El Triángulo de Bermúdez y otros cuentos

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tró a una extraña, otra persona. María Gracia estaba convertida en mapanare, le brillaban los ojos y había mudado la piel. Siete mordidas le lanzó en un celaje. La cándida, dulce y complaciente esposa ahora parecía estar poseída por el demonio, dispuesta a castrarlo, cortarle la yugular, arrancarle el pellejo, sacarle los ojos. Algo más de treinta días duró el responso. A ratos lloraba, enmudecía y de pronto arrancaba con la misma retahíla donde se mezclaban improperios, indignaciones, reclamos y todos los insultos posibles. Bermúdez no tenía argumentos, quiso arreglarlo con viles excusas de latonero y mecánico automotriz pero fue inútil. Estaba rodeado, debía entregarse y declararse prisionero. Intentar huir era simplemente una traición a la patria, era necesario pactar. El tiempo, alabado sea, jugó a favor de aquel triángulo. Un buen día se apareció la catira en casa de María Gracia, quien a la postre no había nacido para odiar. Borrado todo rastro de rencor de su noble corazón atendió a su rival y conoció de cerca a las gemelas. Llamó a sus cuatro varones y les presentó a las hermanitas. Cuando Bermúdez llegó del trabajo se encontró con aquel gentío. Entre el bullicio y la algarabía, esa tarde firmaron el armisticio y hubo un tratado de paz que fue sellado con vasos de tizana bien fría. ¿Qué si era feos los muchachos? ¡Ninguno!.

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