo político”, la performatividad irrumpe en un vacío epistémico desde el cual ocupa el poder sin posicionarse en un determinado a priori convencional, logrando desplazarse desde lo simbólico hasta lo Real, sin perder su consecuencia performativa; mientras la posdictadura se alejaba de “la política” por considerarla representacionalidad inefectiva en términos de irrupción, la performatividad permite vincular el exceso de representación (Política, orden simbólico) con el exceso de violencia (lo político, Real). El problema político de la escena posdictatorial fue adjudicar el exceso de representacionalidad a “la política” sin considerar el propio exceso que desde luego una palabra como “escena” comporta, de tal modo que se estableció la relación entre representacionalidad y singularidad politizante, a la manera de dos paralelas, una esquizofrénica y otra neurótica, que nunca se interfieren –cuando lo propio del acto político es intervenir en ese entrecruzamiento performativo. Por esto la performatividad es un actuar contrario al actuar fascista en que nos movemos comúnmente (en la realidad), si este último hace pasar a la materialidad sin sentido por un

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“medio” para garantizar que el sentido siempre triunfe, la performatividad es el corte que transforma sentido y sin sentido, trastocando la repartición de lo sensible. En este sentido la radicalidad de la performatividad reside en su accionar en el que actúan metáforas, cosas, performers, afectos y etcéteras, haciendo con esta acción una ontología política, que le permite a las cosas aparecer de otro modo en la sociedad. La performance, desde mi perspectiva, iría en la línea de lo que Nietzsche distingue respecto a lo que él llama “la seducción del lenguaje”: Bajo la seducción del lenguaje (y de los errores básicos de la razón en él petrificados), que entiende y malentiende toda eficacia como causada por algo que es eficaz, por un “sujeto”, puede parecer de otro modo. De la misma manera que el pueblo separa el rayo del relámpago y toma este último como obrar, como efecto de un sujeto denominado rayo, así también la moral del pueblo separa la fuerza de las manifestaciones de la fuerza, como si detrás de lo fuerte hubiera un sustrato indiferente que fuese libre de manifestar su fuerza o de no hacerlo. No existe ese sustrato; no hay “ser” detrás del obrar, del producir efectos, del devenir. (Nietzsche, 1996: 32) En este sentido no hay una performer de la performance, si la performance se vuelve obra de alguien, puesta en escena, o soporte corporal, deja de ser performativa, la performatividad no consiste en quebrar un marco de representación, sino en configurar uno nuevo. Ejemplos sobran de las movilizaciones de los últimos años, y no vienen precisamente de la neovanguardia. Desde la congregación del baile de “Thriller” frente a La Moneda (donde una gran cantidad de jóvenes bailaban el clásico de Michael Jackson caracterizados de zombies), hasta la protesta pacífica del “Gran iiii por la educación” frente a la alcaldía de Santiago (contra el edil Zalaquett en la cual los estudiantes caracterizados de dicho personaje, imitaron su voz característica), pasando por el trabajo del “colectivo hiperreal” con los estudiantes en toma del Liceo de Aplicación (donde se realizaron exposiciones, instalaciones y performances). Todas estas performances produjeron un Real, que no es medible ni por el impacto de la irrupción de la manifestación dentro del espacio abierto de la ciudad ni por la convicción de sus demandas. Y no lo es puesto que lo Real no emerge del agente –que en realidad es un

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“actante”– sino del debate que se da entre la pluralidad de marcos de realidad que componen el normal flujo de circulación. Es decir, el único efecto de estas performances es material (ocupación de un espacio de una manera que no estaba determinada) y este efecto material hace que todo se vuelva performativo: lo que se consideraba “objetivo” adquiere una movilidad, una violencia, que hace que las cosas se revelen respecto a su marco simbólico desde el cual eran entendidas, haciendo que estos marcos simbólicos –que constituían la realidad– entren en debate, dando a cada posición un rigor político.

