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Para servirle a Usted Paco Olvera

Esta es una de las tantas frases anacrónicas que sigo empleando en mis interacciones del día a día. Así como cuando nos hablaba un adulto y respondíamos “¿Qué?” y nos decían de inmediato, “se dice mande, chamaco igualado”, también éramos conminados a declarar nuestra disposición a ayudar o hacer útiles, “hazte valer, se acomedido”, sentenciaba mi mamá, “pórtate como si estuvieras bien educado”, nos decía, y ¡esto último siempre daba resultado! Alguna vez en Sudamérica, algunos colegas del trabajo me decían que cuando los mexicanos decimos “a sus órdenes” o “mande usted”, les parecía muy servil, yo por mi parte respondía que el servilismo no está en las palabras sino en las actitudes, y que, en todo caso, estas “fórmulas de educación” tal vez las heredamos de nuestro pasado de ser sojuzgados por una brutal etapa de conquista que aún deja sentir sus efectos casi 600 años después. Como buenos mexicanos, bromistas y vaciladores, hemos hecho alteraciones de estas formas de hablar, no sé si para quitarles lo servil, pero cuando menos las hacemos menos solemnes. Recuerdo que mi querido amigo Agustín, cuando se presentaba con alguien, decía con su innegable acento regiomontano “¡Agustín Oshoa, pa’ servirle a uste’ y pa´ hacer bilis con los clientes!”. Pero más allá de meditar sobre esta curiosa forma de hablar que va en deriva hacia el olvido, hay una duda que surge de la interpretación literal de la afirmación / invitación “para servirle a usted”: ¿para qué me puede servir usted? O dicho de otra forma, ¿para qué puede servir un mexicano? Este cuestionamiento surgió en Juan Pablo, el hijo mayor de Fernando, luego de que, con un ilusionante inicio en el mundial de fútbol, el equipo mexicano terminó “jugando como nunca y perdiendo como siempre”. Cuando nos contó esta anécdota en una reunión de Letrónicos, decidimos abordar este tema, desde cualquier ángulo que se nos ocurriera, pero siempre

teniendo en mente, que responderíamos como padres o cuando menos como mexicanos “más experimentados” a la juventud de nuestra patria cuando nos preguntase “¿para qué somos buenos los mexicanos?”. Una vez redactada tan extensa y rollera introducción me siento atrapado: en principio no sé qué responder (no pos’, si para esto me gustabas, dirían los clásicos). Una de nuestras idiosincrasias muy mexicanas es la de entender la modestia como una intensa negación de nuestras capacidades, llevándola a extremos como la falta de amor propio, la autodegradación o una subyacente negación de valor en nuestras acciones y en nuestras personas. También vale la pena mencionar que nos gusta hablar y hacer bromas por oposición: “bienvenido a tu humilde casa”, cuando sentimos que se trata de un palacio, o bien usar la frase “ai’ humildemente” (o “pinchemente”), cuando queremos minimizar artificialmente alguno de nuestros logros. Pero en general deseamos no ser tomados por “presuntuosos”, pero al mismo tiempo que la gente se dé cuenta lo “buenazos” que somos: una muestra más de nuestras habituales contradicciones. Ya pasado este impacto inicial, se me ocurren algunas cosas. Somos buenísimos para hacer amigos, para organizar pachangas, para sacarle la vuelta a las broncas y para burlarnos hasta de la muerte, bueno, sabemos que esto no será para siempre, pero “en mientras”, la invitamos a ser nuestra compañera, convidándola al festín de nuestras alegrías, como “Macario” nos ilustra cuando comparte con la “huesuda” un suculento guajolote: “pensé que si te compartía la mitad, cuando menos me dejarías una última comida a gusto, en lo que tu comías también”, dijo Lopez Tarso al darle vida al personaje de B Traven. Somos buenos para vivir en la contradicción, en la dualidad, en el surrealismo (como se cuenta que afirmó René Bretón), nos crecemos a la


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