El Triángulo de Bermúdez y otros cuentos

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a pintar, por horas, en su taller cercano a la Escuela. Había viajado y conocía algunos museos, por eso hablaba con tanta seguridad y apoyaba sus entretenidas conversaciones con imágenes. Las paredes de su covacha estaban tapizadas de fotografías y afiches de exposiciones, de espectáculos de cine y teatro. En aquel espacio se respiraba un aire cosmopolita, se sentía la presencia del universalismo que brota de aquellas personas de espíritus libres. Ansiosos, esperábamos el momento de la invitación al sagrado aposento donde sólo podían entrar los alumnos que habían demostrado verdadero interés por el arte. Claro, sabíamos que Abel, convertido en un ratón de biblioteca, sería el primero y eso de alguna manera nos mortificaba. El era un adulador, un despreciable gusano, una lagartija servil, insoportable. Las muchachas le apoyaban y se comportaban peores que él, pero en ellas eso constituía una conducta normal. Desde los primeros años de escolaridad, uno mira y las recuerda, siempre estuvieron al lado de esa persona que se monta en la cátedra, detrás del escritorio. Acariciándole el pelo a la maestra, tocándole la pintura de las uñas; ensimismadas admirándole la indumentaria. Entonces venía lo vergonzoso, ¡mire señorita, aquí le envía mi madre! Le entregaban dulces, empanadas, arepas rellenas, cualquier cosa que fuera deliciosa al paladar. ¡Abel, eres un miserable, te vamos a partir la boca! Le decíamos. Él se hacía el artista plástico y nosotros que ya no éramos los de antes lo mirábamos con desprecio. 84


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