D- Retorno e Intervención Lo que propondré en esta última parte es un concepto de “Intervención”, que me parece pertinente para insertar en la contingencia posnacional de las movilizaciones, que ha llevado a cientistas políticos, sicólogos, sociólogos, etc., a darse cuenta que la “crisis de la representación parlamentarista” no es la enfermedad sino la condición de” lo político”, y que, desde una teología materialista, prevalece como instante fugaz por sobre la plataforma de “La política”. La intervención es en último término la política en su esencia misma, es el momento en que la violencia deja de sujetarse a un marco de sentido y permite crear un nuevo sentido sin contraponerlo al sin sentido real. Esta violencia –divina– se expresa como transformación: con esto me refiero a que una intervención no es el mero impacto de alguna alteridad dentro de un marco de lo normal, sino que es la transformación de toda identidad, la enunciación de todo sin sentido real que constituye la esencia del sentido. Para intervenir es necesario reconocer la metaforicidad que predefine un cierto espacio, territorio o cuerpo, así como también su actualidad y virtualidad temporal, pero no sólo para trasladar los significantes de estas metáforas, sino para trastonar el sentido de su intercambio. No basta con enunciar una revolución, hay que revolucionar primero su concepto; así como tampoco basta con modificar un objeto, lo que hay que modificar es la forma de intuir el tiempo (combatir el chronos con la heterocronía) e intuir el espacio (indistinguir objeto y espacio).

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Por otro lado, la intervención tiene un carácter metonímico, en el sentido en que trabaja con un fragmento de realidad, que realmente nunca es parte de una totalidad –en tanto que es la representación la que complementa los fragmentos con la idea de totalidad (“La vaca y el pollito” sabían de esto10). La intervención ocurre en una parte de la situación, y del contexto, hace actuar a un número extremadamente limitado y finito de elementos, y sin embargo consigue reordenar todos los elementos que configuraban la realidad, relacionándolos de otra manera. Pero tal como pasa con la metáfora pasa con la metonimia: la intervención va más allá de la metonimia en la medida en que no instaura una relación entre partes y todo, sino una relación entre serialidades: No es que una parte de la realidad represente al todo, sino que en cada parte, en cada objeto intervenido, hay un lenguaje que choca con el lenguaje de los otros objetos, pero que a la vez produce nuevos lenguajes, lenguajes que desde la perspectiva del sujeto confunden el signo y la materia. Por tanto la intervención no consiste en la mera metonimia con que podría pensarse desde una primera lectura la emancipación en Rancière, en donde “la parte de los sin parte alza la voz respecto de lo común”, sino en la aparición de una nueva serialidad desprendida del objeto parcial que rearticula la apertura del desacuerdo. ¿Qué significa intervenir el golpe? Significa asumir la repetición del trauma de dos modos distintos: primero, como repetición de la escena del acontecimiento (las innumerables escenas en que el golpe acontece, no sólo el 11 de Septiembre, sino en el tanquetazo, en la constitución de Jaime Guzmán, en la vuelta de los “Chicago boys”, en la preparación militar, etc. Infinitamente), como interrupción de la infinitud del acontecimiento material y del sentido incorporal que despierta el golpe, y en segundo lugar, repetición de las circunstancias que originaron la fractura y la visibilización del acontecimiento, no sólo para dar vuelta la historia, “La vaca y el pollito” era una serie de dibujos animados, que tal como las clásicas animaciones estadounidenses repetía el gesto de representar a los padres como metonimias de una autoridad total que “no cabía en la pantalla”. De modo tal, que de los “padres” sólo podíamos ver sus piernas y oír su voz fuerte y decidida. El gesto traumático y subversivo de “La vaca y el pollito” fue develar, tras un alejamiento de cámara hacia el final de uno de sus capítulos, que esa autoridad era ficticia, que sobre las piernas no había nada. 10

