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Todos los caminos llevan a Roma Paco Olvera

Todos los caminos llevan a Roma

Paco Olvera

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Lugar común. De esos sitios distintos que resultan iguales, no en su aspecto exacto, pero si en detalles que apoyan la evocación. El pinito de navidad plateado, las escaleras “voladas” para subir a la azotea. La azotea, ese reino inicialmente fuera de nuestro alcance, pero que se volvió el centro donde gravitaban nuestros juegos, nuestras aventuras y la desbordada marejada de nuestra imaginación. Los tendederos hechos de alambre, donde se colgaba la ropa a asolear, a orear, pero que no había que olvidar, para que no se serenara. de mis recuerdos entra entonces de manera natural e integra en el monumento de “Roma”. Como un endoscopio emocional, toda la mirada cercana de la familia que hace Cuarón entra en mis memorias, de manera invasiva, pero bienvenida, íntima, indagatoria, con una precisión que no puede desprenderse ya de las fotografías, pero sí de las imágenes borrosas que han resistido a borrarse del todo: la pista Scalextrics (la “sacalectric” como le decía yo cuando era niño), los tragaluces de vitro-block, la enciclopedia “Temática” de Grolier en los libreros, los posters del Cruz Azul campeón, incluidas las caricaturas del “Kalimán” Guzmán” y “Pierna Fuerte” Sánchez Galindo.

La imagen de la “Roma” que creó Cuarón es perfecta. Y esa perfección viene de las imperfecciones, de las grietas, de la aspereza, de los detalles “nacos”, de mal gusto, de lo común, de lo banal. “No seas ordinario”, nos decía mi mamá para pedirnos que no fuésemos groseros, mal educados, mal criados. La imperfección Pero además de las imágenes, los sonidos recopilados por Lynn Fainchtein (que fue nuestra musa por vez primera en “Salsabadeando” en “WFM), la “XEQK, la hora exacta de México, Chocolates Turín, ricos de principio a Fin”, “¡He prometido!” de Leo Dan, “Mi corazón es un gitano”, cantaba Lupita D’Alessio, sin dejar a un lado los ruidos de los temblores o del mar. Y de las playas de Tuxpan a Poza Rica o Tecolutla, que eran las más cercanas y baratas al DF en aquellos tiempos en que no había autopista del Sol a Acapulco (mucho menos soñar en un avión). Los “jingles” en los anuncios heredados de la radio a la televisión: “Raleigh es, el

cigarro”, “Ponga la basura en su lugar”, “Hechos con amor, con toda confianza es Herdez” o la versión de “Brasilia” por Tony Motola, que anunciaba la “Asociación Hipotecaria Mexicana, Reforma 96”. en realidad es la verdad, lo que lastima, pero da nobleza, lo todos callan por obviedad para mantener la “dignidá”.

Cleo o Libo, en casa fueron Reyna, Chayito o Teodora, en la casa de mi tía Estrella fue Josefina junto con su hijo Gabino, que venían de Zacualpan y que hacía los tamales más maravillosos que te puedas imaginar. Me acuerdo cuando el tío Filiberto, hermano de mi abuelita Vicky le “echaba los perros” a Pompeyita, cortejo de un estilo de ópera bufa, que de chamacos nos hacía reír y que a mi mamá la hacía encabronar “el coscolino del tío Fili y estos chamacos que no sueltan prenda”. Pompeyita, nos parecía un nombre singular como “de rancho”, donde no hay empacho en aplicar la sugerencia onomástica que aparece en el santoral o en el “Calendario de Galván”: en realidad era diminutivo de Pompeya, mítica ciudad el Imperio Romano, destruida su vida por un volcán, pero preservada la foto final de su último respiro por las cenizas de la erupción, en forma de imágenes congeladas, como los destellos de la “pantalla de plata”, “El tragaluz del infinito”, como lo bautizó Noel Bürsch al cine y sus posibilidades. La vida da la vuelta, de un tragaluz a otro. Y así hicimos otro ciclo desde la nostalgia, hasta el imperio Romano, de la realidad al cine y esto no se detiene.

Está la vertiente de los secretos de familia nos hace sentirnos expuestos a todos. Lo que todo mundo sabe, pero nadie repite, lo que puede ser desmentido, pero Los tíos que tenían edad para ser tus primos, producto tal vez de un “santanazo” (con la bíblica referencia a Santa Ana) o la adopción realizada en la secrecía y discreción de un nieto como hijo. O también el “sietemesino que hasta papada tiene” (como alguna vez comentó mi abuelita con su tacto escaso, reflejo de las dificultades de su propia vida). Y hablando de mi abuelita Vicky, sus dichos eran nuestro compendio de sabiduría en forma de frases pintorescas de profunda verdad, como el día que para emitir su diagnóstico del casi seguro embarazo de una de las chicas que ayudaban en casa de mi tío Fito, dijo: “como ves, ¡a esta ya se la ve cara de gato amarillo!” (suponemos que por los mareos, vómitos y duras condiciones que impone el cuerpo a una primigesta, que hace que se las mujeres se les vea debilitadas).

La transformación del lenguaje, los anacronismos que ahora usamos sólo los que nos convertimos en los nuevos rucos, como decirle “chulas” a las muchachas bonitas, o “estar de encargo” para referirse a un embarazo, cuando decirle a alguien “mano” o “manito” se antojaba rústico, pero no de poca categoría. Las “malas palabras” o groserías como eran denominadas, eran conocidas, pero no se repetían en casa, so pena de ser castigado o hasta recibir una nalgada.

Una amplia e incontenible explicación de la candidez de aquella época. La secrecía del divorcio, los hijos en la “casa chica”, o la no explicación de porque no a todos los “esposos” de la tía les tenías que decir “tío”, sino “señor”. “Todavía crees en los Santos Reyes”, era una frase con la que se nos acusaba de inocentes, y es que en realidad era así. Como ejemplo de esto, recuerdo que en una ocasión cuando mi hermana tuvo edad suficiente para dejar de recibir regalos y comenzar a hacer de “Rey Mago” junto con mis padres, vio al tío Ernesto que llevaba una bicicleta. Al día siguiente, tratando de lucir “muy conocedora” le preguntó a mi primo Toño: ¿Qué tal tu nueva bicicleta?, ¿Cuál bicicleta?, ¿Cómo cuál?, ¡la que te trajeron los Reyes! Sólo en ese momento, mi hermana se percató de la cara de estupefacción de mi mamá, con una mirada que ordenaba y suplicaba ¡cállate, cállate! Menuda forma de descubrir que el tío Neto tenía otra casa, que fue donde los “Santos Reyes” entregaron la bicicleta.

La vestimenta que incluía los pantalones acampanados, los zapatos de plataforma o las minifaldas. Los pantalones “Topeka”, de colores estrafalarios, de tela “bien corriente” y con su cinturón de vinyl con hebilla de “fierro colado”, que eran atentados al “buen gusto” y que nada tenían que ver con un buen pantalón de casimir “Santiago” confeccionado a la medida por un sastre. Por cierto, que estas finas telas confeccionadas en el pueblo vecino eran anunciadas por el galán de moda Rogelio Guerra, de la misma forma que Mauricio Garcés nos decía “hasta que usé una Manchester, me sentí a gusto”. Estas telas confeccionadas de fibras sintéticas, lucían además estampados de flores y diseños “psicodélicos”, que se confrontaban

completamente a los diseños geométricos y simétricos que les antecedían.

Hay avenidas de la nostalgia que no son explícitas en “Roma”, como hablar de la varita mágica que ayudaba a transformar la azotea: el gis. Ese mismo que comprábamos en “El Topacio”, la tienda de Don Poncho, del que emanaban las “carreteritas” para jugar con los cochecitos, o el área chica en torno a una portería de futbol o un “bebe leche” como le llamaban las “muchachas” o “avioncito”, como lo llamábamos los pueblerinos (que era como un citadino comparado con un ranchero). En “El Topacio” también vendían los cuadernos “Comando”, de raya sencilla, doble raya, cuadro chico o cuadro grande, forma francesa o italiana. Los “submarinos, rete llenos de relleno”, “las barritas”, “los pingüinos, requeté sabrosos son”, “los choco, choco roles” o “los negritos”, ahora desaparecidos por su desfachatada discriminación, antes aceptada porque si decías en diminutivo, no sonaba “tan feo”. No se deben dejar a un lado el “Choco Milk” de Pancho Pantera, el chocolate “Abuelita” o el “Trenecito” del chocolate “Express” (alguna vez anunciado por “Cachirulo” en su “Teatro Fantástico”).

Por supuesto, no podemos dejar a un lado que se hable del cine en el cine, como en “La Rosa Purpura del Cairo”, “Cinema Paradiso” o “La Forma del Agua”. Don Alfonso

(no el de la tiendita, sino este gran cineasta), nos presenta un retrato de este intrincado ritual de ir a este entretenimiento maravilloso, ventana del pueblo al resto del Universo. Ceremonia que iguala a todos, haciendo distinciones, en una forma exquisita de paradoja: todos pueden ir al cine, pero los riquillos “abajo” (preferente) y los pobretones en “gayola” (arriba). Rituales afuera y dentro del recinto, en la taquilla y en las butacas: noviecitos abrazados, pláticas indiscretas, “agarraditas de mano”, “fajecitos” (y en ciertas ocasiones algo “pior”). Anacronismos maravillosos: doble función, películas con intermedio, cortinaje heredado del teatro al finalizar la última función, acomodadores o el palco de los dueños del cine. La vendimia a la entrada y salida, globeros, golosinas (adentro venden bien caro) y hasta cigarrillos que era licito fumar en plena función.

Los cromos y cuadros que adornaban las paredes (además de los ya mencionados posters, aborrecidos por las mamás). Podían ir desde la ilustración de la niña bañando a su perrito, los calendarios con gatitos dentro de una canasta o el cuadro del ángel de la guarda cuidando a los niños indefensos que cruzan el puente. Por otro lado, la foto de la boda de los padres, los quince años de la hermana, la primera comunión y otras fotos de “estudio”, donde posábamos junto a pasteles de yeso, columnas de cartón piedra o algún perro de peluche. Fotos cuyo “retoque” nos hacía lucir con colores antinaturales, pero que eran “muy normales” en aquella época (en algunos casos, los cuadros con “caritas”, presentando varias vistas del bebé en cuestión). En mi casa había un muro, donde se colgaban todas estas fotos, incluidos los ahijados, sobrinos, tíos y otros parientes, la mayor parte de ellos con “dedicatoria”. Una de ellas mostraba la foto de la boda de unos tíos, con una leyenda al reverso que incluía una fecha convenientemente alterada, para que “salieran” las fechas del primer embarazo.

Esta es la forma en que la “Libertad” (nombre de mi calle en la infancia), se conecta con la “Roma” de Cuarón y con tantos otros emporios de la nostalgia, unidos por escaleras, tragaluces, patios, improvisadas cocheras y por sobre todas las cosas, por los recuerdos.

Paco Olvera

Marzo de 2019

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