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sino para nuevamente golpear la historia, posicionarse desde otro lugar en la escena donde ya actuamos. Intervenir significa irrumpir, enunciando lo Real de toda identidad simbólica, o bien, enunciando lo Simbólico como una respuesta a lo Real, evidenciando entre este Real y este Simbólico, un “nosotros” que ya no se constituye en base a un Gran Otro, sino que se enfrenta a sí mismo como colectivo. De este modo no hay ningún sentido que origine la intervención, pues esta suprime toda relación íntima consigo misma; esto lo entendieron los anónimos participantes de las últimas movilizaciones, que antes de intentar cumplir sus ideales y de satisfacer su propia autoimagen revolucionaria, propusieron nuevas formas de compartir el espacio común haciendo prevalecer el deseo por sobre la demanda, sin agotar con ello el carácter político de la creación. Esto significó en gran parte las movilizaciones del 2011, no fue sólo la aparición de una generación más valiente, hijos de los que “vivieron” el 73, sino la intervención performativa de las posiciones políticas que definieron la derrota del pasado. Se trata de una generación que demostró que la lucha de clases no ocurre ni en la calle ni en las Universidades, sino en situaciones (per)formativas de poder. Por esto las principales performances del movimiento del 2011 no las realizaron los artistas, que estaban más abocados en comprender la eficacia de los medios virtuales o en ensalzar la imagen del “pueblo” para su tarea de legitimación de la relación arte y política, sino aquellos que en el anonimato interrumpían la función que a diario cumplían, para enfocarse en un trabajo de “producción de sentido” junto a otros. Este compartir otro de lo común, esta red afectiva antes que discursiva, dejó también huellas, indiciarias de la irrupción de una multiplicidad políticamente activa, que probablemente, claro está, pudieron haberse vuelto más efectivas de lo que fueron, pero que sin embargo resignificaron la red de actantes que intervinieron. Tal vez un ejemplo inspirante para comprender el concepto de intervención, y el de intervención a 40 años del 73, es el de “Volver a futuro”, película que identifica un concepto

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de intervención política que destroza cualquier tentación de interpretación sicoanalítica11. Para ser lo más breve posible, en la primera secuela de esta saga vemos como Marti, el joven protagonista, al viajar al pasado por error, debe trastornar su propia intervención en el pasado para que sus padres (y esto es lo más freudianamente traumático: un par de perdedores estúpidos) logren conocerse y gustarse mutuamente, y así poder nacer él mismo en el futuro. Mientras que en la segunda secuela Marti debe volver a esta misma escena en la que intenta que sus padres se relacionen, pero esta vez la intervención es doble, en tanto debe intervenir la escena en la que él mismo ya intervino con el fin de recuperar el objeto que en el futuro perdió y que cambió todo el rumbo del mundo. Al intervenir por segunda vez, Marti se está enfrentando a 3 adversidades: a) la de recuperar el “Almanaque”, es decir, el objeto perdido que define la historia de la lucha de clases ( si vence el linaje Beef –que encarna al fascismo– o Mc Fly –proletario–), b) Escapar del enemigo inmediato, Beef, c) revivir el que debería ser el momento más traumático para el psicoanálisis: el de enfrentarse al acoso sexual de la propia madre, d) Evitar toparse consigo mismo, con el Marti que por primera vez viajaba al pasado. Así debemos comprender la intervención: a) Rescatar del pasado aquellos objetos que en su contexto original no tenían una importancia significante, para resignificarlos y activarlos políticamente en un dominio totalmente diferente, en el cual se define la redención histórica, b) intentar vencer al enemigo inmediato, sin sublimar el posible éxito, comprendiendo que lo relevante no es la confrontación presencial, sino la jugada estratégica (dicho de otro modo: no es la agresividad policial del enemigo sino la capacidad de escapar de su cautividad para no frenar la acción mesiánica), c) Enfrentarse a la inexistencia de la pérdida fundamental afirmando el sinthome social de la ineptitud de los significantes amos y de un pasado heroico, para así asumir la responsabilidad de la propia acción histórica, d) Oponerse a cualquier tipo de relación interna consigo mismo, entendiendo que lo político no se juega en el agente, sino en la pura acción, la cual no puede ser prevista, en tanto su accionar posibilita una serie de efectos políticos que eran imposibles desde la estructura de la cual emerge, siendo sólo viable entender su relevancia a largo plazo. “Volver al futuro” se opone a las dos maneras de plantear el viaje el tiempo: la edípica que asumía la intervención en el tiempo como constitutiva de La Historia (única y trágica), por tanto todo viaje, toda variación ya estaba contemplada en la historia lineal; y en segundo lugar, la de los universos paralelos, que en cada viaje al futuro o al pasado, creaba un universo paralelo. Sólo en “Volver al futuro” se da una suerte de mixtura entre ambas teorías, en la cual cada viaje crea una tangente histórica, sometiéndose al mismo tiempo a la continuidad de La historia, esto es, acarreando un impacto en el presente. 11

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